Amadeo I/III
III
Y siguió diciendo mi muñeca, o lo dijo otro día: «Sabrás que en casa se reúnen a tomar té las señoras alfonsinas. Van la Monteorgaz y la Campo-Fresco. Esta tiene, según dicen, la contrata de los chistes, porque los hace tan graciosos, que dan risa para todo el año. Es muy salada, no se asusta de lo verde ni de lo colorado; cuenta sus historias, y a lo mejor te suelta una barbaridad que canta el credo. Esa fue la que, hablando de su hijo, se dejó decir que le había llevado en su vientre como se lleva una solitaria. También van la Belvís de la Jara, la Villares de Tajo, la Villaverdeja y la de Yébenes. Esta, que según cuentan, es más nea que Dios, toma las cosas de política por el lado de la religión. Dice que este Rey es masón y nos ha traído acá el Infierno... Pues allí se están picoteando toda la tarde, y por la noche van algunas de ellas y muchos señores: uno que le llaman Orovio, el Marqués de Molins, este... ¿cómo se llama?, Iranzo, y otros que tú conocerás... En fin, que no paran de hablar mal de este pobre Rey... Que si no piensa más que en divertirse...; que si sale a la calle como un cualquiera, encanallando la majestad; que si todas las noches se va de picos pardos con su ayudante italiano; que si le han visto en tales o cuales casas... ¡Jesús, qué cosas dicen!».
Hablome otra tarde Obdulia de su familia. Era natural de Villaviciosa de Odón, donde su madre moraba. En Madrid tenía un tío muy bestia, que diferentes veces la requirió de amores con mal fin; pero ella no se daba a partido. Temía que cuando el tal tío tan tío se enterara de nuestras relaciones y del proyecto matrimonial nos dificultara la boda de acuerdo con la madre. ¡Ay!, lo que nos enfadó esta idea no hay para qué decirlo. Hicimos juramento de vencer cuantos obstáculos se nos opusieran. Antes que renunciar al casorio, haríamos cuanto aconsejasen el romanticismo y el clasicismo más desenfrenados. Huiríamos, nos mataríamos con pistola o veneno si alguno intentaba cortarnos la fuga. Acordado esto solemnemente, volvíamos a nuestras conversaciones. Obdulia me dijo:
«No sabes cómo andan ahora de alborotadas las señoras alfonsinas con la llegada de la Reina, que parece está ya en camino. ¡Y cómo la muerden! Lo menos que dicen de ella es que es una buena mujer, sin hábitos de reina. No pasa de señora de un comandante, lo más de un teniente coronel. Es algo instruida, como que ha estudiado para maestra. Su título es de la Cisterna. El título no puede ser más profundo. Fama de virtuosa sí que tiene. Gusta más de vivir recogida, que en las bullangas de la Corte. Eso no se puede criticar, digo yo, pero tampoco es razón para que venga aquí a por una corona. Una reina debe ser ante todo reina. La de Yébenes dijo: «No nos oponemos a que sea virtuosa; eso nunca. Las virtuosas reinan en sus casas. Oí que esa buena señora da el pecho a sus niños y a los niños de sus criadas. Lo mismo puede ser esto afectación que pobreza de espíritu».
Yo advertí a Obdulia que la guerra de damas estaba prevista, porque cuando acudían a cumplimentar a don Amadeo las entidades decorativas del Estado, la Diputación de la Grandeza se abstuvo, salvo dos o tres familias. La aristocracia está de uñas... De doña María Victoria se sabe que es una gran señora, y que viene a honrar la Corte y Trono de España. Dilo así a tu ama...
«¡Qué tonto! ¿Cómo quieres que le diga yo eso a mi señora? ¡Buena se pondría!... ¡Bonito genio tiene estos días para que se le vaya con bromas! Sabrás que... Esto te lo digo con reserva... No salgas por ahí contándolo a tus amigos... Sabrás que está con un humor de mil demonios porque el suyo parece que anda distraído... dícese que con la Tordesillas... Cuando yo entré en la casa, ya mi señora hablaba con el Marqués de Uclés... Todo Madrid le conoce por Manolo Uclés. Pues ahora están de monos... A mi señora no hay quien la aguante, de la celera que tiene. Y ya no es una niña... Los cuarenta y pico no hay quien se los alivie... Y ya no te digo más; no se te vaya la lengua con tus amigos...».
-Nada importará que cuente lo que sabe todo el mundo -repliqué yo-. Esas historias son en Madrid comidilla fiambre, que pasa de boca en boca sin que nos parezca muy gustosa. Los paladares piden manjares fuertes, Obdulia.
-Llamas tú manjares fuertes al escándalo gordo, a las revoluciones... Hazme el favor de no andar tan metido con los federalotes, gentecilla fulastre... Ya sabes que tienes que hacerte alfonsino, poquito a poco para que no chillen tus amigos. Si no te conviertes, será difícil que nos casemos... Y ahora que me acuerdo: mi señora me preguntó ayer si mi novio es católico. Yo le respondí que sí, que eres muy católico.
-Sí, sí; tan católico por lo menos como Manolo Uclés, que es grande amigo de Nocedal, y da dinero para el Pensamiento Español, donde escribe Gabino Tejado... Si a pesar de ser yo catoliquísimo no nos dejan casar, nos suicidaremos, ¿verdad, gacela mía?
-Eso habrá que pensarlo... Cierto que es bonito morirse de amor, como aquellos de Teruel, o matarse una con el humo de un braserillo, como leí en una novela de por entregas. Pero la muerte más simpática es la de la dama de Espinas de una flor, que se va quedando muertecita en un sillón; y allí sale un cura vestido de calzón corto, que le dice al oír la campana: es un alma que divisa -las palmeras de Sión. Para mí, que esas palmeras son el cementerio. A mí me gusta pasearme por un cementerio, y ver los nichos, las lápidas del suelo, y pensar que debajo de ellas están descansando tan tranquilos los enamorados... En fin, chico, a ver si vienen de una vez tus papeles, que los míos encargados los tengo al secretario del Ayuntamiento de mi pueblo, sin que lo sepa mi madre... Me corre mucha prisa, no sea que... ¡Ay! Es cosa fea el salir una en estado interesante, cuando menos se piensa, y no poder ocultarlo, y que le digan a una que no es católica por no haberse casado antes de...
Yo procuré tranquilizarla, persuadiéndola de la pronta venida de los papeles, que ya estaban de camino. Pero los papeles no podían venir, ni yo los había encargado. Vino en cambio un grave suceso que torció de súbito la corriente histórica de mi vida, llevándola por torrenteras dramáticas. Veréis lo que pasó. Llegado el día de la entrada de nuestra Soberana, doña María Victoria, me planté en el Prado, por donde la comitiva había de pasar, dispuesto a referir el acto para nuestro periódico, conforme a las indicaciones de Mateo Nuevo, quien me ordenó que hablase de la señora Reina con respeto, pero sin entusiasmo. Yo debía decir que doña María Victoria era atrozmente virtuosa; pero que no lograría captarse el amor de los españoles, que ya no querían cuentas con reyes, y menos si son extranjeros.
Vi la regia procesión palatina entre filas de tropas y grandes masas de gentío curioso. Pensaba decir en mi crónica que en las caras del pueblo se combinaba la curiosidad con la indiferencia, y que el sentimiento general era de lástima más que de simpatía. En esto no decía verdad. Oí comentarios en extremo favorables. Las mujeres, sobre todo, contemplaban a la Reina con alegría, y con cierta confianza la saludaban, cual si en ella vieran la más alta de sus iguales. No sé si me explico bien. Al paso de la ilustre dama, se discutía su hermosura. Algunos la ensalzaban con exceso; otros la deprimían con esta crítica pesimista, que es la miel más grata en bocas españolas. Yo, dejando a un lado la reseña oficial escrita para mi periódico, daré a los beneméritos lectores de estas páginas la veraz impresión de un honrado testigo.
Era doña María Victoria de buena presencia y más que regulares carnes, que propendían a la gordura. En su rostro advertí perfil y rasgos napoleónicos, la sonrisa franca, el mirar entre melancólico y asustado. Creyérase que la dignidad real era en su pensamiento cosa prestada o postiza, y que a nosotros venía, no a ejercer un cargo, sino a desempeñar un papel. En estas ideas me afirmé después, cuando la esposa de Amadeo convertía la realeza, que le dieron entonada y rígida, en cosa blanda y doméstica. Al verla pasar en el coche de gala, a la derecha del Rey, que no paraba en repartir a un lado y otro su garboso saludo, comprendí que doña María Victoria sería muy querida de las mujeres humildes, y admirada de las de clase intermedia, que pueden ser llamadas señoras sin llegar a damas. Estas brillaron en la recepción de Palacio con todo el fulgor de su ausencia, bien campaneada por los periódicos moderados, alfonsinos y carlistas. La gente adinerada se hizo notar también por sus desdenes. El Imparcial señaló las casas donde no lucían colgaduras, y aludió claramente a Manzanedo, hablando de un palacio que debía ostentar en los florones de su escudo Tabaco Virginia o Kentucky, y algunas motas de ébano, representativas de la compra y venta de negros en Cuba.
En la Puerta del Sol hubo apreturas y algún calor de vivas y aplausos al paso de los Reyes; en la plaza de la Armería mayor tumulto, por el gentío que esperaba el desfile de la tropa. Salieron las saboyanas Majestades al balcón, y el pueblo desempeñó muy bien la parte de coro que le corresponde en estas partituras. Las músicas militares enardecían a las muchedumbres, y estas, a su vez, estimulaban con sus gritos al fervor de los inocentes soldados... Hallábame yo muy entretenido con aquel espectáculo pintoresco, cuando me sentí tocado en el hombro. Volvíme, y vi a un hombrejo zanquilargo, feo, encopetado con sebosa chistera que fue de moda el año 41. Con señas y medias palabras me dijo que le siguiera para hablar conmigo dos palabritas, y me fui tras él, rompiendo no sin dificultad por el primer resquicio que nos ofreció la multitud. Fuera ya del arco de la Armería y encontrándonos en sitio más desahogado, el tal, ceñudo y con áspera voz, me dijo: «Usted no me conoce».
-Sí, señor -le respondí-. Usted es don José Malrecado, que sirve en la Policía.
-No soy Malrecado ni Buenrecado, ni permito que usted se burle de mí.
-Dispense: no me burlo -dije, observando su ropa negra y raída, con las trencillas del chaleco y levitín deshilachadas, el rostro sudoroso, el bigote lacio, los ojos de carnero moribundo.
Y él, mirándome con amenaza y cogiéndome el brazo con garra de cernícalo, soltó la voz a estas ásperas razones: «Yo soy Aquilino de la Hinojosa... Veo que se asusta. Es natural. Por mi nombre se entera de que soy tío de Obdulia por parte de madre».
-Aunque lo fuera usted también por parte de padre no me asustaría -respondí, sacando del pecho toda mi entereza-, pues nada tengo que ver con usted, ni me importa un bledo que sea usted tío de la Osa Mayor o del Espíritu Santo.
-¿Bromitas tenemos? -replicó el tío, tambaleándose en su soberbia-. Le he buscado para decirle que no se casará usted con Obdulia... que aquí estoy yo para impedir que siga trastornándole el seso a esa buena chica. Entiéndalo, y me ponga en el caso de hacer con usted una barbaridad.
-Pues le participo que me casaré con Obdulia cuando me dé la gana, y sepa que me descargo en usted y en su pastelera madre.
Hizo ademán de echarme al cuello sus manos; pero yo, que chiquitín y todo soy una fiera cuando tocan a mi dignidad, invoqué a mis tacones para que aumentaran media cuarta, y haciendo como que requería un arma en mi bolsillo, le solté esta rociada: «Si usted me provoca, no tendré inconveniente en sacarle al aire el bandullo, so tío».
-Poco a poco -gruñó el estafermo echándose atrás-. No hemos de armar escándalo entre tanta gente. Si usted no tiene vergüenza, yo la tengo. Tiempo y lugar habrá para ver quién puede más.
Diciendo esto sacó del bolsillo una tarjeta sucia, en la que leí: Aquilino de la Hinojosa, afinador de pianos. Cuchilleros, 3. Yo me arranqué a decirle con mayor coraje: «Iré a buscarle a usted y le afinaré el entendimiento». A lo que, ya en retirada discreta, respondió: «No me busque en mi casa, donde tampoco quiero escándalos. Me encontrará todas las tardes en el Casino Conservador... Abur... Nos veremos, caballero miniatura».
-Cuadrúpedo, nos veremos.
Nada me sulfuraba tanto como que me llamaran chiquitín. El miniatura me sonó como la injuria más grosera y soez... Viendo al tío gandul alejarse hacia los Consejos, hice juramento mental de romperle la crisma o el hueso palomo donde y cuando le cogiera... La inesperada emergencia de aquel gaznápiro fue la mueca repugnante con que el Destino me anunciaba una reata de infortunios: al siguiente día me tocaba entrevista con Obdulia, y Obdulia no fue. Busquela en la calle del Sacramento, paseando desde las Monjas de este nombre a la plazuela del Cordón, y el eclipse de mi linda muñeca en la calle como en nuestro nido me colmó de amargura y despecho. El jicarazo lo recibí aquella misma noche en mi casa por una carta que me llevó Celestina. ¡Oh ansiedad, oh enigma fatídico! ¿Qué diría la carta? Pues la carta, con el lenguaje burlón de sus garabatos, esto decía:
«Apreciable Mico (apodo familiar inventado por su cariño): Tengo que decirte con sentimiento que ya no puedo casarme contigo, porque he sabido que no eres católico. Mi señora la Marquesa y mi madre, que ha venido ayer, son muy católicas, y las dos me mandan renegar de ti. ¡Ay, Mico mío, qué pena! ¿Pero qué quieres que yo haga? Dejar de ver a Dios por ti y condenarme, no puede ser. Si me muero por esta pena, que me entierren en un cementerio bonito, con muchas flores... y que me dé sombra una palmera de Sión. Yo le pediré a Dios en la otra vida que te arrepientas y en seguida te mueras, para que allá estemos juntos mi Mico y yo.
»Supe que no eres católico porque me contaron que estuviste en la reunión de los federales en el Teatro de la Alhambra, y allí dijeron mil herejías ese Pío Margallo, el Castelar, el don Roque de Barcia, don Marcos de Albaida, y tú te subiste a una silla y soltastes el mayor sacrilegio, diciendo que no estabas seguro de que hay Dios, ni ángeles ni Virgen... que adorabas al Demonio y que te descomías en los santos... ¡Qué cosas, qué pena! No puedo ser más larga. Ya no vuelvas a verme ni a escribirme... De ti se despide hasta la eternidad la que llorando te aborrece y verte no desea. -OBDULIA».
Estrujando la carta en el puño dije a Celestina que aquello me parecía una estúpida farsa. La letra era de Obdulia; pero no el sentido ni la intención de la carta. Algún mal intencionado la obligó a escribirla, dictando quizás parte de ella. En el párrafo tocante a mi supuesto discurso en la reunión de la Alhambra, vi bien a las claras la malvada inspiración directa del siniestro mastín que había querido morderme en la plaza de la Armería. Cierto que estuve en la reunión de los federales y que pronuncié algunas palabras; mas no fueron para meterme con Dios ni ensuciarme en las imágenes de santos. Celestina, dejándome ver su blanca dentadura, se reía de mi furor y de las vulgares perfidias que lo motivaban. Confesome que la familia de la muñeca no aprobaba sus relaciones conmigo; querían casarla con un hombre de más fuste y estatura. Lo de estimar los maridos por la alzada levantó en mí una borrasca de indignación. Díjome también que Obdulia me tenía ley, y vacilando entre el amor y la obediencia, se hallaba la pobre como una borrica entre dos piensos.
Sospechando que la señora Marquesa de Navalcarazo pudo ser causante de mi desventura, interrogué a Celestina, la cual, soltando de nuevo su reír frescachón, me dijo: «La señá Marquesa es muy católica, eso sí, pero no se mete en los líos de sus criadas, ni se cuida de lo que ellas hacen o dejan de hacer con sus novios. La Marquesa no piensa más que en el suyo... Por cierto que ya se ha reconciliado con el caballero de Uclés... El galán ha vuelto arrepentido cantando la mea culpa. La señora le ha perdonado, y tan creída está de que por sus oraciones ha vuelto el caballero, que ayer, en acción de gracias, confesó y comulgó, y a las monjas del Sacramento llevó de limosna un buen puñadito de monedas de cinco duros. Protege de largo a la Comunidad. Es beata de ley, socorre a los necesitados, y como tiene más dinero que pesa, a todos atiende: da para el culto, da para que se casen los amancebados, da para los pobres de su casa y de la casa de Uclés, y siempre le queda un buen pico para mandárselo al pobrecito Papa, que está preso, como usted sabe, en su propio palacio convertido en cárcel por esos malditos italianos... ¡Ay, Jesús!».