Capítulo X editar

Eran las cinco de la tarde. El vapor arribó a un leñateo. Algunos pasajeros, entre los cuales figuraba el doctor, bajaron a tierra por una gruesa tabla tendida, a manera de puente, entre el buque y la ribera. La tripulación, amasijo de indios y negros sin camisa, con unos sacos en forma de capuchones en la cabeza, descargaba sobre el barco, silenciosamente y empapados en sudor, pesados haces de leña que, al caer, sonaban como truenos. Algunos, al atravesar el puente, perdían el equilibrio cayendo al agua, con leña y todo, entre la risa general.

Al poner el pie en tierra, el dioctor oyó como una rúbrica trazada con un palo en la hojarasca.

-¿Qué es eso? -preguntó un poco asustado.

-Una culebra -le contestó como si tal cosa uno de los indios que ayudaban a cargar la leña.

En el suelo, lleno de ceñiglo, de una choza pestilente y lúgubre, sobre un jergón agonizaba un mulatito de seis a siete años, consumido por la sífilis. En una rinconera, atada a la pared por una cabuya, ardían dos velas de sebo en torno de una estampa de la Virgen, manchada por la humedad. Una negra flaca, en andrajos, entraba trayendo en la mano una poción confeccionada con ojos de caimán, orejas de mono y plumas de cotorra. El chiquillo exhalaba de tiempo en tiempo un ronquido sordo o volvía la cabeza, lacrada de costra rubicunda, abriendo unos ojos fuera de las órbitas, sin pestañas ni cejas, nadando en un humor sanguinolento. La madre en cuclillas, con la cabeza entre las piernas, rezaba confusamente, devorada por la fiebre. Otra negra, apoyada contra el marco de la puerta, fumaba una tagarnina apestosa, escupiendo de cuando en cuando como un pato que evacua.

-¿Por qué no llaman a un médico? -preguntó entristecido Baranda.

-Señor -respondió una de las negras- porque por aquí no hay médicos. El señor cura ha venido, un cura que aquí cerca y misia Pánfila que sabe mucho de melesina.

El doctor, sacando un papel del bolsillo, escribió con un lápiz.

-A esa mujer hay que darla quinina. Tiene fiebre.

-Por aquí todo el mundo la tiene siempre, señor. Es el río.

-Y a ese niño, Mercurio.

Las negras no entendieron. Una de ellas, tomando el papel y luego de mirarle al derecho y al revés, añadió:

-¿Y qué hacemos con esto, señor?

-Pues ir a la botica.

-Aquí no hay botica, señor.

-Y ustedes ¿cómo se curan?

-¡Ah, señor! Confiando siempre en la Virgen Santísima. No nos desampara nunca, señor.

-¡Nunca! -exclamó la otra.

Poco a poco la curiosidad atrajo hacia la choza una turba de negras héticas encinta, con cuellos de pelícano, de mulatitos hidrópicos, de blancas histéricas e indias momias que vivían de cortar leña.

El doctor, realmente atribulado, se volvió al buque. Aquellas desgraciadas le siguieron con los ojos, unos ojos sin miradas, fijos y vidriosos.

Una vieja decrépita, asexual, toda hueso y pellejo, apoyándose en un palo se arrastró hasta la margen del río. Sentándose en una piedra, no sin haber dado antes algunas vueltas, como perro que va a echarse, tendió la mano; pero en vista de que nadie la socorría, se puso a arrascarse una pierna elefanciaca, pletórica de pústulas. Un chiquillo esquelético y malévolo la tiró una piedra, echando luego a correr. Ella levantó la temblorosa cabeza, miró a un lado y otro, sin ver, y siguió rascándose las llagas.

No tenía un diente. Los músculos del pergamino de su cara se movían con la elasticidad del caucho. Las manos, venosas, veteadas de tendones a flor de piel, como los sarmientos de una viña, no parecían manos de mujer ni de hombre, sino las garras momificadas de un lagarto.

-¿Qué hace ahí, misia Cleopatra? -le preguntó un boga, tocándola con el pie.

La vieja no contestó. Le miró con una mirada aviesa que parecía salir del fondo de todo un siglo de hambre.

Un vapor sofocante, húmedo y miasmático, difundidor del tifus, de la viruela y del paludismo, brotaba de las márgenes, entre cuyo boscaje chirriaban miríadas de insectos. Negras nubes de cénzalos picaban zumbando al través de la ropa.

Ya en el buque, y sobre la cubierta, notó Baranda que, desde la orilla, una mulata zarrapastrosa, con los ojos muy abiertos, le tiraba besos con las manos.

-Es loca -le dijo el capitán.

-¿Y cuál es su locura?

-Como ha sido siempre muy fea -intervino el contador del buque- desde que nació, nadie la dijo qué lindos ojos tienes. Dicen que tiene el diablo en el cuerpo. Ahí donde usted la ve, raya en los sesenta y como ha perdido toda esperanza de que se enamoren de ella, canta para atraer a los hombres y llora cuando no vienen.

-Tuvo una fiebre cerebral y la encerraron. Hace poco que ha salido -dijo el capitán.

La loca cantaba llevándose las manos al vientre con expresión obscena.

-Por aquí hay mucho loco, doctor -añadió el capitán.

-Efecto del clima. El sol, por un lado, este sol rabioso, las emanaciones pútridas de la ribera, la falta de alimentación, la monotonía e insipidez de las emociones y el abuso del aguardiente, por otro lado, tiene que calcinar el cráneo a esos infelices, originando todo linaje de neurosis: desde la simple irritabilidad de las meninges hasta la locura furiosa.

El sol expiraba, agarrándose a los tupidos follajes, deshilachándose sobre el río. Ciertos boscajes parecían incendiados por luces de bengala y algunos pedazos del horizonte se sumergían en un mar de oro lánguido y soñoliento. La corriente arrastraba enormes troncos negros que, a cierta distancia, daban la ilusión de cadáveres de rinocerontes sin cabeza. Gigantescos sauces, de retorcidas y rotas raíces, metían la desgreñada melena en el agua. A lo lejos se dibujaba la fantástica silueta de un boga, en pie, sobre una canoa.

El inmenso bosque virgen, en que las plantas, sofocadas por la atmósfera densa y caliente, trepaban unas sobre otras, estrujándose, enredándose, estrangulándose, en lucha frenética por la vida, iba tomando, a la luz del crepúsculo vencido, el aspecto de una mancha oscura colosal que el ojo no avisado hubiera confundido con una cordillera.

Millones de luciérnagas puntuaban la marea de sombra que se tragaba el paisaje en medio de un silencio casi prehistórico, parecido al que debió de envolver las primitivas edades del planeta.