ACTO IV

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La Confusión.


La falda del Monjibelo: los bosques y colinas. En primer término, entre árboles, una casita pobre.


ROBERTO, RUJERO, ÁNJELA.


ÁNJELA.- ¿Conque abandonaron, decís, su escandaloso proyecto?

ROBERTO.- Tal ha sido la relación de Jenaro.

ÁNJELA.- ¿Habéis visto a Jenaro?

ROBERTO.- Acabo de dejarle en esa aldea.

RUJERO.- ¡Cómo!..., ¿habría salido por ventura del castillo?

ROBERTO.- Si no me interrumpierais...; pero, ¿cómo os lo he de decir todo de una vez?

ÁNJELA.- Continuad..., continuad, padre mío.

ROBERTO.- Os decía, pues, que ya que el mismo delito que los abruma estraviase sus fantasías, y diese cuerpo a aquella visión..., sea que Dios hubiese permitido que la sombra del infeliz hermano de Berta se presentase a los ojos de sus asesinos..., el hecho es que, asombrados por el tremendo fantasma, no han vuelto a acercarse a los altares, para reclamar una bendición sacrílega y pronunciar un juramento tan horroroso.

RUJERO.- Más vale así... Al menos no añadirán la impiedad y la blasfemia tantos crímenes como pesan sobre ellos...!

ÁNJELA.- ¿Pero han seguido como antes, o han abandonado...?

RUJERO.- ¿Quién puede dudarlo, Ánjela?... La carrera del crimen se asemeja a la pendiente de una colina... ¡Guardémonos de dar en ella el primer paso!... Después, seremos arrastrados aún contra nuestra voluntad.

ROBERTO.- Al principio se apoderó de uno y otro el mayor abatimiento, y por largo tiempo permanecieron sin verse, encerrados caa cual en su habitación. Pero ese griego, que Dios confunda, después de haber trabajado separadamente con su elocuencia infernal para calmar los remordimientos de Alfredo y de Berta, haciéndoles creer que era sólo una ilusión hija de las preocupaciones de su infancia..., después, cuando ya estaban vacilantes, con un arte diabólico les proporcionó una entrevista, y en ella..., la pasión triunfó otra vez de los deberes.

ÁNJELA.- Y ¡que no caiga un rayo del cielo sobre ese hombre!

ROBERTO.- Desde entonces Alfredo y su querida se han abandonado con el mayor desenfreno a su locura. Sus vasallos todos contemplan asombrados un escándalo tan público, un crimen tan sin pudor... Ya no se recatan ni de los conocidos ni de los estraños: juntos han recorrido una parte de la Sicilia: juntos han asistido a las últimas fiestas de Palermo, llevando Alfredo en las justas los colores y el retrato de Berta, y siendo en ellas, en los palacios, en los castillos de los barones, el objeto de la admiración y del asombro universal.

RUJERO.- Y ¡era tan modesto!, ¡y temía tanto verse en espectáculo, aun a los ojos de los que lo adoraba !...

ROBERTO.- Su inseparable griego le sigue por todas partes, rodeado siempre del mismo misterio, escitando siempre la mayor antipatía, pero sojuzgando sin remedio a cuantos dirije sus miradas.

ÁNJELA.- Y ¿aún no se ha descubierto su patria, su orijen, su familia?

ROBERTO.- Nada, nada se sabe de él, más que lo que sabíamos todos. Sólo sobre la tierra, no se le conocen en ella más lazos que los del crimen. Mofador eterno de todos los sentimientos jenerosos, despreciador de todas las cosas divinas, frío predicador de un ateísmo desolante, sin amar a ninguna persona humana..., pero lleno al mismo tiempo de sabiduría y de recursos, multiplicándose por donde quiera, calando hasta el fondo de los pensamientos..., ese griego es un problema, que ni aun se atreven a considerar atentamente, por el mismo terror que les inspira a todos. -Mas entretanto, el castillo, abandonado por Berta y por Alfredo...

RUJERO.- ÁNJELA.- ¿Han dejado el castillo?

ROBERTO.- Hervía en él demasiado viva la sangre de Jorje; y quisieron abandonarlo, por ver si se libertaban de su sombra. -El castillo, pues, os decía, ha quedado como un yermo..., el miedo de los Señores se ha comunicado a sus sirvientes, que refieren cosas singulares de los asombros que allí pasan... Hay fantasmas, ruido de cadenas, apariciones misteriosas... En fin, muchos, todos los que podían, han dejado el servicio de Alfredo... Entre estos es uno Jenaro, que me acaba de referir en esa aldea vecina tantas y tan estrañas novedades.

RUJERO.- ¡Tantas y tan estrañas novedades!... Sí: ¿quién había de adivinarlas? Cuando Alfredo se distinguía entre todos los barones de Sicilia, por la rectitud de su corazón y la pureza de sus costumbres..., cuando era su castillo una morada de contento, un modelo de felicidad sencilla y animada..., cuado la única pasión que conmovía su pecho era el amor filial, y quería por él arrostrar los mares, y lanzarse en los desiertos de la Palestina..., ¿quién nos había de decir que en tan corto tiempo nos esperaba un trastorno tan universal, tan absoluto?

ÁNJELA. (Después de haberle hablado en secreto).- Sí, padre mío, venid... Debéis estar cansado... Venid, y descansaréis un poco... Venid.