Alfredo: 33
6.ª
editarALFREDO, BERTA, EL GRIEGO, CRIADOS.
(Han asomado sobre una colina al tiempo que Ricardo decía las últimas espresiones. -Van bajando).
BERTA.- Aún no se descubren los que quedaron con los caballos.
ALFREDO.- Es mucho lo que hemos subido..., pero ya no podemos tardar en llegar a la falda.
BERTA.- ¡Bien lo deseo! ¡Estoy tan cansada!... Jamás me he sentido con menos fuerzas que hoy.
ALFREDO.- Descansaremos, si quieres... Aquí..., en esta cueva, podemos guarecernos de los rayos del sol.
BERTA.- No..., no..., estoy ajitada..., no sé porqué..., no quisiera detenerme en estos sitios..., bajemos..., bajemos...
ALFREDO.- Pero al menos, amor mío, puedes apoyarte en mi brazo..., ¿qué tienes, Berta?, ¿porqué tiemblas?..., ¡qué pálida estás!
BERTA.- Estoy muy cansada..., no me es posible seguir si no nos detenemos un poco.
ALFREDO.- ¡Pues bien!..., aquí..., en esta pequeña llanada, bajo estos árboles... ¿Qué miro?... Una casa... Ven, Berta..., en ella...
BERTA.- No, no... Alfredo..., no: no llegues a esa casa..., ¿no ves qué aspecto tiene?... Yo me lleno de terror...: no sé porqué..., pero no lleguemos... ¡Ah!..., ¡míralo!, ¡míralo!
ALFREDO.- ¿Qué, Berta?, ¿qué?
BERTA.- ¿No lo ves?... El cuervo que nos persigue todo el día; que no ha dejado de volar en derredor de nosotros, y que en vano han querido ahuyentarlos ballesteros... ¡Míralo, míralo sobre esa casa...!
ALFREDO.- Voy a disipar tus recelos... Dadme una ballesta.
BERTA.- ¿Qué vas a hacer, Alfredo?
ALFREDO. (Alfredo le dispara: el cuervo cae).-Míralo... ¿Se acabarán ahora tus temores?
BERTA.- ¡Bien!..., pero no lleguemos a la casa... Descansemos aquí un instante, y sigamos nuestro camino.
ALFREDO.- Como tú quieras, mi vida. Descansemos aquí..., yo también necesito un poco de descanso... ¡Qué ballesta tan pesada!..., me ha hecho daño el esfuerzo para disparar..., y el pecho me late furiosamente... (Se sienta). Sólo tú, amigo mío, (al Griego) eres superior a todas las fatigas. -Sin embargo, observo hoy en ti una novedad que no sé esplicarme: jamás te he visto tan taciturno..., ¡no parece sino que estás enamorado...!
EL GRIEGO.- ¡Yo!... No, no lo temas.
ALFREDO.- ¿Te ha sucedido alguna desgracia?, ¿te agovia quizás algún doloroso presentimiento?
EL GRIEGO.- ¡Presentimiento!... ¿Soy yo acaso algún espíritu débil como tú?
ALFREDO.- Me parece que no tienes derecho para darme ese nombre. En otro tiempo, lo confieso, mi razón era esclava de todas las preocupaciones comunes..., pero, gracias a tu ausilio, ya he sacudido un yugo tan insoportable.
EL GRIEGO.- ¿De verdad, Alfredo?
ALFREDO.- Entiendo que tú no lo debes dudar... Ahora, por ejemplo..., ¿crees que en otra ocasión no me hubiera detenido en disparar ese ballestazo?..., ¿crees que no me llenaría de temores esta zozobra interior que me ha quedado de él?
EL GRIEGO.- Podría haber, sin embargo, circunstancias que te hicieran puerilmente temblar, como temblabas antes.
ALFREDO.- No lo temas, amigo mío..., ¡temblar!, ¿de qué?... Aquel fantasma que me perseguía se ha disipado..., aquella voz que resonaba en mis oídos, me ha libertado ya de su persecución...
EL GRIEGO.- ¿Qué sabemos lo que nos espera?... Tú que te jactas de valor y de serenidad, quizá desfallecerías delante de un hombre que puede estarnos oyendo...
ALFREDO.- ¿Te burlas?
EL GRIEGO.- Como Berta temblaba delante de esa cabaña, que no se atreve a mirar.
BERTA.- Por compasión..., no me la nombréis... ¡Y bien!... Yo no me precio de fortaleza... ¡Dejadme con mis preocupaciones!... Vamos..., vámonos, Alfredo...
ALFREDO.- ¡Berta!
BERTA.- Sí, dejadme..., vámonos..., ¿no veis que esa cabaña tiene el aspecto de un sepulcro?..., ¿no veis ese vapor fatídico que la rodea?... Si de repente se levantara en ella...¡Ay!... ¡Ricardo!..., ¡mi esposo!, ¡perdón!