XX
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XXI: Al día siguiente
XXII

Capítulo XXI

Al día siguiente

Durante las primeras horas de la alta noche, Nieves se despertó muchas veces: aun dormida oía aquel borboteo de la mar relatando el suceso a todo el mundo y reclamando la presa que le habían arrebatado de las fauces; pero estaba en la flor de la vida, a la edad en que las heridas no ahondan tanto como duelen; su quebranto físico era grande, porque el batallar del día había sido de prueba; y al cabo, la rindió un sueño reparador y tranquilo del que no despertó hasta bien entrada la mañana.

Pero el bendito de su padre no pegó el ojo en toda la santa noche. ¡Lo que él se revolvió en aquella cama buscando posturas para ahuyentar las quimeras que le desvelaban! ¡Los espacios que él recorrió con la imaginación en tantas, tan largas y tan calladas horas! En ocasiones, hasta se dolía de haber permitido tomar tan altos vuelos a «la loca de su casa».

-No tanto, ¡canástoles! no tanto -se decía-, que tan malo es pasarse como no llegar. Que hay algo, no tiene duda; pero ¿por qué hemos de echar las corrientes hacia ese lado y no hacia otro? ¡La condenada malicia humana que jamás se arrepiente ni se enmienda!... No estoy conforme, no, señor, ni puedo estarlo. Hay que buscar por otra parte, y con juicio, y con equidad... y con lógica...

Y se daba de nuevo a cavilar; pero por donde quiera que echara sus cavilaciones, siempre, tenían el mismo paradero. Había tomado ya un vicio su máquina de discurrir; y en cuanto se ponía en movimiento, un poco más acá o un poco más allá, caía hacia el lado de siempre. Y este vicio era una idea que se le había metido entre los cascos en fuerza de indagar precedentes, amontonar supuestos y analizar indicios. No creía haber descubierto el caso limpio y morondo; pero sí su progenie, su parentesco. Comprobado este hallazgo, no era imposible encontrar lo que buscaba y cuyo valor positivo no era otro, estaba bien seguro de ello, que el misterio en que se lo envolvían. De todas suertes, existiera o no, halláralo o no lo hallara, de los desbroces hechos ya en aquel terreno había resultado una enseñanza para él, que no debía ser olvidada: había pecado, estaba pecando de optimista en determinadas cosas muy delicadas de por sí; y por grande que fuera su confianza en la virtud de ciertos principios fisiológicos, eran mayores los riesgos que se corrían en el caso actual, a la menor equivocación. Y en la duda, abstenerse. Lo primero que había que hacer, era un cambio de costumbres en su casa: más disciplina, más hogar, menos égloga. Bueno era el aire puro y libre; pero no en tanta cantidad ni a todas horas; bueno el ejercicio de las fuerzas físicas, buenas la holgura y la despreocupación campestres; pero con discreción y sin menoscabo de otras leyes y de otros respetos muy atendibles y muy racionales. Por suerte de don Alejandro, aquel cambio de costumbres podía hacerse, se haría forzosamente sin necesidad de que se traslucieran sus sospechas ni sus arrepentimientos, ni se ofendieran pundonores ni delicadezas de nadie: con la venida de su sobrino Nacho. Desde el momento en que Nacho se alojara en Peleches, hasta por cortesía estaban obligados él (don Alejandro Bermúdez) y su hija a acomodar sus costumbres a los gustos del forastero, que de fijo los tendría muy diferentes de los que venían privando allí. Por su cuenta, Nacho no tardaría una semana en llegar a Peleches; de un momento a otro esperaba carta suya que se lo confirmara, desde Madrid.

-Y en viniendo él -concluyó Bermúdez, volviéndose hacia el otro lado, todo cambiará de aspecto y marchará como una seda por donde debe marchar... Sí, señor, ¡canástoles! aunque el demonio se empeñe en otra cosa, que no se empeñara, porque no hay razón de fuste para que se empeñe.

Llegó el día, moviose la gente del solariego caserón, púsose a su faena cada cual, apareció Nieves en escena a media mañana; y tan en su centro acostumbrado, en tan completa serenidad, tan semejante a sí misma la halló su padre, que sintió como remordimientos de haber caído en las aprensiones que le tenían sin sosiego veinticuatro horas hacía. «¡Ah, pícaras suspicacias! -se decía viéndola trajinar y revolverse tranquila, descuidada y risueña.¡Condenadas flaquezas del meollo, que así arrastráis por los suelos los más hidalgos propósitos y las esperanzas mejor puestas!... Sin embargo -añadió por final de su confiteor-, no se ha perdido todo en esta batalla innoble y deshonrosa para mí, puesto que he sacado de ella una enseñanza que no se paga con dinero, ni con la mala noche que me ha costado... Porque la enseñanza queda, ¡vaya si queda, canástoles!... Porque lo que no ha sido, pudo, puede y podrá ser».

Como esta evolución del ánimo de Bermúdez se le reflejó en la cara, y se la tornó risueña y apacible, y fueron también risueñas y apacibles sus palabras, Nieves renunció al propósito con que se había levantado de revelarle el secreto, en la mejor forma que pudiera, si continuaba el pobre hombre en las torturas de la víspera.

Todo iba, pues, a pedir del deseo en aquel día; y para que nada le faltase a don Alejandro, hasta recibió carta de Nachito; de Nachito, que anunciaba su salida de Madrid al día siguiente. Se detendría cuatro en la capital; y enseguida, de un tirón, a Peleches. Sacó Bermúdez la cuenta por los dedos, temblones de gusto... Era jueves... Al anochecer del martes le tendría allí... ¡Canástoles, qué fortuna!... A Nieves con la noticia...

Estaba en el saloncillo muy descuidada; se la espetó de golpe su padre, y como un golpe en la espinilla la recibió.

A don Alejandro se le alargó la cara medio palmo.

-Mujer -la dijo plantado delante de ella, con la carta en una de las manos, caídas al desgaire-, va ya picando en historia este delicado particular. Si no son cuatro, no bajan de tres con ésta las veces que has recibido las noticias de tu primo como el diablo la presencia de la cruz; y ¡qué quieres que te diga?... me disgusta, me... vamos, que no me parece bien, porque no es justo... en fin, ¡qué canástoles! que hasta me desazona un poco...

También se desazonó un poquito Nieves con esta reprimenda de su padre, a juzgar por el ceño que puso y otras señales que se le notaron; pero se dominó pronto y respondió con entereza, aunque en calma:

-Es que das tú tanta importancia a eso que llamas delicado particular, que todo te parece poco para él. A ti te entusiasma; pues a mí no: ya te lo he dicho en otras ocasiones. Esto no es un pecado, papá. ¿Quieres que reciba esas noticias dando brinquitos y batiendo las palmas? Pues te engañaría si hiciera eso. ¿Me quieres hipocritilla y mentirosa, o me quieres llana y a la buena de Dios? ¿Me has visto alguna vez más entusiasmada que ahora con tu sobrino? Pues si me quieres sincera y llana y nada hago ahora que, en rigor de verdad, pueda saberte a nuevo, ¿por qué te enfadas conmigo cuando no recibo esas noticias con la alegría que tú?

-¡Si no me enfado, hija mía! -replicó don Alejandro dulcificando el tono de sus palabras y la expresión de su semblante-, lo que se llama propiamente enfadarme... ni siquiera te pido que te alborotes de alegría; y me conformo con mucho menos: con que no te causen disgusto estas noticias. Pues ni eso poco me concedes: ya ves que no puedes concederme menos... y es natural, muy natural, que lo sienta; y sintiéndolo, que te lo diga; lo cual no debe extrañarte, porque también tú me querrás sincero antes que falso... ¿No es así, Nieves?... En este supuesto, todavía tengo que decirte más, y te digo que es cierto que nunca te vi entusiasmada con tu primo; pero que también es verdad que lo de ese disgustillo de que te acabo de hablar, es cosa nueva en ti: desde que estamos en Peleches.

-Como que antes de estar en Peleches nosotros no se había tratado de su venida.

-¿De manera que vienes a confesarme explícitamente -dijo don Alejandro volviendo a nublársele un poco la cara-, que te disgusta la venida de tu primo?

-Precisamente la venida por sí sola, no, -repuso Nieves sin amilanarse con la consecuencia sacada de sus palabras por su padre.

-Pues ¿qué es lo que te disgusta entonces? -preguntó Bermúdez seriamente interesado ya en la conversación.

Nieves, luchando con resolución contra ciertas dificultades fáciles de presumir, que hallaba en la empresa en que se había empeñado, respondió, jugueteando con la tijerita con que cortaba las hilachas del bordado en que se entretenía:

-Me disgusta... o mejor dicho, no me gusta, algo que tiene que ver, o que puede tenerlo, con la venida esa.

-Y ¿cuál es ese algo? Será cosa nueva también, como el disgusto.

-No por cierto.

-Y ¿cómo no te ha disgustado antes de ahora?

-Porque la veía más de lejos, y no me apuraba.

-Pues no te entiendo, hija mía.

Nieves pinchó con la tijera muchas veces el bordado, que ninguna culpa tenía de sus apuros, y se calló; pero su padre no se satisfizo con tan poco, y añadió a lo dicho:

-Si me hicieras el favor de explicarte... Porque el caso lo merece.

-¡Yo lo creo! -respondió Nieves sin titubear.

-Pues entonces...

-Quería yo decir -repuso ella algo a rastras-, que si esa venida no fuera más que... venir por venir... vamos, una venida como otra cualquiera...

-Ya estoy -observó don Alejandro rascándose la coronilla con un dedo-. Pero eso es volver adonde estábamos antes... Lo que yo necesito es que me expliques el algo especialísimo que trae consigo esa venida.

Aquí volvió Nieves a pinchar el bordado con la tijera, y además se puso a balancear con la otra mano el bastidor que tenía sobre las rodillas. Su padre entonces, lleno ya de alarmante curiosidad, arrimó una silla a la de su hija y se sentó pidiendo, casi por el amor de Dios, una respuesta. Nieves le contestó, armándose de la mayor firmeza que pudo:

-Mira, papá, yo hablaría contigo de muy buena gana sobre ese asunto, y muy despacio, porque lo merece bien, como tú has dicho; pero no me atrevo, no sé... Soy una mozuela sin experiencia y sin arte... Tengo acá mi modo de ver y mis ideas... pero nada más: en mis adentros y a solas, me lo explico y lo siento bien; y si me pongo a explicártelo a ti, temo decir lo que no debo y callarme lo que debiera decir... Es falta de costumbre... y de valor. ¿No te parece esto muy natural?...

-Muy natural -confirmó su padre, que ya estaba en ascuas, arrimándose más a ella-; muy natural y disculpable en una niña tan bien educada como tú; pero como el punto es de importancia, de muchísima importancia, y una de las cosas que con más empeño te he enseñado yo es a que te acostumbres a ver en tu padre al mejor de tus amigos, espero que has de vencer enseguida esos reparos, para que acabe yo de entenderte; y si lo crees necesario, hasta te lo suplico... Conque ya te escucho, hija mía. Habla, ¡habla por el amor de Dios!

Y habló de esta manera Nieves, con mayor frescura de la que ella se había imaginado:

-Una vez, en Sevilla, te empeñaste en saber si me interesaba mucho o poco la venida de Nacho a vivir con nosotros aquí. Fue unos días antes de ponernos en camino. ¿Te acuerdas?

-Sí que me acuerdo: adelante.

-Pero me lo preguntaste de un modo tan particular, que me aturdí. Tú tomaste aquel aturdimiento mío como mejor te pareció, y así quedaron las cosas... ¿No es cierto, papá?

-Puede que lo sea... ¿Y qué más?

-Por algo que te dejaste decir entonces -continuó Nieves con voz bastante insegura, pero con bien hecha resolución-, y otras señales que yo conocía desde mucho tiempo atrás, sospeché que entre mi tía Lucrecia y tú había... ciertos planes que tenían mucho que ver con la venida de mi primo a España... Con franqueza, papá: ¿los había o no los había? ¿los hay o no los hay a la hora presente?

Respingó sobre la silla don Alejandro al sentirse acometido tan de golpe y tan de lleno por aquella pregunta, y, después de unos instantes de silencio, preguntó él, a su vez:

-Y si yo te dijera que los hay, ¿qué me responderías tú?

Sin vacilar respondió Nieves:

-Que esos planes tienen la culpa de que yo no me entusiasme con la noticia que me has dado.

-¡Canástoles! -exclamó aquí Bermúdez, saltando otra vez sobre la silla-. ¿así estamos ahora?

-¿Cuándo hemos estado de otro modo, papá? -repuso Nieves que por momentos iba alentándose-: ¿cuándo me has oído cosa en contrario?

-Mujer, tanto como en contrario, no te diré; pero creerte enterada y perfectamente consentida, eso sí.

-Enterada, pase; pero consentida, no, papá: registra bien la memoria.

-¡Canástoles! harto consiente quien se calla y deja hacer... Tanto más, cuanto que llegué a creer que vosotros, por vuestra parte, estabais proyectando lo mismo que nosotros.

-Pues ese ha sido tu error.

-Admitido; pero ¿por qué no me has sacado tú de él?

-Porque ni tiempo me diste para ello la única vez que hubiera venido al caso, como viene ahora.

-Pero observo que ahora te apura, y antes no te apuraba. ¿Por qué así?

-Ya te lo he dicho: porque lo veo muy de cerca ya.

El pobre don Alejandro no cabía en la silla, de inquieto y de nervioso que le ponía aquel desencanto que sufrían sus candorosas ilusiones. Algunos recelillos habían arraigado en su magín, tiempo hacía, de que el asunto no caminara, por el lado de Nieves, al paso a que deseaba llevarle él; pero aquellas repugnancias expuestas con tanta entereza y a tales horas, rebasaban mucho de la línea de sus cálculos. Del montón de reflexiones que le llenaron atropelladamente el cerebro, sacó estas pocas, que le parecieron las más llanas y más propias del momento:

-Demos de barato, hija mía, que yo he estado viviendo en una equivocación continua sobre ese particular, con el mejor y más honrado propósito, y ten entendido que te quiero demasiado para que, con cálculos o sin ellos, llegara yo nunca a desatender tus repugnancias en asuntos de tanta entidad; porque una cosa es que lo que se cree útil y conveniente y beneficioso para ti, se persiga y se acaricie, y otra muy distinta la imposición forzosa de ello, que en mí no cabrá jamás; en este supuesto, ¿qué mal hallas en la venida de ese pobre chico, ni a qué te compromete, para que tanto la temas?

-La temo, papá -respondió Nieves al instante-, porque barrunto que Nacho viene para algo más que conocernos, y porque le creo enterado por su madre de esos propósitos vuestros que se conocen ya hasta en casa de Rufita González... ¿No se lo has oído mas de una vez? ¿Quién se lo ha dicho sino tú tío, el padre de Nacho, o la tía Lucrecia... o Nacho mismo? Porque para supuesto, me parece excesiva la matraca de esa simple en cuanto me ve.

-¡Vete tú a saber!... ¿Te ha insinuado él algo a ti?

-Lo suficiente para darme otra prueba de que está bien enterado; y no me ha hablado con mayor claridad, porque en ese punto siempre le he tenido yo a raya. Pues bien: figúratele ya en Peleches con esas intenciones y muy pagado de lo mucho que se le desea; y considérame a mí con las manos atadas por los respetos que tengo que guardar a los proyectos consentidos y ensalzados por ti. Con todo esto y lo pegajoso y azucarado que él es, no hay remedio, papá: o tiene que darme a mí muy malos ratos, o tengo que dárselos yo a él peores. De cualquier modo, la cosa no es divertida.

-¡Canástoles! -saltó don Alejandro entonces-. Es que tú das por hecho que ese chico ha de serte molesto y aborrecible; y ¿por qué no ha de resultar todo lo contrario después que le trates?

-Porque es imposible eso, -respondió Nieves con un acento de convicción tan absoluta, que dejó suspenso a su padre.

-¡Imposible! -replicó éste después de observar con gran fijeza a Nieves que parecía algo pesarosa de su arranque-. Y ¿por qué ha de serlo? ¿Qué motivos hay para que lo sea? Hasta ahora todo te parecía simpático en él. La mayor tacha que le ponías era su lenguaje; y no porque te sonara mal, sino por extrañarte el sonido. ¡Bien poca cosa tenías que tacharle! Pues de ayer acá, todo ha cambiado en el pobre chico, como si para mirarle te pusieran un velo negro delante de los ojos. ¿Es verdad esto? ¿sí o no? Respóndeme, hija mía, pero acordándote de que te has alabado hace un momento de ser llana y a la buena de Dios.

-Otra exageración tuya, papá -dijo Nieves eludiendo la respuesta terminante que se la pedía-. No es ese el caso.

-Corriente -añadió Bermúdez tomando nueva postura en la silla-. Pasemos también por eso, y quédense las cosas donde y como tú quieres ponerlas. Pero bueno o malo, blanco o negro, ya está tu primo llegando a las puertas de Peleches: ¿qué hacemos con él? ¿se las cerramos? ¿le dejamos entrar?

-Tampoco se trata de eso, papá: repáralo bien.

-¡Otra te pego! Pues ¿de qué se trata, hija mía?

-Se trata de responder a una pregunta que me hiciste al principio. Querías saber por qué no me alegraba yo con la noticia que me diste, y ya lo sabes. No se trata de otra cosa.

-Perdona, hija del alma -repuso Bermúdez con una sonrisilla muy amarga-. Me has explicado, a tu modo, las repugnancias o disgusto, o lo que sea, que te produce la noticia que te he dado; pero el por qué, la causa generadora de todo ello, te has guardado muy bien de declarármela.

Algo vivo y muy sensible debió herir en los adentros de Nieves esta salida de su padre, porque no halló reparo que ponerle ni serenidad bastante para suplir con un ademán o un gesto la falta de una palabra.

-¡Ay, Nieves! -la dijo Bermúdez entonces moviendo desalentado la cabeza-: tampoco yo soy lo que fui en el modo de mirar ciertas cosas; también tengo, de poco acá, mi correspondiente velo que me cambia los colores. ¡Si supieras qué fantasmas veo algunas veces, y con qué claridad en otras! Por de pronto, veo que no he vivido solamente en el error que me citaste, sino en otros muchos; y voy temiendo que uno de los mayores ha sido el de traerte aquí tan de prisa y con los fines con que te traje.

-Pues si eso ha sido un error tuyo -saltó Nieves emocionada, nerviosa, con la sinceridad de lo que decía bien reflejada en sus ojos-, a tiempo estás de enmendarle. Volvámonos desde mañana, desde hoy, si es posible, a Sevilla. Puede que hasta te lo agradezca yo mucho... Créeme, papá, porque te lo digo de todo corazón...

-¡Eso es! -dijo Bermúdez casi aplanado ya-, huidos... ¡huidos, Nieves!... ¿Y de qué... o de quién, hija mía? ¿Del pobre mejicanillo? Tiene muy poca sombra ese para infundirte tanto miedo. Algún otro coco habrá de mayor talla por ahí... sabe Dios en dónde. Pero ¿qué te importa a ti que le haya o no le haya? dirás tú. Y con muchísima razón. A mí ¿qué me importa, ni qué motivos hay, ni quién soy yo para que me importe?

El pobre don Alejandro se conmovía por momentos; y Nieves, que se lo notaba en la voz, acabó de perder la poca serenidad que le quedaba, y rompió a llorar de firme con la cara entre las manos. Acudió su padre a consolarla, y ella entonces le echó los brazos al cuello.

-¡Pobre papá! -le decía entre besos y lágrimas-, tú no mereces que yo te dé un mal rato... y sin causa ni motivo... porque no los hay... yo te lo aseguro... Es que sucedió lo que temía... que no sé dar a esas cosas serias su propio valor... cuando quiero explicarlas; y no hay más... Yo no haré sino lo que a ti te agrade... ¿Te parece mucho dejarme libre la voluntad en esos planes vuestros?... Pues ni eso te pediré. Y te juro que nunca trataré de imponerte la mía, aunque me fuera en ello la vida entera... ¡Qué más he de decirte? ¿Lo encuentras poco todavía... para perdonarme... y para quererme como siempre me has querido? ¡Virgen María!... ¡Papá del alma!... ¡Si tú supieras!...

Bermúdez no podía contestar a Nieves con palabras, porque no hallaba medio de articular la más sencilla. Suplía esta deficiencia pasajera apretando o aflojando los abrazos a su hija; y así se entendieron los dos tan guapamente.

Por remate de la escena, que fue larga, logró decir con regular firmeza don Alejandro mientras enjugaba las lágrimas de Nieves con el pañuelo.

-¡Ea, se acabó esto, canástoles! Y ahora, a su cuarto la niña para refrescarse la cara, y sobre todo los ojos, que se nos han puesto como dos puños... ¡Y unos ojos tan bonitos!... ¡Por vida de!... ¡Vaya, vaya!... Se nos va a lo mejor el santo al cielo; se deja uno ir detrás a lo tonto, y luego suceden estas cosas tan desagradables... ¡Canástoles!... ¡como si no hubiera tiempo de sobra en la vida para irse diciendo los secretillos más guardados, poco a poco y cuando mejor nos convenga! ¿No es así, hija del alma?... Conque a recogerse y refrescarse un poquito.

Nieves, que estaba deseándolo, complació bien fácilmente a su padre; el cual, al verse solo y al reconocer su herida, observó que con el final de la reciente escena había desaparecido el clavo, pero dejando la punta dentro.

Cerca del anochecer, llegó don Claudio Fuertes. Mandole pasar don Alejandro a su gabinete, y allí se estuvieron encerrados los dos hasta la hora de cenar; porque Nieves se acostó muy temprano; y con este pretexto, despidió Catana desde la puerta, cumpliendo las órdenes de su señor, a los dos Pérez cuando llamaron a ella a la hora acostumbrada de todas las noches.

Don Adrián sorprendido y Leto atolondrado, bajaron hasta muy cerca de la botica sin decirse una palabra. Allí fue donde el boticario padre enderezó estas pocas al farmacéutico hijo:

-Verdaderamente es raro, ¡caray! sí, señor... es raro. Ni siquiera de cumplido, hombre: «pasen ustedes un momento... avisaré a don Alejandro...» para hacerle el homenaje de amigos... eso es... Pues nada, Leto... portazo, ¡caray! ¿Se habrá sabido aquello? ¿Habremos caído en desgracia?... Si es de cuidado lo de ella... por lo mismo; y si no lo es, igualmente... Vamos, que no hallo razón para el... llamémosle desaire, eso es, inmerecido... Y no me duele por desaire, no, señor: me duele como síntoma, como síntoma de un enojo... eso es, del señor don Alejandro... ¡Caray! con lo que yo le estimo y le... ¿Lo ves tú de otro modo, Leto?

-Falta saber -dijo éste-, si a don Claudio le ha pasado lo mismo que a nosotros; y eso lo sabré mañana, si no lo averiguo esta misma noche.

-Me parece bien pensado, hijo; muy bien pensado... eso es.

-Y si resulta que no ha habido portazo para él, démonos usted y yo por muertos en Peleches.

-¡Caray, caray!