ALFREDO, BERTA, EL GRIEGO, ACOMPAÑAMIENTO.


ALFREDO.- ¡Todos me abandonan!, ¡todos se separan de mi lado con horror! ¡Tan inmenso es mi crimen!, ¡tan patente el sello de reprobación grabado sobre mi rostro!... ¿Para qué he quedado en el mundo?, ¡para asombro, para execración universal!... ¿Llevaré, por ventura, como Caín, el signo de la maldición divina?...

BERTA.- ¡Alfredo!

EL GRIEGO.- ¡Dejadlo quejarse como un niño de los fantasmas que él mismo se crea! ¡Dejadlo que sea infeliz por su propia voluntad!... ¡Justo motivo es, por cierto, la marcha de un viejo caduco, y de un joven fanático, para apesadumbrarse de esa suerte!... Y ¡a la verdad, que le debemos bastante los que estamos a su lado! ¿Vale menos mi amistad que la de ese joven? ¿Vale menos el amor de Berta que...?

ALFREDO.- ¡No, no...! Perdona, amigo mío..., perdona, mi adorada Berta, un instante de debilidad, arrancado por los recuerdos de mi juventud... ¡Vayan en buena hora lejos de aquí...!, vosotros quedáis conmigo..., tú, que te interesas más que nadie en mi ventura..., tú que eres el ídolo de mi corazón... -¡Vayan, pues, donde no vuelvan a presentarse delante de mis ojos!... Y si alguno de vosotros quiere acompañarlos (a los del acompañamiento); si hay alguno que esté descontento en mi compañía, que no quiera reconocer en Berta a mi esposa, que no tenga por única y soberana ley mi voluntad..., también puede seguirlos, y despedirse para siempre de estos umbrales... Yo no necesito a ninguno..., no me faltarán vasallos fieles, que tengan a mucha honra el ser admitidos en mi servicio. -¡Marchemos!