Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco


2.ª editar

RUJERO.


Yo me acuerdo del día en que llegó esa desdichada..., cuando él pensaba partir para los santos lugares... ¡Ojalá lo hubiese realizado! Nosotros, que nos oponíamos a su marcha ¡cuánto daríamos ahora por haberle precipitado a ella!... ¡Ah!, ¿qué sabe el hombre lo que le conduce al bien, ni lo que le lleva al borde del abismo?... -«¡La fatalidad!, -me decía él llorando otra tarde- la fatalidad es la única ley del mundo...!» -¿Tendría razón?... ¿Estará por ventura determinada nuestra suerte por un destino inexorable, imposible de doblegar por más enérjicos y constantes que sean nuestros esfuerzos?... ¡No..., no!... Él es culpado..., es culpado todo el que deja vencerse... ¡Hubiese huido cuando se reconoció débil para resistir, y no hubiera abrigado en su seno al áspid que había de emponzoñar la sangre de sus venas!... ¡La fuga!... La fuga siempre es posible, cuando no es posible la victoria... ¡Fuera desgraciado; pero no fuera criminal!