(Suena otra vez el ruido de la cacería).


RUJERO, RICARDO.

...Dispensad, joven, que os haga una pregunta... Vuestros nombres..., no lo puedo disimular..., me han conmovido en estremo... ¿Habéis nacido en estos lugares?

RUJERO.- En la isla, sí; no aquí precisamente... Más allá de esa cordillera, acia la llanada de Palermo, hay un castillo donde tuvo principio nuestra existencia... Si, como parece, vos habéis recorrido estos lugares, podéis conocerle muy bien... El padre de Ánjela y el mío eran vasallos del Señor de aquel territorio, y continuos de su casa...

RICARDO.- ¿Vuestro padre se llamaba...?

RUJERO.- Conrado.

RICARDO.- ¿Y el de Ánjela, Roberto?

RUJERO.- Seguramente... ¿Los conocíais por ventura?..., esa ajitación que demostráis...

RICARDO.- Y ¿vive Roberto?, ¿vive?

RUJERO.- Vive..., aquí..., con nosotros...

RICARDO.- ¿Aquí?, ¿y no en el castillo?... ¡Dios mío!... ¡Roberto! ¡Roberto!..., ¿y mi hijo?


Éntrase en la casa.

RUJERO.- ¡Conoce a nuestros padres!, ¡a nosotros...! Su habla..., su fisonomía... ¡Si no hubiese muerto!... ¡Alfredo!..., ¡qué horror!... ¡No sea, Dios mío!... Sigámosle a descubrir este misterio...