Aita Tettauen/Primera parte/VII

Primera parte - Capítulo VII

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Pero al bajar vio que subían el ataúd, y como era tan angosta la escalera, hubo de volver hacia arriba y meterse en la casa, única manera de dar paso al fúnebre cajón. En aquel instante, gran estrépito militar venía de la calle, por la cual marchaba un batallón con música, y bullicio y vítores de la gente. Favorecido de aquel estruendo, pudo Santiuste escabullirse hacia el interior de la casa mortuoria, y volvió a meterse en el comedor, después de cerciorarse por Nicasia de que los chicos continuaban solos en aquella pieza. Fascinado Vicentito por la bullanga marcial que atronaba la calle, creyó que su amigo Juan volvía para echar con él otro parrafito de cosas de la guerra.

«¿Qué tropa es esa, Juan?».

-Cazadores de Ciudad-Rodrigo, que van a la estación.

-Ciudad-Rodrigo, número 9... ¡Y no puedo asomarme!

-No, hijo mío; no te muevas de aquí. Verás a los cazadores de Ciudad-Rodrigo cuando vuelvan de África vencedores... Estoy aquí otra vez porque no he podido pasar... Y me alegro de volver, porque se me olvidó decirte que... Vicente, dirás a tu madre que siento mucho no despedirme de ella; que...

-Que nos escribirás, que nos quieres...

-Que siento no despedirme, Vicente: no le digas más que eso... por ahora. Y cuando llegue mi primera carta, le dirás... eso... que os quiero mucho, que os llevo en el alma... No, no digas nada de esto... Adiós, hijo mío... Si me detengo más, me quedo en tierra. Adiós. Otro beso, otro...

Salió como un cohete, y no hallando obstáculo en la escalera, pronto pisó la calle, donde no era fácil el tránsito por la muchedumbre que al batallón aclamaba y en su marcha le seguía. Ventanas y balcones rebosaban de gente: lo que esta no podía expresar con la boca, lo expresaba con los pañuelos desplegados al viento. Subió Santiuste en cuatro brincos a su casa, cerró la maletilla en que metido había todo su ajuar, envolvió en un papel algunos objetos que en la maleta no cabían, y acompañado de un chico de la patrona que se brindó por patriotismo a llevarle el equipaje, se metió por la Plaza Mayor, para coger la calle de Atocha, que a la estación del mismo nombre debía conducirle. Apretando el paso llegaron el viajero y su ayudante de carga al crucero de Atocha, donde era tan grande el tropel de gente, que no había medio de romperlo para pasar al embarcadero del ferrocarril. La multitud no cabía en el suelo, y se extendía por alto: los chicos, encaramados en la fuente de la Alcachofa y en los árboles; las mujeres del pueblo, subidas al cerrillo de San Blas y al techo de la ermita. Coches de lujo, con señoras y caballeros de la mejor sociedad, trataban de navegar en la masa humana, que se movía como el mar, con oleaje de estrujones y espuma de gritos. Era felizmente un mar alegre. Nadie se quejaba de las apreturas: la molestia y el vaivén penoso eran motivo de risa, de graciosos dicharachos. Poco terreno habían ganado Santiuste y la compañía, abriéndose hueco a fuerza de vigorosos codazos, cuando vieron un coche abierto en que venía O'Donnell con Posada Herrera y Armero. Apenas se dibujó sobre las olas la figura del General, los vivas a España, a O'Donnell y al Ejército formaron un ruido de huracán. Miles de manos se agitaban por encima de las cabezas. Navegaba el coche con suma dificultad, y el cochero entraba en familiar conferencia con la multitud. «Pero dejen pasar... No puedo ir por otro lado... Hagan el favor... despejen». Y una mujer del pueblo: «Atrás todo el mundo. Pase, Leopoldo...».

Con esfuerzo de brazos y suprema inspiración, Santiuste y su compañero levantaron en alto, el uno la maletilla, el otro su envoltorio de papeles, gritando: «Señores, que yo también voy a la guerra... déjenme paso...». «¿Y a qué vais vosotros allá, lambiones?». Las burlas y chirigotas que oyeron no les acobardaron: entre risas y algún trastazo llegaron a poner la mano en la capota del coche del General, y con tal arrimo, náufragos asidos a una lancha, llegaron al puerto de la estación. El gabancillo de Santiuste no salió de aquel mal paso sin lastimosos desgarrones, y del envoltorio de papel, chafado y roto, se escaparon una zapatilla, una pistola y un tintero de bolsillo.

En la plazoleta de la estación, vio Santiuste más coches, y en ellos damas que lloraban y señores que hacían pucheros. La patriótica ternura se desbordaba en todas las almas. Allí los vivas eran más cultos, y nadie pedía orejas de moros, mas no era menor el estruendo. Entre mil caras, distinguió Juan el interesante rostro de Teresa Villaescusa... También lloraba, pues aunque mala mujer, era una furibunda patriota. Iría de cantinera si la dejaran.

Santiuste la vio, mas no fue visto de ella. Atendía la guapa mujer a un señor viejo que en el coche la acompañaba, y que sin duda le decía: «No es propio de las señoras llorar tanto por cosas de patriotismo, ni dar vivas. Para dar vivas estamos los hombres, y para llorar, los niños y las mujeres de pueblo. Las hembras que no son de pueblo, deben entusiasmarse con dignidad, sin lágrimas ni voces descompuestas... Pon tú cara risueña, que es lo que te corresponde, y yo grito, como vas a oír: '¡Viva España, viva la Reina!'».

Alelado, primero con la visión de Teresa, después entristecido por otras añoranzas de mayor intensidad en su espíritu, Santiuste pudo sobreponer fácilmente a estas flaquezas la grande ilusión de África: este manantial de felicidad era entonces abundante y puro, y en él encontraba el alma todos los consuelos que pudiera necesitar... Despidiose de su machacante el expedicionario, y penetró en la estación. Entre el barullo que allí había, no tardó en encontrar amigos: el Marqués de Beramendi, que le había proporcionado la dicha de acompañar al ejército en calidad de cronista; Manolo Tarfe, el mayor entusiasta de O'Donnell, que a todos embarcaba para la guerra y se quedaba en Madrid; el Capitán Navascués, que iba en la escolta del General en Jefe; O'Lean, Gallo, Pulpis, y por fin, Rinaldi, el prodigioso políglota a quien O'Donnell llevaba de intérprete. Era Aníbal Rinaldi joven de lenguas, más bien niño, nacido en Damasco, recriado en Granada; hablaba con perfección el árabe, su idioma natal, y otros doce de añadidura. Con este simpático mozo trabó amistad Santiuste, días antes de la partida, cautivado por su saber filológico y por la dulzura y franqueza de su trato. Concertáronse para ir juntos en uno de los coches destinados a intérpretes, cronistas y demás elemento auxiliar, y colocadas las maletas de uno y otro en dos extremos del departamento, Santiuste ocupó su sitio. Tan nervioso estaba, que temía que el tren partiera sin él si se entretenía en despedidas y salutaciones. Los minutos que faltaban para la salida se le hacían años en que todos los días fueran Cuaresma. Quería partir, correr, volar... Por fin, un clamoreo de vivas expresó la salida, y el tren dio los primeros pasos, hiriendo la calzada de hierro con las suelas del mismo metal.

«Gracias a Dios -dijo Santiuste a Rinaldi, sentado frente a él-; ya partimos, ya vamos... Será un sueño llegar al África; pero ya no lo es salir de Madrid, y salir con O'Donnell. Si él llega, llegaremos nosotros».

-Dormiremos -dijo Aníbal requiriendo las blanduras del rincón junto a la ventanilla.

-Yo no duermo -replicó Santiuste-. No quiero dormir. Temo soñar que no he salido, que me he quedado en Madrid. Pasaré la noche mirando los fantasmas del campo, el suelo de España que corre hacia atrás, como formas yacentes y líneas acostadas...

Bufaba el tren en las cortas pendientes, echando fuego por las narices... A lo largo de las planicies fáciles, se dormía en un ritmo ternario, imitando el trote del Clavileño.