II

Volviendo al punto inicial de este relato, diré que a media tarde del 2 de Enero nos dispersamos los cinco ciudadanos que habíamos presenciado juntos la entrada del nuevo Rey. Mi amigo el canario se fue con Córdoba López a la casa de pupilos donde moraban (Olivo, 9); Santamaría se unió a la trinca de Félix La Llave, Patricio Calleja y Nicolás Calvo, conspiradores de oficio, y se encaminaron los cuatro al domicilio del último (Olmo, 30), donde tenían su sanhedrín. Yo me fui con Mateo Nuevo a su casa (Montera, 11), donde se agazapaba la redacción de un ardiente periodiquillo, El Tribunal del Pueblo. Ayudábale yo a escribirlo, y no miento al decir que las parrafadas más libres y frenéticas eran de un servidor de ustedes. Sorprendíanos a Mateo y a mí la aurora del nuevo día enjaretando artículos y sueltos, o hablando de la revolución que a juicio de él se incubaba sigilosamente, y pronto saldría del cascarón cantando la Marsellesa.

Era Mateo Nuevo un hombre ingenuo y exaltado. Su fe revolucionaria, a prueba de desengaños, le inspiraba la persistente acción y el ciego impulso hacia los fines que creía tener al alcance de la mano. Los dedos tocaban los fines, y estos huían alejándose en una atmósfera de azul y dorado ensueño. Su casa era un tubo de largo pasillo y habitaciones lóbregas que empezaba en la calle de la Montera y acababa en la de los Negros, rebautizada con el nombre de Tetuán. En esta parte estaba la redacción, y allí teníamos nuestro club y mentidero, con asistencia de amigos locuaces, adorantes de un dogma bellísimo, dispuestos a dar toda su saliva y en último caso su sangre por traerlo a los altares de la realidad. Las noches largas de invierno se nos hacían cortas, y deslizaban sus horas entre el correr de nuestras charlas, ora utópicas, ora proyectistas, pues en el delirio de la conversación imaginábamos lindas leyes concisas que no esperaban más que el triunfo material para colmar a España de felicidad y contento. El desperezo matutino del próximo mercado del Carmen y el ronco son de la taberna y carbonería que caían bajo los balcones por la calle de los Negros, nos traían a la razón y al sueño. Ya era virtud el descanso. Cada mochuelo se iba a su albergue, y yo a mi cueva, que así la llamaba por ser en la calle de los Leones.

Mi trato constante con Mateo Nuevo y otros románticos de la política, constructores clandestinos de una España feliz, me puso en condiciones de descubrir algunos tapadijos revolucionarios y rasgar velos de conspiración, cosa muy grata a los que anhelamos libertad que nos despabile y mudanza que nos mejore. Con mi destreza en atar cabos, y algo que se le salía de la boca al bueno de don Mateo, vine a saber que existía en Madrid un organismo designado con el resonante título de Junta Suprema del Consejo de la Federación Española. Lo presidía don Francisco García López, diputado constituyente, estirado de palabra y de ropa, y fueron Vicepresidentes los hermanos Pierrad, y después don Juan Contreras. Mateo Nuevo figuraba como Vocal, y también Córdoba López y Emigdio Santamaría.

Tuve luego conocimiento de otros, y de los que componían las juntas de distrito, que irán saliendo conforme los reclame el desarrollo histórico. Reuníase a veces la Junta Suprema en la casa de mi amigo Nuevo. Por variar de sitio se congregaron alguna vez en el taller de Nicolás Calvo (Olmo, 30); andando días, los olfateos de la policía les movieron a recatarse más, y la guarida revolucionaria fue... lo diré aunque no me lo crean... fue un convento de monjas.

Ello era en la plaza de Jesús esquina a las Huertas, y ocurría cuando ya llevaba largos días en Madrid el Rey saboyano. Emigdio Santamaría, que era el mismo demonio, me reveló, cuando llegamos a unirnos con mayor confianza, que él había sido el catequizador de las monjas para que facilitaran un salón de planta baja donde se reuniera la Junta Suprema. Mas no supo o no quiso explicarme el porqué de tal tolerancia en personas de ideas tan contrarias a las nuestras. He dado en pensar que como la conjura iba contra un Rey excomulgado, creían aquellas mujeres simplísimas que ayudando a la Federación Española, laboraban santamente en servicio de Dios. Misterios de la conciencia, misterios de la política, ¿quién os entiende, quién os deslinda, quién os baraja?

Perdóneme el piadoso público la falta de método que habrá notado en mis escritos, los cuales aparecen reñidos con el orden cronológico. Este defecto mío radica en el fondo de mi naturaleza, y sin darme cuenta de ello refiero los acontecimientos invirtiendo su lugar en el tiempo. Si nunca me ha entrado en el cerebro la aritmética, tampoco hice migas con la cronología, y sin pensarlo refiero lo de hoy antes que lo de ayer, y la consecuencia antes que el antecedente... Va siempre por delante lo que hiere mi imaginación con más viveza... Al franquearme contigo, noble y cachazudo lector, presumo que desearás conocerme, saber quién soy, de dónde he salido, y el cómo y por qué de mi metimiento, de mi colaboración en estas historias. Por de pronto diré que soy un hombre chiquitín de cuerpo, grande de espíritu y dotado de amplia percepción para ver y apreciar las cosas del mundo. Reservo por ahora mi verdadero nombre, y entre los diferentes motes que suelo usar en mi labor periodística, escojo el más adecuado, que es también el más breve: Tito.

Si queréis saber algo de mi ascendencia os diré que es un extraordinario ciempiés o cienramas. Por mi padre tengo sangre de los Pipaones y Landázuris de Álava, absolutistas hasta la rabia, y sangre de los Torrijos y Porlieres, mártires de la Libertad. Mi madre me ha transmitido sangre de verdugos como González Moreno y Calomarde, sangre de Zurbanos, y aun la de fieros demagogos, ateos y masones. Mi abolengo es, pues, de una variedad harto jocosa. Yo, con paciencia y saliva, quiero decir tinta, he reconstruido mi árbol, y en él tengo señoras linajudas, títulos de Castilla, que casi se dan la mano con logreros y mercachifles de baja estofa; tengo un obispo católico, un cura protestante, una madre abadesa, dos gitanos, una moza del partido, un caballero del hábito de Santiago y varios que lo fueron de industria... Soy, pues, un queso de múltiples y variadas leches. Debo declarar que de la heterogeneidad de mis fundamentos genealógicos he salido yo tan complejo, que a menudo me siento diferente de mí mismo.

En la época de este mi cuento amadeísta había cumplido yo los veintitrés años; pero declaraba veinticinco por el afán de hacerme más hombre, y atenuar la poca estimación en que, a mi parecer, se me tenía por mi rostro aniñado, casi lampiño, y mi corta estatura. Temeroso de que se dudara de mi eficacia varonil, yo aumentaba mi humanidad agregándome años, y mi talla usando descomunales tacones... Han pasado desde entonces algunos lustros: rugoso y lleno de canas, ya no me cargo años, sino que me descargo de ellos, y ni a tiros me hacen pasar de los cincuenta y nueve. La estatura es la que no ha cambiado, ¡ay de mí!... Suspiro, señores míos, porque este defecto de mi pequeñez ha sido y es la mayor amargura de mi vida. A la menguada talla debo atribuir todas mis desgracias, el fracaso de mis tentativas literarias y el estancamiento de mis ambiciones... Mi defecto era simplemente la pequeñez, pues no padecía ninguna deformidad: al contrario, mi rostro era correcto, mi cuerpo bien repartido de miembros y de notoria esbeltez, mi temperamento de gran viveza y acometividad, compensación que la Naturaleza suele dar a los chiquitines, casi enanos. Completo mi retrato asegurando con toda veracidad que en los días a que me refiero hice la mar de conquistas, como verá el que me leyere.

Una de las más rápidas y felices la intenté y llevé a venturoso término en Palacio, en la época de interinidad, poco antes de que las Cortes eligieran Rey a don Amadeo de Saboya. ¿Quién era ella? Pues una mujer picotera y bien armada de carnes, planchadora desde los tiempos de doña Isabel, esposa de un portero, que tuvo bastante habilidad y cuquería para empalmar el último reinado borbónico con el primero de la dinastía italiana. Vivían marido y mujer en una modesta habitación del piso más alto, y les protegía el intendente interino don José Abascal. A Palacio iba yo para visitar a un primo de mi madre, don José Folgueras, empleado en las oficinas. Recorriendo las alturas, topé con María de las Nieves. Pronto hallé un pretexto para entrar en su casa. Ello fue que se me hizo un tremendo desgarrón en la capa y ella me ofreció el remedio de aguja y hebra de seda. Era bajita y frescachona. Sin encomendarme a Dios ni al Diablo le planteé la cuestión de confianza. A mi primer exabrupto contestó con risas y fingidos desdenes; al segundo advertí que le había caído en gracia; al tercero fue la vencida, y quedamos amigos. El marido, Quintín González, que se pasaba gran parte de la tarde y prima noche trajinando en la reventa de billetes de teatro, era un buenazo, corpulento como un buey y confiado como un borrego de Dios.

No duró mucho tiempo aquel lío. En Febrero del 71 fui una tarde a Palacio, por visitar a Nieves, sin otro fin que preparar un delicado rompimiento, pues ya me había deparado el Cielo conquista mejor. Apenas pude ver a Nieves un instante: toda la servidumbre estaba muy afanada en disponer las habitaciones para la Reina doña María Victoria, que no tardaría en venir a estos reinos. El Marqués de Dragonetti, caballero rubio y de buena presencia, ayudante, secretario y amigo de Amadeo I, se multiplicaba en la organización de los servicios palatinos, y en equipar con arte pintoresco la servidumbre. A los porteros vistió de colorado rabioso. Cuando en la puerta del Príncipe topé con mi candoroso y coronado amigo Quintín González, vestido en tal guisa y armado de una cachiporra, no pude contener la risa. Bromeamos un rato. Díjome que a su mujer le gustaba lo colorado. Era Nieves muy fantasiosa y algo torera. A él no le hacía maldita gracia el traje, porque ya la gente tomaba en broma las libreas rojas de los porteros, y dentro y fuera de Palacio les llamaban los langostas. «Mala cosa es -dijo moviendo el testuz- que empecemos ya con el mote, el chistecito y la guasita. Yo le diría al Rey, si tuviera confianza: 'Mire, señor, si los españoles le atacan con discursos, injurias y aun con armas blancas o de fuego, manténgase tieso; pero si vienen con chafalditas y remoquetes, a puede ir preparando el petate'».

Mi siguiente conquista fue romántica, pasión que venía rezagada, no de los tiempos de Don Álvaro y El Trovador, sino de otros más próximos en que privó el sentimentalismo baboso de Flor de un día y de Borrascas del corazón. La mujer soñada se me apareció en el anfiteatro del Teatro del Príncipe, viendo, en función de tarde, Los Polvos de la Madre Celestina, obra de risa en que Mariano Fernández derrochaba su inagotable gracejo. ¡Ay!, aquellos polvos me trajeron pronto a los lodos de mi amorosa demencia. La joven que me trastornó era, como yo, chiquitina, de bellas facciones y cuerpo primorosamente formado. A esta igualdad o armonía de nuestra naturaleza visible se debió quizás la repentina inclinación de ambos, y el fogonazo de amor que no tardó en producir voraz incendio. El nombre de la menuda divinidad era Obdulia, de exquisito sabor romántico, y su talle y rostro componían la más encantadora muñeca que en bazares de juguetes se ha podido ver. Iba en compañía de otra mujer, de más edad y complexión hombruna, y desbordada entre ellas y yo la confianza, supe que la pequeña servía y la grande había servido en la casa de una empingorotada señora, la Marquesa de Navalcarazo.

En el primer acto de Los Polvos, hicimos Obdulia y yo nuestra presentación respectiva; en el segundo declaramos la mutua simpatía, y en el tercero afirmamos enfáticamente que habíamos nacido el uno para el otro. Romeo y Julieta no se dieron más prisa. Fue casualidad picante o simbólica que la compañera de Obdulia se llamara Celestina, y confirmaron el nombre sus astutos requerimientos. A la salida de Los Polvos las acompañé, y en el tránsito desde el teatro a la calle del Sacramento, repetimos nuestros gorjeos amorosos, añadiéndoles ya planes y horarios para nuestras futuras entrevistas. Celestina Tirado nos dio facilidades de tiempo y lugar que me colmaron de gratitud.

Aventura tan novelesca me pareció cuento de hadas. Fue Obdulia encanto y alegría de mi existencia, y yo con mi labia y fáciles recursos de expresión, la trastorné y enloquecí. Mi muñeca dejaba traslucir constantemente el romanticismo azucarado y tonto que llevaba en su alma. A lo mejor salía diciendo con canturria: Si oyes contar de un náufrago la historia -ya que en la tierra hasta el amor se olvida... y lo demás de que no me acuerdo. Cuando yo le preguntaba, suponiéndome náufrago, si me olvidaría, contestaba poniendo la mano sobre el corazón: Aquí -vivirás mientras yo viva. A pesar de estas ardientes ternuras, tuve que darle palabra de casamiento para continuar nuestros amores. Cada día me requería con más empeño a legalizar su situación. Mostrábase celosa guardiana de los buenos principios y de la corrección legal... En verdad, la melaza romántica no se avenía con las asperezas del deber social y católico; pero yo entraba por todo, y cuando mi Obdulia salía con la tecla del matrimonio, yo le aseguraba que en cuanto me mandaran los papeles... pim... a casarnos.

Llegó un día en que mi muñeca, sin apagar sus poéticos fulgores, mostraba un admirable sentido práctico. «He confesado a mi señora -me dijo poniéndose muy seria- que tengo un novio, a quien quiero de veras... novio con buen fin, que si otra cosa le dijera se pondría furiosa; que a nosotras las criadas no nos consienten gallos tapados, por más que veamos a nuestras señoras enredadas con este o el otro caballero, que a lo mejor es el más íntimo del marido... Pues bien: sabedora de estas relaciones, me aseguró que si vamos por el camino de la decencia y la religión, nos protegerá. ¿Te vas enterando? Sabrás que la Marquesa de Navalcarazo es muy lista, que ha leído y lee libros en francés de mucha sabiduría, y que en política vale más de lo que pesa. A un cura de cuello y medias moradas, que suele comer en casa, le oí decir que las personas más sabias de España son ese Cánovas y mi señora... Bueno: pues me dijo ayer que este Rey que han traído tendrá que tomar el tole dentro de unos meses, porque en esta tierra no puede cuajar rey extranjero. Y no le vale que sea, como dicen, honrado y caballero. Con eso y la excomunión que tiene encima su padre el Rey de Italia, saldrá pronto de aquí con viento fresco. En seguida vendrá esa cosa que llaman la Restauración, que es como decir Alfonsito, el niño de doña Isabel, y ese día mandarán los que hoy se llaman alfonsinos. ¿Te vas enterando? Pues en cuanto eso venga, si para entonces estamos casados, tendrás un destino de doce mil reales, y de catorce mil si quieres servir en provincias mejor que en Madrid... Mi señora es cumplidora fiel de su palabra. Del empleo no dudes, que ello es pan comido, en cuanto este pobre don Amadeo se aburra y salga pitando, despedido por los tiros de los federales y los desprecios de la aristocracia. Si oyes contar de un náufrago la historia... Si ves que Amadeo se embarca... ya sabes... destino al canto».