Capítulo VIII editar

No dejó de preocupar a Baranda la carta que acababa de recibir. -¿Quién podrá ser este anónimo admirador y amigo sincero que me ha salido sin que yo le busque? «A las ocho de la noche -volvió a leer- en el Café Cosmopolita.»

-La cosa no puede ser más clara. ¿Será una broma? «Se trata -siguió leyendo- de algo muy grave que le conviene saber.»

¿De algo muy grave? ¿Qué podrá ser? En fin, con ir, saldremos de dudas.

A Baranda no le sorprendía, después de todo, este procedimiento. Estaba habituado en su tierra a recibir anónimos de todo linaje. ¡Cuántas veces le insultaron en cartas sin firma, escritas con letras de imprenta, recortadas de periódicos! Cuando volvió de Francia le tildaban, en uno de aquellos anónimos, de mal patriota, de hijo desnaturalizado, de parisiense corrompido... ¡hasta de que usaba el pelo largo para darse tono!

-¡Pobres! -pensaba-. ¡Es tan humana la envidia! Apenas llegó al Café Cosmopolita, salió a su encuentro un joven muy moreno, delgado y esbelto, que dijo llamarse Plutarco Álvarez.

-Yo soy, doctor, quien le ha escrito la carta. Conviene que no nos vean aquí. Salgamos. Yo soy de la capital, doctor; estoy aquí de paso, como quien dice. De modo que no le sorprenda que le diga pestes de Ganga.

Echaron a andar hacia el Parque que estaba desierto. Sólo se veía concurrido en noches de retreta. Al son de la banda municipal las familias daban vueltas y vueltas, como mulos de noria, hasta las diez.

Sentados en un banco, bajo un árbol, al través de cuyo ramaje penetraba suavemente la luz de un farol, dijo Baranda:

-A ver, a ver. ¿Qué es eso grave que tiene usted que decirme?

-Pues bien, doctor, por conversaciones que he oído en la farmacia de Portocarrero y en el Camellón, se trata de dar a usted un mal rato.

-¿A mí? ¿Por qué?

-Verá usted. Se cuenta que usted ha seducido a Alicia. Los criados de don Olimpio juran y perjuran haberle visto entrar una noche en su cuarto. Petronio está que trina. Lo menos que dice es que usted ha faltado a los deberes de la hospitalidad y a la decencia, que se ha burlado usted miserablemente de la culta ciudad de Ganga. Zapote, resentido por algo ofensivo que hubo usted de decirle en la discusión que tuvo con él, viniendo de la cárcel, pide la cabeza de usted o poco menos. «¡Tenía que suceder! -gritaba-. Un hombre que no cree en Dios, que sostiene que el hombre es una máquina, tiene que ser un canalla!» -Se lo cuento a usted todo, sin añadir ni quitar, para que pueda usted darse cuenta exacta.

-Sí, sí; continúe.

-Pero el principal fautor de lo que contra usted se trama, es ese zarracatín de don Olimpio.

-¿Don Olimpio?

-Sí, don Olimpio. ¿Usted no sabe que desde hace tiempo anda detrás de Alicia, aunque sin éxito? En parte por celos, en parte porque le detesta cordialmente a causa de que las ideas políticas y religiosas de usted no compaginan con las suyas, y acaso y sin acaso porque usted es guapo y él es feísimo, ello es que, a las mátalas callando, porque de frente no se atreve, le está formando una atmósfera, que si usted no sale del país... Además, está lastimado por que usted al contestar al brindis que le dirigió en el banquete de marras, se mostró muy seco y hasta desdeñoso con él...

-Fíese usted de los borrachos.

-Lo mismo cuenta Petronio. «No sé qué se habrá figurado ese tipo -gritaba la otra noche en la farmacia-.¿Pues no se fue a la inglesa sin decirnos buenas noches siquiera?»

-¡Pero si estaban todos borrachos perdidos!

-Doctor, esta gente es así. Puntillosa y necia hasta los pelos.

Plutarco hablaba muy quedo, silbando las eses como un mejicano. Su voz insinuante y melosa y sus maneras felinas delataban al mestizo de tierra adentro, tan distinto en todo y por todo del costeño. El sólo había aprendído el francés, que traducía corrientemente. Había leído mucho y deseaba saber de todo.

-Bueno. ¿Y es qué lo que se trama contra mí? ¿Un asesinato? -preguntó Baranda cruzando las piernas.

-Punto menos. Por de pronto, pagar a unos cuantos pillos para que le griten y le tiren piedras cada vez que salga usted a la calle. Usted no sabe quién es esta gente. Por eso quiero irme cuanto antes de aquí. Además, doctor, ya se han cansado de usted. Le han visto de cerca y eso basta para que ya no le estimen. El hombre superior se diferencia del hombre inferior en eso: en que el primero, a medida que trata a una persona, va descubriendo en ella sus buenas cualidades y su aprecio aumenta, y en que el segundo nunca estima las buenas prendas; sólo ve los defectos, y por los vicios precisamente y no por las virtudes todos nos parecemos. Yo le admiro a usted, doctor, y siento por usted gran simpatía. Le vi en el baile del Círculo y estuve tentado de hacerme presentar a usted. «Pero -me dije- ¿qué títulos puedo ofrecer a su consideración?» Conozco su estudio de usted sobre la neurastenia, que me parece admirable. Sólo disiento de en usted en una cosa -y usted perdone el atrevimiento-: yo no creo que la neurastenia sea una enfermedad aparte, idiopática, como si dijéramos. Es un agotamiento nervioso que aparece, por lo común, como una secuela de otras enfermedades.

-¿Ha leído usted -le respondió distraído Baranda- el libro de Bouveret?

-No.

-Pues léale usted.

-¿Cómo se titula?

-La Neurasthénie. Está bien hecho.

Al cabo de un rato de silencio y cambiando de conversación, repuso:

-Bien; usted, que es del país, ¿qué me aconseja?

-Pues, doctor, que se vaya.

-Eso lo tengo resuelto desde hace días. No sé si usted sabe que vine a Ganga por chiripa, como si dijéramos. Obligado a huir de Santo tomé el primer vapor que salía, y el primer vapor salía para Ganga. No sé qué amigo oficioso cablegrafió a don Olimpio que yo venía para acá. Aprovecho la ocasión para decirle que yo no estoy de bóbilis bóbilis en casa de ese señor. Pago mi hospedaje.

-¿Cómo?

-A los dos días de mi llegada empezó misia Tecla a llorar miserias, a decirme que los negocios de su marido iban de mal en peor. Me apresuré a contestarla que no temiese que me les echara encima, que yo tenía dinero y que pagaría mi nutrición y mi alojamiento.

-De seguro que cuando usted se vaya, saldrá diciendo por ahí que le ha llenado la tripa. (Así hablan los gangueños). D. Olimpio es avaro. Tiene dinero. ¿Sabe usted lo que gana con la tienda?

-Volvamos a lo principal -le interrumpió Baranda.

-Puede usted hacer lo siguiente: tomar el vapor que sube el río hasta Guámbaro y aguardar allí el trasatlántico que le lleve a Europa.

Baranda quedó pensativo.

-No desconfíe usted de mí, doctor. No le miento -añadió Plutarco tras larga pausa-. ¡Ojalá pudiera irme con usted a fin de acabar en Francia mi carrera de médico!

-Usted ¿estudia medicina?

-La estudié, doctor, hasta el segundo año; pero por falta de recursos no he podido terminarla. ¡Ojalá pudiera irme, ojalá! ¡En estos pueblos la vida es tan triste, doctor! No hay aliciente de ningún género ni estímulo para nada. La vida social... usted la conoce. No hay vida social. Y en cuanto a lo físico, ¡aquí se muere uno a fuego lento! ¡Qué temperatura! La capital es otra cosa. Allí hace frío y se puede estudiar. Allí hay personas cultas, hombres de letras ingeniosos, con quienes se pasan ratos instructivos y de solaz. Pero ¡en esta costa inmunda! ¡Uf, qué asco!

-Bueno -dijo el doctor poniéndose en pie- mañana, a la misma hora, aguárdeme usted aquí. Déjeme tiempo para reflexionar. Le advierto que si me engaña...

-¡Oh no, doctor! Créame, no le engaño.

-Adiós.

-Adiós. Hasta mañana.

En el reloj de la catedral dieron las diez. El cielo empezó a anubarrarse y un viento cálido, levantando remolinos de polvo y arena, aullaba por las calles solitarias y dormidas.

Los gatos se paseaban por las aceras y los tejados, llamándose los unos a los otros con trémulos maullidos.



Con efecto, el doctor y Alicia se entendían aunque clandestinamente. -¿Cómo han podido vernos -se preguntaba- si mi cuarto está separado del resto de la casa y ella no viene sino de noche, cuando todo el mundo duerme? -Luego añadía:

-Sí, sí, ahora que recapacito: D. Olimpio está serio conmigo desde hace días. Apenas si me saluda. Puede que ese joven diga verdad. ¿Por qué no? ¿Y cómo justifico mi partida -seguía hablando consigo propio- y dejo a Alicia, después de lo ocurrido?

¿Sentía amor por ella? Casi, casi. Lo cual no le impedía pensar a menudo en su «pobre Rosa». Y la culpa en gran parte era suya, por meterse a seductor.

Era joven y guapo. Gustaba a las mujeres, no tanto por su belleza como por cierta melancolía insinuante que le caracterizaba. A su ternura ingénita unía la adquirida en el ejercicio de su profesión, la que comunica a las almas buenas el espectáculo de la miseria humana. Alicia era el amor nuevo, la sensación fresca de la carne joven. Rosa estaba unida a él por un recuerdo voluptuoso, por un sentimiento de gratitud, por lazos de simpatía intelectual. ¿Por cuál de las dos optaría? No era resuelto. Su voluntad fluctuaba siempre y sólo cuando la fuerza de las circunstancias le ponía entre la espada y la pared, obraba, aunque nunca quedaba satisfecho de sus actos. Era más emotivo que intelectual, sin dejar de ser analítico. Había en su alma mucho del indio; la tristeza que se asomaba, como un dolor íntimo, a su fisonomía elegíaca, era la de las razas vencidas que se extinguen poco a poco. Su voz era dulce, algo descolorida; su andar recto, pero lánguido, acompañado de cierto gracioso meneo de cabeza.

Alicia le dominaba sin que él se percatase. En los momentos de febril abandono, ¡le abrazaba con tal intensidad, se apoderaba de él tan por entero! Sentía que su voluntad era más enérgica que la suya. Vagos presentimientos, que no acertaba a concretar, le preocupaban. Presentimientos ¿de qué? De algo funesto, aunque lejano; de algo así como lo que debe de sentir el ratón cuando huele al gato. No era de esos seres intrépidos que se imponen al medio ambiente, sino de esos espíritus pusilánimes que se dejan arrollar por él.

Tenía que salir de Ganga, no le quedaba otro recurso. Para él no había enemigo pequeño. Un microbio se ingiere en la sangre y acaba con el más pujante organismo. Don Olimpio era un porro, convenido; pero no por eso dejaba de tenerle. Se figuraba ya apedreado y coreado por los granujas en la calle. Temía por instinto al escándalo como los perros a las piedras. Dejarse apedrear en Ganga era el colmo del escarnio. ¡Y dejarse apedrear por aquellos indios degenerados y alcohólicos! De súbito se enfurecía.

-Bueno; que me apedreen. ¡Les entro a tiros! ¡Para acabar -reflexionaba luego irónicamente- en una de aquellas mazmorras mefíticas. Porque ¡cuidado si me verían con placer morir a pedazos en uno de esos hoyos infectos!

¡Cómo goza la canalla con la caída del hombre inteligente que no comulga con el rebaño!

Llegó la hora de la cita con Plutarco a la noche siguiente.

-Nada, amigo, haré lo que usted me indicó. Me parece lo más racional. Pero ¿cómo dejamos a Alicia?

-¡Ah, doctor! Usted dirá. Si quiere, yo me encargo de todo. Hablaré con ella. La cocinera de don Olimpio es amiga de mi querida, y usted perdone.

-Y a don Olimpio, ¿qué le decimos?

-Pues que le llaman a usted con urgencia de Guámbaro para una consulta y que dentro de unos días está usted de vuelta. Como él ni nadie sospecha lo que usted y yo maquinamos, la cosa parecerá lo más natural del mundo. Hasta puedo, si no lo toma a mal, fingirme enemigo de usted y hacer que pospongan hasta su regreso una manifestación hostil en que tomaré parte. ¿Le parece?

Después de una pausa, añadió:

-¿Tiene usted mucho equipaje?

-Una maleta con lo puramente necesario.

-¡Magnífico! Cosa hecha.

Baranda sintió en aquel momento viva simpatía por Plutarco, movido por la cual le propuso llevársele a París.

Plutarco, casi de rodillas, con los ojos húmedos y la voz trémula, besándole las manos, exclamó:

-¡Oh doctor, qué bueno, pero qué bueno es usted! ¡Usted es mi salvador!

-La dificultad estriba en que no tengo sino casi lo estricto para el viaje. Con todo, veamos: tan pronto como llegue a París, le giro por cable el importe de su pasaje y del de Alicia. Allí tengo algún dinero y no me faltan amigos políticos que me ayuden. ¿Puede usted aguardar hasta entonces?

-Puedo aguardar, doctor.

-¿No surgirán dificultades que impidan la escapatoria de Alicia? Por lo que potest contingere yo hablaré con ella esta noche y trataré de convencerla. Lo que temo es que nos sorprendan. Tal vez nos espían.

-Es preferible que no la diga usted nada. Puede recelar que pretende usted engañarla. ¡No olvide, doctor, que, como buena india, desconfía hasta de su sombra!

-Entonces ¿cuento con usted?

-Sí, doctor. Cuente usted conmigo. Lo que deploro es no poder servirle como yo quisiera. Soy muy pobre...

Baranda le estrechó ambas manos con efusión.



Acababan de comer. Misia Tecla acariciaba entre sus brazos a Cuca, y don Olimpio, en mangas de camisa, parloteaba con el loro.

-Guámbaro ¿está lejos de Ganga? -le preguntó Baranda a don Olimpio.

-¿Qué, piensa usted dar un viajecito? Estará... unos dos días escasos, por el río.

-He recibido hoy una carta en que me llaman con urgencia para ver a un enfermo.

-Le pagarán bien, porque esa es gente rica.

-Todos son ganaderos -contestó con naturalidad don Olimpio, sin separarse del loro.

-¿Y piensa usted ir, doctor? -agregó misia Tecla.

-La ida por la vuelta. ¿Cuándo hay vapor, don Olimpio?

-Mañana precisamente sale uno.

Alicia se puso pálida e interrogando con la mirada al doctor, se fue a dormir.

Misia Tecla seguía haciendo mimos a la mona.

-¡Qué animalito más inteligente, doctor! Es como una persona. ¿Verdad, Cuca mía? -y la besaba en el hocico.

-Los monos son muy inteligentes. Tienen casi todas nuestras malas pasiones. Son celosos...

-¿Que si son celosos? -interrumpió misia Tecla-. ¡Si viera usted cómo se pone Cuca cuando acaricio al loro!

-¡Y cómo se pone el loro -añadió don Olimpio- cuando acaricias a la mona!

-¡No la llames mona! ¿Verdad que tú no eres mona, Cuquita?

-De los monos se cuentan cosas extraordinarias -prosiguió el doctor-. Relata cierto viajero que en la India un cazador mató a una mona, llevando luego el cadáver a su tienda. Pronto se vio la tienda rodeada de monos que gritaban amenazando al agresor. Este les espantaba metiéndoles por las narices la escopeta. Uno de los monos, más obstinado y atrevido que los demás, logró introducirse en la tienda, apoderándose, entre lágrimas y gemidos, del cadáver, que mostraba gesticulando a sus compañeros. Los testigos de esta escena -añade el viajero- juraron no volver a matar monos.

-Nada, como las personas -observó misia Tecla.

-Darwin, el célebre naturalista inglés -continuó Baranda- cuenta en su Descendencia del hombre...

-Ese Darwin ¿no es el que dice que venimos del mono? -preguntó don Olimpio sentándose a horcajadas en una silla, dispuesto a seguir más atentamente la conversación.

-¿Cómo que venimos del mono?-añadió misia Tecla asombrada-. Del mono vendrá él. Lo que se le ocurre a un inglés, no se le ocurre a nadie.

-Cuenta Darwin -continuó Baranda sin hacer caso de las objeciones de aquéllos- que las hembras de ciertos monos antropoides mueren de tristeza cuando pierden a sus hijos.

-Lo mismito que las personas -interrumpió de nuevo misia Tecla-. ¿Verdad, Cuquita, que cuando yo me muera tú te morirás también de tristeza?

-Y algo más estupendo todavía: que los monos adoptan a los huérfanos, prodigándoles todo género de cuidados y atenciones.

-¿A los niños huérfanos? -preguntó misia Tecla.

-¡No, mi hija! A los monitos huérfanos. ¿No es cierto, doctor?

-Lo que no les impide -continuó Baranda como si hablase consigo propio- que, llegado el caso, sepan castigar corporalmente a sus hijos. He leído en Romanes -otro autor inglés- que una mona, después de haber dado de mamar y limpiado a su prole, se sentó a verla jugar. Los monitos brincaban y corrían persiguiéndose los unos a los otros pero como viese que uno de ellos daba señales de maldad, se levantó y, cogiéndole por la cola, le administró una buena tunda.

En esto Cuca empezó a mostrarse inquieta, dando saltos y gritos, y misia Tecla a dar cabezadas.

-¿Y cuándo vuelve usted de Guámbaro, doctor? -preguntó don Olimpio bostezando.

-Será cosa de dos días, supongo yo. Bueno, pues hasta mañana.

-Descansar, doctor.

-Buenas noches, misia Tecla.

-Doctor, buenas noches.



Baranda no volvía en sí de su asombro. Ni misia Tecla ni don Olimpio habían estado nunca tan locuaces. ¿Mentiría Plutarco? ¿Con qué objeto? Su locuacidad tal vez obedecía a la excitación nerviosa que produce todo cambio. Estaba en vísperas de un viaje que rompía el monótono sucederse de aquella vida en común. Ese viaje, por otro lado, no podía menos de alegrar a don Olimpio que se veía libre de un rival, al que de fijo preparaba alguna jugarreta a su regreso. La idea de no verle, aunque fuese por unos días, alejaba de su corazón, por el pronto, todo sentimiento de mezquina venganza. Don Olimpio, en rigor, no amaba a Alicia. Sentía por ella lujuria. Cuando la veía andar, con el pelo suelto, el cuello desnudo y aquellas dos pomas eréctiles que temblaban como si fueran de mercurio, la sangre, la poca que tenía, se le alborotaba, sus ojos llameaban y una corriente febril pespunteaba su medula.

Misia Tecla le era físicamente repulsiva. Había perdido con los años y el influjo del clima, de aquel clima enemigo de toda lozanía, lo poco que pudo hacerla simpática en su ya lejana juventud. Contribuía a exacerbar su sensualismo el desdén de Alicia, a cada una de cuyas repulsas, sentía enardecerse y redoblarse su deseo. Recurrió a proponerla todo linaje de perversiones seniles para vencerla; pero Alicia apenas si oía sus proposiciones calenturientas. ¡Cuántas noches pasó en claro don Olimpio, revolviéndose entre tentaciones abrasadoras, como un cenobita en su cabaña!

-¿Sabes que has pasado muy mala noche? -le decía a veces misia Tecla-. Eso debe de ser el estómago. No te vendría mal una purga.

-¡O un tiro! -contestaba él furioso.

-¡Ay, hijo, de qué mal humor has amanecido! -replicaba ella, sin volver sobre el asunto.