RUJERO, ÁNJELA.


ÁNJELA.- Ya lo sabía yo... Desde que mi padre principió a darnos noticias de Alfredo, conocí que iba a acabarse tu alegría, ¡y a llenarse de tristeza tu corazón!

RUJERO.- ¿Qué quieres, Ánjela? Los efectos de la juventud no se lanzan tan fácilmente del pecho... Pero ya ves que mi tristeza no me impide ser feliz, ni contribuir con todos mis esfuerzos a tu felicidad... La melancolía que cubre a las veces un corazón puro y libre de remordimientos, es como una nubecilla de primavera: suele rociar algunas gotas sobre las flores..., pero no tarda en salir nuevamente el sol, y sus rayos brillan con más esplendidez en una atmósfera despejada, y parecen más amables sobre las perlas que había recojido el cáliz de las rosas.

ÁNJELA.- ¡Oh!, sí... En cuanto a bellas palabras, a lindas comparaciones, no es fácil igualarte..., y si te dejara decir... Mas, aunque duren poco esas nubecillas, aunque sea efímero el aguacero con que nos rocíen..., yo no quisiera verlas jamás..., porque cuando principian a amenazarlos, no puedo saber si serán únicamente unas nubecillas, o si llevarán en su seno el rayo y la destrucción. -¿Qué tal, mi querido maestro?, ¿voy sacando fruto de tus lecciones?, ¿voy aprovechando en el idioma de las alegorías?

RUJERO.- ¡Ánjela! ¡Ánjela!..., tú eres un ánjel, que el cielo ha enviado sobre la tierra, para hacer mi felicidad... A tu lado no puede morar la tristeza. Tú eres dulce, como la tarde de un hermoso día: blanda como el aliento de la rosa de abril: amable, como la antorcha que se descubre a lo lejos en una noche tempestuosa... Junto a ti no hay ninguna pena que no se embote, ningún pensamiento de amargura que no se dulcifique... ¡Ánjel del cielo!..., así me apareciste desde tu niñez; y cada día que pasa por nosotros añade un nuevo grado a mi pasión, un nuevo encanto a mi felicidad.

ÁNJELA.- ¡Siempre exaltado!, ¡siempre respirando entusiasmo en todas tus palabras!... O de Alfredo, o de mí..., no sabes tener otras conversaciones...

RUJERO.- Y ¿qué hay en este mundo, Ánjela mía?, ¿qué hay de real y verdadero, sino el entusiasmo, el amor y la amistad?... Y cuando el entusiasmo se consagra a un objeto digno, cuando el amor es puro e irreprehensible como el nuestro, cuando la amistad se fundó sobre simpatías virtuosas..., entonces ¡ay!, entonces..., ¿porqué ocultarlo en el silencio?, ¿porqué no publicarlo a la faz del cielo y de la tierra, como una ejemplo de ventura, y como un himno inefable en loor de la divinidad que nos la dispensa...!


(Cornetas... Ruido de cacería en la montaña).

ÁNJELA.- ¡Calla, Rujero!..., ¡calla!..., ¿no escuchas...?

RUJERO.- ¿Quién podrá ser?... El barón de este territorio esta en Palermo...

ÁNJELA.- Me parece que se alejan... Sí: acia aquel lado... Pero debe de ser una gran batida..., tiempo hace que no hemos presenciado ninguna igual... ¿Qué miras, Rujero?, ¿qué estás observando?

RUJERO.- No hay duda..., es un estranjero...; mas..., por allí no hay camino... Ya nos ha visto, y se dirije acia nosotros... No sé cómo ha podido pasar por medio de esos precipicios...