Alfonso Salmerón (Retrato)
P. ALFONSO SALMERÓN.
editar
El Padre Alfonso Salmerón, Jesuita, nació en Toledo en el año de 1516 de padres muy honrados, y aunque pobres, no sin medios de costearle los primeros estudios en aquella ciudad, y después en la de Alcalá en el Colegio Trilingüe. Instruido en las lenguas latina y griega, se dedicó á la Filosofía y Teología sagrada, que fue á concluir a Paris á la edad de diez y nueve años con su fiel amigo Diego Lainez. Hallábase en aquel tiempo en Paris S. Ignacio de Loyola procurando compañeros que le ayudasen en varios ejercicios de piedad en que se ocupaba: buscóle Salmerón conducido por Lainez; y enamorado de su doctrina se unió á él estrechamente.
Ninguna dificultad costó á Salmerón esta nueva alianza: inclinado desde niño á la virtud, y presentado á un tan fervoroso maestro en ella como era S. Ignacio, tuvo á mucha dicha el que se le alistase, en el número de sus compañeros. Desde este momento comenzó Salmerón á dar tales muestras de su espíritu, que hizo concebir á S. Ignacio las mas altas ideas de su vocación. En efecto, concluida la teología, se paso enteramente en sus manos, y acompañado de S. Francisco Xavier, que también le seguía, y de Lainez, pasó á Venecia, se ordenó de Presbítero, y emprendió el ministerio apostólico, que era el principal objeto que dirigía sus pasos.
La humildad, la sabiduría y el zelo ardiente de Salmerón en una edad tan prematura sorprehendió á Venecia. Todas sus acciones eran edificantes: si se le seguía á los hospitales, se le veía cuidar á los enfermos hasta el extremo de lamerles sus llagas; si disputaba con los sabios, llevaba sus razones hasta el convencimiento; si predicaba, sus palabras eran saetas que penetraban el corazón de sus oyentes; y si por estas virtudes oia alguna vez sus alabanzas, se confundía hasta anonadarse.
Elevó Paulo III esta sociedad á la clase de Instituto religioso; no se dudaba en este caso de poner á su cabeza al que la había reunido; pero hallando resistencia en S. Ignacio, se consideró obligado Salmerón á darle su voto por escrito, y lo hizo, presentándole al Sumo Pontífice, quien al leerle aseguró que jamas habia visto en un joven tanta prudencia, tan sólida virtud, ni mayor sabiduría. Este concepto que S. S. formó de Salmerón le decidió á confiarle comisiones importantes: le envió con el carácter de Nuncio á combatir la secta de Lutero, que Henrique VIII quería establecer en Hiberma y Escocia; y concluida esta misión, en que sufrió trabajos inmensos, le hizo volver á Roma, y le ocupó en asuntos análogos á su profesión, y con mejores resultas que las de su anterior legacía.
Aunque poco amigo del bullicio Salmerón, celebró infinito su establecimiento en aquella gran capital, porque hallaba en ella mas motivos de instruirse; sin embargo, solicitado por el Obispo de Módena el Cardenal Morón para que trabajase en su Diócesis infestada con la heregía de Lutero, abandonó, sin detenerse, á Roma, y emprendió con santo denuedo este difícil encargo. Era demasiada la osadía de los hereges, y su prepotencia, para tolerar á Salmerón: por el pronto despreciáron sus pocos años; pero viendo que su constancia reprimia su orgullo, huyéron de entrar con él en contestaciones, y tomaron el vil partido de calumniarle, y precisar á su Patriarca á que le hiciese comparecer en Roma á vindicar su honor.
No tuvo que trabajar mucho Salmerón para justificarse: descubrió á poca costa la mala fe de sus acusadores, sus opiniones heterodoxas, y los groseros artificios de que habían usado para evitar un convencimiento vergonzoso. Vindicado ya, hubiera vuelto á Módena si el Papa no le hubiera detenido: pensaba S. S. emplearle en provecho común de la Iglesia, y le nombró su Teólogo en el Concilio general que se iba á celebrar en Trento. Apénas tenia Salmerón treinta y un años, quando se presentó en esta sagrada junta: esta circunstancia y su natural modestia llamaron la atención de muchos Padres aun antes de conocerle, y su eloqüencia y sabiduría la de todo el Concilio, luego que oyó sus discursos y su doctrina sublime.
Estando en este Concilio fue á Verona á ruegos de su Venerable Obispo Lipomano. Necesitaba esta Diócesis, como la de Módena, de auxilios poderosos para contener los excesos de los Luteranos, y reformar las costumbres que sus opiniones habían corrompido; y Salmerón la proporcionó quantos exigía su estado. De Verona pasó á Alemania á petición del Duque de Baviera; enseñó con asombro en la Universidad de Ingolstadio, y sucedió en su cátedra al célebre Juan Echio; volvió á Verona, de aquí fue á Nápoles, y de Nápoles otra vez á Trento.
No hubieran querido los Padres de este Concilio que Salmerón se les separase mas; pero la obediencia y su caridad extremada le volvieron á Nápoles, y le alejaron á Polonia, á Flándes y á Cerdeña. En todos estos países se había esparcido la falsa doctrina de Lutero: como un torrente impetuoso arrastraba las semillas del Evangelio, ó las hacia infecundas: era menester una fuerza irresistible para contener estos males: opúsola Salmerón con la vehemencia y energía de que estaba dotado; y consiguió quantas ventajas podia esperar en circunstancias menos expuestas.
Concluida esta peregrinación evangélica volvió otra vez al Concilio, y fue recibido de nuevo con testimonios sinceros de respeto y estimación. Acostumbrado á combatir á los hereges, no descansó hasta que le faltaron las fuerzas. En este estado se retiró á Nápoles, en donde no pudiendo ya ni predicar, ni practicar otros exercicios que exigen robustez, se dedicó á confirmar con la pluma lo que había enseñado de viva voz. Así ocupado, é igualmente en el negocio de su alma, la rindió al Criador con aquella serenidad que es prerogativa de la virtud. Murió de sesenta y nueve años, y su muerte fue llorada en Nápoles con la ternura que la de un padre común. Dexó muchos escritos, entre los que merecen el aprecio de los sabios sus Sermones, sus Prolegómenos, y sus Comentarios á las Epístolas de S. Pablo, y á las Canónicas, á los Hechos Apostólicos, y á los diez primeros capítulos del Génesis.