Aita Tettauen/Segunda parte/X

Segunda parte - Capítulo X

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Sucedió lo previsto por el General en Jefe: vieron los moros desde sus altas atalayas los barcos, y en seguida les dio en las narices olor de galletas; olor y vista que les pusieron en ganas de meter la mano en el plato de los españoles. Aún no había empezado el desembarco de comestibles, que se hacía con enredosa dificultad en barricas flotantes, cuando las primeras partidas berberiscas obligaron a nuestros soldados, hambrientos y ateridos, a entrar en faena. Un batallón de Saboya y otro de Córdoba salieron con Prim a decir a los africanos que no podíamos darles parte en el festín, y algunas horas de la tarde empleamos en persuadirles a que fueran a buscar en otra parte el bendito alcuzcuz. Esto no se logró sin algunas bajas, y los hospitales acabaron de llenarse de heridos y enfermos. Daba pena, y al propio tiempo causaba grande admiración ver a los pobres soldados, hundidos los pies en el fango, batiéndose con tanto tesón como cuando sus estómagos llenos se aplomaban sobre terreno firme. El extenuado poeta Santiuste, que con lágrimas en los ojos les vio de lejos en tan heroico compromiso, se decía para su manta: «Odio la guerra, y admiro a los que sin esperar ningún beneficio de ella, inocentes piezas del ajedrez militar y político, se lanzan a empeños heroicos por un fin que sólo a los jugadores interesa. Cada día veo con más dolor de mi alma estos horrores inhumanos; pero también digo, despojándome hasta del último plumacho de la fanfarronería que fue mi encanto antes de venir aquí; también digo que no hay en el mundo soldados que hagan esto... batirse mojados y muertos de hambre por un ideal colectivo, la gloria, de que sólo les corresponderá parte inapreciable. O son ellos la misma inocencia, o llevan dentro un poder anímico de extraordinaria intensidad. Si el poder anímico produce estos actos en la guerra,¿qué actos produciría en la paz? Falta saberlo; falta verlo. Pero no lo veremos, porque no hay caudillos que arrastren a los soldados a las hazañas pacíficas... No sé en qué consiste que el patriotismo es casi siempre un sentimiento guerrero; no concebimos la patria sino incrustada en la idea de conquista; no pronunciamos su nombre sin que en el aire repercuta con son de trompetas y tambores».

El día 10 llegó de Ceuta Perico Alarcón en el vapor Barcelona. Siglos se le habían hecho los días de ausencia, y de buena gana habría cambiado el descanso de allá por compartir con su querido Ejército las fatigas y angustias del valle de Capitanes. Trajo noticias del General Zabala, que iba mejorando, pero aún tenía la pierna derecha sin gobierno. De los demás enfermos y heridos que allá quedaron en los hospitales dio también referencia, y de la mortandad que causaba el cólera. Uno de sus primeros cuidados fue buscar a Santiuste; se aterró de verle tan agobiado de la fiebre, y vio con alarma los estragos que había hecho en su cerebro la debilidad. Las ideas del poeta de la Paz se habían sutilizado desdichadamente, llegando a ser, según Alarcón, una bandada de pájaros que se alimentaban de moscas en los espacios del delirio. Le oía con calma divagar en sus tesis utópicas, y trataba de traerle a la razón y al buen sentido.

De las conversaciones que ambos tuvieron, sacó al fin en limpio Pedro Antonio que Juan no debía continuar en el Ejército. Su endeble naturaleza se quebraba en los trajines de la guerra, como la caña que quisiera hacer veces de espada; las frecuentes conmociones que el terror trágico producía en su cerebro, acabarían por darle a todos los demonios. Convenía, pues, que a España se volviese, para reparar su salud y poner en remojo sus ideas recalentadas... Oídas las razones de su amigo, convino Santiuste en que debía retirarse, aunque le desconcertaba volver a España desilusionado y en tristísimo desacuerdo con las ideas dominantes en toda la Península... Con gran sentido dijo el de Guadix que desde el punto en que se encontraban no convenía volver a Ceuta, sino esperar a que el Ejército llegase al valle de Tetuán, de donde le separaban no más que algunas leguas y otras tantas victorias. A Río Martín había de llegar pronto una nueva División, al mando del General Ríos, y con ella un tren de batir y material de guerra y boca, lo que significaba sinnúmero de barcos yendo y viniendo entre la costa africana, Málaga y Algeciras. En uno de estos barcos, en el mejor de ellos, sería devuelto Santiuste a la madre patria.

No sabía el melancólico paladín de la Paz si alegrarse o entristecerse de su regreso a España... ¿Cómo iba él a vivir allí, sin la interna armazón épica que era su único sustento en tierra española? Sería como un cuerpo desmayado y vacío, cuerpo sin alma, o con un alma exótica no comprendida de sus coterráneos. Por otra parte, la idea de ver pronto a la sin par Lucila y al amado Vicentito, le regocijaba. Cierto que a la divina mujer y al niño divino les encontraría en plena embriaguez de patriotismo militar, en esa devoción ardorosa y sedienta que pedía más y más sangre de moros con que satisfacerse. Pero ya cuidaría él, con la virtud de su palabra, de desmoronar aquel ideal, sustituyéndole por otro esencialmente religioso y humano.

Como un alelado durmiente, o más bien como sonámbulo, vivió Santiuste en los días que mediaron entre la salida del atascadero de Capitanes y la gloriosa conquista de la altura de Cabo Negro, que dio a España la clave del valle de Tetuán. Se dejaba ir, se dejaba llevar en la retaguardia del Ejército, indiferente a las operaciones, oyendo tiros de fusilería y disparos de cañón, sin que se le ocurriera indagar los incidentes de la lucha. Aunque a la salida del pantanoso Azmir remitió la fiebre de Juan, había este tomado tal gusto a la envoltura y calorcillo de la manta, que no sabía ya desembozarse de ella, y su aspecto era el de un mendigo, moro por añadidura, pues habiendo renunciado a la dureza del ros, que le lastimaba la cabeza, se lió un pañuelo cuyas vueltas abultaban como las de un flaco turbante. La querencia de la comodidad, estimulada por la pereza, le llevó también a desechar el poncho, sustituyéndolo por un chaquetón pardo que le dio Leoncio, muy holgado y de abrigo... Su amistad única en aquellos días, del 10 al 14, fue don Toribio, pues a Leoncio apenas le veía, y de Clavería y de Pepe Ferrer sólo tuvo noticias vagas. El venerable capellán, cuyo nombre abreviaba graciosamente Leoncio Ansúrez llamándole don Toro Godo, cuidaba de Santiuste, le procuraba los mejores alimentos, y hacía por levantarle los espíritus con su ingeniosa charla, entreverando burlas y veras al referir los incidentes de aquella parte de la campaña. El día 12 había hecho el gasto el Segundo Cuerpo, saliendo de guerrillas Arapiles y Simancas, o si se quiere, de capeo y banderillas... La artillería puso a los moros bastantes picas, y luego salió Prim con el segundo de Cuenca, Llerena, Figueras y el Infante, y los mató de una estocada superior arrancando... No se reía Juan con estas irreverentes aplicaciones de la tauromaquia al arte noble de la guerra...

El 14 rompe la marcha la División Orozco hacia las alturas de Cabo Negro; la sigue la segunda División, al mando de don Enrique O'Donnell. Atraviesan bosques y malezas, desfilan por entre rocas que imponen pavor... Hasta las diez de la mañana todo iba bien. Después de esta hora empezaron a llover moros, y no hubo más remedio que abrir los paraguas... Siguió don Toro Godo relatando en serio la acción del 14 para dominar la divisoria del valle de Tetuán... Pero la atención de Santiuste, solicitada por imágenes e ideas de un orden fantástico, no se fijaba en la palabra del castrense. Si en las batallas vistas puede el espectador encontrar variedad grande, y notar en cada una desarrollo y colorido propios, las referidas son casi siempre iguales, y así lo pensaba Juan. ¿Qué le importaba que estuvieran Cuenca y Saboya en el ala derecha o en la izquierda? ¿Qué más daba que las hazañas del centro fueran obra de Córdoba o del Provincial de Málaga? Los actos heroicos resultaban los mismos en todas las narraciones, y fatigaban al oyente, que ya conocía de antemano la furibunda carga de caballería, o la oportuna intervención de los cañones, vomitando muertes. Lo importante era que habíamos triunfado; que el campo quedó sembrado de cadáveres de enemigos, cosa muy bonita, que siempre relatan con hinchada satisfacción los narradores de batallas, diciendo a menudo con injuriosa y sacrílega frase que mordieron el polvo.

Con todo su cariño y amenidad no lograba don Toro Godo aliviar las melancolías de Santiuste, ni curarle del terror que e infundían los cadáveres, así de cristianos como de agarenos. Huía de todo espectáculo desagradable, y siendo estos lo común y corriente en un Ejército que se batía de continuo y luchaba con el mal tiempo y la epidemia, el pobre hombre apenas tenía momentos de tranquilidad. Más de una vez se le vio requiriendo el sueño durante el día, como quien no tiene otro anhelo que ausentarse de la realidad. Durmiendo en el rincón de cualquier tienda, mientras las tropas descansaban, o arrimado a la impedimenta cuando se batían, era un hombre que dejaba su cuerpo inerte en medio del trajín de la guerra, y se iba, todo alma y pensamiento, a las distantes regiones de la Paz.

Cuando más abstraído estaba en sus divagaciones, se le aparecía Lucila rodeada de luz, no en calidad y empaque de Belona, sino con los arreos más vulgares, que en ella resultaban divinos. Ya se le representaba como Dulcinea del Toboso ahechando trigo, ya dando de comer a los pollitos recién salidos del cascarón... La dama labriega imperaba en su casa de la Villa del Prado, y nada se advertía en ella que revelase aficiones militares ni gusto de matanzas guerreras. Como matanza, allí no había más que la del cerdo, y aun el sacrificio de animales sería menos cruel y brutal que en otras casas... Gozaba el trovador viendo a Lucila, aunque la dama no le hablara. Sin mirarle se le aparecía, ¡cosa más extraña!, y aunque él la llamaba ceceando con cierta angustia, «Luci, Luci, que estoy aquí», la dama no hacía caso, y continuaba con más atención en sus menesteres domésticos que en el pobre desterrado de África... Despierto o a medio despertar, continuaba Juan cultivando el sueño, y le ponía en cuidado que habiéndosele aparecido tres veces la madre, no se viera en derredor suyo ni rastros de Vicentito Halconero... ¿Qué hacía el precioso niño mientras la madre daba de comer a los pollos?... En una de las transformaciones de su pensamiento o de su delirio, pues todo era lo mismo, vio y pensó que el chicuelo había muerto abrazado a la bandera de la patria, llevándose al otro mundo su pasión guerrera y las precocidades de su genio militar. Esta idea era intolerable suplicio para Santiuste, que al punto buscaba nuevas ideas, nuevas imágenes con que olvidar aquella tan desastrosa y terrible.