Escena VIII editar

ABEN ABÓ, ABEN FARAX.


ABEN ABÓ.- ¡Miserables! Su furor se enciende y se apaga como lumbrarada de sarmientos.


ABEN FARAX.- ¿Y quién nos quita aprovecharnos, a la primera ocasión favorable, de ese carácter impetuoso?... ¡Quién sabe!... Quizá este último lance pudiera sernos útil. Ya empiezan a murmurar de Muley Carime; no será difícil trocar la desconfianza en odio.


ABEN ABÓ.- Mucho piensan en ese viejo... Bien se echa de ver que te negó la mano de su hija, y que la entregó ante tus mismos ojos al rival que más aborrecías...


ABEN FARAX.- Hace ya muchos años que he echado en olvido mi amor; pero no he olvidado mi afrenta.


ABEN ABÓ.- ¿Y no ves más que a Muley Carime, cuando intentas vengarla?...


ABEN FARAX.- Es que de un solo golpe espero herir dos víctimas.


ABEN ABÓ.- (Dándole la mano.) ¡Si hubieras visto al otro insolente, como acabo de verle yo!... He tenido que huir de su presencia; porque ya no podía contenerme. Todas sus proezas se reducían a haber degollado unos cuantos soldados, viejos, enfermos...; otros que se hallaban sepultados en el sueño o en la embriaguez... Pues bien, ¿lo creerás? Aben Humeya se mostraba envanecido, como si acabase de alcanzar una victoria... Ya se enseñoreaba del castillo; ya afectaba la majestad real... «¿Quién es ese guerrero, se dignó preguntar, que ha subido por la escala antes que nadie?...» Como que mostraba deseos de recompensarle; mas al punto que oyó mi nombre, frunció el entrecejo, y no acertó a pronunciar ni una sola palabra.


ABEN FARAX.- No disimula su odio contra el nombre Zegrí; le mamó al nacer; corre por sus venas...


ABEN ABÓ.- ¡Y yo también transmitiré mi odio con mi sangre, a mis hijos y a los nietos de mis hijos, hasta la última generación! A duras penas he podido ahogarle unos momentos, para reunir contra el enemigo común las dos tribus rivales; mas cuando he visto a ese ambicioso ser el postrero que se haya empeñado en el levantamiento, para usurpar en el mismo instante la suprema potestad; cuando le veo aprestarse a insultarnos con su desaire, aun más amargo que su enojo... No, Farax, no; no hemos nacido nosotros para ser sus esclavos.


ABEN FARAX.- ¡Sus esclavos!... No te apures, Aben Abó; acaba de subir sobre un precipicio, y el pie va a deslizársele. Yo conozco a nuestros guerreros aun mejor que tú propio; en un arrebato de entusiasmo, le han proclamado rey...; creían de buena fe que sólo nombraban un caudillo, no que se sometían a un dueño... Pero si nuestras armas padecen el menor descalabro, si recae sobre él la más leve sospecha... Bajo su mismo techo vive ese viejo, padre de su mujer, confidente de Mondéjar, y dócil instrumento de sus órdenes... Ha tenido la osadía de proteger en medio del tumulto la vida de algunos cristianos; procurará aún con sus consejos tímidos entorpecer nuestros esfuerzos... ¿Qué más habemos menester para deshacernos de entrambos?...


ABEN ABÓ.- ¡Calla!... ¿No es él... aquel que viene allí con dos castellanos?


ABEN FARAX.- Sí...; no hay duda; es Muley Carime...


ABEN ABÓ.- Ven, ven aquí...


ABEN FARAX.- (Poniendo sobre su corazón la mano de ABEN ABÓ.) ¿Ves qué aprisa late?... Pronto nos veremos vengados.


(Ocúltanse en el portal de una casa, sita cerca de la calle por donde desembocan los otros, y cuya puerta habrá sido derribada aquella noche. Después sacan la cabeza de cuando en cuando, como acechando a MULEY CARIME y a LARA, y procurando enterarse de su conversación. Antes de concluirse la escena anterior, empieza a clarear el día, en términos de que puedan distinguirse los objetos.)