XXII
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XXIII: La tribulación del boticario
XXIV

Capítulo XXIII

La tribulación del boticario

Media hora después, con la faz macilenta y alargada, el ojo triste, las rodillas trémulas y la respiración anhelosa, subía el pobre hombre hacia Peleches. El sobrepeso agregado por don Claudio a su cruz, se la había hecho insoportable. No podía vivir así. Formó su resolución con voluntad heroica; y en cuanto llegó el mancebo a la botica, y se marchó el comandante, y Leto subió al piso, cogió él el sombrero y la caña... y ¡hala para arriba! Podría suceder que no se le franqueara la puerta al primer golpe: él insistiría una, dos y ciento y mil veces, hasta que los mismos robles se ablandaran; o se colaría por los resquicios, o tomaría la casa por asalto... Que el señor don Alejandro, al verse con él cara a cara, se la llenaba de oprobios... ¿y qué? Cualquier afrenta, la más dura agresión. «Antes, eso es, que aquellas incertidumbres, ¡caray! sí, señor; que aquel estado violento, eso es, en que no podía él vivir».

Iluminaban a Peleches las últimas tintas sonrosadas, pero frías, del crepúsculo, cuando el viejo boticario, con la mano lívida y convulsa, empuñaba el llamador (un lebrel de hierro dulce con una bolita entre las garras delanteras) de la puerta de ingreso al piso principal del caserón de los Bermúdez. Dio tres golpes muy desconcertados, como los que a él le producía en el angustiado pecho el acelerado latir de su corazón, y salió Catana. En cuanto vio a don Adrián le dijo sin acabar de abrir la puerta:

-El zeñó no pué...

Pero el boticario se coló en el vestíbulo por la abertura, y desde allí interrumpió a la rondeña de esta suerte:

-Ya, ya; pero esa orden no reza, eso es, conmigo; porque vengo, sí, señor, con su beneplácito... Tenga usted la bondad de prevenirle, eso es, de avisarle, que estoy aquí a sus órdenes.

Y por si esto era poco, mientras Catana iba con el recado, él la siguió de lejos, como si tratara de ponerse en el rastro de su presa para que no se le escapara por ninguna parte. Así llegó al extremo del pasadizo que conducía al estrado. Era indudable que don Alejandro estaba en su gabinete... hasta creyó percibir su voz momentos después; su voz algo destemplada, por cierto. «¡Caray, caray, qué desmayos!»

Volvió a aparecer Catana. Con un gesto bravío le reprendió su atrevimiento de colarse hasta allí, y con otro no más dulce y un ademán adecuado, le mandó que pasara al gabinete que le señaló con el índice cobrizo.

Pasó don Adrián entre vivo y muerto, y se plantó a la puerta con el altísimo sombrero en una mano y el bastón en la otra, inmóvil, derecho, rígido. Desde allí vio a don Alejandro dando vueltas desconcertadas en el fondo del gabinete. En una de aquellas vueltas se encaró con él, se detuvo y le dijo, con una sequedad a que no tenía acostumbrado al excelente farmacéutico de Villavieja:

-Pero ¿qué hace usted ahí?

-Esperando, señor don Alejandro -contestó el pobre hombre con la voz como un hilo-, a que me dé usted su licencia.

-Según mis noticias -replicó Bermúdez sin ablandarse más-, esa licencia la traía usted ya desde su casa.

-Mi señor don Alejandro -dijo aquí don Adrián enjugándose el rostro macilento con su pañuelo de yerbas, y entrando a cortos pasos en el gabinete, -me he permitido afirmar esa... mentirilla, eso es, para que se me franquearan, sí, señor, estas puertas... ¡Mal hecho, caray, mal hecho! Verdaderamente lo conozco, eso es... pero no había otro modo de lograr, eso es, una entrevista, una entrevista con usted, mi señor don Alejandro.

-Y ¿para qué necesita usted, señor don Adrián, una entrevista conmigo?

-¡Para qué, mi señor don Alejandro? -preguntó el farmacéutico relajando todos los músculos de su cara-. ¡Para qué?... Para mi sosiego... para dormir, para comer... para vivir; ¡caray! para vivir, mi señor don Alejandro... Para todo eso.

Bermúdez que, por lo que le decían aquellas palabras y lo que leía en la voz y en el aspecto lastimoso de aquel hombre a quien tanto había estimado y estimaba, calculaba la intensidad del daño que le había hecho con su violenta medida, sintió muy hondos pesares de no haberla meditado más, y maldijo la negra fortuna que le conducía a extremos tan rigurosos.

-Siéntese usted, amigo mío -le dijo apiadándose de él-; repóngase un poco, y dígame luego cuanto tenga que decirme.

Le arrimó una silla y se sentó en ella don Adrián. Él permaneció de pie delante del boticario, y con las manos en los bolsillos. Don Adrián Pérez, después de colocar el sombrero en la silla inmediata y de enjugarse otra vez la carita lacia con el pañuelo, comenzó a hablar de esta suerte:

-Yo, señor don Alejandro, me encontré antes de anoche... precisamente antes de anoche, eso es, cerradas las puertas de esta casa... quiero decir, nos las encontramos; porque mi hijo venía conmigo: veníamos juntos, eso es... El caso era de notar por nuevo... por nuevo, es verdad, pero no por cosa peor; porque cabía creer que fuera medida, sí, señor, medida general. ¡Caray, si cabía! Pero no lo fue, mi señor don Alejandro, ¡no lo fue!; fue medida propia y particularmente para nosotros; para nosotros dos, eso es: para mi hijo y para mí. El señor don Claudio Fuertes tuvo la bondad de informarnos de ello, con tino, eso sí, y con todo miramiento, porque es persona de suma delicadeza; como usted sabe muy bien... Nos dio algunas esperanzas de que, corridos unos días, eso es, mejorarían las circunstancias... Pero el hecho, mi señor don Alejandro, estaba en pie; y dolía, dolía... Preguntamos la razón, eso es; y la ignoraba el buen amigo... Pasó la noche... sin sueño, por de contado; y otro día, el de hoy, sin apetito naturalmente... Ya ve usted, mi señor don Alejandro: el castigo notorio y la culpa desconocida, ¡caray! en corazones de bien... aflige, eso es, agobia... Y así todo el día de hoy, hasta que el señor don Claudio Fuertes, después de hablar con usted, nos ha venido a advertir, un momento hace, que nuestro litigio aquí, iba ¡caray! de mal en peor... Esto fue ya cegar, mi señor don Alejandro, para los que estábamos a obscuras; eso es, cegar verdaderamente, ¡cegar, y cegar en la agonía!.. Pues, muerte por muerte, me dije en cuanto me vi solo, démela el amigo irritado, eso es, si me cree merecedor de ella... Y aquí estoy, señor don Alejandro.

Éste dio dos medias vueltas, conservando una de las manos en el bolsillo y resobándose con la otra la barbilla; y después, deteniéndose de nuevo delante de don Adrián, que no apartaba de él la vista anhelosa, y volviendo a enfundar la mano en el bolsillo correspondiente, dijo al boticario:

-Continúe usted, señor don Adrián, todo lo que tenga que decirme: después hablaré yo, si le parece.

-Pues en dos palabras termino -contestó el boticario tomando nueva postura en la silla-. Así las cosas, mi señor don Alejandro, y téngalo usted bien entendido, eso es, bien entendido, desde luego, por anticipado, le doy a usted la razón por ser una persona incapaz de faltar a la justicia... Yo me confieso culpable, y mi hijo, sí, señor, también se confiesa: los dos, nos confesamos culpables; los dos le habremos faltado a usted... no admite duda, cuando, teniéndole ¡caray! por el más cariñoso y noble, eso es, de los amigos, y el más caballero de los hombres, nos castiga... Pero ¿por qué? ¿En qué ha consistido la falta, eso es, o la ofensa? Este es el clavo, mi señor don Alejandro; éste es mi mate día y noche. ¿Cuál es nuestro delito? Sépale yo, sépale mi hijo, para la debida reparación, eso es; porque de otro modo, ¿de qué vale el buen deseo, caray? ¿de qué la voluntad mejor dispuesta? De nada, mi señor don Alejandro, de nada, ¡caray! de nada. Que no cabe reparación, eso es; que usted no la admite ni la quiere... que estas puertas continúan cerradas para nosotros... cerradas, eso es... Malo, triste, ¡caray! muy triste, muy malo, sí, señor; pero se sabe el motivo, se reflexiona sobre él; resulta justo, justa y merecida la pena; y ya es distinto, eso es; ¡pero muy distinto, caray!.. Y esto es todo lo que verdaderamente tenía que decir a usted, sí, señor; nada más, eso es.

Y mientras don Alejandro Bermúdez daba otras dos vueltas en corto, él se pasó nuevamente el pañuelo por toda la cara, reluciente de sudor frío. El de Peleches, al regreso de su última vuelta, dijo al boticario:

-Empecemos, señor don Adrián, por declararle a usted, como le declaro, que soy tan amigo de usted como lo era antes, y que no le estimo menos de lo que le estimaba.

-Gracias, mi señor don Alejandro -contestó el boticario desde el fondo de su corazón. Eso ya consuela mucho, ¡caray si consuela!

-Y declarado esto -continuó Bermúdez voltejeando a la vez por el gabinete, porque seguía nervioso y espeluznado-, le declaro además que no es tan fácil como parece la tarea de decirle a usted todo lo que desea saber.

-¡Es posible?

-Sí, señor: como que es cierto. Y vamos a ver si consigo explicarme de modo que usted me comprenda, sin decirle más que lo que debo. Figúrese usted que el amigo a quien más usted quiere, resulta inficionado de una peste ¿dejará usted de querer bien a ese amigo por tomar ciertas precauciones... sanitarias contra él?..

-Conformes -observó don Adrián abriendo mucho los ojillos y la boca, como si le sorprendiera la gravedad del ejemplo-. Conformes, señor don Alejandro: no querría mal a ese amigo... inficionado, eso es, apestado, mejor dicho, por alejarle de mi familia; no, señor: medida prudente y de conciencia... de conciencia, eso es; pero le advertiría en debida forma... del mejor modo posible, eso es, para que no extrañara, para que no se doliera... En fin, mi señor don Alejandro, entiendo el símil; pero con la debida dispensa de usted, verdaderamente nada me dices sino que por apestados, eso es, por inficionados de algo, se nos han cerrado estas puertas, de repente, a mi hijo y a mí. Que hay peste en nosotros, ya se lo he concedido a usted antes de todo, sí, señor, concedido; pero ¿qué peste es ella, mi señor don Alejandro? Este es el punto... digo, me parece a mí, y el clavo, sí, señor, muy doloroso.

-Efectivamente -repuso Bermúdez mordiéndose los labios de inquietud-, nada resuelve mi ejemplo en el sentido que usted desea. Vaya otro más al caso. Imagínese que usted no es don Adrián Pérez, sino don Alejandro Bermúdez; que siendo don Alejandro Bermúdez, tiene una hija exactamente igual a la que tengo yo: vamos, que Nieves es hija de usted; que usted se ha consagrado en cuerpo y alma al cuidado y a la educación de esa hija; que desde que su hija era niña, trae usted formados y acariciados ciertos planes que, una vez realizados, han de hacer su felicidad, la felicidad de esa hija por todos los días de su vida; que está usted en la cuenta, por señales que parecen infalibles, de que su hija consiente y aprueba y hasta acaricia los mismos planes que usted; que en esta inteligencia, y para afirmarlos y asegurarlos mejor, de la noche a la mañana, y de mutuo y entusiástico acuerdo, dejan ustedes su residencia de Sevilla, y se plantan, llenas las cabezas de ilusiones, en este solar de Peleches; que limita usted su trato de intimidad aquí a tres personas, muy estimadas, muy queridas de usted: de esas tres personas, una soy yo, don Adrián Pérez, y la otra, mi hijo, Leto de nombre; usted continúa abriéndonos su casa y recibiéndonos en ella con la mayor cordialidad; y nosotros correspondiendo a ese afecto con otro tan hidalgo como él, e independientemente de todo esto, usted, Alejandro Bermúdez, llevando adelante y por sus pasos contados, el plan consabido; que se deja usted correr así tan guapamente, tranquilo y descuidado, y que un día, con motivo de un suceso muy relacionado con ese plan, descubre usted que se le han llevado los demonios, encarnados para ello en su hija de usted y en mi hijo; o si lo quiere más claro aún, en Nieves y en Leto... ¿Me va usted comprendiendo mejor ahora, señor don Adrián?

Don Adrián, amarillo y desmoronándose por todas partes, apoyó la frente entre las dos manos cadavéricas colocadas sobre el puño del bastón, y no dijo una palabra.

Don Alejandro, hondamente condolido de él, para dulcificarle en lo posible el amargor de las suyas y acabar de explicarse, continuó en estos términos:

-Yo no tengo nada que tachar en Leto, amigo mío, y mucho menos en usted: por donde quiera que se les considere, valen tanto como nosotros, más si es preciso; pero yo, como le he dicho, tenía mis planes; los vi desbaratados de repente y cuando más seguros los creía; supe la causa de ello; y ¡qué canástoles! don Adrián, hice, por de pronto, lo que hubiera hecho usted en mi caso: aislarme del peligro para pensar a solas, para discurrir sobre él... No es uno dueño de los primeros movimientos del ánimo; y la amarga sorpresa me ofuscó. No me detuve a elegir un pretexto que, sirviendo a mis fines, no le causara mortificaciones a usted: lo confieso. Además, contaba con que la ráfaga pasaría pronto, si es que no era una ilusión de mis sentidos; pero sucedió lo contrario, don Adrián: lo sospechado resultó evidente, de toda evidencia, y entonces acabé de cegarme. Este es el caso. Perdóneme usted lo que le haya alcanzado indebidamente de mi enojo; y para conseguir ese esfuerzo de su corazón, póngase, como antes dije, en mi lugar.

Callóse Bermúdez; y alzando enseguida la cabeza el boticario y levantando poco a poco los ojuelos hasta él, exclamó entre acobardado y aturdido:

-Verdaderamente, sí, señor, -es sorprendente... y espantoso, el caso ese... ¡lo que se llama espantoso!... Vamos, que necesito haberle oído en boca de usted, para darle crédito, sí, señor. Algo así tenía que ser para un castigo como el impuesto... que es dulce, ¡caray, muy dulce! para la enormidad de la falta, eso es. Pero, señor, ¿cómo la ha cometido ese chico? ¿qué espíritu malo le emborrachó? Porque él es incapaz de atreverse a tanto, verdaderamente, de por sí: la misma cortedad andando, eso es, y el respeto, ¡caray! y la gratitud... Es más: él me ha visto en las angustias de estos días, sí, señor, y me ha oído amontonar, eso es, conjeturas y supuestos; y nada, ni una palabra, ¡él, que es todo franqueza y sencillez!... Vamos, señor don Alejandro, que lo creo, eso es, pero que no me lo explico.

Los dos podemos tener razón, señor don Adrián -replicó Bermúdez continuando sus paseos en corto-. Cabe perfectamente que su hijo de usted haya hecho el daño sin propósito de hacerle, y que ignore a estas horas lo que ha hecho. El corazón humano es así muy a menudo: para saber el valor positivo de lo que contiene, necesita, como ciertos metales, probarse en la piedra de toque. Eso hice yo en mi casa, don Adrián: someter un afecto, quizá desconocido del alma que le contenía, a aquella prueba... Y así le descubrimos los dos. La misma prueba hecha en casa de usted, hubiera producido idéntico resultado.

-No me atrevo a negarlo ni a ponerlo en duda, señor don Alejandro: después de lo que usted me ha dicho, eso es... creo, creo hasta en agüeros... ¡y hasta en las brujas mismas, caray!

-El caso es, amigo mío, que el daño existe, para mi desgracia.

-Esa es, mi señor don Alejandro, la que yo lamento: no la mía, que ya no me preocupa.

-Y vuelvo a repetirle que no me quejo de nadie, sino de mi mala fortuna; que no alzo ni bajo ni estimo en más ni en menos a su hijo de usted, ni le quito ni le pongo al acudir a ciertos extremos y al expresarme de cierto modo; pero yo tenía mi rumbo trazado, mis planes hechos...

-Sí, mi señor don Alejandro: usted tenía sus planes, ¡muy bien tenidos!... eso es, y muy bien hechos; planes ¡caray! de toda la vida, que son, sí, señor, los más estimados; y si esos planes, supongamos, le hubieran fallado por una causa... ordinaria y corriente, eso es, y común de todos los días, usted hubiera formado otros a su gusto; mientras que de este otro modo, eso es...

-Por consiguiente, señor don Adrián, no debe chocarle a usted que, sin dejar de estimarlos a los dos, a usted y a su hijo, en lo que valen, persista por ahora en mi determinación... Esto no es cerrar a usted las puertas de mi casa, entiéndalo usted bien...

-¡Chocarme a mí nada de eso! -exclamó don Adrián levantándose de la silla, tembloroso y con los ojos empañados-. ¡Creer que me cierra usted las puertas de su casa... cuando voy, eso es, a cerrármelas yo mismo! Porque debo cerrármelas, eso es, y no volver a llamar a ellas mientras no traiga en las manos, sí, señor, las pruebas de haber reparado la ofensa inferida a usted... Y se reparará, sí, señor, yo lo fío.

-No es fácil, amigo don Adrián.

-Yo repito que lo es, mi señor don Alejandro... ¡Yo repito que lo es! Yo conozco a mi hijo; yo sé que es de noble condición, honrado, sí, señor, y pundonoroso como él solo... Yo sé que es incapaz de levantar, eso es, los ojos más arriba de la talla, digámoslo así, que le pertenece; que estima y considera la amistad de usted, ciertamente, por encima, eso es, de toda otra ambición; que no ignora lo que yo me pago y me enorgullezco de ser... de haber sido, el amigo más estimado, eso es, del señor don Alejandro Bermúdez Peleches; mi hijo sabe, finalmente, que es gusano de la tierra, sí, señor, y tiene demasiada inteligencia, y rectitud por demás, para atreverse... con las águilas de las alturas. Eso es.

-Pero don Adrián -díjole Bermúdez mientras encendía con una cerilla una vela puesta en un candelero sobre la mesa, porque había anochecido ya-, si no se trata...

-Por anticipado, desde luego, mi señor don Alejandro continuó el farmacéutico sin hacer caso de la interrupción-, le prometo a usted que mi hijo cumplirá con su deber, como yo cumplo ahora, y he de cumplir en adelante, con el mío; eso es. Si tiene también sus planes, que lo dudo, contrarios a los de usted, yo le diré, sí, señor, que los destruya; y los destruirá; que no mire jamás hacia Peleches, eso es; y cegará antes, sí, señor, que faltar a mi mandato; que se hunda en el polvo de la tierra; y se hundirá, eso es; se hundirá hasta los abismos, sí, señor, más tenebrosos y profundos. Lo fío, porque le conozco, y por ser además todo ello de justicia... de reparación debida a usted, verdaderamente, por una parte; y por otra, de pundonor ¡caray! para nosotros, eso es.

-Repito que usted extrema las cosas, amigo don Adrián.

-¡Ojalá fuera verdad! Pero estoy en lo justo, sí, señor, por mi desgracia, don Alejandro; en lo que debo, eso es, en lo que debo, en lo que debemos a usted mi hijo y yo, eso es, como le decía, y en lo que nos debemos a nosotros mismos. En el mundo, señor don Alejandro, aquí, en este rinconcito de Villavieja, hay muchos ojos ¡caray! y muchas lenguas; no todos los ojos ven las cosas por una misma cara, ni todas las lenguas explican de un mismo modo lo que los ojos ven. La señorita Nieves es hija del rico caballero don Alejandro Bermúdez Peleches, y el padre de Leto es el pobre don Adrián Pérez, boticario de Villavieja... eso es; y en un paño como éste ¡caray! pueden entrar muchas tijeras, como haya ganas de cortar, que nunca faltan... En fin, ya puede usted comprenderme; y yo, mi señor don Alejandro, que he conservado con honra durante setenta y cinco años, eso es, la vida que recibí de Dios, con honra quiero entregársela el día en que me la reclame, que bien cercano está ya... Eso es.

Bermúdez ya no daba vueltas por el gabinete: se había detenido delante del boticario; y a pie firme y con la cabeza algo gacha y la mirada de su único ojo clavada en los humedecidos de él, escuchaba sus ardorosos razonamientos.

-Y ahora -dijo en conclusión el atribulado farmacéutico, que ya llevo lo que venía buscando, y aun algo más, eso es, si bien se mira, y sé a lo que debo atenerme, si usted me da su permiso me vuelvo a mi casa... para terminar debidamente lo comenzado a tratar aquí... Pero me atrevería, por término, eso es, y por remate de nuestro coloquio, a pedir a usted una gracia... ¡la última, señor don Alejandro, por no molestar!

-Yo tendré siempre -le respondió Bermúdez afablemente-, el mayor gusto en servirle en cuanto pueda, señor don Adrián: no lo dude usted un momento.

-No lo dudo, señor don Alejandro -replicó el otro-. Y voy, en prueba de ello, a la súplica. El camino hasta mi casa no deja de ser largo y escabroso, y ya ha cerrado la noche, eso es; ordinariamente, no me las arreglo bien con las tinieblas; pero en el estado ¡caray! en que me encuentro ahora... a la verdad, fío poco de mis fuerzas; y una caída a mis años... ¡caray! ¿Tendría usted inconveniente en que me acompañara un ratito, por lo más obscuro nada más, eso es, su criado Ramón?

-Sí, señor, que le tengo -respondió Bermúdez dirigiéndose a la alcoba de su gabinete-, porque quien le va a acompañar a usted, soy yo.

-¡Usted, señor don Alejandro? -exclamó asombrado el boticario.

-Yo mismo, señor don Adrián -respondió Bermúdez desde allá dentro-, en cuanto me calce las botas. Así como así, no me vendrá mal orear un poco la cabeza fuera de casa. Don Adrián sintió la fineza de su amigo, como una lluvia serena en el estío las plantas mustias.

Apareció pronto don Alejandro con todos los pertrechos necesarios para ponerse en marcha, y el boticario le dijo:

-No he intentado siquiera saludar, eso es, ofrecer mis respetos a la señorita Nieves, porque verdaderamente es mejor que ignore, eso es, que yo he hablado con usted.

-Nieves anda otra vez maleando de la cabeza, y se había tendido sobre la cama un poco antes de llegar usted. Sin eso, la hubiera usted saludado, porque no quita lo cortés a lo valiente, señor don Adrián. Con que cuando usted guste...

Salieron ambos del gabinete; entró don Alejandro en el de su hija; volvió a la sala a poco rato, dando al boticario la noticia de que Nieves estaba mejor, y se fueron los dos pasillo adelante.

Al desembocar en la plazuela de la Colegiata, se despidió Bermúdez de su viejo amigo con un fuerte apretón de manos.

-Ya está usted en sagrado -le dijo-, y yo me vuelvo a mi escondite.

-Gracias por todo, ¡por todo, sí, señor! -respondió el boticario trémulo de voz y conmovido, como si se despidiera de don Alejandro hasta la eternidad.

Retrocedió Bermúdez hacia Peleches; y andando cuesta arriba y meditando, dejó escapar de su pensamiento, y como si fueran el resumen de sus meditaciones, estas palabras:

-¿Qué apostamos ¡canástoles! a que ese pobre boticario vale mucho más que yo?