Aita Tettauen/Segunda parte/XII

Segunda parte - Capítulo XII

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Al siguiente día, el sol se declaró francamente español desde las primeras horas de la mañana (15 de Enero), rasgando las nieblas y alegrando con su claridad y su lumbre así los montes y valles como los corazones. Las naves que traían la nueva División echaron anclas en la rada anchurosa. Las fragatas Blanca y Princesa de Asturias inutilizaron con pocos tiros el fuerte Martín y sus anexos militares. Los pobres moros que defendían con artillería vieja, del tiempo del Diluvio, la entrada del Río, huyeron a la desbandada, imprimiendo en el fango de las marismas la huella inequívoca de sus babuchas. Desembarcó infantería de Marina para posesionarse del Fuerte; desembarcó en la playa del Norte, entre Río Martín y Río Lil, la División del General Ríos, compuesta de ocho batallones de Línea y Cazadores y un escuadrón de Caballería; pisaron tierra sin dificultad las acémilas y todo el matalotaje de impedimenta. Continuaban llegando barcos con el nuevo tren de sitio, y copiosas remesas de provisiones para todo el Ejército. ¡Día lisonjero para España, que olvidaba las horrendas fatigas de la marcha por la costa! «¿Por qué no empezamos la guerra por aquí?» era la pregunta que todos se hacían a sí mismos y a los demás. Consolábanse con la idea de que el paso de Ceuta a Río Martín había sido un aprendizaje necesario, un ejercicio de gloria y muerte, por el cual llegaban al pie de los muros de Tetuán dotados de una fuerza invencible.

Al paso que se efectuaba el desembarco de hombres, víveres y municiones, Ros de Olano avanzaba hacia el llano; Prim le cubría la retaguardia. De lo alto de la Torre Geleli, donde el Imperio tenía su Cuartel general, se destacó gran caterva de moros a pie y a caballo; mas no contaban con las piezas rayadas que en batería mandó colocar O'Donnell en punto muy bien escogido, cubriéndolas con fuerzas de Infantería y Caballería. Avanzaron los árabes con la chillona algazara que les sirve de música, y cuando se les tuvo a conveniente distancia, se abrieron las filas que cubrían los cañones, y estos empezaron a escupir granadas. Los moros de a caballo, que no bajaban de ocho mil, y los doce mil infantes, no aguardaron a que los cañones echaran de sí toda su saliva, y retrocedieron con horroroso pánico, refugiándose en las fragosidades de Sierra Bermeja... Los españoles no tuvieron aquel día ni una sola baja: día y acción memorables.

Ya era don Leopoldo dueño del llano bajo de Tetuán. Al siguiente día, molestados por un furioso aguacero, armaron los españoles sus tiendas en los puntos conquistados. El Cuartel general acampó junto al Fuerte; a su derecha, en el sitio más próximo al mar, Prim con el Segundo Cuerpo; río arriba, junto al caseretón de la Aduana, también abandonado por los moros, Ros de Olano con el Tercer Cuerpo, Ríos con su División y la de Reserva. El grupo de tiendas de esta gran masa de tropa, con los parques, acémilas, maestranza, etcétera, formaba una ciudad populosa y animada. Corta distancia la separaba de aquella en que moraban O'Donnell y Prim. Alguien dio a los dos campamentos los nombres de Carabanchel de Abajo y Carabanchel de Arriba.

Extremaba Leoncio la broma dando el nombre de Leganés al fuerte que se empezó a construir en un sitio llamado La Estrella, a la orilla izquierda del río Alcántara, afluente del Martín. Por cierto que iba muy bien de su herida el simpático armero con los puntos de sutura que le dio el Físico, y los emplastos y la quietud. Andar podía ya sin dolor y con marcada cojera, y consagrar al trabajo algunas horas. Recobró su alegría, y se le encendió más el entusiasmo por el buen giro que a su parecer llevaba la campaña; escribía largas epístolas a su mujer, y guardaba en el pecho como escapularios las que de Virginia había recibido. «Oye tú, Juan -dijo a su amigo una mañana, sentados a la puerta de la tienda-: en mi carta he participado a Mita que no puedes seguir aquí, que no te prueban los aires de África... Ya puedes ir liando tu petate... Por lo que me ha dicho Alarcón, entiendo que te despachan, con las pipas vacías, en el primer barco que salga». Nada respondió Santiuste; mas con un mohín de su rostro demacrado, expresó un asentimiento fatalista. En esto se aproximó al grupo Enrique Clavería, risueño, zumbón, y soltó, no diremos bomba, pero sí esta carretilla de pólvora, ruidosa como una explosión de risa picaresca: «¿No saben qué cargamento ha venido en los barcos, con los sacos de harina y las cajas de galleta? ¿De veras no lo saben?».

-¿Qué nos han traído? ¿Mazapán de Toledo, carne de membrillo, jamón en dulce?

-Es mejor carne y mejor pastelería que todo eso. Anoche llegó un vapor abarrotadito de mojama, y de otro artículo superior...

-¿De qué, hombre? Vomita pronto...

-Lo sabéis, y os hacéis los tontos... ¡Hipócritas! No finjáis disgusto por lo que os alegra. Lo que trajo el barco es un bonito cargamento de mujeres.

-Ya, ya... eso decían; pero no cuela... ¡Mujeres al campamento!

-Cierto es -indicó un alférez, convaleciente del cólera-. Pero no las han traído, sino que han venido ellas de su motu proprio y por querencia natural.

-Pero, señores -dijo el Comandante Castillejo, que se arrimaba siempre a las tertulias de muchachos-, ¿para qué nos traen mujerío, si en Tetuán, allí... tenemos los harenes?... A los harenes vamos, y podremos mandar a España cargamento de huríes... En fin, si han llegado las huríes de pega, sean bien venidas... ¿Y dónde, dónde han metido ese simpático ganado?

-Para mí, que las han encerrado en el polvorín...

-¿Por qué tú, Clavería, y tú, Santiuste, no vais allí, y hacéis un reconocimiento? Traednos noticia de si son muchas o pocas las cabezas de ese ganado; si viene en buen estado de carnes, y si es el Cuartel general quien lo suministra, o es cosa de arreglarse cada uno para el consumo particular... ¿Trae ese ganado pastoras?... ¿Nos repartirán boletas como las de alojamiento?... En fin, que sepamos a qué atenernos, porque esto no es cosa de juego... ¡Cáscaras!, todo no ha de ser batirse y exponer uno la pelleja a cada triquitraque.

Esto decía Castillejo, que siempre de buen humor convertía en espuma picaresca las amarguras y penalidades de aquella vida. Llevaba un brazo en cabestrillo, y habíanle sometido a un régimen riguroso por complicaciones de enfermedades internas. También apareció por allí don Toro Godo, que reprendió a la partida por sus licenciosos apetitos, diciendo con buena sombra: «¡Que no pudiera daros yo mis setenta años para que con el frío de ellos se os apagaran esas liviandades!... ¡Puercos, disolutos, almas de cántaro! ¡No os parece bastante penosa la vida de campaña, y queréis traer a ella el Infierno, o dígase niñas!... Cuando yo era joven, los soldados iban a buscarlas en los serrallos libres del enemigo... Pero vosotros, gandules, queréis que os las traigan al Ejército, como parque del vicio y ambulancias de corrupción... ¿Y para qué? ¡Para llevar con vosotros dos guerras en vez de una, y duplicar las muertes que han de acabaros!... Y ahora, libertinos, sacos de podredumbre, decidme... ¿dónde, dónde están esas desgraciadas?».

Las risas avivaron más el humorismo del castrense, que, como Castillejo, gustaba de platicar con gente moza, y de encender en ella el regocijo y amor de vida que él no podía disfrutar. Santiuste, sin decir palabra, embozado siempre en la taciturnidad como en su manta, se fue a las tiendas de Ciudad-Rodrigo en busca de Alarcón, que por Clavería le había llamado con urgencia. En Ciudad-Rodrigo le encontró y hablaron, manifestándole Pedro Antonio que estuviera dispuesto para embarcar al día siguiente, en un vapor que de retorno llevaba heridos y enfermos a Málaga o Algeciras. En el campamento no se quería gente ociosa, consumidora de víveres, sin producir ninguna fuerza. Mejor estaba él en España que en África. El mismo Beramendi, que tanto le apreciaba, se haría cargo de la razón de su vuelta a España, le sostendría en su destinillo del Ministerio de Fomento, y le abriría las puertas de un periódico para que propter panem escribiese de la guerra, de la paz o de la inmortalidad del cangrejo. Nada objetó Santiuste a las palabras cariñosas de su amigo. Teníase por un ser inútil, lanzado a las corrientes del Acaso, sin rumbo ni norte. Iría, pues, a donde cualquier fuerza extraña le empujase, a menos que alguna fuerza interior suya surgiera del seno mismo de su enervante debilidad.

Díjole también Alarcón, mostrándole unos líos de telas, que con él enviaba a sus amigos de Madrid regalo de dos chilabas, parda la una, azul la otra; dos yataganes cogidos en el campo de batalla, un tapiz y varios pares de babuchas para señora y caballero. Le previno que haría con todo ello un fardo bien acondicionado, envuelto en una tela cosida, y a su tienda se lo enviaría con una carta para la persona a quien debía entregarlo. Firme en su fatalismo, aceptó Juan la comisión sin decir nada en contrario, lacónico, frío, insensible. Volviose a su tienda, donde halló notificación escrita y orden verbal para que estuviese en la Aduana a las primeras luces del día siguiente, dispuesto a embarcar en el vapor Ter... A todo dijo amén, y luego se echó a dormir, poniendo por almohada el fardo que Pedro Antonio había confiado a su buena amistad.

En su nebuloso sueño, se le apareció Lucila, que por lo visto no tenía otra cosa que hacer en el mundo más que aparecerse aquí y allá... Hacia él llegaba sin mover los pies, con andar trémulo, semejante al de las imágenes en las procesiones... Vestía negra túnica de Dolorosa, y su rostro expresaba compunción grave. ¿Lloraba la muerte de la épica militar? ¿Lloraba la muerte de su hijo Vicentito? Esta idea fue para el soñador una gran congoja. Viviera el niño y viviera con su pepita, esto es, con su delirio por las glorias del soldado español. Creyó Santiuste que la mujer aparecida clavaba en él una mirada rencorosa. ¿Por qué le miraba con odio? ¿Qué había hecho él más que amar a la madre con platónica y casta fe, y al hijo con pasión semejante a la de San José por el Niño Dios? Si alguna desgracia había ocurrido, él, pobre poeta y trovador desengañado, no tenía la culpa. Algo de esto debió de decir a la figura o espectro de la celtíbera, porque ella tomó actitud de escuchar, llevando al oído su mano ahuecada, y luego habló con palabra iracunda. Lo que entonces dijo Lucila fue para Santiuste como si un rayo cayera sobre su cabeza... Del estremecimiento despertó, quedándose un mediano rato entre la realidad y el sueño. Despierto y alucinado aún, decía: «Yo no le he matado, Luci... ¿Cómo había de matarle yo, que tan de veras le quiero?... Lo que hay, Luci, es que se ha venido abajo el castillo de la epopeya, y si al caer todo ese matalotaje quedó Vicentito enterrado entre los escombros, no es culpa mía, Luci... Luci, no es culpa mía... ¡Vicente entre las ruinas!... Pero ¿qué culpa tengo?... Yo no derribé el castillo vetusto... se cayó él solo... porque quiso caerse... Yo no he sido, Luci...».