XXI
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XXII: Un incidente grave
XXIII

Capítulo XXII

Un incidente grave

¡En buen grado de tensión estaban las impaciencias de Leto para dejadas así hasta el día siguiente, sin el riesgo de un estallido! En cuanto entró en la botica le dijo a su padre:

-Me voy a buscar a don Claudio.

Y se fue. Le buscó en el Casino: no estaba allí. En su casa: tampoco. Anduvo por los sitios en que solía vérsele paseando algunas veces: ni la menor huella de él.

-Pues está en Peleches sin remedio -se dijo consternado-. Mi desgracia es indudable.

Enderezó los pasos hacia la botica; y al entrar en la plazuela, vio, entre las sombras del fondo, junto a la desembocadura de la Costanilla, un bulto negro que se movía hacia él.

-Es la silueta de don Claudio, -pensó dirigiéndose a su encuentro.

Lo era efectivamente. Se reconocieron; y dijo al instante Leto:

-He andado buscándole a usted por todo Villavieja.

-Y yo venía dudando -dijo a su vez el comandante-, si colarme ahora en la botica para hablar con usted delante de don Adrián, o dejarle recado para que se viera conmigo en mi casa.

-¿Luego tiene usted algo grave que decirme? -observó Leto casi afónico y temblándole todas las entrañas.

-Tanto como grave -repuso Fuertes-, no; pero algo que les conviene saber a ustedes por más de un concepto, sí.

-«A ustedes» -pensó el mozo repitiendo con cierta fruición estas palabras de don Claudio-. Luego no va conmigo solo el cuento; y no yendo conmigo solamente, puede ser otro cuento distinto del que tanto miedo me da. A salir de dudas-. Pues hágame usted el favor -dijo a su amigo, lo bastante bajo para que no lo oyera nadie más que él-, de referirnos lo que haya, sea malo o pésimo, pues bueno, ni casi regular, no lo espero; porque desde el portazo que se nos dio esta noche en Peleches, estamos mi padre y yo que no nos llega la camisa al cuerpo...

-Lo presumía -respondió Fuertes-, y por eso no me ha chocado oírle a usted decir que anduvo buscándome por toda la villa... Porque yo estaba dentro cuando ustedes llegaron, y sabía lo que había de suceder, si llegaban, desde un rato antes por haber oído el recado que dio don Alejandro a Catana... Situaciones que el demonio prepara y no puede uno remediar. Al caso.

Y comenzó a referir a Leto lo que afirmó ser «lo único» que él sabía. Según el relato aquél, Nieves y su padre habían tenido una escena un poco desagradable con motivo de la próxima llegada del mejicanillo. Discordancias radicales en el modo de estimar cada uno de los dos aquel suceso. A Nieves, nerviosa y algo trasmudada desde el tremendo de la antevíspera, que continuaba ignorando su padre, se le habían escapado ciertas franquezas que cayeron sobre las suspicacias de don Alejandro como la pólvora sobre el fuego. Porque don Alejandro andaba muy suspicaz desde aquel día, como le constaba a Leto muy bien. Se había dado en él un caso que no dejaba de ser frecuente: el de hallar algo en que no pensaba, buscando otra cosa muy distinta; y lo que había encontrado sin buscarlo, era el fuego en que habían caído las franquezas de su hija; o si lo quería más claro Leto, las franquezas de Nieves le demostraron, no solamente que su hallazgo no era ilusorio ni soñado, sino que el mal estaba ya hecho y con hondas raíces en la víctima. Bermúdez no había llegado con sus sospechas más que hasta el arranque del camino que conducía a ese mal: no era difícil presumir el efecto que le habría causado el descubrimiento, teniendo, como tenía, sus cálculos hechos y sus ilusiones acariciadas, con otros derroteros muy distintos. A él, a don Claudio, le había confiado sus cuitas, para pedirle informes, si podía dárselos; algo de luz clara con que guiarse en la lóbrega sima en que había caído tan de repente; porque no podía contarse con lo que espontáneamente declarara Nieves entonces, ni convenía apurarla más en el estado de exaltación en que se hallaba. Más adelante ya se vería. Fuertes se había guardado, muy bien de decir a don Alejandro lo que pensaba acerca de tan delicado particular: al contrario, puso todo su empeño en convencer a su amigo de que estaba alarmado sin fundamento alguno. Tarea inútil: don Alejandro quedaba en sus trece y resuelto a poner de su parte todos los medios que considerara prudentes para combatir el mal como debía combatirle. ¿Qué medios eran ellos? No lo sabía aun con certeza; pero no tardaría en saberlo. Él no culpaba, no quería mal a ninguno; porque la mayor parte de las veces se causaban los daños más graves con los propósitos más honrados; pero se hallaba en una situación de ánimo tan apurada, en un temple tan singular de espíritu, que temía cometer, en presencia de las personas que eran el principal motivo de su disgusto, algún acto que le pesara después. En este pasaje del diálogo se había dado a Catana la orden de no recibir a Leto ni a su padre. «Esto, por de pronto» -había dicho enseguida don Alejandro-, «y bien sabe Dios que me duele en el alma. Iremos tirando con paliativos así, lo que se pueda; y después... ya se verá. Usted me hará el favor de entretener a esos señores, con la mejor disculpa que su discreción le dicte, alejados de aquí por unos días, si no le parece que abuso de su bondad».

-Esto es lo que hay en substancia, Leto -le dijo don Claudio en conclusión-. No sé si refiriéndoselo a usted como se lo he referido, falto o no falto a la confianza depositada en mí por don Alejandro; pero sé que no es usted hombre que se conforma con parvidades en tragos de esta naturaleza; y, sobre todo, sé que en ninguna sima más honda, ni en arca mejor cerrada que usted, puede guardarse este secreto. Ahora, refiera usted de él lo que mejor le parezca a su señor padre, como yo pensaba hacerlo, para que se cumplan las órdenes de nuestro amigo, sin contratiempos como el de esta noche para ustedes... y ánimo ¡voto al chápiro! que más amargo y más duro fue lo de anteayer, y se portó usted como un hombre.

El pobre muchacho, con las manos en los bolsillos y la cabeza caída sobre el pecho, no dijo una palabra. El comandante, después de contemplarle unos momentos con expresión compasiva, le puso blandamente la mano sobre la espalda y le preguntó, con esa aspereza cariñosa, tan propia de los hombres que han educado sus afectos entre los rigores de la ordenanza militar:

-¿Duele, amigo?

Irguiose entonces el valiente mozo, y le respondió, oprimiéndole una mano con las dos suyas:

-¡Ay, señor don Claudio! si después de salvarse Nieves me hubiera quedado yo en el fondo, de la mar, ¡qué fortuna para ellos y para mí!

Y sin poder averiguar el comandante si aquel relucir extraño de los ojos de Leto eran lágrimas o no, le vio caminar a largos pasos hacia la botica, y sin entrar en ella, subir a casa por el portal contiguo.

Don Claudio Fuertes entonces, hiriendo el suelo con un pie antes de echar a andar, exclamó entre dientes con verdadero coraje:

-¡Y qué mejor empleada que en ti, voto al demonio?

Leto subió en derechura a su cuarto con el doble fin de serenarse un poco y de pensar lo que debía referir a su padre, entre todo lo que el comandante le había referido a él. Fue tarea de tres cuartos de hora escasos. Al cabo de ese tiempo, bajó a la botica a menos de media serenidad y con el relato en hilván. No le permitió mayores lujos su pícaro temperamento.

Poco fue lo que dijo a su padre, encerrados los dos en el despacho de la trastienda, como explicación del portazo de Peleches; pero de tal modo y con tal arte de voz, de miradas y de greñas, que dejó al pobre boticario más aturdido de lo que estaba.

-De manera, hijo -observó don Adrián, dale que dale al codo, pero muy suave y lentamente, con el gorro sobre las cejas y la carita rechupada-, que por fas o por nefas... eso es, pues propiamente luz, no resulta del relato: por fas o por nefas, repito, esa nube no ha cogido a nadie más que a nosotros... a nosotros dos, eso es. ¡Caray si es duro eso de pensar! Aflige, Leto, aflige... contrista, sí, señor, verdaderamente; apenas considerarlo, ¡caray! porque si uno sospechara cuando menos... si a la dureza, eso es, del castigo, correspondiera la... vamos, la falta; pero si por más que reflexiono, que repaso la... Hombre, ¿a ti te dice algo la conciencia?... Pero ¡qué te ha decir... supongo yo? ¿Por qué camino andamos hijo y padre... eso es, con esos señores, que no sea llano y descubierto, caray? Si se nos llamara, es un suponer, a residencia, podría uno... Pero ni eso, Leto: ni eso que es tan... de justicia... ¿Habrá, hijo, de por medio algún informe, eso es... algún informe alevoso? Porque verdaderamente, ¡caray! sin una razón así, no se penetra... Por último, hijo del alma: hagámonos superiores mientras pasen esos pocos días que dice el señor don Claudio... y Dios dirá, eso es; Dios dirá luego... Pero por lo pronto, duele, sí, señor... ¡caray, si duele!

Mala noche pasó el pobre boticario a vueltas con sus inútiles investigaciones mentales; peor que Leto, mucho peor; porque éste, al fin, logró encontrar en medio de sus escozores y espasmos, ya que no un calmante de ellos, un remedio para sufrir hasta con gusto sus rigores; y fue que de pronto cayó en una idea en que hasta entonces no había caído de lleno, a causa de tener la sensibilidad fuera de quicio por la fuerza de sus aprensiones extremadamente pesimistas. Él había sentido con lo dicho por don Claudio, que era un estorbo en Peleches, y un motivo de perturbación para ciertos planes de don Alejandro Bermúdez. Así, considerándolo en montón; pero estudiándolo mejor después; separando las cosas y examinándolas una por una, acordose de que los enojos del señor de Peleches contra él, dimanaban, según don Claudio, de ciertas franquezas de Nieves que le habían confirmado en las sospechas que ya tenía. ¡Santo Dios, lo que él vio, lo que él sintió en aquellos momentos! ¡Qué efusiones tan hondas, jamás experimentadas! ¡qué terrores tan nuevos y tan sublimes! ¡qué recelos tan extraños!

Póngasele el sol de repente en las manos a un hombre que le haya estado adorando sin otro fin que adorarle. Pues en una situación por el estilo se vio Leto al dar a las franquezas de Nieves la única interpretación que podía darlas por la virtud de los hechos y la fuerza de la lógica. El peso de la mole le aplastaba, la luz resultaba fuego; pero ¡qué martirios, qué torturas, qué muerte tan adorables! Porque él se daba por muerto, como dos y tres eran cinco. Que no estorbaba a Nieves en ninguna parte; que Nieves le había entendido la metáfora del aire y del sol y del humilde puesto para tomarlos, y que lejos de ofenderse con el símil, hasta le había reprendido a él porque no colocaba su banqueta en primera fila, bien sabido se lo tenía, y bien justipreciado en las entretelas de su corazón; pero que el sol descendiera de su trono para... ¡Dios clemente! ¡Cómo no había de execrarle el señor don Alejandro Bermúdez? Por otra senda bien distinta esperaba él aquella execración; pero ya que había llegado y pues que era de necesidad que llegara, bien venida fuera por donde había venido. Cierto que el abismo resultaba así más hondo para él que de la otra manera; pero, en cambio, menos frío y solitario; y eso salía ganando en definitiva.

Así entretuvo las largas horas de aquella noche y las del día que la siguió. Poco más o menos, como las entretenía su padre en la botica y en la cama, y los señores de Peleches en su empingorotado caserón.

Se cruzaban poquísimas palabras entre la hija y el padre; no por enojos mutuos, sino porque temían entrar en conversación. Ella, ya en plena posesión de sí misma y sabiendo por Catana la orden dada por su padre contra los dos Pérez de la botica, le preguntó, muy serena, al tercer día del percance gordo:

-¿Sabes tú por qué no han vuelto por aquí esos señores?

-¿Qué señores? -preguntó a su vez don Alejandro, descubriendo en su turbación que por demás sabía de qué sujetos se trataba.

-Don Adrián y su hijo, -respondió Nieves con la mayor tranquilidad.

Bermúdez se quedó lo que se llama cortado; amagó una respuesta evasiva, y lo puso peor. Su hija no pudo menos de sonreírse al verle tan apurado, y le dijo muy templada:

-Mejor pago merecían de ti: créeme.

Esto ocurría al irse cada cual a su agujero después de la sobremesa.

A media tarde recibió el correo don Alejandro; y en el correo, nueva carta de su sobrino Nacho, fechada la víspera en la ciudad. Debía llevar en ella, por su cuenta, dos días y medio. ¿Le anunciaría ya la salida para Peleches?... ¡Pues en temple estaba el horno para aquella clase de rosquillas! ¡Canástoles, qué lío! Leyó la carta, que era breve, y se le cayó de las manos convulsas.

«Según noticias de buen origen -decía el mejicanillo-, que acabo de recibir, mi alojamiento en Peleches podría originar grandes contrariedades a mi prima, cuyos entretenimientos y placeres, autorizados y consentidos sin duda alguna por usted, son incompatibles con la presencia continua de un extraño que hasta pudiera suscitar recelos de cierta especie en el afortunado conquistador de los entusiasmos de Nieves. Como no tenía la menor idea de estas cosas y se aproxima la hora de emprender la marcha que le anuncié a usted en mi carta anterior, le pido la merced de una declaración explícita sobre lo indicado, para saber a qué atenerme antes de salir de aquí, o para no salir con ese rumbo, si hasta este sacrificio fuere necesario en bien de ustedes, y particularmente de mi encantadora prima».

Don Alejandro Bermúdez permaneció un buen rato como descoyuntado sobre la silla en que se sentaba, con la cabeza gacha y mirando la carta, que estaba a sus pies, hasta con el ojo huero.

De pronto se sintió poseído de una comezón irresistible; recogió de una zarpada el funesto papel; y estrujándole con los dedos temblones, salió de su gabinete a todo andar en busca de Nieves que estaba en el saloncillo.

-Entérate de esa carta que acabo de recibir -la dijo poniéndola en su regazo-. Otra prueba más de lo injusto que estoy siendo con tus buenos amigos, y dime, después que te enteres de ella, qué contestación he de darla.

También a Nieves, que ya se había alarmado no poco al ver el continente de su padre, le tembló la carta entre las manos: primero por zozobra, y después por indignación. Ésta le prestó fuerzas; y con la ayuda de ellas pudo decir a su padre, devolviéndole al mismo tiempo la carta de su primo:

-Esto es una infamia, y nada más.

-¿De quién? -la preguntó su padre dando diente con diente.

-De Rufita González: apostaría la cabeza -respondió Nieves sin vacilar-. Ya sabes el empeño que tiene en que su primo vaya a vivir con ellas.

-Es posible que no te equivoques -dijo Bermúdez menospreciando aquel detalle del asunto-; pero ¿por qué sabe Rufita González esas cosas? mejor dicho, ¿por qué han de ser ciertas esas cosas que?... Tampoco es esto: ¿por qué lo que yo me sospechaba viene a confirmarlo Rufita González, o quien sea el que haya dado la noticia a que se refiere tu primo? Este es el caso, Nieves: éste es el caso de importancia para mí. Niega ahora mis supuestos y llámame injusto, y, sobre todo, dime qué contestación he de dar yo a ese pobre muchacho.

-Si has de darle la que merece -respondió Nieves con gesto despreciativo-, no hay que calentar mucho la cabeza para discurrirla.

-A ver.

-Rufita González -prosiguió Nieves muy entera-, podrá haber cometido una infamia, disculpable en su mala educación, dando las noticias que le ha dado a tu sobrino; pero ¿con qué disculpará él la trastada de haberte venido a ti con el cuento sin más ni más? ¿Te parece eso a ti rasgo de hombre de fuste, ni siquiera de persona decente?

-Poco a poco -repuso don Alejandro tomando con entera decisión y completa buena fe la defensa de su sobrino-. Para fallar sobre ese caso, hay que ponerse en lugar de tu primo. Está para llegar a nuestra casa, y se le dice que va a servir de estorbo en ella en el sentido, que a él le duele mucho, porque cabe que traiga el infeliz sus planes muy acariciados... Pues, mujer, qué menos ha de hacer en tales casos una persona sensible y delicada, que preguntar, para evitarse un portazo en las narices: ¿estorbo o no estorbo? ¿voy o no voy? Y digo, ¡una persona que viene desde un extremo del mundo, solamente para eso! ¿Te parece que tiene vuelta el argumento, Nieves? Pues no la tiene, aunque otra cosa se te figure. De todas maneras, no se trata aquí de ese particular que, por ahora, es secundario. Mi tema es otro bien distinto, que más tarde o más temprano había de ventilarse entre los dos, y quisiera yo ventilar ahora mismo, puesto que la oportunidad se nos ha venido a las manos. ¿Estás pronta a complacerme, hija mía?

Nieves, pasando y repasando maquinalmente la aguja con que bordaba, por el cendal finísimo que cubría su bordado, y la vista perdida en el aire, dio a entender con un gesto y una leve sacudida de sus hombros, que lo mismo le daba.

-Pues a ello -prosiguió su padre optando, por lo que prefería-. Anteayer, aquí mismo y a estas mismas horas, tuvimos una escena que nos dolió mucho a los dos, por un motivo muy emparentado con el de hoy... Yo te acusé entonces, y tú ni confesaste claro ni negaste, ni tampoco te defendiste; pero dijiste y otorgaste con tu silencio lo suficiente para que yo pudiera formar juicio de todo, como le formé; y teniéndole por bien fundado, tomé una resolución que tú has calificado de injusta pocas horas hace. ¡Es tan distinto del mío tu punto de vista! Pero es el caso que el otro día nos anduvimos tú y yo, por salvar ciertos respetillos, con paños calientes y figuritas retóricas, y que hoy piden las circunstancias que dejemos esos respetillos a un lado y llamemos las cosas por sus nombres para acabar de entendernos... ¿No te parece así?...

-Como quieras, -volvió a decir Nieves con el mismo ademán y el mismo gesto de antes, pero algo más descolorida y emocionada.

-Pues allá va en plata de ley -añadió Bermúdez, no muy sereno tampoco-. Entre ese muchacho y tú ha llegado a desenvolverse un... vamos, un afecto, digámoslo así, más... más hondo, más fuerte que el de la amistad...

-¿Qué muchacho? -preguntó Nieves, casi sin voz y temblorosa, con ánimo de alejar un poquito más la respuesta que se la pedía tan en crudo.

-El hijo de don Adrián... Leto, vamos.

-No sé yo -dijo aquí la pobre niña aturrullada y convulsa-, cómo responderte a eso; porque no está bien claro...

-A ver si puedo yo ir ayudándote un poquito -interrumpió Bermúdez con un gesto, como si mascara ceniza-. Tú eres una jovenzuela sin experiencia y sin malicias; y él un mozo que, aunque no largo de genio, al fin ha rodado por las universidades; se ha visto agasajado en Peleches y muy estimado por ti, que no eres costal de trigo; y ¡qué canástoles! hoy una palabrita y seis mañana, habrá ido insinuándose y atreviéndose poco a poco, hasta despertar en ti...

-¡Él? -exclamó Nieves, reviviendo de pronto por la virtud de aquella injusta suposición de su padre.

-Él, sí -insistió éste con verdadera saña-. ¿De qué te asombras?

-De que seas capaz de creer eso que dices, -respondió Nieves más serena ya-. ¡Él, que es la humildad misma! Se le había de presentar hecho y aceptado por nosotros todo cuanto tú supones, y no había de creerlo. Te juro que no me ha dicho jamás una sola palabra de esas, y que ni le creo capaz de decírmela.

-Pues entonces, ¿qué hay aquí?

-Y ¿lo sé yo acaso, papá? Tú mismo le has traído a casa; tú mismo me has ponderado mil veces sus prendas y sus talentos; si yo me ha confiado a él y le he tomado por guía en unas ocasiones, y por maestro y confidente en otras, por tu consejo y con tu beneplácito ha sido. Tratándole con intimidad y a menudo, como le he tratado delante de ti, casi siempre, he visto que vale mucho más de lo que juzgábamos de él, y que es capaz de dar hasta la vida por nosotros sin la menor esperanza de que se lo agradezcamos. Todo esto sé de él. ¿Tiene algo de particular que yo lo sepa con gusto y que me complazca con el trato de un mozo de tan raros méritos? Pues no hay más, papá, y en eso se estaba cuando me anunciaste la venida del otro.

-Y ahí está el dedo malo precisamente -replicó Bermúdez arañándose las palmas de las manos con las respectivas uñas-. Resultó el contraste, y ¡pum!... a la cárcel Nacho.

-Yo no me opuse a que viniera, recuérdalo... y recuerda también lo que te prometí.

-¿Qué fue lo que me prometiste? porque, a la verdad...

-Te prometí que dejándome libre la voluntad para... esas cosas, jamás me empeñaría en imponértela a ti, aunque me fuera en ello la vida. Pues hoy te repito la promesa, y sin esfuerzo, papá, créemelo. Yo empiezo a vivir ahora, y me encanta esta libertad que gozo a tu lado y entre pocos y buenos amigos. ¡Cómo han de caber en mí otros planes tan contrarios, ni siquiera tentaciones de hacerlos?

-Concedido que no me engañas en eso que dices... ni en nada, porque la condición de veraz tampoco quiso negártela Dios; pero no basta para remate de este condenado pleito. Por lo mismo que careces de experiencia para discernir ciertos achaques del alma, es de necesidad que yo estreche un poco más los argumentos para saber a qué atenerme sobre el particular de que tratamos. No tienes planes de cierta especie, ni la menor idea de imponerme tu voluntad ni tus caprichos: corriente; pero suponte ahora que yo te digo: es indispensable, absolutamente indispensable, cambiar de vida, de estado... en fin, hija, casarse, porque, de otro modo, ahorcan. Aquí tienes dos aspirantes: tu primo Nacho y Leto. Elige.

-Pues a Leto, -eligió Nieves sin vacilar.

-¡Muy bien! -dijo su padre dando pataditas en el suelo para desahogar la inquietud que le consumía-. Pues ahora te pongo delante al propio boticario ese, y al mejor mozo y más rico y más honrado y decente de Sevilla, y te vuelvo a decir: elige.

-A Leto, -insistió Nieves.

-¡Canástoles! -exclamó don Alejandro en los últimos extremos ya de la congoja que le ahogaba-: ¡qué aberraciones, hombre! Pues ahora te mando elegir entre el propio desastrado farmacéutico y el Príncipe de Asturias, si le hubiera, y soltero y galán... el Emperador de todas las Rusias y del Universo mundo...

-Pues también a Leto...

-¡Y afirmabas que no había planes ni!...

-¡Pero si vas tú dándomelos hechos, papá!...

-Pues arderá Troya, hija... y por los cuatro costados, antes que las cosas vayan por donde no deben de ir.

Mascullando estas palabras se apartó de Nieves sin detenerse a observar el estrago causado en ella por sus nunca vistas destemplanzas.

En parecido temple de nervios le halló poco tiempo después don Claudio Fuertes. Cabalmente llevaba encargo de don Adrián, muy encarecido y casi llorado, de interceder por ellos, de suavizar asperezas, y propósito muy bien hecho de complacer al bendito boticario, por creerlo conveniente y hasta de justicia.

¡En mal hora lo intentó!

-No solamente -le dijo don Alejandro, hecho un erizo-, mantengo la resolución tomada el otro día contra ellos, sino que la adiciono con el propósito firme de que en todos los días de su vida vuelvan a poner los pies en mi casa. Que lo tengan entendido así.

Don Claudio Fuertes no halló modo de calmar la iracundia de su amigo, a quien desconocía en aquel estado, ni siquiera de hacerle soportable ninguna conversación. Sospechando que preferiría estar solo, despidiose de él a poco de haber llegado, y se fue sin poder averiguar qué nueva mosca había picado al buen señor de Bermúdez para ponerle tan rencoroso como estaba contra los dos Pérez de la botica, aunque presumiendo que todo sería obra de alguna «franqueza» de Nieves, por el estilo de las de marras.

Diole mucho que cavilar la racional sospecha; vio las cosas con espíritu sereno y por todas sus caras a la luz de los antecedentes que tenía, y sacó en limpio que, saliera pez o rana en definitiva, era de necesidad, por de pronto, enterar a don Adrián del mal éxito de sus negociaciones, para que Leto, que se hallaría presente, lo tuviera entendido en la correspondiente proporción.

Y se fue derecho a la botica donde, por haber hallado a los dos Pérez solos, les informó, con las debidas atenuaciones de caridad, de lo mal que andaban sus negocios en Peleches.

A don Adrián le faltó poco para desmayarse.