Aita Tettauen/Segunda parte/XI
Segunda parte - Capítulo XI
editarPaseando con don Toro Godo una tarde por las lomas de Cabo Negro, en dirección a la cuenca anchurosa de Río Martín, se arrancó Santiuste con unas ideas tan peregrinas, que su venerable amigo le tuvo por hombre sin seso, o a punto de perderlo. «Ya sabe usted, don Toro -dijo el poeta-, que tengo por gravísimo mal el celibato eclesiástico. La Iglesia lo puede todo en el terreno dogmático; pero no alterará jamás las leyes de Naturaleza, ni la fundamental hechura de nuestras almas. Cegada la fuente del amor humano, ¿cómo hemos de apreciar y comprender el divino? Si nos sacáis los ojos, ¿cómo hemos de distinguir los colores? Cerradnos el oído, y no sabremos gozar de ninguna clase de música».
-Esa es una cuestión, Juanito mío -dijo el ladino capellán-, sobre la cual un viejo de setenta años no puede opinar discretamente; que no está bien pedir dictamen al polo frío sobre los calores tropicales. Quien ha perdido hasta el compás no puede hablar de baile, ni su opinión vale de cosa alguna. Yo estoy en el caso de decir, con referencia a nuestro celibato, que así lo encontré y así lo tengo que dejar. Si me hubieras consultado cuarenta años ha, quizás, y sin quizás, te habría dado algún parecer ajustado a los hechos y a la realidad del vivir... Pasemos a otro asunto.
-Paso a decir que si estimo como un mal el celibato de los sacerdotes, peor me parece el de los ejércitos en campaña. ¿Qué razón hay, mi respetable don Toro, para que no acompañen mujeres a los pobres soldados traídos a esta vida de perros?
-La razón es que esa impedimenta impediría demasiado la acción militar, apagando la bravura de los hombres, y llevándoles a una vida muelle y viciosa, incompatible con la actividad y virtud necesarias en estas empresas. ¡Bonita cosa sería un ejército con mujeres! ¿Quién las aguantaría en campaña; quién podría someterlas a la disciplina, ley dura para los hombres, para ellas imposible?
-Cierto es que el sexo femenino, siguiendo a los hombres a la guerra y consolándoles de sus penalidades, traería disgustillos, piques, y quizás alguno que otro rifirrafe escandaloso. Pero este mal tendría compensación en el bien grande de la alegría del soldado, en su mayor coraje para la lucha... con el estímulo de ser visto y alabado por ellas. Crea usted que con mujeres existiría en los campos de batalla el complemento de la vida, y las guerras serían menos sanguinarias... los ejércitos llevarían consigo el elemento de compasión, que ahora falta en absoluto...
-Hijo mío -replicó don Toro, tomando un tonillo de unción-, también en esto del celibato militar en campaña te respondo, como al tratar del otro celibato, que no pidas su opinión a un viejo como yo, dispensado por su edad de discurrir sobre nada referente a mujeres. El frío de los años trae la indiferencia de esas cuestiones, que no pueden debatirse sino con calor de la mente. Si me hubieras hecho esa consulta treinta años ha, yo te habría respondido que el elemento femenino está en el pensamiento del soldado, ¿me entiendes?... y ya sabe el soldado que para ser dueño de él, tiene que ir a buscarlo al campo y a las ciudades enemigas... Siempre se ha entendido así el negocio de amor en las guerras, y no puede ser de otro modo. Tu teoría es disparatada, absurda. Apliquémosla a esta campaña española en África: suponte que traemos hembras, a las cuales hay que llamar soldadas, sargentas y oficialas; supón que contra el orden natural sufrimos un revés... nos arrollan los moros, y después de matarnos y de quitarnos las armas, cargan con las señoras... ¡Bonita cosa, Juan!
-Cierto que sería triste; pero usted ha dicho que cada ejército busca sus damas en el campo contrario... Los hombres morirían defendiéndolas. Pasarían ellas de una mano a otra, como hoy pasan las plazas fuertes, los cañones. Se cumplía la ley de humanidad; la total armonía no se alteraba por eso. Las naciones tendrían un motivo más para no lanzarse a guerras desatinadas y de pura ambición; ya se sabía que corrían el riesgo de perderse todos los elementos de vida de un pueblo, los hombres, las ciudades, la riqueza, y las mujeres... Entretanto, yo digo y sostengo que no puede estar esta masa de hombres en tan larga ausencia y privación del bello sexo. A la larga, sin él la vida de campamento se vuelve árida, tristísima, y la Gloria es una imagen hombruna que acaba por causar espanto. Esto digo, esto siento, y miles de hombres hay aquí que seguramente sentirán lo mismo.
En tonos de humorismo siguió don Toro la polémica, cuidando de acentuar poco la inflexión burlona para no irritar a su contrincante. Lo que verdaderamente sacaba de quicio al pobre poeta era la narración de batallas o de cualquier lance de guerra. Si con sus protestas no hacía callar al castrense, se tapaba los oídos, y se echaba en tierra boca abajo gritando: «No quiero, no quiero; cállese, o perdemos las amistades». Y divagando por el campo de la última acción tan gloriosa para Ros de Olano y Prim, a cada paso hallaban despojos de la caballería y de los infantes moros, espuelas, riendas, fragmentos de gualdrapas y frontiles, algún arma, algún cantarillo portátil de peregrina forma... Todo lo recogía y guardaba cuidadosamente don Toro, con idea de venderlo en Madrid a los aficionados que coleccionan baratijas exóticas.
El mayor encanto del largo paseo de aquella tarde fue la repentina emergencia de un inmenso y luminoso panorama, que les saltó a los ojos al revolver de una loma pedregosa, como a media legua del campamento. Era el valle de Tetuán, ancho y risueño, término de la fatigosa marcha costera, y principio de una etapa militar más brillante y gloriosa. Lanzó Santiuste de su pecho exclamaciones de júbilo, y quedó absorto, saciando bien los ojos antes que la admiración descendiese a la palabra. No estaba menos sorprendido y alelado don Toro, que al instante hizo gala de los conocimientos geográficos adquiridos en el campamento. «Estos montes que vemos a nuestra derecha -dijo al poeta-, son los llamados Sierra Bermeja, estribación del Atlas que se corre por aquí hasta asomarse al mar... Hacia esta parte, entre riscos ásperos, verás allá lejos una cinta de blancos muros almenados. Por San Toribio, mi patrón, que aquella es la opulenta Tetuán, objetivo de nuestra campaña... Allí está el reposo, allí la recompensa de tantos afanes... Quiera Dios allanarnos estos verdes caminos, como nos allanó los pedregosos de esa maldita costa, alternados de marismas fétidas...». Por un momento creyó Santiuste en la elocuencia del buen capellán, y con sorna le dijo: «¿Qué es eso, pater? Estáis preparando un sermoncico para endilgarlo después de la primera misa de campaña que se celebre».
Y don Toro prosiguió: «Echaré sermones, o guardaré silencio si así me acomodara. La palabra del Señor suena en los corazones, y no es menester que mi voz clueca la traduzca en sonidos usuales... Entérate bien de lo que estamos viendo, Juan, y alaba conmigo a Dios por dejarnos ver tanta belleza. Este nuevo aspecto del África será regocijo y orgullo de nuestro Ejército, porque ¿quién duda que conquistaremos a Tetuán y todo lo que sigue tierra adentro? ¡Hosanna! ¡Lástima grande que no puedan ver esto los pobrecitos españoles que se han quedado en el camino! ¡Pobres cuerpos, pobres almas!... Fíjate, hijo mío, en aquella masa de verdor que se extiende como alfombra más acá de la ciudad blanca. Pues hay allí naranjales tan hermosos, según dicen, como los de Murcia y Valencia... Las casitas blancas, salpicadas entre lo verde, parecen tiendas. ¿No crees que en una de esas descansarían muy bien los huesos de este cura? Pues vuelve los ojos a la otra parte, a mano izquierda, y verás el mar, adonde lleva sus aguas el río grande que serpenteando baja de la ciudad, y otro pequeño que corre más cerca de nosotros, y también en la mar se vacía. Hay un tercero que si no me engañan los ojos desagua en el grande... Este es el Río Martín, o Río Dulce: se me ha ido de la memoria el nombre arábigo, que pienso ha de ser uno de los célebres lemas de la historia de nuestros días... Sigue la dirección de mi dedo, Juan, y verás un caserón blanqueado, que debe de ser (no quiera Dios que yo mienta) la Aduana de esta región... y más allá, pegadita al mar, verás una que no sé si es torre o palomar grande, construcción estrambótica, cuyo cuerpo inferior parece que lleva miriñaque. Es el fuerte con que la morisma defiende la entrada de ese río: allí guardan (yo no lo he visto) cañones del año Mil y quinientos, y otras máquinas de guerra anteriores al tiempo en que Satanás inventó la pólvora... Tú, que tienes mejor vista, mira bien en la extensión del mar. ¿No distingues un barco, quizás dos, tres?... ¿No alcanzas a ver en el horizonte muchos puntitos, que son la flota en que viene el General Ríos con ocho batallones, un tren de batir, gran acopio de alimentos y bebidas, y otras cosas de grande utilidad en la república, como quien dice, en los Ejércitos?...». Afinando su vista, Santiuste exploraba el mar azul, sin distinguir escuadra próxima ni lejana; y como se habían alejado del campamento más de lo regular, don Toro, inquieto, propuso a su acompañante una prudente retirada: «Volvámonos a casa, Juanito mío, y desde mañana seguiremos en la retaguardia de nuestro ejército, viendo venir las cartas de este juego histórico». Empezó a lloviznar: el hermoso paisaje que atrás dejaban don Toro y Juan se empañaba, se desleía en una atmósfera lechosa y terne. Así el alma desconsolada de Santiuste veía en sí misma el deslucimiento de las glorias guerreras, como colores que se deslíen y rayos de sol que se mojan.