Diego Laynez (Retrato)
DIEGO LAYNEZ.
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Entre los varones eminentes que llenaron de gloría á España por sus virtudes heroycas, fue uno el P. Diego Laynez, Jesuita. Nació en Almazan, pueblo de Castilla la Vieja, el año de 1512; y sus padres, que juntaban á su nobleza una decente fortuna, consultando con su inclinación, le enviaron á la Universidad de Alcalá, en donde, después de haber estudiado la Gramática latina y griega, y graduádose de Maestro en Filosofía, se dedicó á la Teología sagrada. En este estado, y quando pensaba en proporcionarse para el Sacerdocio, llegaron noticias á Alcalá de los progresos que hacia en Paris en virtud y en letras S. Ignacio de Loyola: tocado entónces de un impulso irresistible, se resolvió á ir en busca del Santo, baxo el pretexto de visitar las escuelas de la Sórbona.
Sin mas meditación, ni otras prevenciones que la de haber persuadido á que le acompañara en este viage á su íntimo amigo Alfonso Salmerón, jóven de las mejores ideas, se puso en camino; pero como siempre la carrera de la virtud se presenta escabrosa, le fue preciso á Laynez usar de todos los recursos que le inspiraba su misma resolución para no arrepentirse de ella, en vista de las muchas dificultades que le ocurrieron hasta su entrada en Paris. Llegó por fin á esta gran Metrópoli, y au ansia por conocer a San Ignacio le facilitó su encuentro. Comunicó con él su espíritu, le presentó á su compañero, y de acuerdo con el Santo, se determinaron ámbos á seguirle.
No eran incompatibles los exercicios que tenia por objeto S. Ignacio con el estudio; sin dexar de acompañarle en ellos Laynez, concurría á la Universidad, y logró hacerse famoso entre sus más sabios profesares. Velaba y estudiaba por la noche; y de dia fuera del tiempo que ocupaba en las aulas, se entregaba enteramente al bien de la humanidad. No había necesidad á que no procurase atender: las cárceles, los hospitales, todo establecimiento piadoso eran los lugares de su residencia freqüente. Unido con estrechos vínculos de caridad á su santo Director, no perdonaba fatiga por imitarle en la difícil empresa de la conversión de las almas, y en el socorro de los desvalidos.
Siendo demasiado cortos los límites de una ciudad para el fervoroso zeló de S. Ignacio, procuró dilatarlos con el auxilio de sus compañeros. Con esta mira sacó de Paris a algunos, entre ellos á Laynez, y los encaminó á Venecia. Preparábase por este tiempo Laynez á entrar en el Santuario; y por no interrumpir los actos de mortificacion, en que con este fin se exercitaba, hizo el viage ayunando, descalzo y cubierto de cilicios; maceró sus carnes de tal manera, que llego á Venecia en un estado lastimoso; y en lugar de repararse con algún descanso, solo atendió al socorro de las necesidades de otros. Nunca estoy mejor, decía á S. Francisco Xavier, en una ocasión en que éste Santo le pedia que se cuidase, que quando remedio el mal de mis hermanos; se derrama sobre mí un rocío divino, que me restituye á mis fuerzas.
En estos exercicios pasó exemplarmente su vida hasta el año de 1540, en que Paulo III reduxo á Instituto las reglas que había dispuesto S. Ignacio para la dirección de los que le seguían. Religioso Laynez en el espíritu, acostumbrado á no tener voluntad propia, á mortificar sus pasiones, y á rendir á sus hermanos quantos servicios inspira la caridad cristiana, no miró como sujeción la que se imponía por los votos que le obligaban á lo mismo. Dió principio á su predicación en Italia, y se adquirió tanto crédito, que de todas partes era solicitado. Parma, Plasencia, Monreal y Bresa, pueblos llenos de vicios, y manchados con la heregía de Lutero, se transformaron con su doctrina y exemplo en lugares de edificación.
Á los frutos de su zelo apostólico agregaba Laynez los de su sabiduría. Las necesidades de la Iglesia habían precisado á Paulo III á que congregase un Concilio general, que se juntó en Trento en el año de 1545: asistió á él Laynez en calidad de Teólogo de S. S.; y sin embargo de que en sus sesiones, por lo comun hablaban todos los Padres primero que Laynez, siempre se le oía con novedad, y muchas veces fixaba los decretos su doctrina. Algunas ocurrencias suspendieron en diferentes tiempos las tareas del Concilio; pero estos intervalos no proporcionaron á Laynez ningún descanso: en ellos, separándose por tres ocasiones de esta sagrada Congregación, fue á predicar el Evangelio á la África, y á combatir con los Luteranos de Francia y Alemania, que atropellaban los misterios mas sagrados de la Religión Católica.
Los trabajos, las persecuciones, las asechanzas á que tuvo que hacer frente Laynez en estas peregrinaciones fueron sin número; no obstante, le afligían menos que el empeño con que los apreciadores de sus virtudes procuraban ensalzarlas. Miraba como un riesgo todo lo que el mundo codicia; y baxo de este aspecto resistió con firmeza exemplar los Arzobispados de Florencia y Pisa, el Capelo, y las insinuaciones que se le hicieron para elevarle á la suprema Dignidad de la Iglesia; y si condescendió en la de su Orden, muerto S. Ignacio, fué el mayor sacrificio á que pudo obligársele.
En efecto, puesto á la cabeza de sus hermanos, no podia disimular su violencia en dirigirlos: digno sucesor de su Santo Patriarca, se confundía al verse ocupando su lugar. A quien no habian arredrado las amenazas de los Hereges, ni los malos tratamientos de los Gentiles, acobardaba el mando de una compañía de hombres marcados con el sello de la caridad. Yo me conozco, les decía, quando después de haber servido seis años el Generalato quiso renunciarle: si me quereis, dexadme soltar esta carga que aflige a mí espíritu, y le desatará pronto de la carne. Así fué: los graves cuidados de este destino, su repugnancia á mantenerle, el curso penoso de su laboriosa vida, y su continuo estudio, abreviáron sus días, que terminó en Roma el año de 1565, á los cincuenta y tres de edad. Sus muchas obras, especialmente las Morales, la Oración al Concilio, el Prolegomenon á la sagrada Escritura, y los tratados de Providencia y de Trinitate, darán siempre una perfecta idea del fondo de virtud y de sabiduría de este eminente varón.