Aita Tettauen/Segunda parte/I
Segunda parte - Capítulo I
editarÁfrica.- De Ceuta al Valle de Tetuán: Noviembre y Diciembre de 1859.- Enero de 1860
Seis días tardó de Madrid a Cádiz el Clavileño, que sólo era ferrocarril hasta Tembleque; lo demás lo anduvo por caminos carreteros. El 14 se embarcó O'Donnell en el vapor Vulcano para hacer un reconocimiento de la costa africana. En Cádiz esperaban orden de embarque las tropas del Segundo Cuerpo al mando de Zabala, y allí quedó también Santiuste, quien, si por una parte se alegró de aquel descanso junto a sus buenas tías, por otra renegaba de la tardanza en pisar la tierra berberisca, objeto de sus más ardientes ansias. Por fin, regresó a Cádiz el General en Jefe, pasó revista a las tropas el 19, santo de S. M., y a los pocos días partió con el Segundo Cuerpo, desembarcando en Ceuta casi al mismo tiempo que lo hacía Prim con la división de Reserva, procedente de San Roque y Algeciras. Dura fue la travesía por causa del maldito Levante, que en los meses de erre suele jugar con las aguas del Estrecho, alborotándolas furiosamente. El pobre Santiuste, que era el hombre menos marinero del mundo, pasó fatigas de muerte, tumbado en la cubierta del vapor, sin más consuelo de aquel terrible sufrimiento que lanzar maldiciones contra Neptuno y Eolo... Llegó a sentirse como un pellejo vacío que no podría jamás tenerse en pie... Por fin, oyó decir que ya se veía Ceuta. Transcurrido un lapso de tiempo que a él le pareció de muchas horas, oyó decir que el vapor fondeaba. Los tremendos balances no amenguaban por esto, y el pobre mareante, incorporándose con supremo esfuerzo para mirar por encima de la borda, vio el Hacho, vio la ciudad tendida en el istmo, como un gran telón que por el cielo arriba se encaramaba, después se hundía en los abismos profundos...
Las maniobras y el barullo del desembarco diéronle algún aliento. Deseaba ser de los primeros en tomar tierra; pero fue de los últimos. Con dificultad podía tenerse en pie, y el uniforme que le habían dado antes de salir de Cádiz le pesaba y estorbaba horriblemente, no acertando ni a meter los botones en sus ojales respectivos para conservar la dignidad de la persona y del traje; el ros se le perdió en las fatigas del mareo: pusiéronle otro, que se le encasquetaba hasta las orejas. Con tal facha, y viendo que cielo, mar, barco y tierra continuaban en angustioso sube y baja delante de su vista, obligándole a cerrar los ojos para reconstruir en su retina las líneas fijas del Universo, fue llevado como en vilo hacia la escala, y de allí le bajaron a un bote, que también se hundía y se encaramaba... No pudo decir lo que le pasó hasta sentirse arrojado como un fardo sobre los losetones del muelle. Su amigo el Capitán Pulpis vino a darle ánimos. Sacó Santiuste fuerzas de su extenuación, y evocando su dignidad y mirándose el uniforme que vestía, se puso en pie, anduvo... Entre soldados que se reían de su facha y desaliento, llegó a un sitio donde le dieron vino y pan. Habría preferido café, caldo, cualquier bebida caliente; pero hubo de conformarse, pues no estaba el tiempo para pedir cotufas en el golfo. Vio mujeres que, al paso de la tropa, le miraron compasivas. La mirada de las hembras levantó un poco su espíritu y le entonó el desmayado cuerpo.
Oyó salutaciones, clamor de vítores. Con decir ¡viva la Reina!, lo decían todo pueblo y soldados. Llegaba la hora del sacrificio por la patria, y era indecoroso pensar en comer. Adelante, adelante. La muchedumbre militar, en cuya retaguardia iba el mísero poeta y orador Santiuste, marchaba por la población ante un abigarrado gentío. Vio casas de desigual altura, unas con tejado, otras con azoteas; vio que por encima de algunas tapias asomaban palmeras y naranjos... vio caras compungidas y caras risueñas... Luego pasó por un conducto obscuro y estrecho, semejante a los túneles del ferrocarril; pasó por un puente levadizo, bajo el cual se extendía profundo foso vestido de hierba; vio bastiones, plazas de armas con pirámides de balas negras junto a los cañones verdes, inválidos; franqueó puertas rematadas con el escudo nacional, y, por fin, vio campo, terreno inculto a derecha e izquierda, lomas áridas con algunos grupos de chumberas o palmitos, entre peñas, y ya no veía mujeres ni paisanos. La tropa, en cuyas filas iba, avanzaba silenciosa: a lo lejos, a medida que el paisaje se abría, divisó el cronista soldados de todas armas, en grupos, no en actitud de combatir, sino de descanso; acémilas que volvían descargadas, camillas que aún no transportaban heridos. De moros no veía Juan ni rastro por ninguna parte.
Agradeció mucho el poeta militar que la masa de tropa, dentro de la cual era como gota de agua en la ola movible, suspendiera su marcha, alcanzado quizás el término de ella. Difícilmente se tenía ya en pie, y necesitaba evocar toda su dignidad y todo su patriotismo para no tumbarse a un lado del sendero. Algo le consoló ver que los soldados reconocían los sitios en que debían armar sus tiendas, y observó con gozo todos los indicios de esta función doméstica que aun en la vida de campaña es indispensable. Oyó que aquel lugar se llamaba El Otero; le animó mucho el notar que los soldados, alegres y activos, no se recataban para manifestar su horroroso apetito. Desde la salida de Cádiz no había vuelto a ver a su amigo Rinaldi: le suponía junto al General en Jefe, y a este se le figuraba en Ceuta, ordenando la situación de las fuerzas en los puntos convenientes para comenzar la campaña. La atenuación física desmedraba de tal modo las facultades mentales de Santiuste, que apenas podía discurrir, y al intentarlo no lograba traer a sus juicios la lógica fugitiva. No sabía en qué Cuerpo de Ejército se encontraba, ni si era su Jefe Prim o Zabala.
El capitán Pulpis, única persona con quien hablar podía, pues los demás no paraban mientes en él ni le hacían ningún caso, le dijo que más adentro, fuera ya del campo neutral, había un caseretón llamado El Serrallo, que fácilmente ocupó Echagüe días antes. Rodeado aquel sitio de cerros eminentes, en estos se levantaron fuertes. Atacaron los moros; se les rechazó en cuantas embestidas dieron. Habíamos tenido pérdidas; ellos muchas más... Ya que pisaban territorio marroquí dos Cuerpos de Ejército, y el Tercero no tardaría, pronto veríamos formidables batallas... Todo esto le hubiera parecido muy bien al amigo Santiuste, si se encontrara en el estado de equilibrio fisiológico que permite la fácil apreciación de los planes guerreros, pues los estómagos vacíos obscurecen las facultades del alma, y esta no puede darse cuenta de cosa alguna referente a la gloria y al patriotismo. Más que las noticias de los encuentros, honrosamente sostenidos por Echagüe, agradeció Santiuste que Pulpis le brindara el abrigo de la tienda, acabada de armar por los soldados; allí esperaría la comida que les diesen, la cual no había de ser mucha, pues las raciones venían escasas por no poderse transportar desde Cádiz, Málaga y Algeciras todo lo necesario.
Iba cayendo la tarde. El machacante de un sargento, de la compañía de Pulpis, dio pan al extenuado cronista; este se reanimó; fue recobrando su ser, desvirtuado por el mareo, el cansancio y el ayuno, y pudo esperar, con relativa paciencia, la hora feliz en que repartieran algo caliente y sabroso. Esto llegó al fin, y devorado fue sin que nadie pusiese el menor reparo. Dio Santiuste gracias a Dios y a Pulpis por la reparación de su cuerpo, que le devolvía gradualmente las luces y el vigor del alma. Un poco de café, mal colado y caliente, iluminó más el cerebro del héroe por fuerza, poniéndole en condiciones de enterarse de todo, de apreciar los juicios que oía referentes a hechos y a personas. Recostado en la parte de la tienda donde menos estorbo podía causar su cuerpo, escuchó comentarios que los oficiales hacían de la situación y objetivos del Ejército, y pudo entender que aún no se sabía con certeza si iríamos sobre Tánger o sobre Tetuán. Dominaba entre los contendientes la opinión de que lo segundo era difícil, y lo primero imposible.
El comandante don Luis de Castillejo, hombre de historia militar y social muy cuajada de peripecias, y además despejadísimo, aseguró que si el objetivo era Tetuán, el Ejército debió tomar tierra africana en la desembocadura del Río Martín. Él conocía palmo a palmo toda la costa, por haberla recorrido a pie o en lancha, en ocasiones dramáticas de su vida. Además, había servido en Ceuta, en Alhucemas y en Chafarinas; conocía también parte del territorio de Anyera, y podía resueltamente asegurar que el mejor punto de desembarco para contener a los anyerinos y expugnar a Tetuán era el Río Martín. ¿Cómo no lo vio así el General en Jefe cuando salió en el Vulcano a recorrer la costa? O no pudo acercarse bastante por causa del ventarrón que aquel día reinaba, o los técnicos que llevó consigo no pudieron asesorarle bien, por no haber estudiado previamente la costa entre Cabo Negro y Cabo Mazari, ni las débiles defensas que tienen los moros en la boca del río.
El sueño cerró las bocas de los oficiales, y Santiuste se adormeció pensando en su compromiso de referir puntual y rectamente cuanto viese. Su amigo y protector Beramendi le había dicho: «Hágase cuenta de que escribe para mí solo, y sea esclavo de la verdad». Ajustando sus ideas al recuerdo de la voluntad del Marqués, se durmió con este propósito: «Mañana escribiré que todavía no sabemos a dónde vamos... que quizás el Estado Mayor tampoco lo sabe... que el desembarco en Ceuta es un disparate estratégico...».
Y despertando al toque de diana, que en el campamento sonaba como himno religioso, pensó que si debía ser estrictamente sincero con el simpático Fajardo, a su amiguito Vicente Halconero, hijo de Lucila, escribiría en tonos de patriotismo infantil y sonrosado, así, por ejemplo: «Todo admirable, todo conforme al ensueño... los generales acertadísimos... los soldados alegres, deseando batirse, batiéndose como leones... como españoles bien comidos... la pitanza pronta en todo caso, y abundante... los moros iracundos en el ataque... cayendo como moscas... el país precioso, con oasis, palmeras, camellos... higos chumbos por todas partes... las mezquitas arrasadas por los nuestros... la Cruz triunfante, y ¡viva España!».
Medio repuesto ya del gran quebranto del viaje, salió Juan a pasear por el campamento, y no fue poco su asombro al ver que, recorriendo un gran espacio de terreno, no dejaba de ver tropas y más tropas. Queriendo llegar al fin de aquel humano enjambre, siguió laderas abajo y laderas arriba hasta dar en un cerro que llamaban del Renegado. Desde allí se veía el mar por una parte, por otra las alturas en que se alzaban los fuertes que mandó levantar Echagüe. Internándose un poco, vio el Serrallo, construcción vieja, almenada, y en torno a ella más tropas... Aunque no conocía, como Vicentito, los números de los Cuerpos, pudo apreciar, por la variedad de cifras, la muchedumbre de aquellos. Cuarenta y un batallones, según alguien le dijo, ocupaban aquel territorio. Los soldados, alegres y bulliciosos, deseaban que les echaran moros para dar cuenta de ellos.
Volvió a su tienda el trovador, y se ocupó en escribir sus primeras cartas, lo que hizo con la prolijidad y cuidado de un primerizo en tales obligaciones. Aún conservaba el sentimiento de su deber, no turbado por el cansancio; aún hervía en su mente la ilusión de grandezas épicas, anunciadas por la voz inequívoca de los corazones, así como por la profética voz de los vates políticos y literarios. Dio Santiuste, en sus dos cartas, noticias desacordes: en una pintaba la realidad; en otra dejaba correr su loca fantasía. Pero ya porque no tuviese costumbre de poner la debida atención en las cosas prácticas, ya porque su cerebro no estaba aún bien firme, equivocó los sobrescritos de los pliegos, enviando a Beramendi la carta imaginativa, la real a Lucila y su niño... El cantor de glorias no se enteró del trueco hasta muchos días después, cuando vio en un periódico las lindas parrafadas poéticas que dirigió al adorado hijo de la celtíbera.
Ansiaba Santiuste ver moros, y presenciar una gallarda pelea. Poco hubo de esperar para la satisfacción de su anhelo, porque a mediodía del 30 vomitó Sierra-Bullones gran morisma. Bajaban y se escondían entre matorrales, rompiendo el fuego contra los españoles. Estos acudían hacia ellos; daban el cuerpo los berberiscos con espantosa gritería; cundía el fuego en extensión considerable. Desde la vertiente sur de la hondonada del Serrallo, donde se hallaba Juan, no podía ver este sino una parte de la acción. Subiendo un poco para ver mejor, sin cuidado de mayor riesgo, encontrose a unos cuantos mirones junto a un peñasco guarnecido de chumberas. Arrimose también allí. Un amigo le cogió por el brazo: era Enrique Clavería, de Administración militar, jovenzuelo muy simpático, hijo del Coronel de un regimiento que había quedado en la Península. Santiuste y el joven Clavería, que también era un poco literato y enjaretaba versos como todo buen español de veinte años, pusieron toda su atención en el espectáculo que delante tenían. Vueltos de cara al Oeste, por donde se columbraba la angostura llamada boquete de Anyera, vieron que los moros salían por aquella parte como nube de moscas. Admiraba el cronista su agilidad de saltamontes; las burdas chilabas, del color de la tierra, les confundían con esta; se les veía perderse entre matorrales y salir de ellos saltando, con rápida flexión de sus zancas obscuras.
Todo lo que Santiuste ignoraba respecto a Cuerpos y personal del Ejército, lo sabía Clavería. Este le designaba los movimientos, y qué fuerzas los efectuaban. «¿Ves cómo se despliegan en línea? Allí está la izquierda; la derecha nos la tapa esa loma, que no nos deja ver el barranco del Infierno».
-¿Y tu General dónde está?
-¿Echagüe? ¿Dónde ha de estar sino en el sitio de mayor peligro? Allí, en la derecha le tienes: no podemos verlo. Fíjate ahora en el ala izquierda... Enfila tu vista por aquel pedazo de muralla con dientes, que parece ruina de una mezquita... ¿Ves de dónde sale tanto humo? Pues allí está Lassausaye, ese inglés valiente como un gallo de pelea... Es de los que no retroceden así les parta un rayo...
-¿O'Donnell dónde está? Se habrá quedado en el Otero dando sus disposiciones.
-¡Quia!... le tienes aquí... ¿Ves el Serrallo?... Enfílate por la torre del Este... un poquito más allá...
-Ya, ya veo... distingo la escolta... Ahora pica espuelas, sube hacia la línea de combate. ¿Será que la cosa anda mal?
-El General en Jefe avanza... Va en busca de Zabala. ¿No ves a Zabala?... Allí, junto a la loma que nos tapa la vista del ala derecha.
Los otros mirones, que eran acemileros del Primer Cuerpo, y un médico del Segundo, prorrumpieron en exclamaciones de júbilo al ver la gran polvareda y el humazo que marcaban una tenacísima refriega en el ala izquierda. Aseguró uno que veía moros sin cuento cayendo patas arriba; otros, con bárbara temeridad, se aproximaban a los españoles, disparando sus espingardas casi a boca de jarro. «Ese Lassausaye es de hielo por de fuera, y por dentro todo fuego -exclamaban-. ¡Bien por Simancas, bien por Las Navas!... ¡Vaya una muestra de cazadores!...». Loco de entusiasmo, un acemilero se puso las manos en la boca formando caracol, con el vano intento de llevar su voz a tanta distancia, y con toda la fuerza de sus pulmones gritó: «Simancas, hijo mío, ¡bravo!... Aquí está España mirándote... ¡Bravo, Simancas, hijo!».