A Emilio Castelar
A Emilio Castelar
editarCon el triste motivo del fallecimiento de su buena hermana Concha.
¿Ves? ¿Oyes mientras lloras? Apenas su guadaña
blandió la muerte, hiriendo al ángel de tu hogar,
en torno de su féretro se agrupa toda España
y a pie y de luto el pueblo su féretro acompaña
al espontáneo impulso de tu aura popular.
Tu Concha encerró un alma creyente y entusiasta
que era una perla pura de limpia nitidez,
de cándidos instintos, de pensamiento casta,
de duración perpetua, porque jamás se gasta
de la virtud sincera la aquilatada prez.
Que te haga no receles vulgares reflexiones;
no en vano setenta años a mi pesar viví,
y sé que heridas tales y tales reflexiones
ni curan las palabras, ni calman las razones;
ni doy yo en la estulticia de hacértelas a ti.
Tú sabes que, admirándote, yo siempre te he querido;
yo sé que tu palabra leal por mí abogó:
dudar no puedes nunca del viejo agradecido;
tú sabes lo que te amo, yo sé lo que has perdido;
mas ¡ay! contra Dios nada podemos tú ni yo.
¡Qué soledad te espera! No hay sombra, no hay asilo,
no hay bien como la casa, la mesa familiar,
el pan con fe, paz y honra, cabe el hogar tranquilo;
la casa es en la tierra del Cielo el peristilo
como la guarda tiene de un ángel tutelar.
La gloria es humo y ruido: la fama un manto regio
de púrpura en que escupe la estupidez vulgar,
el vulgo que osa a todo lo superior y egregio;
pero el hogar es santo lugar de privilegio
do el mal halla consuelos y la virtud altar.
En sus primeras horas de duelo y amargura,
que ni consuelan frases ni calma la razón,
en que el pesar anhela de lágrimas hartura
y el alma desolada la soledad oscura,
no osé pasar sus puertas cerradas con crespón.
No veas hoy, leyéndolas, el métrico artificio
de las estrofas francas que encierra este papel:
te escribo, Emilio, en verso, por hábito de oficio,
por mi costumbre vieja, que al cabo paró en vicio
de mis cansados años, y moriré con él.
Acaso te distraiga del verso la armonía.
¡Qué te diría en prosa! Tú sabes más que yo:
cuando hablas, tus palabras rebosan poesía;
hablar a tu alma en prosa jamás podrá la mía:
tu hondo pesar en mi alma los versos evocó.
Mis versos son mis lágrimas, por ti de mi alma brotan;
¡pluguiera a Dios que fuesen de perlas un montón!
Ahí van, versos y lágrimas: se secan o se agotan
al fin, las de los ojos; pero los versos flotan
en la memoria siempre, pues las del alma son.
¡Adiós, Emilio! y llora mientras la tuya abrigo
a tu pesar inmenso e inexorable da;
y cuando busques uno para llorar contigo,
aquí, en mi pecho, tienes un corazón amigo
que hecho a sufrir y henchido de lágrimas está.
La lloraremos juntos: mas y a no es grande oferta;
mis días ya son pocos; mi fosa ya está abierta
y pronto irá mi alma de la de Concha en pos;
si la hallo atravesando la eternidad incierta,
yo haré con ella rumbo para llegar a Dios.