¿Inocentes o culpables?/VII
Hemos avanzado algunos años siguiendo en su desarrollo la vida de José. Para la mejor comprensión de ciertos hechos posteriores tenemos ahora que retroceder al momento en que empezó a alborear la pasión de Dorotea por el Mayor Paz. Era este, como queda dicho en capítulos anteriores, un hombre audaz, y más que todo, un vividor insigne.
Antes de entregarse Dorotea, que sentía extraños temores y remordimientos, estaba llena de escrúpulos y había impuesto un sin número de condiciones con las cuales se aturdía y trataba de engañarse ella misma.
El Mayor hacía todas las concesiones que se le pedían, pero remitiendo su cumplimiento al porvenir pretextando siempre alguna disculpa hábilmente forjada.
Tenía la seguridad que la tierna paloma había de caer en sus redes, pero antes de comprometerse con las exigencias de Dorotea no habría titubeado en abandonar de todo punto los trabajos tan felizmente iniciados, aunque se fuera con la irritación de un deseo no satisfecho.
No había duda que estaba vivamente excitado por la hermosura de Dorotea.
Pero sus intereses pesaban en él mucho más que las incitaciones de la carne.
Pertenecía a esa clase de hombres que habiendo toda su vida gozado sólo en brazos de mujeres vulgares se hallaba ya hastiado de compromisos, de las deudas contraídas con este motivo y de las desazones que traen de suyo la intimidad y la confianza.
Había observado que siempre que iniciaba un amorío, su amante se mostraba en las primeras entrevistas sumisa, humilde, pudorosa y apasionada sin recurrir a extremos fastidiosos.
Después, cuando habían hecho vida común, cambiaba como por encanto, estaba él preso, y constantemente amenazado con una música de llanto si regresaba un poco tarde.
Todas estas escenas, que tanto consiguieron irritarlo antes, lo habían vuelto cauto, llenándolo de una prudencia cínica y prematura.
En una de las primeras entrevistas, y en momentos que el Mayor gemía en tiernos arrullos, ella contuvo vivamente un avance audaz de aquel.
-Bueno -dijo él fingiéndose incomodado-, me irritas con tus caricias, me vuelves loco cuando me concedes un beso y de pronto huyes de mis brazos: está bien, ya veo que no me quieres: me voy, pero aunque sufra todos los tormentos del infierno no volveré a verte...
E hizo ademán de retirarse.
Jadeante y atemorizada, se abalanzó con los brazos abiertos, conteniendo la partida del Mayor.
El taimado esperaba este desenlace.
-¡Ah! no te irás -exclamó, asomándole una lágrima-: soy tuya, tuya, ¿entiendes? Haz de mí lo que quieras.
Entonces él quiso comprometerla en una cita para esa misma noche.
-No, por favor, no me propongas eso: dime: ¿me amas?
-Me ofendes, mi alma, con esa pregunta: ¿dudas de mí?
-¡Dios me libre! pero te preguntaba, para decirte, que ya que tanto me amas, nos vamos lejos, juntos, solitos.
-Tú sabes que dependo de mis jefes y no puedo alejarme sin que me lo ordenen.
-Aquí en la ciudad, si no hay otro medio: ¡buscaremos un barrio distante y viviremos tan felices!
-Mi vida, es hacer escándalo sin necesidad; luego tus hijos.
-Los llevaríamos, qué cosa más natural.
El Mayor sintió un escalofrío.
Esta escena ya se había repetido varias veces y el experimentado militar no sabía ya de qué argumentos valerse para hacerle abandonar semejantes ideas.
No quería, ahora, comprometer al respecto una batalla decisiva porque no tenía completa seguridad en el éxito.
Así es que decidió halagar su deseo prometiéndose para más tarde, cuando las cosas le permitieran hablar con imperio, convencerla a buenas o malas, haciéndola razonable.
Ejercitado en estas veleidades de mujer caprichosa, había conseguido, merced a una experiencia propia, un tacto delicado, y sin quererlo llegó a practicar un principio vulgar, por desgracia demasiado generalizado y que en las esferas de la política sobre todo, acciona con una eficacia digna de la más pura máxima evangélica. Consistía esta táctica en no negar nada jamás y ofrecer siempre, prestando aquiescencia y hasta aplauso a toda idea o pedido.
Este sistema de halagar las pasiones ajenas es un medio que da excelentes resultados en los primeros tiempos, pero que después envuelve al que lo pone en práctica en una red de odios, dándole el prestigio de un profeta falso o impotente, porque si bien es fácil forjar un castillo de naipes es luego imposible impedir que lo derrumbe el primer embate del viento: parecido proceder observan los comerciantes cuyos negocios andan mal: renuevan sus pagarés sin amortizar un centavo hasta que llega un momento en que los intereses ultrapasan el mismo capital, quedando entonces de manifiesto su insolvencia. ¿No es una promesa, acaso, en cierto modo, lo mismo que una letra a tal o cual plazo? No cumplirla, es robar al que se ha hecho, tiempo, confianza y ese aliento con que fortifica la esperanza.
Estas tristes teorías las aplicaba el Mayor Paz para satisfacer todas sus necesidades.
Así es que le era fácil contraer deudas y engañar a las mujeres.
Viendo que no había otro camino para triunfar, contestó a Dorotea:
-Bien, mi vida, no me opongo: quiero que seas tú la que mandes.
-Viviremos juntos, ¿no es verdad?
-¿Y no tienes miedo?
-¿De qué? -preguntó la culpable tratando de ocultar una emoción que a despecho suyo empezaba a dominarla.
-Vaya, de tu marido.
-Por tan bien que se porta conmigo.
Sin embargo, tal vez habría algún medio para hacerlo entrar en razón.
-¡Ah! no lo conoces.
-En fin; sea como tú quieras, pero te prevengo que no será posible hoy ni mañana: tengo que buscar casa y arreglarla.
-Aunque sea una semana, esperaré con gusto.
-Entre tanto, ya que estás decidida, ¿qué te costaría venir esta noche adonde te he dicho?
-No... después: ¿para qué quieres hacerme dar este paso cuando sabes que te pertenezco y que dentro de poco seremos ya para siempre uno del otro?
El Mayor no podía comprender cómo Dorotea rechazaba la idea de la cita, que podía quedar envuelta en el misterio, y se decidía tan francamente por una huida, que se haría pública a los pocos momentos de abandonar su hogar.
Se desesperaba al ver que se le escapaba la presa.
Si no conseguía la cita, perdía la batalla.
Insistió como pudo, siempre sobre aviso para no ser sospechoso ante Dorotea, que podía apercibirse del gran interés que tenía en hacerla salir esa noche.
No consiguiendo ningún resultado habló de otra cosa.
Ella, en su fiebre, volvía a hablarle de la felicidad que les esperaba cuando viviesen juntos.
El Mayor, con un pensamiento preconcebido, se retiró, despidiéndose hasta dos días después como habían convenido.
Sin temer nada inmediato, Dorotea, ahogando su pasión, fue la que propuso la idea de no verse al siguiente día, porque su conciencia intranquila empezaba a ver visiones.
Estaba lo más nerviosa. El menor ruido la espantaba. Hacía esfuerzos por alejar de sí el recuerdo de Dagiore, de sus padres y de los vecinos. ¿Qué dirían de ella? ¡Ah! se convencía de que no tendría fuerza para verlos más en la vida.
Había momentos en que se arrepentía del paso que iba a dar. Se enternecía y hasta pensaba que Dagiore nunca había sido malo. Entonces se paseaba desesperada por la solitaria habitación.
Era una ráfaga de buen sentido que soplaba sin fuerza en su cerebro débil y enfermizo.
Luego venía la reacción, fuerte, avasalladora, irresistible, y se enojaba de su cobardía anterior.
Su memoria evocaba hasta el recuerdo de los más mínimos detalles para condenar a Dagiore.
Sus humillaciones de seis años, su vida estúpida deslizada entre cuatro paredes húmedas y feas, mientras que otras paseaban, vestían lujosos trajes y gozaban de la vida al lado de hombres elegantes y educados.
Entonces su furor crecía y tenía ganas de golpearse por haber titubeado.
Era el huracán de la calle, que barría hacia su hogar, en grandes bocanadas, los microbios que envenenan la salud moral, trayéndole el contagio de infinitas miserias y falsedades, al desbordar de esas almas tristes, que el orgullo disfraza con un rostro alegre, murmullos de vergonzante vanidad que se ostenta o espectáculo de blancas hilas que ocultan la excrecencia de la llaga.
En su situación presente no veía ni pesaba más que los inconvenientes, y en el delirio de su imaginación, sólo inventaba ventajas para la vida ilícita que proyectaba.
No habría habido en el mundo razón convincente para detenerla.
Obraba a impulso de los secretos resortes que ponían en acción el temperamento físico-moral que había desenvuelto en ella una vida sedentaria y ociosa, irritada a cada instante, por el espectáculo del lujo ajeno y la sed de bulla y aventuras que despertaban en su corazón las lecturas a que se entregaba.
Tenía inflamada la imaginación, por decirlo de esta manera, y en su delirio, en su típica alucinación, se reflejaban los disparates que forjaba, como si tuviesen formas plásticas, y todo ese mundo de quimeras se enredaba con los hechos familiares de cada día desquiciando sus ideas y su juicio.
Siempre había creído que el destino le depararía una vida de estrépito y la llevaría a jugar un papel principal en ruidosas aventuras.
Era su deseo, que al sentirse impotente, se refugiaba en esperanzas fantasmagóricas.
Ansiaba tanto un hecho cualquiera que diese animación a su vida y la lanzara al movimiento para librarse del tedio que la abrumaba, que cuando empezó a interesarse por el Mayor creyó que el momento que esperaba había al fin llegado.
Tenía una verdadera superstición al respecto y creía en su fatalismo inconsciente que estaba escrito su encuentro en el mundo con el Mayor.
Por esto es que lo hallaba tan hermoso.
Le sucedía lo mismo que al que tiene mucha sed, que una agua turbia le parece deliciosa.
También el modo como se habían producido las cosas contribuía a aturdirla.
La noche en que oyendo gritos el Mayor en casa de Dagiore penetró en ella tan resueltamente no había hecho más que ceder a los impulsos de su carácter impetuoso.
Contaba en su vida muchos casos parecidos.
Un mes antes los diarios le habían elogiado por la conducta que observó en un incendio salvando con riesgo de su existencia la vida de una anciana.
Pero Dorotea apreciaba el suceso de distinta manera, deformándolo al juzgarlo bajo el criterio enfermizo de sus preocupaciones.
Era su sueño que empezaba a realizarse; el turno que le llegaba para entrar activamente en esa existencia dramática en que hasta entonces había vivido tan sólo con el pensamiento.
En esas fiebres de envidia, en que no sabía por qué le faltaba alguna chuchería a su traje, las novelas traían el consuelo a su corazón agitado y adormecían sus impaciencias dilatando el dorado prisma de su ilusión en infinitos eslabones de esperanza.
Si la sirvienta la pedía algo que necesitaba o sucedía algo que viniese a interrumpirla en el éxtasis de la lectura, se irritaba y prorrumpía en gritos desabridos.
En estas ocasiones era injusta a lo sumo: retaba sin razón a la sirvienta y aplicaba dolorosos pellizcos a sus hijos por vía de correctivo.
La sirvienta replicaba y los chicos formaban una algarabía infernal con sus llantos lastimeros.
Entonces se creía bien desgraciada: no podía descender sin dolor de las esferas fantásticas que pintaban sus libros a las necesidades prácticas de su hogar, y en vez de tratar de poner orden en los negocios de la casa, se refugiaba despechada en el silencio de la sala.
No tenía ojos para los suyos, los cuales, viendo que no se les vigilaba, tomaban la calle; adonde salían a engrosar otras pandillas y a hacer travesuras.
La ansia loca que la devoraba por competir en lujo con sus vecinas hacía que abandonase el cuidado de sus hijos, que andaban sucios y con los vestidos rotos.
Cuánto odio sentía nacer a ratos en su pecho al encontrarse encerrada en su casa. Ella que deseaba aventuras y vastos horizontes. Se sentía eternamente humillada y su despecho degeneraba en rabia al comparar su vida monótona con la existencia tumultuosa de esas mujeres predilectas de la belleza y la fortuna que todos conocían y que en su tránsito por la calle iban dejando el perfume de sus ropas y despertando la admiración de los hombres.
Para ellas se habían hecho las lisonjas, los encajes, las sedas, el terciopelo, los carruajes y hasta las crónicas de los diarios que perpetuaban los triunfos conseguidos en la exposición de los paseos públicos, en los teatros y los bailes.
Al pensar en todo esto le latía con fuerza el corazón y se le enardecía el rostro, coloreándose sus mejillas con el más vivo matiz de la amapola.
Luego entraba Dagiore. El carácter maleado de Dorotea, no tardaba en hacerlo salir de quicio al infeliz.
Y siempre lo mismo, siempre creyéndose desgraciada y víctima de un destino implacable.
¡Ah! ¡Si ella hubiera sabido que muchas infelices vecinas la envidiaban, cansadas de su lucha de trabajo diario, al verla en medio de las comodidades y sin que turbara su sueño ese doloroso fantasma de los pobres, que en la hambre no saciada de hoy recuerda el pan que mitigará la necesidad del siguiente día!
Así fue que cuando ella se dio cuenta perfecta de la actitud asumida por Dagiore y de la oportuna presencia del Mayor, que la libró de un peligro cuyo grave desenlace era difícil prever, creyó que era llegada su hora y que al fin el destino se apiadaba de sus desgracias.
Se imaginaba que entraba a accionar recién en la verdadera ruta de la existencia, porque no podía resolverse a llamar vida a los años trascurridos, confinada en un medio siempre monótono o igual, sin emociones agradables ni delirantes alegrías como deseaba en su implacable sed de mundanas satisfacciones.
El Mayor, como hemos dicho, encontró el terreno perfectamente preparado.
Ella había leído en las novelas, que después de mucha trama y sufrimientos, se alcanzaba al fin la felicidad.
Estaba segura de esto y lo creía como un artículo de fe.
Se mareaba por completo, se confundía y creía con cándida sinceridad que ella misma era una de las heroínas de las novelas que había leído.
El Mayor, empezando por arriesgar su vida para salvarla, había concluido por enamorarse perdidamente de ella. De esta base partía su fantasía, seguía con la fuga, hasta perderse luego en idilios, desafíos y nuevas huidas en carruaje o en brioso corcel, a la grupa de su amante, salvando precipicios a la luz momentánea del relámpago.
Arrullada por estos fantásticos ensueños, se había quedado como en éxtasis, sentada en una butaca de la sala, cuando un golpe dado en el llamador de la puerta de calle la hizo saltar sobresaltada.
Estaba nerviosa y asustada. Se encontraba tan mal que no veía el momento de la partida. Parecía un criminal que espera en su sobresalto de cada instante que aparezca un gendarme a prenderlo.
No creía que fuera cosa que le importara mucho el golpe que había oído, pero no se atrevió a abrir la puerta de la sala, y como recatándose, corrió hacia las piezas interiores.
En ese momento Clara venía con una carta.
-Para usted, señora -dijo.
-¿Quién la ha traído? -preguntó Dorotea tomándola.
-Un muchacho.
-¿Está ahí?
-No, señora, se fue.
Dorotea abrió la carta y vio que era del Mayor.
Un ligero temblor recorrió su cuerpo, volvió a mirar el papel y no comprendió nada; se le turbaba la vista y el juicio.
Fue entonces a la sala y se encerró.
El experimentado Mayor, viendo que no podía hacerla su amante sin llevarla consigo, lo que de ninguna manera estaba dispuesto a hacer, se había decidido a jugar el todo por el todo.
Le pintaba su amor con colores de brocha gorda, insistiendo hasta el cansancio que estaba dispuesto a vivir con ella, pero que había tenido la desgracia al volver a su casa de encontrar una nota del Ministerio en que se le llamaba a recibir órdenes al día siguiente, y que por una conversación que había tenido con un compañero de armas presumía que lo iban a mandar en comisión a Martín García.
Terminaba diciendo, que si partía no podría precisar el momento del regreso y que su amor era tan grande que hasta estaba decidido a mandar su baja, y que para hablar de todo esto, la esperaba a las ocho de la noche en la esquina de Rivadavia y Cerrito, que él no iba por temor de encontrarla con visitas.
La carta estaba escrita con viveza y preveía todos los casos. Tampoco había olvidado de alentarla inspirándola ánimo y diciendo que no existía sacrificio que no debiera hacerse por el amor.
Lo único censurable que tenía la misiva eran unos nutridos errores de ortografía, pero Dorotea, que era poco fuerte en la materia, no estaba en condiciones de notarlos.
Todo lo que la carta decía lo creyó desde el principio al fin.
Ella hubiera querido que la entrevista tuviese lugar en su propia casa, pero ignoraba el domicilio del Mayor para avisarle, y este había sido tan listo, que lo primero que recomendó al mensajero fue que dejase la carta y se retirara en el acto.
Dorotea no desconfiaba del Mayor, pero la sobrecogían a ratos extraños recelos.
Aunque era aún muy temprano empezó a arreglarse.
Quería aturdirse y no pensar sino en estar hermosa.
Sin embargo, estaba muy preocupada y el desasosiego de su persona que iba de un lado a otro sin objeto determinado, demostraba bien claramente su intranquilidad.
Una infinidad de noches había salido sola sin dejar dicho una palabra y ahora torturaba su cerebro buscando sin necesidad un pretexto.
De pronto pensaba que podía decir que iba a la de alguna amiga, pero luego se le ocurría que esta por una desgraciada coincidencia podría esa noche visitarla.
En su atolondramiento había dicho a Clara impensadamente y sin que se lo preguntara, que iba a ir a lo del dueño de la casa para pedirle hiciera en ella algunas composturas y la blanqueara.
Media hora después, atenaceada por la misma idea y olvidándose de la casa, del dueño y del blanqueo, dijo que iba a ir a una novena que se estaba rezando en San Miguel.
-Lléveme, señora, ¿quiere? -le pidió Clara.
-No -replicó Dorotea asustada-, tengo después que ir a algunas tiendas, y además tú te quedarás para cuidar a los niños.
Muy compuesta y perfumada salió de su casa poco antes de las ocho.
Caminaba ligero y miraba con recelo a los transeúntes; y cosa extraña, a todos creía encontrarles parecido con Dagiore. Si este por una casualidad hubiera pasado por su lado la habría petrificado... Una voz de hombre que oía la hacía retroceder intimidada. Sentía la garganta seca y las piernas se le doblaban temblorosas. Creía a ratos, que no le sería posible llegar. Para desconcertar a imaginarios perseguidores, porque en su obsesión suponía que todos sabían que el Mayor la esperaba en la esquina de Rivadavia, dobló por Cangallo hacia el centro y siguió por Artes hasta Piedad: al entrar en esta calle ya no sabía qué hacer, estaba frenética, loca; de pronto se le ocurrió volverse, después cayó en una gran atonía por la propia fuerza de su desesperación, y siguió su camino rezando un padrenuestro; al entrar en Cerrito, caminó aún más ligero, como esos enfermos que toman precipitadamente una droga amarga, parecía que ella también quería pasar de una vez el mal trago. Siguió, recatándose en la sombra y arrimándose de tal modo a la pared que parecía que deseaba incrustarse en ella; ya varias veces se había pegado en el hombro chocando en molduras salientes.
No bien entró en esta calle, el ojo de lince del Mayor la descubrió.
Tenía de qué vanagloriarse.
Su treta había dado resultados que no esperaba.
Corrió a su encuentro y la tomó del brazo.
Dorotea se sentía tan débil por la emoción, que estaba a punto de desvanecerse.
Entre tanto el Mayor murmuraba a su oído ternuras de amante agradecido. Dorotea no le escuchaba.
-Vamos, mi vida; aquí nos ven todos.
-¿Adónde? -dijo ella como resistiéndose.
-Aquí no más: ¿acaso no tienes confianza en mí?
Iba a contestar, pero la sobrecogió el pito de un vigilante que tocaba a diez varas de ellos la alerta periódica que les prescribe el reglamento policial.
Se le ocurrió que pedía auxilio para prenderlos, y sin decir una palabra, siguió al Mayor.
Este, que le daba el brazo, notó que el de Dorotea temblaba.
-Tranquilízate, mi alma -la dijo-: ¿qué puedes temer a mi lado?
Y abrasándola con su aliento, empezó a distraerla con un diluvio de palabras.
Así anduvieron hasta la boca-calle de la Plaza de Lorea, por donde doblaron, internándose en la vetusta recova que mira al Oeste.4
Hasta hace poco, existía allí un negocio de regular aspecto, que tenía encima de la puerta principal un letrero que decía en grandes letras pintadas: CAFÉ Y POSADA.
Al lado de la gran puerta que daba acceso al Café existía otra más pequeña que internaba a un pasadizo o zaguán continuado; luego se entraba a un pequeño patio, muy húmedo, donde caían las puertas de varias habitaciones.
El Mayor empujó la primera de esas puertas e hizo entrar a Dorotea.
Era una de tantas casas en que se alquilan estercoleros para que se revuelque la podredumbre que fatalmente guardan en su seno las grandes ciudades.
El vicio hipócrita, contenido en la calle por temor a la represión de la ley y a la opinión pública, acude allí a satisfacer sus innobles apetitos.
Los libertinos conocen estas pocilgas inmundas y saben el precio que se cobra en cada una de ellas.
Penetran con desenfado, pero prontamente, y luego llaman golpeando las manos. Entonces acude un hombre o una mujer, con más generalidad una de estas, tratan el cuarto, lo pagan adelantado, y ya después a la salida, nadie los incomoda ni ve.
El alquiler varía según el arreglo del cuarto. El primero comúnmente cuesta de treinta a cincuenta pesos, y los siguientes en escala descendente hasta diez pesos: los de esta última tasa apenas si tienen un catre de tijera, una mohosa palangana de lata encima de una deslustrada silla de palo; y sin embargo, son los que más ganancia dan: siempre se ven disputados por una clientela asidua de tahures de baja estofa, vagos de toda especie, cocheros y changadores que han conquistado alguna parda beata o porteros que van a refocilarse con la cocinera de alguna casa vecina. Es un vaivén continuo en que se repite siempre la misma escena con sólo el cambio de actores.
El Mayor, que era conocido en la casa, había estado una hora antes a tomar el primer cuarto para que no le molestaran al entrar, y más que todo, para que Dorotea no se apercibiese del sitio en que la hacía penetrar.
Una vez dentro de la habitación, el militar cerró la puerta.
La luz de una lámpara, encendida de antemano, iluminaba la escena con reflejos opacos.
Dorotea estaba consternada.
Paseó su vista absorta por el cuarto.
Vio la cama, una cama grande de fierro, y un estremecimiento de terror agitó todo su cuerpo.
Siguió, después, recorriendo con mirada vaga los demás objetos que allí había.
Tenía el lecho un cortinado de muselina floreada; al lado, la mesa de noche; en otro ángulo un lavatorio chico con sus respectivos utensilios; enfrente de este, una cómoda, con sus cajones vacíos; y en medio de la habitación, la mesa, en que estaba colocada la lámpara, de forma redonda y cubierta con una carpeta color café.
Un viejo confidente y cuatro sillas completaban el mueblaje de la habitación.
La pieza estaba recuadrada con pintura de cola y tenía cielo-raso de arpillera; el piso era de baldosa: se sentía allí frío y se aspiraba un olor malsano de humedad.
Una pequeña alfombrita estaba extendida entre los pies exteriores de la cama.
Concurrían a hacer más ridículo este conato de engañoso buen tono, con que se había pretendido alhajar la pieza, unos cuantos grabados, en marco negro, que pendían de las paredes: uno representaba a Garibaldi -esa pobre víctima del amor de sus connacionales, cuya memoria ofenden colocando su retrato en parajes inadecuados-, y los otros, diversos buques de la armada real italiana.
En otros cuartos, los mamarrachos guardaban más armonía con el objeto a que eran destinadas las habitaciones: cuadros de mujeres desnudas y de escenas crudas o simplemente ridículas, en general escogidas de la profusa edición francesa popularmente conocida bajo el título de Galerie pour rire.
El Mayor, en su efusión sensual, la tomó del talle, pero Dorotea se desprendió de sus brazos con inusitada energía.
-¡Ah! no, no: ¿dónde me ha traído? -exclamó toda consternada y olvidando que ese mismo día se había tuteado con el Mayor-: no puedo consentir esto, ábrame Vd. esa puerta o grito: ¡quiero irme!
El Mayor, aturdido con tal salida, no atinaba a darse cuenta de esta resistencia que no esperaba.
Quedó un momento indeciso, pero enseguida se repuso.
-Mi vida, dijo, estás en casa de un amigo mío que me ha facilitado esta pieza; si no es de tu agrado perdóname; me han sucedido hoy tantas cosas que me ha faltado el tiempo para buscar otra parte mejor; sin embargo, aquí estamos seguros y nadie sabrá que has estado conmigo, ¡te lo juro!
-¡Ah! pero yo quiero irme; no abuse Vd. de mi confianza, no sé cómo me encuentro aquí, yo no esperaba esto: quiero irme, -volvió a repetir, e hizo ademán de retirarse caminando hacia la puerta.
El Mayor la adelantó y se puso de espaldas contra la misma.
Así se encontraron uno enfrente de otro, trémulos y perplejos.
-Mi alma -continuó el Mayor tomándola del talle y comunicando a su voz una inflexión de sollozante ternura-; no eres razonable.
Hizo una corta pausa. Torturaba su cerebro para buscar un medio que hiciese ceder a Dorotea. Pensó en sacar su revólver y hacer la farsa de prometer que se mataría si ella persistía en retirarse.
Si pone en práctica esta idea es casi seguro que le hubiera dado los resultados que deseaba, pero la desechó pareciéndole demasiado exagerada.
Entonces dijo, cambiando de tono:
-Está bien: no pienso abusar de Vd., antes de todo soy un caballero y la amo a Vd. demasiado; si Vd. quiero irse, puede hacerlo; pero me queda el derecho de pensar que Vd. me ha engañado y que jamás me ha amado: mañana me iré muy lejos y Vd. no me verá más en la vida.
Hizo su papel de víctima tan bien que Dorotea se enterneció un poco.
Su temor también desapareció un tanto al oír al Mayor que tenía que partir al siguiente día: al menos así lo entendió ella.
En ese momento no pensaba en la fuga: todo su afán era salir del atolladero en que tan imprudentemente se había metido: estas escenas las había soñado Dorotea de muy distinto modo: vagando siempre su espíritu en regiones ideales creía que alguna vez palparía las visiones de un encanto y dulzura celestes que había tantas veces entrevisto, a través del prisma falso de la imaginación.
Y se encontraba en aquel cuarto horrible y frío: hubiera querido morir.
¿Dónde estaba esa atmósfera tibia y cargada de perfumes enervantes, en que desfallecen los enamorados uno en brazos del otro?
Una lámpara que con sus reflejos débiles daba un aspecto lúgubre a la habitación, por toda luz.
No había allí un rayo melancólico de luna que penetrara al través de una tupida madreselva y fuera a platear unos rostros pálidos de amor.
No se oían murmullos de arroyuelos ni bullicioso canto de avecillas.
Y él, estaba segura, no la amaba: sabía bien a qué iba y qué quería de ella.
En un mundo de pensamientos que le ocurrían en un segundo, pensaba cosas que la hacían mal.
¿El amor al manifestarse en el hombre era siempre brutal?
¿Entonces todos eran como Dagiore?
No pudo contenerse un momento más y rompió a llorar desconsoladamente.
-Mi cielo, cállate, no llores, mira que me partes el alma: ¿qué tienes? -la decía el militar fingiendo la mayor angustia.
Sin embargo, conservaba en esos momentos toda su sangre fría.
Estaba radiante y no quería demostrarlo. Pensaba, a impulso de su experiencia propia en casos análogos, que una mujer que sólo se defiende con sus lágrimas, está irremisiblemente perdida.
La condujo hacia el sofá y allí le prodigó infinidad de consuelos y caricias, y le hizo protestas y juramentos de amor eterno.
-¿Me amas? -le decía.
Apremiada ella, fue cediendo en su llanto y al fin contestó débilmente:
-Sí.
Desde este momento fue creciendo la audacia del Mayor.
En medio de un diálogo poco sostenido y que se hacía algo embarazoso, volviendo ella a sus sueños y como queriendo rectificar el desencanto que había sufrido, dijo con lánguida voz:
-¿No traes espada?
El Mayor interpretó mal esta pregunta: creyó que tenía miedo y para tranquilizarla sacó el revólver de su cintura y replicó:
-No, pero en cambio traigo este -y mostraba el arma.
Dorotea quedó intimidada: tenía ahora miedo del Mayor.
Era el mismo revólver con que había ensangrentado a Dagiore.
El militar se inclinó un poco y alargando la mano lo depositó sobre la mesa en que estaba la lámpara.
Dorotea, postrada por tantas emociones, quedó desde que vio el arma completamente dominada por el Mayor.
Este empezó a desabrocharle la bata, y Dorotea resistía tan débilmente, como un gato herido, que al ultimarlo sus perseguidores, todavía pretende defenderse alzando sus manecitas lacias y casi inertes.
Volvió a sollozar.
Entonces la audacia sin límites del Mayor dio su golpe definitivo.
Con un movimiento rápido la cargó trasportándola del confidente a la cama.
Ella cesó poco a poco de llorar, y sus mejillas, que ardían, consumieron las lágrimas que no había enjugado con el pañuelo.
Se sentía abochornada para contestar las palabras del militar, pero con todo, conversaron bastante.
Él prometió pedir su baja si al día siguiente lo ordenaban que partiese a alguna parte, pero ella no se entusiasmó: hubiera preferido que se fuese muy lejos, para no volver jamás.
Media hora después, estaba Dorotea delante del lavatorio componiéndose el pelo ante el espejo.
Se le hacía tarde y quería marchar enseguida.
Cuando estuvo pronta, el Mayor apagó la luz de la lámpara y abrió la puerta. Así en la oscuridad se dieron un prolongado beso y salieron. Un murmullo de voces que se oía en el pasadizo los hizo retroceder instintivamente.
Era la patrona, gorda y desvergonzada italiana, que impedía la entrada a un compradito, porque tanto él como su compañera venían algo malos de la cabeza. La práctica de la casa en estos casos era no permitir que entraran, a objeto de evitar escándalos y enredos con la policía: la patrona era inexorable para hacer cumplir esta consigna, porque sabía por experiencia propia que el Comisario de la sección no discutía mucho al imponer multas de quinientos pesos.
-Retírese, le digo -exclamaba-: no hay cuartos desocupados...
-Por las chinches; pero oiga, madama, yo no les tengo miedo: alquíleme, ¿quiere? sea buena, madama.
-Le digo que se retire.
-Eso será lo que tase un sastre -contestó el chulo en su pesada terquedad de beodo, y recostándose en la pared del zaguán, continuó-: a ver, patrona, si me deja entrar: la doy cien pesos por el cuarto.
-Guárdese su plata de porquería y mándese mudar, porque lo voy a hacer llevar con el vigilante.
-Vamos -le decía entre tanto su compañera-; no le hagas caso a esa gringa sarnosa, que cuando uno paga no debe pedir nada por favor.
-Cállate tú, que no sabes lo que dices: yo te mando ¿oyes? No hay por qué insultar a la patrona, yo la defiendo porque ella es muy buena: le doy doscientos pesos, vaya, ¿está contenta?
Cansada la italiana de esta escena resolvió llamar a su marido.
-¡Bautista, Bautista! -gritó.
Al beodo parece que le agradó el nombre y empezó también a decir:
-Bautista, Bautista, hermano Bautista, venga pronto: el nombre no más me ha asustado: debe ser escopeta ese Bautista.
Aquello degeneraba en sainete.
A la patrona no lo agradó la broma y tentaciones tuvo de acercársele y arrojarlo a empellones como ya lo había hecho con muchos otros anteriormente, pero recelaba de los compadritos, a quienes tenía un miedo cerval.
Decidió ir personalmente a llamar a su marido.
Tenía para esto que pasar al Café. Siempre que sucedían cosas por el estilo, Bautista en vez de acudir, iba por la puerta pública del negocio a buscar al vigilante.
El Mayor estaba irritado con esta escena que lo colocaba en una posición falsa, porque Dorotea se había enterado de la disputa y ya no podía creer que estuviera en la pieza de un amigo suyo. También este temía que se produjese un escándalo y se reuniese gente. En este caso tendrían que estar encerrados una hora más por lo menos.
En cuanto a Dorotea, no hablaba de indignación y vergüenza.
Más de una vez el Mayor quiso salir y obligar al compadrito a que se retirara, pero Dorotea lo contuvo: tenía miedo de quedar sola o que el Mayor fuese a comprometerse quedando ella en una situación crítica, que tal vez llegase al punto de ser descubierta en aquel paraje.
El Mayor pesaba también todas estas circunstancias, pero sabiendo que los borrachos cuando tienen un capricho son cargosos a lo sumo, estaba demasiado decidido a darle un susto, y salió con este objeto del cuarto, no bien sintió extinguido el rumor de los pasos de la patrona.
El militar ardía de coraje. A no ser la presencia del compadre, Dorotea no habría conocido el sitio adonde la había llevado.
Con el revólver en la mano se acercó al compadre y le intimó que en el acto se retirara.
Este se intimidó un poco, pero contestó sin embargo:
-Yo no hago mal a nadie, ahora si me quieren aporrear porque soy pobre, es otro cantar.
En diferente ocasión el Mayor le hubiera dado una paliza, pero las circunstancias especiales en que se encontraba lo obligaban a ser prudente.
-Mira -le dijo con toda energía, pero muy despacio-: si no te vas en este mismo instante te hago llevar a la Policía, y tomándolo del brazo lo empujó hacia la calle.
En la puerta lo recibió su compañera y él se dejó conducir buenamente.
En medio de su perturbación mental no dejó de asustarse, pero cuando estuvo en la vereda de enfrente, volvió a cobrar brios y demostraba deseos de volver. Su querida lo siguió arrastrando del brazo, pensando que de otra manera habían de concluir por hacerle una visita al Comisario.
Cuando el Mayor vio que subían la vereda opuesta, corrió al cuarto donde estaba Dorotea y buscándola en la oscuridad, la llamó diciéndole:
-Vamos, mi vida, salgamos pronto.
Sin decir una palabra Dorotea, tomó el brazo del Mayor, y como dos sombras, cruzaron rápidamente una parte del patio y todo el pasadizo. Antes de llegar a la puerta de escape se detuvieron un instante.
El Mayor se asomó. La calle estaba solitaria y por la vereda de la Posada no caminaba ningún transeúnte. Salieron entonces, no sin ocultarse Dorotea el rostro todo lo que pudo.
Al dar vuelta la cuadra reconocieron en la voz al compadre y su compañera.
Iban muy despacio por la acera opuesta y el beodo gritaba a la sazón:
-Doscientos pesos... yo se los ofrecí, porque hasta ahí no más llegan las bromas: gringa de porra; doscientos pesos; ja, ja, ja, los ha de oler si se mama y bala como carnero.
Dorotea y el Mayor aceleraron el paso.
En la próxima bocacalle Dorotea le pidió que la dejara.
El Mayor quería acompañarla hasta cerca de su casa.
Tenía urdidas una infinidad de mentiras y ansiaba por decírselas.
Quería, en una palabra, que no se fuese resentida con él.
Pero todo fue en vano: ella exigió que la dejara, y media cuadra más adelante se despidieron.
-¿Me amas siempre? -dijo él.
-Sí -contestó, Dorotea brevemente.
-¿Nos veremos mañana?
-No.
-¿Y cuándo, entonces?
-Yo te lo diré: te ruego no vayas a cometer ninguna imprudencia: adiós, y uniendo la acción a la palabra, atravesó la calle, separándose del militar.
Varias veces en el tránsito tuvo que pasar a la vereda opuesta, acosada por libertinos que al verla sola la reputaban fácil presa para saciar sus instintos lujuriosos. Era la primera vez que se encontraba sin compañía por las calles a tan altas horas de la noche. En otras ocasiones y siendo de día había oído lisonjas a su belleza que halagaban su amor propio, pero ¡qué diferencia de esos galanteos cultos a las proposiciones groseras que ahora le hacían! Tenía tentaciones de correr hasta llegar a su casa.
A muchos los había desconcertado llamándolos atrevidos o insolentes con voz entera; pero uno, sobre todo, no se daba por vencido y la seguía obstinadamente poniéndosele al lado de rato en rato.
La calle estaba solitaria y Dorotea no encontraba siquiera un vigilante que la alentase.
Por fin llegó. Su perseguidor al verla entrar apresuró el paso, pero cuando llegó a la puerta ya estaba con los pasadores corridos.
Entró y un súbito terror la hizo temblar.
Todas las piezas estaban cerradas.
¿Qué podía significar aquello sino que Dagiore había venido?
Esto fue precisamente lo que se le ocurrió a Dorotea.
En su perplejidad oyó la voz de Clara, que decía con voz un tanto insegura:
-¿Es Vd., señora?
-Sí: ¿qué hay? -replicó intranquila y dispuesta a correr hacia el zaguán.
-Voy a abrirle, venga: por aquí, señora, teníamos miedo.
Clara salió a su encuentro y Dorotea, reprimiendo la emoción que había pasado, y ya más tranquila, contestó:
-¿Y de qué tenías miedo, tonta?
-¡Ah! es que los niños se me durmieron, y yo sola...
-¿Quién te iba a comer?
-Nadie, pero cerré las puertas para estar más segura.
Dorotea entró.
Le causó estupor encontrar todo en el mismo orden que lo había dejado.
Es lo que sucede cuando se opera una revolución en el modo de ser moral de una persona. Se cree entonces que las cosas van a asociar su suerte con uno y hacer causa común imprimiendo carácter general al trastorno localizado en nuestros nervios sensitivos; pero ellas siguen su curso que sería indiferente e irónico si no fuese fatal, aislando siempre al dolor en sus crisis supremas.
Victoria y María dormían apaciblemente en una misma camita.
José, de genio más voluntarioso, no había querido obedecer a la niñera: se propuso esperar despierto a su mamá, pero el sueño lo venció y se quedó dormido en el suelo, casi debajo de la mesa.
La madre, sin contestar a las preguntas indiscretas de Clara, la ordenó que se acostara, y levantando a José se puso a desnudarlo.
Este se despertó a medias y empezó a llorar.
La madre, ansiosa de cosas nobles, lo besó repetidas veces en su boquita sucia y lo acostó en su misma cama.
Entonces empezó ella misma a desnudarse.
Al sacarse la pollera de seda, la escena de la Posada, que había olvidado por un instante, se presentó de súbito a su mente. La miró con terror. Estaba muy ajada. Cada arruga que notaba era para ella un testigo que la recordaba lo que en vano quería relegar al olvido. La colocó en una silla, suspirando, y pasó a sacarse las enaguas: al agitarlas para que cayeran, notó que no hacían el mismo ruido que por la tarde cuando se las puso: al tenerlas después en la mano vio que el ruedo estaba enlodado: con verdadera rabia las arrojó a un rincón.
Después le pareció que tenía olor a cigarro: así en camisa corrió al lavatorio, pero antes de lavarse se miró al espejo.
Estaba aún encendida.
Varios años antes los mozos de la Fonda, cuando la veían volver así, la calumniaban con juicios deshonrosos, y ahora que regresaba a su casa culpable y quemándole las sienes las caricias del adulterio, ni un rumor oía ni despertaba la sospecha más leve.
Aún podía deshacerse de la pollera y de esa enagua que la acusaba con su ruedo sucio... tal vez consiguiera mantener en el secreto sus culpables amores y no dejar rastro ostensible de su delito; ya había empezado a lavarse creyendo que los besos del Mayor le habían dejado olor a tabaco en las mejillas, pero vano afán: su corazón la traicionaba y en su golpe isócrono y precipitado, creía oír la tremenda palabra...
Un leve movimiento de la cortina del lecho, el natural crujido del colchón al doblegarse por el peso del cuerpo, o el rumor incierto de pasos en la calle, modulaban en su oído el epíteto deshonroso que esperaba por momentos ver salir vibrante de una garganta formidable.
Un vestido que se plegaba confusamente en un rincón, un mueble distendiéndose al proyectarse en las sombras, algunos papeles colocados encima del ropero, cobraban en su ánimo medroso las formas del fondero.
Era Dagiore; lo veía; se deslizaba por el suelo como una serpiente, sin hacer ruido y llevando entre los dientes un puñal que en su límpido brillo reverberaba de una manera siniestra los reflejos opacos de la lámpara.
Se había quedado ensimismada, y al soñar despierta esta escena desagradable, dio un salto brusco creyendo que la herían por la espalda.
Registró todo el cuarto, debajo de la cama, adentro del ropero, y no satisfecha aún, puso una silla para ver si encima estaban sólo los papeles.
Esa noche no durmió media hora seguida.
Tenía sueños enloquecedores. De pronto soñaba que Dagiore la había sorprendido en la Posada, y otras veces, que estaba en la cárcel y en un mismo cuarto con el compadre, la compañera de este y el Mayor.
Luego despertaba en un sobresalto espantoso y con tal confusión en las ideas que le era difícil darse cuenta de lo que realmente le había acontecido.
Estaba tan excitada que el menor movimiento que hacía José en la cama le producía un estremecimiento en todo el cuerpo.
Así llegó la mañana.
Se levantó como una convaleciente, alelada y con una gran debilidad en la cabeza. Una sensación de estupor la embargaba y miraba con extrañeza los objetos que le eran familiares.
Había vivido esa noche diez años por lo menos y cosechado un lote inmenso de experiencia.
Sentía vergüenza del paso que había dado y aún culpaba a la suerte de su desventura: pensaba que ella no había sido dueña de sus actos, que todo había pasado contra su voluntad, y que había sido forzada traidoramente preparándosele una emboscada infame.
Pero sus mitos, el desorden de su imaginación, sus aspiraciones novelescas, todo esto, cayó con estrépito, desde el pedestal de humo que había creado su loca fantasía.
Había visto hasta entonces la comedia de la vida como cándida espectadora guardando todas las leyes de la perspectiva, y ahora veía rodar las tablas de la escena y se cercioraba de que los risueños paisajes eran horribles suciedades de pincel y que los dorados de efecto que encantan la vista, no son por dentro, mas que tosca y grasienta arpillera.
Creía que sabía ya a qué atenerse en los sueños de la vida, porque su desencanto había sido cruel.
Tenia amante, y no lo amaba.
Pensó en sus hijos, en el buen ejemplo que debía inspirarles con su conducta y decidió ser juiciosa y romper completamente las relaciones iniciadas con el Mayor.
Embebida en estas ideas y ya bastante calmada, pasó la mañana.
A eso de las diez y estando en el comedor oyó ruido de voces en el zaguán.
Se asomó para ver quién entraba, y en el acto retrocedió, pintándose en su rostro el más grande espanto.
Había visto juntos a Dagiore y a su amante.
Su marido fue a buscarla, diciéndole al Mayor que esperara un momento que iba a abrir la sala.
Dorotea no sabía lo que le pasaba ni se daba cuenta de cómo podrían estar los dos juntos.
En su dolorosa obsesión, resolvió esperar que se cambiasen las primeras palabras para saber lo que ocurría.
Como ella esperara, Dagiore la dijo:
-¿Estás enojada conmigo todavía?
-Yo no -contestó Dorotea, muy turbada.
-¡Eh! bueno: se acabó todo: yo me he hecho muy amigo del señor Mayor: ven a saludarlo.
Y al decir esto, Dagiore reía tontamente.
Dorotea lo miró consternada: el infeliz estaba casi borracho.
Veamos, entre tanto, lo que había sucedido.
La noche anterior, al separarse el Mayor de Dorotea, comprendió que había dado un paso en falso llevándola a la Posada y que esta falta no le sería fácilmente perdonada. Resuelto como estaba a no sacarla para vivir unidos, creyó que su causa estaba perdida si no procuraba algún medio para verla con frecuencia y hacer presión en su ánimo con el antecedente que mediaba ya entre ellos.
Estaba seguro que Dorotea no aceptaría bajo ningún principio una nueva cita a la Posada y como seguiría recelando de él le sería sumamente difícil volver a engañarla.
Fue entonces que se le ocurrió la idea cínica y audaz de valerse de Dagiore para continuar gozando de su conquista.
No bien concibió el proyecto, quiso ponerlo en práctica.
Muy de mañana se presentó en la Fonda.
Había pocos parroquianos, que a la sazón tomaban café solo o bien con leche. Dagiore limpiaba algunos vasos: los sumergía en el agua de una tinita y luego los colocaba boca abajo en un aparato de latón pintado que tenía un falso fondo de rejilla para que enjugaran las copas y los vasos, el cual estaba en uno de los extremos del mostrador.
Reconoció a su heridor inmediatamente y le puso cara hosca; pero este con su carácter insinuante se le acercó y empezó a pedirle las mayores disculpas por lo que había sucedido.
Puso en juego una táctica admirable.
Le dio al fondero toda la razón, diciendo que si hubiese sabido que era su mujer legítima jamás habría intervenido.
-Las mujeres -agregó dándola de chusco-, necesitan de cuando en cuando que se les asiento la mano.
Esto encantó a Dagiore. Al fin encontraba uno que aprobaba su conducta.
Siguieron charlando y el fondero le preguntó qué tomaría. El militar optó por el coñac Hennesy, del cual sólo había una botella.
Dagiore bebió con él y entonces le propuso hacer una visita a Dorotea. Estaba seguro de su triunfo. Desde que lo vio tan afecto a la bebida pensó que conseguiría de él todo lo que quisiera.
El Mayor no podía estar más contento. Había creído que la realización de su proyecto le costaría algunos días, grandes esfuerzos de dialéctica, y lo que más le disgustaba, tener que codearse con los parroquianos de la Fonda, y sin embargo, había quedado concluido en menos de dos horas.
Desde este día siguió frecuentando la Fonda, y la casa de Dorotea como si fuese la suya propia.
Poco a poco fue cobrando un gran ascendiente sobre Dagiore.
Podría decirse que lo tenía dominado.
Dorotea aceptó la situación; la noche fatal de la Posada la ataba por completo a la voluntad del Mayor.
Entonces ella también se valió para satisfacer sus deseos de la influencia que ejercía su amante en el espíritu caduco de su marido.
Quiso un piano para que aprendieran sus hijas, y Dagiore por primera vez en su vida entregó sin protestar, diez mil pesos con ese objeto.
También es cierto que le habló de los deberes que tenía de dar una buena educación a sus hijos, y que en caso de alguna necesidad imprevista el mueble siempre se podría vender casi por el mismo precio que había costado.
El Mayor visitaba a Dagiore con mucha frecuencia. Bebía allí de balde y muchas veces se quedó a comer en el cuarto que ocupaba antes Dorotea y en que nació José.
Sin embargo, cada vez que entraba allí se encontraba mal, aquella atmósfera nauseabunda le chocaba. Tuvo entonces una idea. Él frecuentaba con varios amigos un Café donde iban a jugar al billar. ¿Por qué, pues, Dagiore no vendía la Fonda y ponía un negocio de esa índole? Se llamó bruto por no haberlo pensado mucho más antes. Le habló al respecto a Dagiore y éste se resistió, pero muy débilmente. Habló de su hotel, idea que nunca abandonaba. El Mayor le dijo, que un Café daba más que una Fonda y que si se decidía, esto no importaba que abandonase el proyecto de fundar una gran casa de huéspedes.
Dagiore no quería salir de su Fonda, pero el Mayor se iba de nuevo a la carga todos los días, repetía los mismos argumentos y le prometía traerle todos sus amigos. Habíale cobrado verdadero odio a la Fonda; de buena gana la habría derribado ladrillo por ladrillo.
Al fin venció las resistencias de Dagiore.
Pero aún tuvo que esperar algunos meses para ver su idea realizada, porque el fondero no convenía con el precio que le ofrecían.
El negocio daba bastante, es verdad, pero no tenía existencias: el verdadero capital allí era la práctica de su dueño: la misma clientela desaparecería al día siguiente si no era servida del mismo modo.
Llegó el día del arreglo y a la vuelta, en paraje mucho más ventajoso, alquiló Dagiore un local, donde estableció un Café y billar de aspecto muy decente.