VI

Y ya que sabéis la razón de que yo escribiese lo que estáis leyendo, añadiré para mayor claridad de este negocio, que el isleño me autorizó a contar la Historia como testigo de ella, figurándome en algunos pasajes, no sólo como presenciador, sino como lo que en literatura llamamos héroe o protagonista. A mi observación de que yo tendía por temperamento y volubilidad natural a la mudanza de opinión, y a variar mi carácter y estilo conforme a la ocasión y lugar en que la fatalidad me ponía, contestó que esto no le importaba, y que la variedad de mis posturas o disfraces daría más encanto a la obra.

Dadas estas explicaciones, continúo mi cuento. En pleno verano del 71 se despegó con el calor la Conciliación, retirándose cada parte por su lado con ganas de pelea. No habían hecho nada. Al soltar sus cuellos del yugo, la emprendieron a cornadas unos contra otros: «Ya ve usted, mi querido don José Luis -dije al maestro-, lo mal que resulta el intentar que gobiernen juntos los que de su separación y diferencia sacarían la fuerza eficaz que pone en marcha la máquina del sistema. Ya que tan enamorado está usted del turno inglés, hágase la prueba de que gobiernen ahora los wighs con su programa y planes de reforma, y que los señores torys aguarden con paciencia su vez».

Pero Albareda no daba su brazo a torcer. Hombre agudísimo, que por imposiciones de la Fatalidad tenía compromiso de abogar por el contubernio, desmintiendo su dilettantismo anglómano, sacaba razones de su fértil ingenio, y me apabullaba con sofismas deliciosos. Seguía yo defendiendo con mi fácil pluma el desbaratado armadijo, tratando de recoger los pedazos para volver a pegarlos con la cola de mis artículos. Pero por mi cuenta digo que los torys de acá eran la mayor calamidad del Reino. De cepa unionista moderada, llevaban en la masa de la sangre los vicios y las malas mañas de la rancia política y de la Administración apolillada. Con necia fatuidad aseguraban que ellos solos poseían el secreto de regir a la Nación, y que sin ellos todo era desorden y merienda de negros. Conocía yo a un señor, inveterado unionista del 63 y 64, y siempre que nos encontrábamos largábame un sermón, contrastando la omnisciencia de los suyos con la ineptitud de la gente nueva. La síntesis era esta: «Nada, nada, amigo; es cuestión de camisa limpia...». Según aquel inmenso congrio, la clave del gobierno de España estaba en manos de las lavanderas y planchadoras.

Divorciados el Ayer y el Mañana, matrimonio de conveniencia, entró a formar Gobierno el Mañana, don Manuel Ruiz Zorrilla, el más valiente y entero de los hombres de la Revolución, popular cual ninguno por mirar de frente a los intereses del pueblo, voluntad firme, corazón que ardía en el amor romántico de una España redimida. Sus compañeros de Gabinete, llamándose demócratas, gastaban pecheras tan blancas y lustrosas como las de los palaciegos mejor almidonados. No era cuestión de camisas limpias, sino de cerebros lavados de roña y telarañas.

Un poquito atrás, caballeros. Se me olvidó decir que en los tenebrosos y amargos días de mi enfermedad fue la apertura de Cortes, y en el acto solemne leyó don Amadeo el acostumbrado discurso, como todos los del ritual, enfático y pedantesco, henchido de vanas promesas y preñado de hiperbólicas esperanzas. En boca del Rey puso el Gobierno parrafillos en que este pudo vanagloriarse con sincera bravura de su liberalismo, como de su respeto a la voluntad de la Nación. Con entusiasmo loco recibió el anfiteatro estas lindas canciones, que trascendieron pronto a las calles y el corazón de los adictos... Presidente de las Cortes fue Olózaga por votación no muy nutrida. Ciento diez papeletas le colaron en las urnas. La oposición era tremenda; entre federales, carlistas, moderados netos, alfonsinos de solemnidad o vergonzantes, formaban una falange de complejos rencores que iban a una contra el Gobierno, el Rey y el Verbo divino.

Adelante. Reanudo el hilo cronológico para deciros que Ruiz Zorrilla trajo a la política oxígeno abundante y frescura de reformas por las que suspiraba el envejecido ser de la Patria. Entró don Manuel con singular arranque a matar las rutinas; crujía la Gaceta del empuje, y el radicalismo se estrenó con un sonoro triunfo. De aquel Gobierno se dijo que era una República con Rey. ¡Lástima que no hubiera sido cierto, y que no durara lo bastante para que se consolidase la utopía y se hiciera verdad de carne y hueso! Los Ministros que don Manuel asoció a su obra tuvieron éxitos redondos desde los primeros días. Don Servando Ruiz Gómez realizó brillantemente una emisión de 220 millones en un papel que yo no he poseído nunca, y que llaman Billetes del Tesoro, y un empréstito de 150 millones; Montero Ríos dio un buen tajo al presupuesto eclesiástico; el tan modesto como entendido don Santiago Diego Madrazo ordenó las cosas de Fomento, y Mosquera intentó lo mismo con las antillanas, que eran más duras de pelar.

El verano apoyó con su calor esta vehemencia del zorrillismo, y todos íbamos viviendo... digo mal, yo no vivía, porque no daba un paso sin pisar horrendas dificultades, por los desniveles de mi hacienda, que ya me llevaban a la bancarrota inevitable. Así como los Estados, en sus conflictos pecuniarios, acuden a los grandes financieros del mundo, yo, en mis apuros (secuela de mi enfermedad y otros excesos), llamaba a las puertas de la Casa Rostchild , a las de la Casa Lafitte. Mi sueldo y lo que yo ganaba en El Debate hablando pestes del radicalismo, barajando los torys con los wighs, o bien preconizando como heroica medicina de España el self-government, todo esto y algo más se lo llevaba la Casa Rostchild, un roñoso prestamista de la plazuela del Alamillo, que en diferentes crisis metálicas me había facilitado algunos millones o puñados de maravedises... Ahogado ya, puse mis paralelas a otras opulentas casas judaicas, y como estas me mandaran a escardar cebollinos, fui y qué hice, contratar un empréstito de diez duros, a corto plazo, con Baring Brothers de la City (en Madrid, callejón de San Cristóbal); mas no habiendo podido cumplir, me dieron un escándalo, y a la escandalera se agregó la Casa Rostchild, y entre todas aquellas casas me dejaron, como quien dice, en cueros vivos; buena moda para verano.

A estos males se sumaron otros, que por ser de calidad afectiva dolían y amargaban más, y fue que Felipa empezó a mostrarse displicente y a renegar de mi estado financiero. Aunque me adoraba, según decía, no se sentía con fuerzas para vivir del aire como los camaleones, y en sus actos y aun en la palabra, notaba yo el propósito de poner entre mi descarnada pobreza y su gallarda persona la distancia que impone el instinto de conservación. A cada momento, por un daca o por un toma, nos peleábamos... El regaño gordo vino al cabo, y la vi recoger su ropa para marcharse a vida menos ruin. Como yo observara que alguna prenda de su uso dejaba en casa, pensé que preparaba un artificio para volver... Al verla salir, tomé una actitud de dignidad severa, sin desplegar los labios ni alterar mi adusto entrecejo...

Al día siguiente supe que se había hospedado en una casa donde la honestidad no tiene su asiento... Como yo esperaba y temía, volvió... Burla burlando nos enredamos en reconvenciones, más eres tú y que torna, que vira... Con furia un tanto grotesca Felipa me cogió de improviso doblándome por la cintura en la disposición de darme lo que llaman en Cuba un boca-abajo, y con la palma de su mano dura me arreó tal azotina en semejante parte, y luego tales estrujones en la espalda y cabeza, que olvidé mi condición varonil para chillar como un niño. Concluyó el castigo poniéndome en pie y zarandeándome. «Aunque me voy, pizca de hombre -me dijo cogiendo la puerta-, no creas que te dejo campar solo... ¡Qué sería de este pobre Tito sin mis azo... titos!...».

Al siguiente día recibí por un mozo de cuerda un paquete conteniendo entre papeles un terno de lanilla de los que en El Águila valen cinco o seis duros. No era nuevo, pero sí en buen uso, comprado a una prendera, o en el Rastro. Debió de pertenecer a un niño de catorce años, y a mí me venía como si me lo hubieran hecho por medida. En un bolsillo del chaleco encontré dos pesetas envueltas en un papel. La procedencia del regalo ninguna duda me ofrecía. Antes que el mozo me diera las señas de la donante, reconocí a Felipa, que era una bestia muy delicada...

Pues, señor, me endilgué al instante mi trajecito, que me caía muy bien, y salí a la calle gustoso de exhibir en ella mi persona, recluida por falta de vestimenta... Y bien podría mi buena sombra depararme una conquistilla que me consolara de tantos infortunios... Después de pasear un rato por las aceras, caldeadas del sol, volví a casa, donde reparé mi organismo con el frugal comistraje que me aderezaba la portera. Fuime después al Café Oriental, y me arrimé a la tertulia de don Santos la Hoz, Roque Barcia, Rispa Perpiñá y otros desinteresados patriotas. Sólo estaba el primero, y con él me explayé hablando de la situación y poniendo la persona de Zorrilla sobre el cuerno de la luna.

Ya sabéis que don Santos la Hoz era un curita que condenó a garrote vil sus hábitos, metiéndose de lleno en la vida laica y en el torbellino de la política, primero progresista, después republicana. Mezquino de cuerpo, ahilado de rostro, en el cual dejó crecer patillas y un lacio bigote; suelto de nervios y más suelto de palabra, don Santos ponía en la política toda la honrada vehemencia que su alma no pudo encontrar en la vida eclesiástica... Había cambiado de tema, de norte y de ideales; pero su estilo era el mismo, y en los clubs tenía dejo y tonos de predicador; en el café, delante del licor negro y humeante, movía las manos y miraba al vaso como un grave sacerdote que está diciendo misa.

«Esto va muy bien -me dijo mirando a un periódico que al lado tenía, como si estuviera leyendo la Epístola-. Si don Manuel sigue por el camino que ha emprendido, la democracia forzosamente ahogará la Monarquía, y don Amadeo tendrá que volverse a su tierra diciendo: 'Españoles, habéis demostrado que merecéis la República...'. La benevolencia se impone. Pi Margall, Castelar y Barcia, que forman el Directorio, dirán a las masas en el manifiesto que preparan: '¿Hemos de tratar con igual rigor a los que nos dan condiciones de vida y de progreso, y a los que pugnan por quitárnoslas?'. En fin, yo estoy contento. Esto marcha... Claro es que Sagasta y el Duque pondrán en el camino de don Manuel chinitas y peñascos... pero, amigo, todo lo vence amor o la pata de cabra, todo lo vence el principio sacrosanto de libertad, ese rayo de Dios, esa palanca, esa panacea...».

Nos burlamos luego de los carlistas, diciéndoles ante el mármol de la mesa del café: «Venid, echaos de una vez al campo... Así os aniquilaremos más pronto». Nos reímos de las damas católico-alfonsinas. Ya podéis guardar en vinagre o en alcohol a vuestro niño. La Patria le rechaza (frase de Castelar), como el mar arroja a la playa los cadáveres... Y dicho esto, nos quedamos tan frescos, con permiso del calor que nos abrasaba. Don Santos pagó mi café, y yo me fui a la calle... ¡Oh calle, única delicia y recreo del hombre tronado!

El verano se me presentaba fosco y aterrador. Casi todos los amigos que podían aliviar mi penuria, habían echado a correr. Para mayor desdicha, la inacción veraniega metió a El Debate en el pantano de las economías, y a mí me tocó el ser uno de los licenciados hasta otoño. El isleño se fue a Santander, Albareda a tomar los baños de Dax, y yo no tenía santo a quien poner una vela... Ferreras y Correa, ¡ay de mí!, también levantaron el vuelo. Lleneme de paciencia, y me vestí de la coraza del estoicismo. Hallaba consuelo en mi fatalismo musulmán, el cual en aquella triste ocasión me decía: «Está escrito que por desconocida senda te vendrán satisfacciones y venturas...».

En largos y calurosos días esperé, mirando a la esfinge del Mañana. Por pasar el rato escribía gratis en La Igualdad y en La Ilustración Republicana Federal. Tenía esta su redacción en la Plaza de la Cebada, 11, y la dirigía Rodríguez Solís. En la lista de los colaboradores figuraba todo el santoral republicano, con los pontífices a la cabeza; pero los más constantes eran Roque Barcia, Roberto Robert, Ramón Cala y otros de vago y hoy olvidado nombre. Tanto como me encantaban Robert y su acerada sátira, me entristecía don Roque con su literatura bíblica y orientalesca en rengloncitos de este jaez: «Avanza, hombre loco, y dime: ¿cuál es tu sino?...»; y el hombre loco y pálido responde: «Mi sino es llorar hoy el Pasado, que no quiere volver y vuelve. -Retírate, Pasado, y no olvides llevarte tu manto de tinieblas. -Adiós, hijos del día; la luz en que vivía me daña. Adiós». ¡Y había lectores, entre ellos mi portera, que se deleitaban con estas cosas!

En La Ilustración Republicana Federal me aclimataba yo más que en La Igualdad, pues aunque en ninguno de los dos periódicos ganaba un real, en el primero tenía de director al bueno y cristianísimo Rodríguez Solís, que solía convidarme a comer en su modesta casa, llenándome el buche para un par de días. A las veces, llevábame Roberto Robert a Lhardy, un espléndido bodegón que radica en los sótanos de la Plaza Mayor, y tiene su entrada suntuosa por Cuchilleros, en lo más bajo de la Escalerilla. Dábannos allí cocido, judías u otro plato suculento; y amenizábamos el festín con el dulce murmurar, comentando la vida social o política. Recuerdo que en aquel Lhardy apuramos una tarde el tema candente de las Cacerías de Riofrío. No se hablaba de otra cosa. Persiguiendo venados con el Rey, Serrano conspiraba para derribar a Zorrilla, al mes de subir este al poder. No sería verdad; pero el público, ávido siempre de novedades, se hartaba de aquella comidilla... Las cacerías fueron y son los más seguros vedados para matar las grandes reses políticas.

Pero don Manuel seguía tan terne, sin que le alcanzaran los tiros, si acaso los hubo, ni cuidarse de ellos. Por aquel tiempo, si no me falla la memoria, visitó a su hermano el Príncipe Humberto, heredero de la corona de Italia. Estuvo en La Granja, en Madrid y en Toledo y Sevilla. Al despedirle, nuestro Presidente del Consejo oyó de labios del huésped ilustre estas palabras de felicitación, que recordaba siempre con orgullo: «Deseo para mi hermano y su dinastía diez años de gobierno radical».

Grabada con letras de oro quedó en mi memoria esta frase, porque la oí de la boca dulce y colorada de una dama, de una mujer... que... Leed, os lo suplico, leed a renglón seguido mi nueva conquista.