Aita Tettauen/Primera parte/VI

Primera parte - Capítulo VI editar

El médico, llamado a toda prisa, no recetó más que la Extremaunción. Acudieron a la casa Virginia y Leoncio; pero este, como Santiuste, no tardó en salir, pues ambos debían prepararse para partir aquella misma tarde. El niño cojo, que arrimado al balcón había presenciado el accidente y caída de su padre, recibió tan fuerte impresión, que en largo rato no pudo moverse ni pronunciar palabra. Los pequeños, que a la cocina huyeron aterrorizados, mojaron con sus lágrimas el tizne, y diluido este en las caras como pintura de acuarela, se convirtieron en mulatos. En su aflicción y espanto encontró Lucila una ligera pausa para salir a consolar a Vicente, que junto al balcón permanecía. «Tu padre está malito... pero no te asustes... Ha sido un ahogo. Dios querrá que se le pase pronto... Me parece, hijo mío, que tú quieres llorar y no puedes. Llora un poquito, sí; aunque... ya te digo... tu padre está mejor... Ya he mandado a la Nicasia que te ponga tu silla en el comedor... Me vuelvo al lado de tu padre; pero ya saldré un ratito... te haré compañía y te contaré cosas... Tus hermanos, que hoy están muy mañosos y pintados de negro, se meterán contigo en el comedor. Tú cuidarás de que guarden silencio... Entretenles enseñándoles las vistas de batallas... Adiós, Vicente: llora un poquito... no te importe llorar...». Volvió la madre a su obligación. Durante la breve ausencia, el enfermo había recobrado el sentido, aunque sólo de una manera borrosa, crepuscular, pronunciando palabras confusas. Don Bruno Carrasco a gritos le interrogaba, creyendo que de este modo sería mejor entendido. Conoció don Vicente a su mujer, y haciendo por cogerle una mano, intento que no pudo realizar, le dijo: «Luci... di... dile a Prim que... que pase... a Donnell que... pase... a Chagüe... pase...». A esto siguieron mugidos, como una recriminación a su propio cuerpo por aquella mala partida de no querer moverse... Sólo el brazo derecho tenía un resto de vida, estirándose y encogiéndose como el alón de un ave moribunda.

Entró de la calle Jerónimo Ansúrez, que, ignorante del grave suceso, tuvo más palabras para el estupor que para el remedio, y con penetración clínica de hombre tan ducho en vidas como en muertes, juzgó desesperado el caso. Ayudó a su hija en la aplicación de sinapismos, y viendo que a las quemaduras de la mostaza no respondía ni con vibraciones de dolor aquel madero que había sido cuerpo humano, propuso que, conforme al dicho del médico, se mandara al diablo la Medicina y se llamase a la Religión. Él mismo llevó el aviso a la parroquia, y a eso de la una dieron la Extremaunción a don Vicente, pues para otros auxilios del alma no tenía el enfermo la necesaria lucidez. No obstante, cuando sonaron en la sala los pasos del sacerdote, la consternada Lucila creyó descubrir en el moribundo una chispa de conocimiento... Cariñosa atención puso en aquellos mugidos, y hasta llegó a traducirlos libremente de este modo: «Luci... di... dile a Dios que... pase».

Las tres serían cuando entregó a Dios su alma el bueno, el honrado, el sencillo labrador don Vicente Halconero, que jamás hizo mal a nadie, y a muchos bien sin tasa; varón de grande utilidad en la República, o por mejor decir, en el Reino, porque no devoraba porción ninguna del Tesoro Nacional, sino que creaba, con su labor de la tierra, nueva riqueza cada año. No aumentaba la confusión de opiniones, sino que tendía con su patriótica fe a simplificar las ideas, y a buscar la síntesis que pudiera traer a nuestro país positivas grandezas. Su trabajo agrícola era un beneficio para España, y otro su inocencia, virtud preciada contra la invasión de maliciosos. Fecundaba la tierra, fecundaba el ambiente.

Soltó Lucila las exclamaciones de su duelo con afluencia que del corazón y del alma le salía. Era un poema de gratitud, tributo al hombre que la sacó de la soledad triste, ignominiosa, y que, al dignificar su persona, le dio paz, bienestar, honor, y cuanto pudiera ambicionar la mujer menos humilde. Había sido Halconero el maravilloso príncipe de los cuentos orientales, que ofrecen su mano y su reino a la niña despreciada, víctima de las brutalidades de un genio maléfico. El buen caballero labrador, que tenía por blasón su arado y podadera, y por leyenda el Super omnia rura, la hizo reina de su casa, de sus abundantes cosechas, de sus ganados, que poblaban praderas y montes. En este trono, al que subió la celtíbera como por milagro, quedaron borradas las sombras de un pasado triste, y hasta los amargos dejos de sus desdichas se extinguieron en tantas dulzuras. Luego vino su coronación de reina, los hijos, las sagradas prendas de aquella unión bendita. Con los frutos de ella, la casa labradora se perpetuaba y prometía mayores bienandanzas en edades futuras...

Por las notas agudas del llanto de Lucila, que hasta el comedor llegaban, comprendió Vicentito que su padre no existía ya. Era un niño de conocimiento y alcances superiores a su edad. Su misma dolencia, que a forzosa quietud le sometía, daba mayor lucidez a su mente para las cosas graves. La falta de ejercicio corporal, entorpeciendo la acción del niño, permitía un precoz desarrollo de las facultades del hombre... Como se ha dicho, los ecos de la voz plañidera de su madre, difundidos por la casa muda, dieron al chiquillo la idea y sensación del gran infortunio de la familia: sintió el vacío de padre, la repentina ausencia de una suprema autoridad y custodia... Viéndole llorar, también lloraron sus hermanitos. Pero él les dijo: «No lloremos todos a un tiempo, que haremos demasiado ruido... Si la madrita nos oye llorar, se pondrá más triste... No es más sino que el padre está malo... pero ahora viene el médico y se pondrá bueno». Con estas y otras exhortaciones les hizo callar, y él, sin limpiarse las lágrimas, dio algunas vueltas, con sus muletas, en torno a la mesa del comedor, aún sin manteles ni preparativo alguno de comida, aunque había pasado la hora. Después se sentó, estirando su pierna sobre otra silla, y permaneció pensativo un buen rato, mientras Pilarita y los pequeños, sentados en ruedo casi debajo de la mesa, repasaban las vistas de batallas, agregándoles innumerables detalles, ya con trazos de lápiz gordo, ya con la impresión de sus manos puercas... Entró en esto Nicasia llorosa. Vicente no le dijo nada, ni necesitó que ella le contase lo ocurrido. Venía, por orden de la señora, no más que a darles de comer, y a recomendarles que no hiciesen ruido, y que fuesen aquel día los niños más buenos del mundo. Puesto un mantel en media mesa, en un santiamén les dio de comer la moza, sirviéndoles sopa fría, carne y garbanzos del cocido a medio hacer, tortilla improvisada, como remedión, higos y nueces de postre. Vicentito fue excesivamente parco con el comer. Entró Jerónimo Ansúrez con rostro grave cuando aún no habían concluido, y a todos les acarició diciéndoles: «¡Qué guapos son estos niños, y qué bien se portan hoy! Les voy a traer almendras confitadas y unos candeleritos con velas de colores, con su Virgen de la Paloma y todo. Luego vendrá Virginia con su nene, y jugaréis a los altaricos». Se fue a tratar del féretro y demás, en una tienda de la Concepción Jerónima. Vicente se puso a repasar un librillo de estampas de animales, y aún estaba en las primeras hojas, cuando vio entrar a Juan Santiuste, de puntillas, la consternación pintada en su rostro estatuario, que si era comúnmente fiel intérprete de la alegría, mejor expresaba el dolor. Llegose derecho al cojito y le estrechó las manos... Se sentó a su lado... No habló del padre muerto, ni había para qué. Había venido Juan a ver cómo seguía don Vicente. Los porteros confirmaron lo que él temía. Subió desolado. Nicasia, enterándole en breves palabras de la muerte, le dijo: «Pase, don Juan, al comedor: allí están los niños».

No acertó el chico a decirle palabra. Dejándose acariciar de él, le miraba con arrobamiento. Juan le pasó la mano por los cabellos negros, sedosos, atusándoselos con gracia... «Vicente -le dijo-, te quiero tanto, que no siento irme a la guerra más que por no poder estar contigo y verte todos los días».

-¡Te vas a la guerra, Juan...! Verás: antes quería yo que fueses a la guerra, y hoy me da pena de que te vayas... ¡Tanto tiempo sin verte; tanto tiempo solo!... ¿Y si cuando vengas me encuentras más cojo que ahora? No: yo no quiero estar cojo.

Oyéndole sintió Santiuste un arrebato de amor tan grande por aquel niño enfermo, prodigio de graciosa inteligencia, que no pudo reprimirse, y cogiéndole la cabeza le besó con ardor en los cabellos, en la frente, en las mejillas, y no paró en sus demostraciones hasta que el chiquillo protestó con cariñosa queja: «¡Juan, que me ahogas!». Santiuste oprimía contra su pecho la cabeza del niño, diciéndole: «No sabes cuánto te quiero, hijo mío... No te lo había dicho nunca... Ahora te lo digo, porque sí; porque quiero que lo sepas... Eres muy bueno, Vicente, y por bueno te quiero yo...».

-Pues si me quieres -replicó el chico-, escríbeme de allí todo lo que vaya pasando en la guerra, para que yo me entere. Escribes y le mandas las cartas a mi madre, y ella y yo las leeremos juntos, y nos acordaremos de ti. Mi madre también te quiere: se lo he conocido; te quiere como si fueras mi hermano, y me parece que no le hace mucha gracia que te vayas a la guerra. Podría cogerte una bala, y matarte o dejarte derrengado... o con la cara rota, sin tu guapeza natural.

-Ya cuidaré yo de que no me cojan balas; y en lo de escribiros cartas a tu madre y a ti, estad tranquilos. Todo, todito lo que vaya pasando, batallas, victorias, lo sabréis ella y tú tan pronto como el Gobierno... Déjame que te bese otra vez, criatura... La idea de que estaré tanto tiempo sin verte me vuelve loco...

En el nuevo arrebato de su cariño ardiente, no pudo Santiuste contener sus lágrimas; y viéndole llorar, Vicente también lloró. «Hoy estoy triste, Juan -le dijo-. La verdad, no debieras marcharte... voy a quedarme muy solo... Si no tienes prisa y esperas a que salga mi madre, verás cómo ella te dice también que no te vayas...». Acongojado y con un nudo en la garganta, Santiuste no sabía qué decir... «No, no estaré hasta que tu madre venga -murmuró al fin, mirando con pavor a la puerta-: tengo mucha prisa...». La presencia de Lucila le infundía miedo en aquella fúnebre ocasión. Verla y oírla era ordinariamente su encanto; mas aquel día la imagen y la voz de la celtíbera debían ser guardadas en arqueta de oro, de donde se sacarían a su debido tiempo... Tal era su temor de verla, que con súbito movimiento cogió el sombrero para marcharse. Quiso detenerle Vicentillo. «¿Quieres que llame a Nicasia para que le diga a madrita que estás aquí?».

-No, no, no -replicó Juan con mayor espanto-; madrita no puede venir ahora... Yo me voy... Déjame darte muchos besos... y también a tus hermanitos... Tú, Vicente, no te olvides de mí. ¡Mira que te quiero mucho, y pensaré en ti a todas horas...! En el corazón me llevo tu cara, que es la cara de tu madre... quiero decir, que te pareces a ella... Adiós... Recibiréis cartas, y hoy os contaré una batalla, mañana otra. No perderé ninguna, para que toda la guerra quede bien referida. Hoy sale O'Donnell; yo también. Vamos juntos a Cádiz, y allí nos embarcamos... Ya te dije que Cádiz es puerto de mar...

-Tú, que sabes tanto, le dirás a O'Donnell lo que tiene que hacer... Y tú llevarás tu fusil... Pongo que te encuentras por delante a un moro: te matará si no le matas a él...

-Naturalmente, allí me darán armas... Y yo te aseguro que si algún morazo se me pone a tiro, lo mando al otro mundo con un recadito para Mahoma.

-Dice mi abuelo Jerónimo que los moros tienen su cielo separado del nuestro, donde está Majoma con muchísimas mujeres, bailando y divirtiéndose. ¿Será verdad eso, Juan?

«Debe de ser verdad... Cuando yo vuelva te daré noticias de la tierra y del cielo moro... Adiós, niño mío; no puedo detenerme más». El temor de que Lucila entrase, singular ejemplo de delicadeza llevada a un extremo increíble, le hacía temblar. Besó de nuevo al chiquillo con ardiente ternura, repartió besos entre los demás, y salió con pisar blando.