IV

«¡Cómo está la sociedad! -exclamé yo-. ¿Cuándo se vio pisto igual? ¿Es que Dios y Luzbel han llegado a un arreglo? Civilización de España, ¿quién te entiende? ¿Somos un país europeo, o aquel País de las monas descrito por un inglés de cuyo nombre no me acuerdo?». Viéndome tan triste, la bondadosa Celestina me administró estas palabras de consuelo: «Confórmese con lo sucedido, y no crea que se acaba el mundo porque se le va una novia. Mujeres hay muchas, y yo, si quiere, le proporcionaré una mejor que esa sosaina de Obdulita. Si sus negocios andan mal, y la pluma no le da para vivir, arrímese a lo católico, pues lo que es dinero no encontrará fuera del catolicismo. Si no tiene valor para meterse de hoz y de coz en el alfonsismo, no hable mal del hijo de su madre, ni le ponga motes feos, como el que le aplican ahora los que no le quieren, ni le saque a relucir al padre ni a la madre... Siga el consejo mío, que es consejo de persona que conoce como nadie el tecleo de este Madrid y su gente. Tenga juicio y pupila; váyase desapartando de los federales, familia tronada que no da más que palabrería sin jugo... No se meta con el Altísimo ni con el Papa, escriba para el Gobierno, y saque un buen destino, que si usted pega de firme a los que mandan, de ellos saldrá el amansarle con un cacho de turrón».

Aquella mujer ruda era una sabia de tomo y lomo, y yo la estimaba y agradecía sus consejos, sin tener en cuenta su ruin oficio, del cual dijo Cervantes que era muy necesario en la república. Debo declarar que antes de oír los sesudos consejos de Celestina ya había pensado yo en gestionar una colocación. Todos los españoles adquirimos con el nacimiento el derecho a que el Estado nos mantenga, o por lo menos nos dé para ayuda de un cocido. Los valedores a quienes acudí fueron Llano y Persi, amigo de Sagasta, y Ramos Calderón, íntimo de Rivero y de Martos. Ambos me las prometieron muy felices; pero... había que aguardar a que pasara el periodo electoral... Pasó el funesto periodo, y por cierto que el bueno de Práxedes manejó los cubiletes con arte maestro para traer mayoría; mas no pudo impedir que la coalición de carlistas y republicanos, diabólico himeneo, trajera setenta o más diputados.

No sé si mis lectores tendrán interés en conocer el Ministerio de conciliación, presidido por el Duque de la Torre. Eran los de siempre, ni mejores ni más malos que los anteriores y subsiguientes. ¿Qué hacían? Ir viviendo, ir trazando una Historia tediosa y sin relieve, sobre cuyas páginas, escritas con menos tinta que saliva pasaban pronto las aguas del olvido. Si no recuerdo mal, Martos se encargó del Foreign Office, Ulloa regentaba la Gracia y la Justicia, Sagasta era el gallito de Gobernación, Moret tomó las riendas del Fisco, y Beránger el timón de la Marina. Paréceme que Ruiz Zorrilla ocupó la poltrona de Fomento y Ayala la de Ultramar.

Más que el quita y pon de ministros, os interesa sin duda mi asunto personal, que a mi parecer también era histórico. Pues a ello voy. No tenía yo sosiego hasta que pudiese acometer y apabullar al ruin, al sucio, negro y desvergonzado aguilucho que me privó de las gracias de Obdulia, Aquilino de la Hinojosa. Designado el día de mi venganza, me calcé las botas de tacón más alto que en aquellas décadas poseía, cogí un roten nudoso que parecía la maza de Hércules, y me fui derecho al Casino Moderado de la calle de Atocha, donde esperaba medir mi fiereza con la barbarie soez del tío más tío del mundo.

Pronto comprendí que iba mal encaminado, porque al Círculo de la calle de Atocha no concurrían más que moderadotes de ropa limpia y elevada representación pública, como el señor Carramolino, el señor Moyano, el señor Collantes, el Conde de Cheste y otros tales. Mejor orientado, me dirigí a un casinejo de reciente fundación, abierto en la calle de Jacometrezo con el mote de Círculo popular... no sé si conservador o alfonsino, y apenas entré en la obscura, deslucida y puerca antesala, oí la voz del cernícalo graznando en estridente disputa con otros pajarracos de la fauna reaccionaria. Con un mozo que pasaba llevando servicio de café en abolladas cafeteras, mandé recado a mi enemigo... Una visita... un señor que deseaba decirle dos palabras...

Los vocablos con que se inició la visita fueron más de dos, seguidos de réplica insolente y de un garrotazo que descargué con delicioso coraje sobre la cabeza del tío, la cual sin el resguardo del sombrero habría quedado rota. Em como hucha de barro que yo quería cascar para sacarle la calderilla, digo, los sesos... Al vocerío de Hinojosa y el traqueteo de los palos acudieron de una parte el mozo y conserje, de otra los compinches de mi enemigo. Unos me sujetaban, otros corrían al socorro del tío... Ya he dicho que soy un hombre terrible, y que me crezco al castigo convirtiéndome de chico en grande por la fiereza de mi embestida y la arrogancia de mis actitudes. Con presteza increíble me sacudí de los que intentaban acorralarme, y seguí el vapuleo contra todo el que por delante me caía. El número al fin pudo más que el ardimiento feroz. Uno salió al balcón gritando: ¡guardias, guardias!; otro a la próxima escalera reclamando el auxilio de los vecinos. Pude, tras ruda pelea, batirme en retirada solo contra tantos, y gané la escalera. A no ser yo quien soy, habría bajado rodando; pero no perdí pie... Felizmente, acudió en mi ayuda un amigo que a punto subía presuroso, alarmado del estruendo.

Era Telesforo del Portillo, en los viejos anales conocido con el apodo de Sebo, criado que fue del Marqués de Beramendi, después policía, funcionario de Gobernación, y al cabo cesante cuando ya le indicaban para secretario de un gobierno de provincia. Provino su desgracia de habérsele descubierto concomitancias con el Marqués de Bedmar, el de Uclés y otros acreditados alfonsinos. Su esposa, Fabiana Jaime, ex-criada de la Campo Fresco, tenía parentesco con mi madre, de donde vino mi amistad con Sebo, y las consideraciones que me guardaba, estimándome más que como periodista como pariente. En cuanto me vio, púsose de mi parte, diciendo con aplomo policiaco: «Paz, caballeros. Ténganse a la autoridad, que todo ello será por mala inteligencia. Vengan explicaciones leales de una parte y otra. Conmigo no valen soterfugios. Silencio, digo, y envainen los insultos. Este joven es de mi familia, y será el primero en retirar sus palabras». Algún trabajo le costó al ilustre Sebo imponerse, y en cuanto hubo sosegado las encrespadas olas, lo primero que hizo fue sacarme del remolino, escaleras abajo, recomendándome, como había hecho más de una vez, que pusiera frenos a mi fiereza indómita. Aunque yo había quedado airoso, por ser uno contra tantos, llevaba en mi cabeza tremendos chichones, y mataduras dolorosas en distintas partes de mi cuerpo garboso y pequeñín.

Acompañome Telesforo a mi casa de la calle de los Leones, llevándome antes a una botica, donde fue el león asistido de apósitos y tafetanes. Y véase ahora cómo se empalman y enraciman los males con los bienes en esta vida humana, complejidad eterna de llanto y de risa, de ansias coléricas y expansiones de júbilo. ¿Qué creéis que en mi casa encontré al volver a ella con bizmas y parches? Pues la credencial que meses antes había solicitado de Llano y Persi. Bendije la risueña credencial; bendije al Destino y a Dios, inspiradores del próvido Sagasta, sin acordarme de que dos días antes habíale disparado un dardo periodístico hablando de su tupé, de su frescura y otras zarandajas. ¡Cosas de la vida! La vida es pasión, contrastes, fuga veloz de corazones duros, de corazones tiernos, toma y daca de arañazos y caricias. Y el mundo marcha... y el sol sale todos los días. Vivid, humanos, en la dulce alternativa del odiar y el querer.

Mi primer pensamiento al verme colocado fue ocultar mi felicidad a Mateo Nuevo, a Santamaría y demás amigos políticos. Luego lo pensé mejor y abominé del tapujo, que, además de ser inútil, me habría colocado en el listín de traidores o siquiera sospechosos. Franqueado con mis amigos, que conocían la distancia que la Fatalidad había puesto entre mi boca y el pan, alentáronme a envainar mi dignidad, previa declaración de que sería más federal hoy que ayer, y mañana más que hoy... El mundo marchaba y yo con él derechamente a mi bienestar, porque para colmo de ventura, me dijo Llano y Persi que yo no tenía que ir a la oficina más que a cobrar, el primero de cada mes.

Encerrado permanecí en mi leonera esperando a que fueran menos visibles en mi cara los achuchones de la reciente trifulca. Apenas puse el pie en la calle fui a ver a Llano y Persi, el cual me dijo que deseaba llevarme a la redacción de La Iberia. Quedé perplejo. No quería disgustar a Llano, uno de los hombres más nobles y generosos que he conocido, ardiente liberal y patriota desinteresado; no me agradaba ser redactor de un periódico rabiosamente ministerial, un cuerpo anquilosado de la opinión que sólo a la defensiva funcionaba, desaborido y sermonario, sin vis política, ni gracia ni literatura. En tal indecisión pedí a mi buen amigo plazo de tres días para decidirme... Y aconteció que en aquella semana se acumularon sobre mí, como aluvión de un Destino caprichoso, multitud de sucesos raros y sorprendentes.

Entre aquellos halagos de una fatalidad benigna, menciono la visita del amigo citado por mí en las primeras páginas de esta relación, el excelente chico isleño con quien trabé amistad en la casa de huéspedes donde vivimos desde el 66 hasta el 70... No vino el tal a mi casa por visita de cumplido, ni por ociosa charla; vino a proponerme que fuese a trabajar con él en El Debate, fundado a principios del año por José Luis Albareda. La verdad, me sedujo la proposición, por el modernismo y buen tono de aquel periódico, y con esto y una sola consulta con la almohada, quedé libre de mis dudas y me desligué del pendiente compromiso con Llano y Persi... No poco se holgó el isleño de mi resolución, y al día siguiente nos fuimos gozosos al pisito bajo de Trajineros, donde estaba El Debate, y en otro cuarto del mismo piso tuve el gusto de hablar con Albareda, a quien yo no conocía más que de vista y fama.

Por las Once mil Vírgenes, que me fue muy simpático el caballero andaluz. Hombre más salado no he visto, y si en la primera visita me cautivó por su gracejo, cuando el trato afinó mi conocimiento, le admiré por su talento macho y por la viveza con que percibía y atrapaba las ideas políticas culminantes en cada día, y la claridad con que veía la fase de razón de esa idea, la fase de oportunidad y la fase de peligro... Inspirado por José Luis, que así le llamaban sus íntimos, escribía yo de todo: teatros, vida social, política. El fundador leía nuestros artículos, y si le gustaban nos elogiaba desaforadamente. Cuando, según él, lo hacíamos mal, nos trataba como perros.

Prevínome el isleño contra las hipérboles de Albareda. «Ni cuando te pone en los cuernos de la luna te envanezcas, ni demasiado te aflijas cuando te trata a zapatazos». Un día que escribí muy a su gusto una croniquilla de salones elegantes, alfonsinos y católicos, me dijo así: «Tiene usted más talento que Dios». Al día siguiente le desagradó un suelto político, y al entrar en su alcoba, oí que decía, por mí: «A ese judío enano le voy a dar cien patadas». Su enojo pasaba como el humo y se desvanecía en donosas ocurrencias. Nos quería, y le queríamos. Para mí era el periodista ideal. Cuando nos llamaba para sugerirnos alguna idea, con igual confianza nos recibía en su alcoba, recién dormida la mañana, que en la próxima pieza donde le veíamos bañarse en pelota, tomar ducha por regadera, y hacer luego su toilette de persona pulcra y elegante, todo esto hablando de lo humano y lo divino con singular donaire ceceoso, apuntando la idea política o el juicio picante de cosas y personas.

Era nuestro inspirador y Mecenas partidario ferviente de la Conciliación, y apoyaba con su periódico el primer ministerio de don Amadeo, armadijo de unionistas y radicales. Creía el buen andaluz que se hundiría el mundo en cuanto los dos concertados puntales de la situación se cayeran cada uno por su lado. Y si esto creía el maestro, o si no creyéndolo lo afirmaba, de su caletre al nuestro lo transmitía por razones de puro arte político. Yo no pensaba como él en lo tocante a la Conciliación, que infecunda me parecía, pues cada una de las dos partes a la otra estorbaba para toda labor eficaz. Pero me guardaba de manifestarlo a mi jefe, que me habría soltado el chorro saladísimo de su verbosidad andaluza. Yo pensaba en ello y me decía: «Algún motivo tendrá este hombre para patrocinar con tanto ardor la forzada coyunda de los dos partidos, y para fundar un periódico con el fin exclusivo de sostenerla». El Debate araba la tierra política sin lograr la derechura del surco, porque ni el buey unionista ni el buey radical se avenían a tirar del arado con igualdad. ¿Romperían el yugo?

Lo rompieron, sí señor, bastantes días después de entrar yo en El Debate; pero antes de referir esto, traeré a colada otras materias para no disgustar a los devotos de la exacta cronología. De asuntos privados, confundidos con los públicos hablaré, para que resulte la verdadera Historia, la cual nos aburriría si a ratos no la descalzáramos del coturno para ponerle las zapatillas. ¡Cuántas veces nos ha dado la explicación de los sucesos más trascendentales, en paños menores y arrastrando las chancletas! Y vais a verlo.