ACTO III

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El Remordimiento.


Una galería: en el fondo una capilla, que se abre para la última escena.


RUJERO, ROBERTO.


ROBERTO.- Yo estoy resuelto, Rujero: el astro de la noche me verá lejos de este castillo. ¡Bien sabe Dios cuán costoso me es el dejarlo..., cuanto ha de padecer mi espíritu al encontrarme separado para siempre de unos lugares donde pasé cincuenta años de mi vida!... Pero, hijo mío, no me es posible permanecer más tiempo en esta caverna de maldición. Mientras ha podido esperarse que Alfredo volviese en sí de sus estravíos, y que reparase por un arrepentimiento solemne y público sus crímenes y sus escándalos, he debido permanecer en su compañía, a fin de escitarlo a que siguiese este camino. Tal era mi obligación para con su padre, que me lo encomendó a su marcha, para con él, para conmigo propio... Mas cuando el tiempo y las reconvenciones han sido inútiles; cuando, lejos de contenerse en su viciosa carrera, cada día se precipita por ella con más desenfreno; cuando desprecia las amonestaciones de nuestro santo Obispo, y prepara hoy ese inmenso escándalo, que debe asombrar hasta a los infieles enemigos de nuestra ley..., no; mis ojos no se mancharán presenciando un espectáculo tan impropio; y por más que se destroze mi corazón al considerar este destierro a que voy a condenarme..., tendré valor, tendré fortaleza para llevarle a cabo.

RUJERO.- ¿Qué queréis que os diga?..., razón tenéis para esa determinación. Yo también tuve esperanzas de reducirle a la virtud de que apostaba..., mas todas se han desvanecido... El que hace gala del crimen, ya no es accesible al arrepentimiento...

ROBERTO.- Te he manifestado mi resolución, que es invariable: no te aconsejo que modeles por ella tu conducta..., en semejantes casos, cada uno debe consultar con su conciencia, y seguir únicamente sus impulsos... Sólo quisiera pedirte una gracia. Ánjela es tu mujer: los derechos del padre espiraron al nacer los del esposo: yo no puedo ordenarle que me siga; desearía, pues, que tú se lo permitieses... Como débil anciano, necesito un apoyo que sostenga mis últimos momentos, de una persona amada que dulcifique los largos días de mi vejez..., como padre, debo anhelar porque mi hija no respire el mismo ambiente que esa desdichada Berta. El aliento de los malvados emponzoña la atmósfera que los rodea, y puede envenenar hasta la sangre de los inocentes. -¿Me concederás esta gracia?

RUJERO.- Descuidad, padre mío; Ánjela os acompañará..., y Rujero también.

ROBERTO.- ¿Tú también, Rujero?

RUJERO.- Yo..., yo, que tampoco quiero permanece a su lado... ¿Para qué? Demasiado he sufrido; y demasiado he de sufrir aún, sólo con la memoria de ese infeliz, que fue tan virtuoso... Yo os seguiré..., yo os seguiré, Roberto...

ROBERTO.- ¡Tú me seguirás!, ¡me seguirá Ánjela!... ¡Ay!, acompañándome vosotros, ya no me parecerá tan duro mi destierro.

RUJERO.- ¿Para qué he de permanecer aquí?... Ni él hace caso de mis palabras, ni ese misterioso y desconocido estranjero las deja llegar a sus oídos... Ese es el que me lanza de este palacio, como me ha lanzado del corazón de Alfredo. Sus consejos son los que los pierden..., los que le cierran los ojos a la luz..., los que le impelen en el precipicio... Su ominosa aparición cuando acababa de cometerse el asesinato de Jorje, su presencia como sobrenatural en todas partes, sus espresiones tan fríamente malvadas, que hielan la sangre hasta el fondo del corazón, aquella fisonomía que hace estremecerse, aquellas miradas que ningunos ojos humanos pueden sostener...