Capítulo IX

editar

El vapor subía penoso por el río, cuyas márgenes, exuberantes de vegetación virgen y espesa, resplandecían a los rayos del sol con verdor apoplético.

En los catres y las hamacas de los camarotes que estaban sobre cubierta, continuaban algunos viajeros su sueño interrumpido por el madrugón. Por el alcázar, bajo la toldilla, entre baules y maletas, se paseaban los pasajeros de segunda clase, y abajo, hacia la popa, iban los de tercera, confundidos con la tripulación, las bestias y la carga.

Se hubiera afirmado que eran las doce del día y eran las siete de la mañana. El río llameaba bajo el incendio matutino que envolvía el paisaje. En los remansos, sobre manchas de arena, enormes caimanes, color de granito, tomaban el sol con el hocico abierto. Parecían muertos o esculpidos. De una margen a la otra volaban gritando cotorras, loros y pericos, y las lianas que se enredaban a los árboles crujían con las cabriolas y piruetas de los monos que, a lo mejor, quedaban colgando en el aire, prendidos de la cola.

El calor ahogaba y las reverberaciones solares sobre el agua obligaban a cerrar los ojos.

Los bogas huían delante del buque en canoas y piraguas tubiformes o en balsas repletas de frutas y hojarasca, que hacían andar empujándolas con un palo que metían en el agua, al modo de las góndolas de Venecia.

El espectáculo para el doctor sobre nuevo era deslumbrante.

-Estas márgenes -se decía- bien cultivadas podrían rendir ríos de oro. ¡Qué plétora de savia! ¡Qué desbordamiento de vida vegetal!

A medida que el vapor avanzaba, se sucedían atropellándose y reventando de lujuria, bosques de cedros y caobas, de palisandros, guayacanes y cocoteros, de palos de rosa, de membrillos de flores de púrpura, de gutíferos lacrimosos, de plátanos de anchas hojas, de palmeras, mangos, ceibas, naranjos, sándalos ambarinos, enlazados los unos a los otros por mallas de bejucos, orquídeas y helechos como una danza báquica de troncos y de frondas. Turpiales, tórtolas, cardenales y colibríes saltaban de rama en rama y nubes de insectos -zafiros, esmeraldas y rubíes alados- y de mariposas quiméricas temblaban en el aire como agitadas por abanico invisible. En una diminuta isla de verdura, una garza, rígida, hierática, apoyada en uno solo de sus zancos, dormía con la cabeza bajo el ala, y más allá una grulla escarbaba con el pico en el cieno mucilaginoso de la ribera.

De noche no andaba el buque por temor a los troncos que arrastraba la corriente. Se le ataba a los leñateos, parajes donde se proveía de leña para la máquina.

-Oiga usted, capitán -preguntó Baranda-, esos caimanes ¿no atacan al hombre?

-En el agua, sí; en tierra son muy cobardes. Verdad es que en tierra no andan, patalean. Hay que ver un caimán sorprendido por un indio. Se queda quieto, inmóvil, como muerto, con el hocico pegado a la tierra. No mueve más que los ojos, con una rapidez increíble, para seguir los movimientos del enemigo. Sin duda tiene conciencia de que no puede huir y no hace el menor esfuerzo. Eso sí, cuando le hostigan mucho, bufa sacudiendo cada coletazo que da miedo.

-¿Y usted les ha visto reproducirse?

-Sí; la hembra deposita sus huevos en un hoyo abierto por ella misma en la arena y luego de taparle con hojas, le abandona a los rayos del sol. El caimancito, apenas rompe el cascarón, se echa al agua donde le acechan, para devorarle, los caimanes viejos o las aves de rapiña. Cuando el río está revuelto, yo he visto a los grandes llevarles en el lomo.

-¿Y son muy voraces? -preguntó un viajero.

-¡Comen hasta piedras! -exclamó riendo el capitán-. En eso se parecen a nuestros políticos.

-¿Y cómo les cazan? -continuó Baranda.

-Pues a tiros. Los indios les suelen cazar con un palo puntiagudo atado, a modo de anzuelo, a una cuerda, y en el que ponen un pedazo de carne. El caimán muerde y se queda clavado.

-¿Y qué hacen de la piel?

-Aquí, doctor, hay mucha incuria. Nada se explota, nada se aprovecha. ¿Usted ve esos bosques? Pues nadie sabe lo que hay en ellos. ¡Y figúrese usted lo que producirían medianamente cultivados! Pero ¿quién entra en ellos? El calor es horrible. Además, están llenos de culebras, de jaguares, de toda clase de bichos venenosos.

-La selva primitiva -observó Baranda.

-Usted lo ha dicho, doctor: la selva primitiva.

-¿Cómo no se le ha ocurrido al gobierno tender un ferrocarril de la capital a la costa por esas márgenes? Se llegaría más pronto.

-¡Vaya si se le ha ocurrido! ¿Sabe usted los millones que se han despilfarrado en ese ferrocarril ilusorio? Pero, amigo, lo de siempre: después de mucho discutir en las Cámaras, de mucho plano, de mucho consultar a ingenieros, estamos peor que antes. Vea usted, doctor, vea usted.

En una de las márgenes se amontonaban rotos y enmohecidos pedazos de locomotoras, de rieles, toda una ferretería inservible.

-¡Cuidado si todo eso representa dinero! -prosiguió el capitán-. Para justificar el empréstito, que ascendió no sé a cuántos millones y que se repartieron todos esos... caimanes, compraron esas máquinas que ve usted ahí... Somos ingobernables. Créame usted, doctor.

-¡No exagere usted, capitán! -exclamó un mulato de cara de perro de presa, con gafas.

-Amigo -alegó el capitán-, como ya le han dado a usted lo que buscaba, un empleo, ya no les tira usted a los godos.

-Si me han nombrado cónsul en Burdeos, es porque han querido. Yo sigo siendo liberal.

-Pero come con los clericales.

El mulato respondía por Cándido Mestizo y era autor de una novela titulada ¡Jierro, mucho jierro! que empezaba así: «En el alba cárdena piaban las mariposas...»

-Le advierto a usted -respondió Mestizo, ajustándose las gafas- que yo vivo de mi pluma y que no necesito del gobierno.

-¡De su pluma! -exclamó desdeñosamente el capitán-. De su pluma aquí nadie vive. Empiece usted porque aquí todos escribimos. ¡Yo mismo hago versos! Entre nosotros la literatura no es un medio, es un fin. En cuanto sale cualquier pelafustán con una novelita o unos versos simbolistas de esos que nadie entiende, ya se sabe, le nombran cónsul o secretario de embajada. ¡Y sucede a menudo que no saben más lengua que la propia! Imagínese usted, doctor, un diplomático que no conoce más idioma que el materno. ¡No en balde se ríen de nosotros en el extranjero! En todas partes la diplomacia es una carrera que requiere ciertos estudios. Aquí cualquiera es diplomático.

Mestizo echaba espuma por la boca, por aquella boca belfuda y cenicienta.

Conocía la historia del capitán, y no se atrevía con él. Don Jesús del Arco, así se llamaba el capitán, había estudiado en Nueva York y era hombre enérgico, valiente y leído. En la última revolución combatió en las filas liberales con un coraje y una pericia sorprendentes. Fiel a sus ideas políticas prefirió pasarse la vida tragando miasmas sobre el puente -como él decía-, a transigir con un enemigo que había arruinado y envilecido a su país. Mestizo, como otros muchos, era un liberal de pega, un estomacal, que cambiaba de casaca en cuanto veía la posibilidad de un empleo. Como buen fanfarrón, gritaba mucho, y se cuenta que sacó cierta vez el revólver en medio de una de esas discusiones en que el aguardiente y el calor de los trópicos gradúan de oradores a los verbosos y atrevidos. Había estado unos cuantos días en Madrid y en París, y se jactaba de haber colaborado en los principales periódicos de la corte y de haber dormido con las horizontales parisienses más en boga. En su alma envidiosa de mulato latían las ambiciones del blanco y las groserías del negro. Para él no había nada noble ni grande. Decía pestes de todo el que brillaba, singularmente si era blanco.

La conversación con el capitán fue acalorándose en términos de que Baranda tuvo a bien intervenir.

-¿Sabe usted -gritaba el capitán dirigiéndose al médico- lo que tiene perdidos a estos países? ¿Sabe usted por qué siempre andarnos a la greña? ¿Sabe usted por qué? ¡Por el mulato y el indio! ¡Por esos dos factores sociales refractarios a toda disciplina, a todo orden, a toda moralidad!

-No olvidemos la herencia -observó Baranda sonriendo-. Los conquistadores nos legaron su espíritu de rebeldía.

-No lo dudo -continuó don Jesús-; pero, crea usted, doctor, que en aquellos países donde el mulato y el indio no toman una parte tan activa en la vida social y política como entre nosotros, hay menos revueltas. Y se explica. Hay más unidad étnica. Me atrevería a afimar que las luchas intestinas de un país responden en la mayoría de los casos a lo heterogéneo de su población. La disparidad de sentimientos engendra odios y rivalidades invencibles. ¿Por qué Alemania e Inglaterra -para citar un ejemplo- no dan casi nunca el espectáculo de los vergonzosos motines que se repiten en pueblos de abigarrada constitución mental? Le advierto, doctor, que yo no creo en las razas puras; yo creo en las razas históricas: las que, formándose por fusión de otras razas similares, adquieren, al través de su historia, una fisonomía nacional.

-De acuerdo. En lo que me parece que usted exagera es en lo relativo al mulato. Alejandro Dumas...

-Ya sé lo que va usted a decirme. Claro que no hay regla sin excepción. Los tres Dumas fueron célebres: el abuelo simbolizaba la acción; el hijo, la fantasía, y el nieto, el análisis. También Maceo fue una personalidad, aunque por otro estilo. Yo he hablado del mestizo en general y desde el punto de vista colectivo y ético más que desde el intelectual y artístico. Para que vea usted que procuro no ser exclusivista, le concedo que los mulatos suelen ser músicos admirables, gente valerosa y lúbrica, si la hubo.

Cándido Mestizo se comía los hígados. Ya no estaba pálido, sino azul, verde, amarillo, violáceo,, aceituno... Lo único que se le ocurría para vengarse era cavilar cómo podría conseguir que quitaran a don Jesús la capitanía del barco. Le escribiría al presidente de la República que don Jesús conspiraba contra él; intrigaría para echarle encima a los negros y a los indios; diría que era un mal patriota...