José ya tenía ocho años y sus hermanitas Victoria y María siete y cinco respectivamente.

Nunca habían necesitado demás solícitos cuidados, y sin embargo, jamás se vieron más abandonados de sus padres.

A Dorotea le faltaba tiempo para dedicarlo a su amor, y Dagiore parece que había cobrado verdadera aversión a su hogar.

En poder de manos extrañas la mayor parte del día, siempre que podían escapaban a la calle y en pandilla con otros muchachos del barrio se entregaban a juegos naturales de la infancia.

En esta época de la vida, en que la curiosidad y la observación se expanden de una manera tan franca, es cuando más vigilancia necesitan los niños.

Pero la generalidad de los padres, sin ningún tino ni previsión, los abandonan a todos los espectáculos y hablan delante de ellos sobre tópicos escabrosos, creyendo de buena fe, la más de las veces, que los niños, por la poca edad que cuentan, están exentos de las dolorosas ulterioridades que traen en pos de si los ejemplos perniciosos.

Blanda cera, sus cerebros copian y reflejan, como la máquina fotográfica, las escenas de la vida que se desarrollan ante su vista.

Los hijos de Dorotea, en sus juegos de la calle, aprendieron, como es natural, infinidad de picardías que los iniciaba en los misterios de vicios repugnantes.

Desgraciadamente, la mayoría de la población es proletaria o poco más: vive en casas pequeñas, en sus negocios o en cuartos reducidos: de aquí que las criaturas salgan a la calle, que vivan y se eduquen en ella: la disciplina de la familia, que se observa en sociedades constituidas, no existe, y los niños crecen huérfanos de las ideas del hogar; irrespetuosos y sin freno que alcance a dominarlos. Más tarde estos elementos se incorporan a la sociedad para perturbarla y pesar desastrosamente en las cuestiones políticas...

José iba ya a la escuela.

Aprendió bien pronto a leer y escribir, pero luego los progresos de su instrucción anduvieron con bastante lentitud.

Su inteligencia presentaba grandes disposiciones para la síntesis: rozaba apenas los detalles e iba de pronto al fin.

Especialmente en aquellas cuestiones que requieren preparación y experiencia él se adelantaba tratando de resolverlas como un nuevo Alejandro.

El medio social en que crecía lo había envuelto por completo.

No era él: distaba mucho, por lo tanto, de ser una personalidad original que se desarrolla: era nada más que un reflejo de su época, trasunto fiel de las preocupaciones reinantes; fielmente vaciado en el molde de usos y costumbres que tenían corriente propia y poderosa, y cuya influencia sólo podría contrarrestar un verdadero carácter.

La madre, apurada a causa de sus travesuras, y habiendo tenido noticias por el maestro, de que era un faltador insigne a la escuela, resolvió ponerlo en la tienda de sus padres.

Pero ya sólo podría salvarlo una inteligencia previsora y enérgica, que se encargara con paciente y solícito cuidado de dirigirle, tratando de rectificar el temprano extravío de sus aspiraciones sociales.

Así, a su edad, sirvió sólo de estorbo en el negocio de sus abuelos.

Aquella atmósfera de rutina lo enloquecía. Quería aire, luz, escenas imprevistas. Lo decía a gritos en su locuacidad enfermiza. Él no había nacido para tendero y no quería estar detrás de un mostrador.

Los abuelos dijeron que era incorregible y que no les era posible tenerlo por más tiempo.

Les faltaba al respeto a menudo y nunca obedecía las órdenes que le daban.

Hacía y deshacía a su antojo. Si a veces por casualidad quedaba sólo un momento, se ponía a cambiar los efectos de los estantes, arguyendo luego con un acopio enojoso de razones que la innovación que hacía era necesaria, porque saltaba a la vista de la manera estúpida que estaban todas las cosas en la tienda.

Cualquier idea que se le ocurría, buena o mala, le parecía la concepción más oportuna y sabia, y cuando se la motejaban por disparatada, decía que sus abuelos eran unos testarudos y que no la practicaban por no dar su brazo a torcer y confesar que un niño sabía más que ellos.

Todos estos episodios de muchacho voluntarioso y mal criado hicieron creer a Dorotea que su hijo estaba llamado a grandes destinos.

Volvió a llevarlo a su casa y lo puso en la Universidad, donde se matriculó en primer año de estudios preparatorios.

Desde este momento José inauguró una vida bastante independiente.

Sus estudios le servían de pretexto para todas sus picardías.

Cuando precisaba dinero iba a la madre con el cuento de que necesitaba comprar tal o cual texto de enseñanza.

Si quería pasear alguna noche, decía que tenía que concurrir a una lección nocturna.

Sin embargo, su instrucción no hacía casi ningún progreso: a los tres o cuatro años de vida estudiantil no tenía asimilado ningún conocimiento sólido ni había conseguido dominar ninguna materia: llegó hasta el cuarto año, habiendo sido reprobado en algunos cursos.

Entre las asignaturas en que fue aprobado se contaban las matemáticas y la filosofía. Sin embargo, antes y después del examen no sabía resolver el problema más sencillo de aritmética. En cuanto a filosofía era otra cosa. Le tocó la bolilla que respondía en el programa a las pruebas de la existencia de un Dios. Repitió bien alguno de los argumentos acumulados por Balmes y otros metafísicos y consiguió salir distinguido en el examen: estos resultados ponían en evidencia la fuerza de los profesores y el celo de los que lo habían examinado.

Todos aquellos estudios que se prestaban a juegos de palabras y de cuya discusión jamás se sacaba nada claro ni provechoso, eran de su especial predilección.

No sabía nada, y se creía un sabio.

Tenía una opinión tan exagerada de su talento, que se irritaba hasta la demencia cuando le contradecían alguna de las ideas que vertía.

Insultaba a su contrario, y más de una vez la discusión terminó en las vías de hecho.

Los prematuros elogios de Dorotea, el falso sentido que le habían inculcado respecto a sus destinos, obraban de consuno para malear su juicio.

Cuánta vez no había sentido afluir presurosa la sangre al corazón oyendo vocear, con voz gangosa, a su maestro para la época de los exámenes en la sucia escuela del barrio: «Vosotros, jóvenes educandos, estáis llamados a regir los destinos de la Patria...»

Todo ese brillo falso de las democracias lo había ofuscado desde muy niño.

Algo parecido había oído leer en los diarios y conocía con las exageraciones de los biógrafos, la historia de los hombres que de humilde cuna se habían luego elevado a los primeros puestos de la sociedad.

Pagado de sí mismo, colérico con aquellos que lo censuraban algo, implacable para los defectos ajenos, su ensimismamiento y propia adoración arrojaban tupida venda sobre sus ojos, impidiéndolo conocer su pequeñez o ignorancia.

Por lo demás, tenía excelentes condiciones: valiente y generoso, su pecho se inflamaba de indignación al conocer la más leve injusticia.

Su desinterés por el dinero no tenía limites. Ignoraba aún lo que costaba ganarlo y no había sentido todavía ninguna verdadera necesidad. Por esto, no imaginaba que el dinero tuviese otro objeto que derrocharlo en francachelas y placeres.

Envuelto por nubes rosadas de ilusión y lleno de fantásticas esperanzas para el porvenir, traspuso José con planta segura, los dinteles encantados de la primera juventud, que para él no fue más que la continuación de una adolescencia maliciosa.

Era hombre por la talla y por algunas ideas, pero los que están familiarizados con el análisis y constatan en sus observaciones de todos los momentos que hay abismos en cada detalle, sólo podrían tenerle en tal carácter cómo se reputan plantas esas creaciones artificiales de invernáculo que se elevan a gran altura creciendo viciosamente, pero que sacándolas del calorífero, no tienen eficacia propia para la lucha y languidecen y mueren al primer embate crudo de la atmósfera.

Estas fuerzas negativas que fermentaban la volubilidad de su carácter futuro, cobraron un nuevo vigor al sentir su naturaleza esa transición fisiológica de la edad en que la inocente crisálida del niño se desgarra por completo para dar al hombre esas alas de Ícaro que se derriten al fuego que encienden los deseos y que nada alcanza a colmar en su ansiedad tiránica o inextinguible: cuando no sucede que se ignora lo que se anhela, quedando siempre ansiosos e irritados los nervios, debido a que una falsa educación divorcia al cerebro de las tendencias naturales de la vida, produciendo en la economía el más deplorable desequilibrio.

Entonces sus estudios incompletos reflejaron en su imaginación los más disparatados sistemas.

De esta manera se presentaba a la sociedad, reclamando un puesto, sin ningún bagaje de conocimientos sólidos, pensando en idilios, sin experiencia y desprovisto por completo de antecedentes respecto de la vida real moderna en que iba a militar.

Pero los sensibles huecos que traían el desequilibrio a su cerebro haciéndole formar un concepto falso de los hombres y de las cosas, él los llenaba con esperanzas y quiméricos ensueños.

Como la generalidad de nuestra juventud, como la mayoría casi absoluta de toda ella, se lanzaba a la lucha de la vida confiado sólo en su buena estrella y esperándolo todo de la suerte y la casualidad.

No reclamado por ninguna necesidad apremiante, siguió aún por algún tiempo esta vida artificial en que la imaginación hace sonámbulos de los hombres y llena de desgracias a personas que no tienen motivo de estar pesarosas.

Soñando amores imposibles y vagando su espíritu por las nubes, no nacía en su mente un propósito deliberado al cual pudiera hacer concurrir los esfuerzos de su actividad.

Todas sus esperanzas eran sueños. Esperaba algo sin poder determinar lo que fuera. Pensaba que había de acontecer en su vida algún suceso imprevisto que cambiase en un instante su situación.

Pero los días se sucedían unos a los otros, iguales y monótonos, y el famoso suceso no venía.

Cayó entonces el pobre joven en una negra melancolía.

Culpó al mundo de sus desdichas.

Sin embargo, en medio de sus tristezas, como un tibio rayo de consuelo venía a mitigar un tanto su pena la idea de que todos los grandes hombres habían sufrido en vida la indiferencia de sus semejantes.

Como los extremos se dan la mano, si la vanidad punza horriblemente, también suele traer sus compensaciones por ridículas que sean.

El amor ocupaba a todas horas su pensamiento, pero un amor pueril y de pura fantasía, fiel reflejo de la falsa noción que respecto a esta tiránica pasión habíanle inculcado ciertos novelones en consorcio con los ardores que empezaban a despertarse en su carne ardiente y juvenil.

Se enamoraba de cualquier joven que veía.

Entonces hacía una novela: soñaba una cita, una escala y luego una entrevista a lo Romeo y Julieta en la que sellaban su pasión con un juramento de amor eterno.

Contaba ya dieciséis años y no se había atrevido a decir nada, hasta entonces, a ninguna mujer.

Se contentaba solamente con mirarlas abriendo mucho los ojos, y desde lejos.

También es cierto que carecía de relaciones: Dorotea no lo había presentado a ninguna familia.

Con el trato de las mujeres, los jóvenes adquieren maneras y una noble confianza que alcanza a cambiarles el carácter y a evitarles muchos dolores y malos pasos.

Se refugió en sí mismo buscando siempre la soledad.

La madre comprendió que algún pesar afligía a su hijo.

Lo interrogó, pero este no pudo satisfacer sus preguntas.

Era esto imposible: él mismo ignoraba lo que tenía.

Como siguiera el tedio de José y cada día iba enflaqueciendo más, Dorotea entró en verdadero cuidado; pidió consejo a varias personas y consultó el caso con el mismo Dagiore, al cual, hablaba de tarde en tarde.

El esposo de Dorotea había cambiado por completo en los últimos años.

Bebía mucho, y estaba medio idiota.

Ya no tenía la Fonda y del antiguo fondero no quedaba más que su sórdida avaricia y sus reniegos de cada día; pero para con su familia era un manso corderillo: ahora Dorotea y sus dos hijas lo dominaban por completo, y no con mimos, sino tratándole como a un perro.

Dagiore dijo brutalmente que era muy natural que estuviese así y que se aburriera de todo si no trabajaba en nada; que lo que necesitaba eran unos palos.

Tenía verdadero encono para su hijo. Este se le había separado desde muy niño y siempre había demostrado más predilección por la madre.

Después, cuando fue creciendo y Dorotea lo vestía con bellos trajes se avergonzaba de su padre y lloraba si este quería llevarlo a pasear.

Este abismo que habían abierto los suyos para con él era una humillación que lo postraba, se sentía sin valor para reaccionar y entonces bebía odiando en silencio a toda la familia.

Ya todo sentía que se acababa para él: su ilusión de poder realizar algún día el proyecto de comprar un hotel, se había desvanecido casi por completo.

Trabajaba ahora maquinalmente y sin verdadero estímulo.

Su hijo, a quien le hubiera dejado con tanto gusto la sucesión del negocio, era un cajetilla que venia a corregirle palabras y a darle lecciones de cosas estúpidas y que él no entendía.

Por esto casi no iba a su hogar: se sentía mal allí porque encontraba todo diferente de su modo de ser.

¡Y todavía si lo dejaran tranquilo!

Pero de todas maneras lo fastidiaban y todo concluía por un amago a la bolsa, a esos billetes que tanto amaba y que sólo dejaba confiadamente en poder del Banco de la Provincia.

Todos aprobaron esta vez la idea dada por Dagiore de hacer trabajar a José.

Dorotea interesó a sus relaciones en los trabajos preliminares para buscarle empleo y cuando creía que ya sus esfuerzos eran vanos, supo por una amiga que en una casa introductora de artículos de tienda precisaban un dependiente.

La amiga conocía a uno de los socios y prometió hablar en favor de José.

El comerciante quiso ver al candidato y Dorotea que tenía aún algún ascendiente sobre su hijo, le hizo una infinidad de reflexiones, diciéndole que ya era un hombre y debía ganarse el pan con su trabajo y que tal vez allí encontraría un honroso porvenir.

José comprendía muy bien esto, pero al aplicárselo a él sintió un escalofrío en todo su cuerpo.

Le costaba trabajo convencerse que era una vulgar medianía como la generalidad de los muchachos con que se codeaba diariamente en la calle.

Quién le hubiera dicho que cada uno de esos jóvenes camaradas a los que despreciaba y tenía en la opinión de cretinos o poco menos pensaban de sí mismos de manera extremadamente ventajosa, no cayendo en cuenta, siquiera, que José tuviese cerebro, tal era la indiferencia con que apreciaban las cosas que eran ajenas a sus personalidades respectivas.

Fue una transición violenta para el pobre muchacho.

Sintió que su orgullo se desgarraba en dolorosos jirones.

Precisamente proyectaba en esos días una excursión a la estancia de un compañero de estudios y había preparado para el objeto un buen contingente de novelas y libros de poesías.

¡Ir a soterrarse entre paredes de géneros cuando se prometía unos días deliciosos leyendo a Espronceda a la sombra apacible de los árboles y en el silencio imponente de la Pampa...!

La vida real con sus deberes prácticos se le hizo horrible.

Sin embargo, callado y como una víctima que llevan al sacrificio, acompañado de Dorotea, fue a hablar con uno de los propietarios del Registro.

Hombre práctico, pagado de detalles y que en todo miraba por sus intereses, empezó a hacer a José un interrogatorio humillante.

Más de una vez el joven estuvo a punto de contestar una insolencia, pero se contuvo, pensando que en su casa quedaría en una situación violenta y que sus padres y relaciones ratificarían la opinión de que no servía para nada.

El comerciante le puso unas cuentas y José tardó mucho en sacarlas. O nunca la había sabido o tenía olvidada la tabla de multiplicar.

Jamás se sintió más humillado que entonces.

Estaba abrumado. Parecía que una montaña iba a desplomarse sobre su cabeza.

Su madre arregló las cosas por él.

Convino las horas y el sueldo.

Ganaría cuatrocientos pesos al mes y tendría que ir a las diez para salir a las cinco.

Dorotea aún le consiguió una ventaja.

Dijo que José estudiaba y que no bien pasara el tiempo de las vacaciones necesitaría una hora para salir a dar una lección.

El comerciante convino en hacer esta concesión y todo quedó arreglado para que José empezase a concurrir a su empleo desde el siguiente día.

El muchacho estaba aturdido y un encono sordo hacía hervir su sangre.

No podía comprender cómo su familia permitía que sufriese tanto -cinco horas cada día- por una compensación tan mísera al mes.

Sin embargo, cuando recibió la primera vez los cuatrocientos pesos, sintió una alegría loca. Dorotea, a quien le había parecido que esa cantidad era del todo suficiente para las necesidades del joven, pero pequeña para que la ayudase en los gastos de la casa, no le exigió absolutamente nada, contentándose con decirle:

-En adelante no te daré un real: aquí en casa tendrás todo lo que necesites, pero con tu sueldo te vestirás y atenderás a tus estudios.

El mismo día que cobraba gastaba entero su sueldo.

Ese día era de fiebre para él: todo lo inútil que veía en los escaparates deseaba comprarlo.

Se arregló con un sastre conviniendo en darle una mensualidad de 150 pesos para que lo vistiera, y pocos meses después era uno de tantos jóvenes a la dernier, cortados por idéntico patrón y que al verlos pasear por la calle de Florida parece que pertenecen todos a la misma familia, por ese aire de uniformidad que comunica el uso de iguales modas. Su saquito cuerpeado, su sombrero de anchas alas, la boquilla de ámbar, y más que todo, su charla, su mirada audaz y la manera automática y pedante de saludar, demostraban ampliamente que se había asimilado los usos de la juventud casquivana de su tiempo.

Una cosa le faltaba y era un reloj. Había empezado a suspirar por él, hasta que cobrando creces esta aspiración se trocó bien pronto en una necesidad imperiosa. Era punto de honor. A ninguno de sus compañeros le faltaba, y siempre que les veía sacarlo para mirar la hora, se sentía humillado y una ráfaga candente inundaba su rostro.

A la salida del registro pasaba por una infinidad de relojerías. Examinaba los relojes y se informaba de los precios. Había visto en lo de Fabre un remontoir de oro que costaba 2.800 pesos.

Se decía a solas, en el despecho de su falta de recursos, que sería bien feliz si pudiera comprarlo, y entonces su pensamiento ascendía todas las esferas de la vanidad. Pensaba la sorpresa con que lo mirarían sus amigos y la satisfacción con que examinaría la hora.

Su cerebro estaba habituado ya al encadenamiento de estas ideas locas que partían de un hecho imposible.

Era su refugio y su consuelo, en medio de las irritaciones que le procuraba su posición precaria y monótona.

No pudiendo hacer otra cosa se decidió por un reloj algo viejo pero de plata dorada, que había exhumado entre un grupo de joyas de ocasión que ostentaba un escaparate en la calle de las Artes.

Al recibir su paga ese mes, olvidó al sastre y otros compromisos y cerró trato por el reloj en trescientos cincuenta pesos. Compró una cadena de cobre, muy relumbrosa y llena de colgajos, pensando que otro mes podría reemplazarlos con un relicario fino.

Debió el reloj tener un resorte bastante bueno para no descomponerse hasta llegar él a su casa, pues en tan corto trayecto lo había abierto un número infinito de veces.

Les mostró a Dorotea, a sus hermanitas y a Clara, la esfera, la máquina y la cadena: cuando una de estas le dijo que parecía la prenda muy vieja, le acometió un acceso de indignación.

Estaba a tal punto encantado de la pieza, que creía imposible la existencia de otra tan bella.

Risibles misterios de la propiedad que ciegan el juicio con la posesión de las cosas.

Era de ver cómo lo defendía José de los defectos que le atribuían, doblemente singular en él que no encontraba cosa de buen gusto en los objetos de pertenencia ajena.

Sus gastos fueron aumentando con las necesidades que surgían naturalmente de su nueva vida, y el sueldo no le alcanzaba para nada, según su propia expresión.

Se había relacionado con muchos jóvenes de su edad, unido a los cuales, frecuentaba por la noche los Cafés y echaba su partida de billar.

Una noche, uno opinó que fueran a ver la Compañía de opereta francesa.

Todos aceptaron, y José fue a pedir licencia a Dorotea, la cual se la concedió dándole por esa noche la llave de la puerta de calle.

Los más íntimos de José eran Andrés, el muchacho de la Botica, que estaba ya muy crecido y seguía estudios de farmacia, Guillermo, hijo de uno de sus patrones del Registro, y Juan Diego, insigne cachafaz de muy buena familia, estudiante de segundo año de medicina y que entendía más de parrandas que de fisiología.

El grupo de los cuatro se dirigió al teatro.

Esa noche subía a la escena Le petit Faust.

Cuando entraron nuestros jóvenes, la función había empezado.

El coliseo estaba repleto de gente, y en uno que otro palco, se exhibían, muy cargadas de joyas, algunas cortesanas a la moda.

Aquella composición ambigua de público, los libres ademanes de los artistas, y la atmósfera demasiado pesada, turbaron grandemente a José.

Juan Diego los dejó un momento y se dirigió al extremo opuesto de la platea. Allí tocó en el hombro a un joven, que parecía una damita por su compostura y poca edad.

-Victor -dijo el estudiante.

-Ah ¿eres tú?

-Sí, he venido con algunos amigos: ¿vamos para allá?

-No puedo; apenas se concluya este acto voy a irme.

-¿Por qué?

-Está el viejo con unos diputados en un palco cerrado de aquí arriba: si voy al otro lado me vería.

-Quédate: sería más que casualidad que te viera.

-No; después no habías de recibir tú la raspa.

Hablaron un rato más, y al concluir el acto, Víctor se fue y Juan Diego volvió al lado de sus compañeros.

José estaba absorto: no veía ni podía pensar que las mujeres de la escena eran vulgares hermosuras bien recargadas de afeites, porque estaba demasiado sobrexcitado y sentía ya en su sistema nervioso el efecto de la impresión que le habían producido con las lascivas miradas que enviaban a la platea y la desvergonzada mímica de sus movimientos.

Después vino el cancán, y todos los espectadores batieron frenéticos las manos; muchos golpeaban con los pies, con los bastones... aquello ya era indigno.

José, haciendo coro a los demás, gritaba con desaforada voz:

-¡Bis, bis!

Y las piernas de aquellas mujeres en unión con los saltos de los gandules volvieron a excitar a la concurrencia.

José a cada momento pedía a Juan Diego, le repitiera los cantos que escuchaba, porque deseaba aprenderlos de memoria.

Así, aquel espectáculo de lubricidad desenvolvió en él un erotismo torpemente provocado, desarrollando precozmente sus pasiones amatorias.

No era José una excepción: toda la juventud allí congregada estaba encaprichada con alguna de las actrices o coristas.

Cuando terminó la función nuestros jóvenes, con algunos otros, quedaron aún en el teatro.

La mayor parte de las luces fueron apagadas por un comparsa, y la sala, tan bulliciosa momentos antes, quedó tranquila y solitaria:

Al poco rato el pequeño mundo de entretelones empezó a desfilar por delante de los jóvenes.

Las cancaneras, ahora muy tapadas, salían ya acompañadas o tomaban en la puerta el brazo de su amante respectivo.

Al pasar la soi-disant prima dona, José no pudo contenerse, y recordando el trío de Vaterland, dijo:

-¡Trou la ou! ¡la ou trou la ou la ou!

Ella sonrió y los otros jóvenes festejaron la ocurrencia.

A su vez, José con sus compañeros, emprendieron la retirada.

Esa noche el joven soñó con el cancán y las piernas de las bailarinas, que sobre sus párpados las sentía danzar, simulando las tenues gasas de sus polleritas, en los giros veloces, la agitada espuma de un salto de agua. Las veía con sus ademanes, pararse en la punta de los pies, correr luego fugitivas y hacer remolinos, para volver sonrientes a extender voluptuosamente los brazos hacia el público, enviándole besos, que se escurrían por entre las yemas sonrosadas de sus dedos.

También Margarita iba a visitarle en su agitado sueño. La oía cantar:

«Fleur - decandeur - je suis - la petite - Marguerie; - mon coeur - ne sait rien - ni le mal - ni le bien».

Luego desfilaban Valentín y los coros:


¡En avant ran-tan-plan
Le joyeux régiment!


Después volvía la danza, al compás de una música bastarda, y las macizas piernas de las cancaneras iluminadas macilentamente, a intervalos, por las luces de Bengala.

Venía nuevamente Margarita y le decía:


Voyez-vous là,
Là, c'est tout noir,
Et puis ici...
là, c'est tout bleu.


Y José volvía a ver ese brazo, ese seno y esa pierna. Extendió las manos y despertó enardecido, abrazando la almohada inerte de su lecho.

Desde esta noche leyó muchos libros, pero ninguno de ellos era texto de sus estudios.

Al siguiente día fue al Registro cabizbajo, bajo la impresión de todas estas emociones y con unas ojeras que hasta entonces no había tenido.