José, con sus amigos, frecuentaba por la noche el Café Tortoni, que estaba entonces en una de las esquinas de Esmeralda y Rivadavia.

No habían escogido deliberadamente este Café para sus reuniones. Entraron a él una noche por casualidad, y ya después siguieron dándose cita allí.

La gran parte del público que concurría a este centro era extranjero, notándose mayoría de franceses.

Esta nacionalidad, que se distingue por sus rasgos expansivos, llenaba las amplias salas del Café con su charla ruidosa y su franca hilaridad.

Se oía un clamor incesante, formado por los cuchicheos de los parroquianos, el rodar de las fichas del dominó sobre el mármol de las mesas, el juego del chaquete; ruidos confusos del cliente que pide algún servicio y el mozo que grita para satisfacerlo, formando al combinarse, ese murmullo especial de los Cafés que va en ráfagas recorriendo los ámbitos de la sala para volver más lánguido luego renovado por el eco, y perderse finalmente en la bulliciosa algazara que surge de nuevo por todas partes.

Era uno de los primeros días de Junio, y sin embargo, la atmósfera era allí pesada y tibia por la aglomeración de hombres y el humo que despedían los cigarros.

El grupo que formaban nuestros jóvenes, sentados en torno de una mesa, era de los más bullangueros.

Sonoras carcajadas con que a menudo matizaban su conversación, atraía hacia ellos las miradas de los parroquianos que ocupaban las mesas vecinas.

Todo denotaba en ellos contento y alegría. Los pesares de la vida no habían aún impreso su sello de dolor sobre aquellas frentes tersas ni apagado la brillante claridad de sus ojos curiosos y atrevidos. Pisaban el dintel de la risueña juventud y rebosantes de salud y mágicas esperanzas caminaban hacia el porvenir tejiendo ilusiones para orientar su planta en el sendero de la vida. Ninguna necesidad imperiosa los ataba al presente y no tenían aún conciencia de los grandes dolores que reserva la existencia, en pequeños o grandes lotes, al pobre ser humano en su tránsito por la tierra. Sin embargo, se quejaban; pero sus lamentos eran efecto de dolores reflejos que sus imaginaciones asimilaban haciéndolos propios. El llanto estaba de moda y la literatura en boga concurría a dirigir los espíritus por esas pendientes enfermizas. Cuando hablaban de libros recordaban siempre, con especial agrado, a la Dama de las Camelias, a la María de Isaacs y al Werther de Goethe.

Estos libros, que pugnan en todo sentido con la lógica a que responden las necesidades del organismo humano, no son más que puñales envenenados con que hombres de indisputable talento hieren a mansalva el corazón inocente de la juventud.

¡Ah! ellos buscaron con insomne afán en los aquelarres del vicio la figura esbelta de Margarita Gautier.

¡Vano anhelo!

Las pasiones humanas obedecen en su desenvolvimiento a leyes tan fijas, como las que regulan la marcha de los astros en el infinito de los cielos.

Los sentimientos nobles languidecen y se atrofian, como los vegetales, cuando el elemento no les es propicio y se ven forzados a pugnar en tierra estéril.

Es la batalla por la vida o la lucha por la idea, en que predomina la especie más fuerte o la pasión más estimulada.

Es también la acción refleja, porque un miembro enfermo desconcierta con su nociva influencia al organismo entero.

Más de una vez creyeron estrecharla entre sus brazos, engañados por la ansiedad de un ideal que se reflejaba en los contornos de cualquier forma femenina; pero el tiempo y los hechos hacían que la abnegada Margarita desapareciese como azulada espiral de humo que desvanece ligera ráfaga de viento, y entonces habiendo caído la venda de los ojos, por desgracia siempre tarde, los jóvenes se encontraban con la hipócrita ramera que había secado sus ilusiones y acabado con su salud y su dinero.

¡A buena parte iban a buscar sentimientos elevados! Tristes mujeres que han roto los vínculos nobles que ligan en la tierra, sin un ideal que ilumine su sendero, agobiadas por la ignominia y habiendo quemado las naves en la isla fangosa del vicio, ¿A qué pueden tender sino a explotar con besos y caricias mentidas?...

También creían que Efraín era el mismo Isaac, ignorando que este era un honrado padre de familia, que lo pasaba muy bien al lado de su esposa y rodeado de sus hijos.

Compadecían a la sentimental María, y no contentos con esto, pretendían resucitarla al amoldar a sus ideas la imagen de cualquier jovencita que les halagaba la vista.

Ignoraban que la ausencia de un amante no es causa suficiente para hacer morir a una joven.

Ciertas necesidades del organismo cuando no son satisfechas por sus medios naturales, producen perturbaciones más o menos graves. Según el temperamento respectivo y los estimulantes que encuentra, se ha observado que la abstinencia en las solteras produce clorosis, anemias, tisis y muchas otras enfermedades que sería inútil consignar aquí.

Esto es evidentemente muy triste y acusa imperfección o injusticia en el sistema social, pero al fin es un hecho: es así que por comparación deductiva podemos suponer que no fueron causas morales sino puramente físicas, horribles protestas de la naturaleza humana contra las leyes que la sofocan, las que llevaron a la tumba a la amorosa y gentil María.

Con este ideal en la cabeza se creían perdidamente enamorados de cualquier sirvientita, y si la observaban hablando con otro, sentían un desencanto sin nombre.

La sociabilidad argentina, formada de medios tan complejos y tan antagónicos, retarda esa fusión de aspiraciones nacionales que es la nota que predomina en sociedades verdaderamente constituidas. El espíritu de asociación no ha anudado todavía los elementos humanos que caminan segregados y sin una ruta determinada. Es por esto que la vida es tan subjetiva, lo cual se observa en nuestra juventud, que peca por sus dotes negativas de expansión.

José y sus compañeros, aunque conversaban a menudo de asuntos íntimos, llevaban en sus cerebros un mundo de anhelos secretos que recíprocamente se ocultaban. Muchas veces sucedía que los cuatro estaban interesados en una misma joven, y como no lo decían ni venía tampoco un hecho práctico a poner de manifiesto la gestación de estas ternuras, caían de continuo en melancólicos ensimismamientos, y cuando reaccionaban, la humillación de un deseo no satisfecho los llevaba a murmurar de las mujeres en general. Hablaban entonces a impulso de un rencor secreto y como si continuaran en el diálogo la conversación íntima que cada uno de ellos había mantenido consigo mismo.

Llamaban perjuras a todas las mujeres y pensaban que tenían un ideal, lo cual no obstaba para que ellos fueran infieles a cada paso con ese fantasma seductor que crea el primer despertar de los deseos.

Cuando sus espíritus se encontraban en ese estado, leían con supremo deleite las páginas de Werther, la apología más grande que se haya hecho jamás del suicidio.

Así, esas tiernas almas empezaron a debilitarse aprendiendo que hay una puerta falsa para escapar en la vida de cualquier contrariedad.

El trasporte del primer momento no les permitía razonar.

Goethe era para ellos el autor predilecto, y sin embargo, nunca les pasó por la mente que tan elocuente abogado del homicidio de sí mismo muriera de senectud y ¡amando aún la vida!...

-Pero, ¿qué estamos haciendo aquí? -dijo de pronto Guillermo, que era siempre el más impaciente de todos.

-Esperemos un momento, a ver si se desocupa una mesa -contestó José.

-¡Bah! estamos frescos.

-Ya la he pedido.

-Juguemos entre tanto un dominó.

-Ese es juego de viejos.

-A las damas, entonces: el que pierde sale.

-Me aburre mucho. Mejor es que vamos a otra parte. De todas maneras si queremos jugar al billar tendremos que esperar a que amanezca.

-No tanto. ¡Mozo! -gritó José.

Cuando apareció éste le preguntaron si todavía tardaría mucho en llegar el turno que les correspondía.

-Son los terceros -contestó el interrogado.

-¿No ven? -continuó Guillermo, y los que están jugando parece que recién empiezan.

-Bueno -dijo Juan Diego-, vamos a otro Café.

-Sucederá lo mismo -replicó Guillermo.

-¿Qué quieres que hagamos, pues?

-Vamos a recorrer la costa.

-¡Ya está!

-Habló el crápula -dijo Andrés, rompiendo el silencio en que se había mantenido.

-¿Y por casa cómo andamos? -le contestó Guillermo.

-Pues como quieran -dijo Juan Diego.

José estaba anhelante y hacía esfuerzos supremos para ocultar su emoción.

Hasta entonces no había pisado una sola vez la morada ostentosa del vicio y el libertinaje.

No obstante, estaba al corriente de todo.

Las conversaciones de sus amigos lo habían iniciado en estos secretos impúdicos y sentía cierta humillación de que fueran a descubrir que jamás había estado en una casa de tolerancia. Por esta causa se encontraba intranquilo. Tan cierto es que la virtud se avergüenza allí donde dominan ideas impuras. La vanidad en la juventud es la que produce estos lamentables contrasentidos. La moda está en ser vicioso y el ascendiente que se cobra siguiéndola en este funesto sentido precipita a todos en la fatal pendiente. Adolescentes hay que afirman haber padecido una enfermedad venérea sin que jamás la hayan sentido. El predominio de influencias malsanas genera estas aberraciones morales. Parece que faltara valor para sostener las ideas de virtud.

¡Cuántos jóvenes no son héroes del libertinaje a la fuerza!...

José, ya más de una vez, había negado la verdad, que tanto honor le habría hecho, asegurando que conocía esas horribles casas que sirven de refugio a las impúdicas rameras.

Sin embargo no había hecho más que pasar por el dintel de ellas y observar con mirada recelosa la tétrica puerta de fierro.

En otras ocasiones había pasado por las pocilgas en que se asila la prostitución clandestina, y al sentirse chistado, su cuerpo entero habíase estremecido de una manera extraña.

Después había seguido perplejo algunas cuadras, pero era sólo su persona la que se alejaba: su pensamiento mantenía fresco el eco lúbrico de las voces insinuantes de las prostitutas. Trasponía calles, cruzaba plazas y seguía atormentando a su oído el acostumbrado «adiós, mi hijito» o «¡adiós, buen mozo!».

Esto le producía estupor tan grande que degeneraba luego en un desasosiego continuo.

Su curiosidad estaba, por consiguiente, intensamente avivada.

Tenía fiebre por conocer un lupanar.

Hizo entonces un esfuerzo, y para evitar que lo supusiesen un joven afeminado o pusilánime, que es lo que más temía, dijo con voz que se esforzó por hacer tranquila:

-Tanta discusión por una zoncera: aquí no hay ningún marica: vamos todos.

-Eso no -replicó Juan Diego-, alguno puede tener miedo.

Los cuatro rieron y salieron del Café.

Fueron a dar una vuelta por la calle de Florida, y después de vagar casi sin rumbo, se dirigieron hacia la calle de Temple, por indicación de Guillermo.

Al pasar la calle de Suipacha empezaron sus tentativas por penetrar a una de las tantas casas de tolerancia que existen en ese radio; pero estas fueron infructuosas porque como eran cuatro no les permitían la entrada.

En vano Guillermo se afanaba por despertar confianza recordando sus visitas anteriores.

-No se puede; hay mucha gente -contestaba secamente el rufián, mostrando su innoble figura al través de los hierros de la puerta.

El joven en su capricho llegó hasta la súplica. Al cabo, convencido de que perdía su latín, cambió de tono, dio con el taco unos formidables golpes a la puerta, que repercutieron en el interior lúgubremente, y retirándose, llenó de injurias al rufián. Este ni siquiera replicó. Estaba acostumbrado a recibir esa lluvia de flores de labios de la juventud.

-¿Qué hacemos ahora? -dijeron a un tiempo José y Andrés.

-Seguir -replicó vivamente Guillermo-: en alguna parte nos han de dejar entrar.

-Mi opinión -dijo Juan Diego, el estudiante de medicina-, sería ir a comprar cohetes y arrojarlos al zaguán.

-No -dijo Andrés-, es exponernos tontamente a que nos lleven a la Comisaría.

-Pero es preciso hacer algo -gritó incomodado Guillermo.

-Pues vamos a lo de Luisa.

-Caramba, queda muy lejos.

-Tiene razón Juan Diego -contestó Andrés-, allí nos conocen y nos dejarán entrar.

-En marcha, pues.

Siguieron por la calle del Temple y doblaron por Artes, conversando a grandes voces.

-Nos han de creer muy flanelas, dijo a la sazón Guillermo, cuando en ninguna parte nos dejan entrar.

-No es eso -replicó Andrés-, es que nos encontramos a primeros del mes y todos los empleados andan con dinero.

-Tiene razón -agregó Juan Diego-; los primeros del mes, y los sábados, en que cobran los cajistas y una gran infinidad de gremios, no es posible andar por estos pagos.

José, entre tanto, callaba, ignorando ciertamente al punto donde se dirigían.

Conversando así, llegaron a la calle de Corrientes y bajaron por esta hasta Libertad.

-¡Alto! -dijo Juan Diego-, y los cuatro se detuvieron en la esquina-. Vean -siguió-, lo mejor que podemos hacer es que vayamos dos primeros: iré yo con José, y luego de un rato, tú, -señalando a Andrés, con Guillermo.

-Vayan, entonces.

Se separaron, y al poco rato los dos entraban en uno de los tétricos zaguanes de esa calle.

El rufián dejó ver su cara de Iscariote al través de los hierros de la reja.

-¿Se puede entrar? -preguntó Juan Diego.

-Hay mucha gente.

-¿Qué no me conoce? -agregó el joven.

-¿No son más que ustedes? -y al decir esto el rufián se empinaba sobre sus pies, como para ver si había otros agachados en la parte inferior de la puerta, que era compacta.

Fastidiado por estas pesquisas, el estudiante se decidió por llamar a Luisa.

Entonces se les franqueó la entrada, y el cerrojo volvió a correrse. Podía decirse de aquella siniestra puerta que eran las fauces hambrientas del vicio que tragaba sin misericordia a la incauta juventud.

Cayeron nuestros jóvenes a un patio estrecho y regularmente alumbrado. Para andar había que tomar algunas precauciones, porque varias plantas interceptaban a trechos el camino.

¡A José lo sobrecogía extraño estupor! No se daba cuanta de lo que tenía, pero algo le pasaba. Se sentía mal.

Quedó algo alelado a unos cuantos pasos de la puerta de fierro.

-¿Qué haces? -le dijo Juan Diego-: por aquí; ven -y se dirigió a la entrada de la pieza que cuadraba el patio. La puerta estaba abierta, y aunque se percibía alegre rumor de voces no se veía nada a causa de que interceptaba la vista un espléndido cortinado.

José siguió a su compañero.

Iban ya a entrar, cuando los dos se detuvieron al sentirse chistados. Dieron vuelta y se encontraron con una pareja que salía del brazo de uno de los cuartos de la casa.

-¡Ah! ¿eres tú, María? -dijo riendo Juan Diego-. ¿Cómo está? agregó, reparando en el compañero. No se conocían ni de nombre, pero se saludaban por haberse encontrado en varios burdeles.

María era una joven húngara que chapurreaba muy mal el español. Guillermo la prefería, y como siempre lo veía con el estudiante, lo había llamado para preguntarle por qué no venían juntos.

Juan Diego apartó la cortina y entraron los cuatro.

La sala estaba llena de jóvenes high-life. En el centro de la habitación había una mesa ricamente tallada y con piedra mármol, atestada de copas y botellas, que por momentos se renovaban.

Era este uno de los filones de la casa. Tenían las rameras su consigna: inducir a beber a su clientela para ganar con el expendio de los licores o incitar a la Venus por medio de Baco.

Juan Diego se puso a conversar con varias mujeres y José se sentó algo apartado en una butaca.

En el extremo opuesto del salón estaba una flaca compatriota de Lord Byron; esa noche no había llegado, sin duda, ningún gentlman y estaba vacante: tan estirada y quieta aparecía en su asiento que semejaba un rígido cadáver. De pronto alzó su rostro demacrado y apercibió a José, al cual, sin duda, reputó fácil presa. Fue a buscarlo, y cuando estuvo delante de él le dijo:

-¿No pagas una cerveza?

El joven la miró y no supo qué contestar.

-¿Qué dice el buen mozo? -agregó la inglesa con tono que quiso hacer insinuante, y como viera que José se dejaba cortejar sin protesta se le sentó en las faldas, cruzó su brazo descarnado por el cuello del joven y le dio un beso.

José quedó consternado, pero su vanidad lo obligó a no rechazar a la impúdica mujerzuela: desde que entró se había encontrado violento al sentirse aislado: por lo demás no hacía sino imitar a la mayoría de los otros, que también sostenían su carga sobre las rodillas.

Hizo un supremo esfuerzo por aparecer tranquilo, tragó saliva, se compuso la voz con una tosecita provocada y empezó a dialogar sobre tonteras y a averiguarle el nombre a su escuálida compañera.

En ese momento penetraron Andrés y Guillermo.

-¡Muy bien! -dijo el primero divisando a José-. Te felicito, Emma.

Este se envalentonó con la presencia de sus amigos. Estaba fastidiado con la inglesa y ya aquel medio empezaba a enardecerle la sangre. No atendía a su compañera por mirar a una española trigueña que tenía al frente y que por lo bajita engañaba en su edad, al punto de parecer una niña.

Se le ocurrió un chiste y tuvo el valor de decirlo:

-¿Sabes -le dijo a Andrés-, que he hecho un gran descubrimiento?

-Vamos a ver.

-Es muy sencillo: que Emma no pertenece al orden de los mamíferos.

Los que estaban cerca festejaron la chuscada con grandes risas y la pobre Emma preguntó azorada:

-¿Qué dicen?

Al fin comprendió que reían de ella. Entonces despechada abandonó a José, diciéndolo con voz desabrida:

-¡Bruto! muy bruto.

Los jóvenes, entonces, se acercaron adonde estaba Juan Diego.

A la sazón este mortificaba con pullas de mal gusto a una llamada Irene. Tenía esta su parte en la casa. Muy trigueña, tanto, que podía pasar por mulata. Era la única hija del país que había allí. Los libertinos de Buenos Aires la consideraban mucho, porque por su intermedio se ponían al habla con todo el gremio de las grisetas. Podía decirse de ella que era el teléfono del vicio. Su actividad no precisaba media hora para organizar los elementos necesarios a una orgía y pocas criadas y niñeras resistían a las seducciones de sus ofrecimientos. Como táctica para estar con todos bien hacía gala de una gran mansedumbre de carácter. Aun en ocasiones que se irritaba sabía velar su encono felino con una palabra moderada. Su experiencia de muchos años en el infame oficio que ejercía le había enseñado que a la juventud se la lleva a cualquier parte con halagos y zalamerías.

Por esto limitó su réplica a las cargantes expresiones de Guillermo, con estas simples palabras

-¿Cuándo dejarás de ser chichón?

Irene estaba casi relegada a la pasiva. Los jóvenes no le hacían caso, pero ella arreglaba muchas cosas y en diferentes ocasiones hacía de patrona. Con todo, no dejaba de hacer su conato para que se la convidara con una copa de cerveza o de oporto. Pero ella también tenía sus días buenos. Cuando caía, como gallina en corral ajeno, un estanciero o algún comerciante medio tosco o tímido, Irene lo abordaba.

Los mismos jóvenes ya sabían esto. No bien descubrían un ejemplar de esta familia lo clasificaban haciendo correr esta voz que los ponía de excelente buen humor:

-Un marchante de Irene.

La que dirigía la casa se llamaba Luisa, pero todos la designaban impropiamente con el nombre de Madama.

Luisa tenía un aspecto honesto, a tal punto engañan las apariencias en el mundo. Revelaba en sus actos mucha energía y los jóvenes hasta cierto punto la respetaban. Caminaba y daba órdenes con majestuoso desenfado. Su vestido de costumbre, en invierno, era de terciopelo negro, algo suelto y de gran cola y por todo adorno una golilla blanca al cuello. El peinado que usaba era bastante sencillo, sin embargo que no descuidaba los bucles de su cerquillo.

Iba y venía por el interior de la casa y luego que encontraba las cosas a su agrado entraba al salón, donde se sentaba y empezaba con su pesado latín a predicar a los jóvenes que fuesen razonables y buenos muchachos, o en palabras más claras, que dejasen allí la salud y el dinero.

Tenía bastante quehacer: llevaba en un libro cuenta aparte a cada asilada: ella las surtía de trajes y todo lo que les era necesario y cada tres meses les entregaba el saldo, si es que resultaba, lo que no siempre sucedía, porque las explotaba sin misericordia: en el haber de cada prostituta, solo se acreditaba la mitad del dinero que ganaba: la otra parte ingresaba directamente a la caja de la madama por gastos de alojamiento y comida. Ella, también, inspeccionaba celosamente al cocinero y revisaba las cuentas del mercado y de otros consumos. De cuando en cuando hacía una visita a la sala reservada. Esta pieza era la primera de la casa y estaba lujosamente amueblada. Tenía su destino especial. En ella se recibían a las categorías y a los hombres casados que deseaban correr la tuna sin ser notados. ¡Ah! si esas tupidas cortinas y esos lujosos muebles pudieran hablar, qué historias tan chuscas y tan tristes, a la vez, nos podrían contar. ¡Cuántos que en el carnaval social usan el disfraz de Catón, habían allí arrojado la careta, para presentarse con la sensualidad de Alcibíades!

Hacía rato que la madama faltaba de la sala general, en la cual estaban nuestros jóvenes. Por esto, sin duda, reinaba alguna confusión y algunos se estaban permitiendo serias inconveniencias.

-Vamos -dijo Juan Diego, dirigiéndose a Guillermo-, haz sonar el dientudo.

-Tienes razón -contestó este- y fue a sentarse al piano.

Empezó con una cuadrilla, que aprovecharon algunas parejas.

Las prostitutas, en general, son muy afectas a la danza, y para la época del carnaval no pierden baile de máscaras. También es cierto que concurren a los teatros con el objeto de encontrar dueño por una noche. Sin embargo, no pierden ocasión de dar una vuelta y en las casas de tolerancia donde no hay piano hacen que el organista toque desde la calle.

La algazara subía de tono en la sala.

En ese momento se presentó Luisa.

-A ver, franelas -dijo-, ¿a eso vienen acá? -y se dirigió fríamente al piano, apartó a Juan Diego, el cual la rogaba los dejara bailar, y haciéndose sorda a todas las súplicas, cerró el instrumento y se guardó la llave, diciendo:

-Esta noche no hay música.

-¡Pero, madama!

-No, no puedo consentir que vengan a pasar el rato aquí sin hacer nada: ya saben que no quiero franelas, y si no van al cuarto a pasar visita, no les voy a permitir que vuelvan a entrar.

-Eso no lo dirá Vd. por mí, replicó cínicamente el que había acompañado a María, la húngara.

-No, lo digo por estos -y señalaba un grupo de jóvenes pálidos, en cuyas miradas lúbricas podía medirse toda la intensidad de la audacia que los animaba.

Parece que esta proclama surtió algún efecto, pues al poco rato se perdieron de la sala algunas parejas.

-Y Vds. ¿qué hacen que no siguen el ejemplo? -preguntó Luisa a nuestros jóvenes.

Cada uno de ellos tenía una compañera al lado y José sostenía una animada conversación con la pequeña española, que lo excitaba a cada momento con repetidos besos.

-A su tiempo maduran las uvas -replicó Guillermo.

-Tomemos algo, muchachos -propuso Juan Diego.

-Hombre, es cierto: a mí todavía no se me ha quitado el frío que nos chupamos en la bocacalle. Opto, pues, por un punch.

-Venga el punch -dijo Andrés.

-¿Y tú, José? -preguntó el estudiante.

-También.

-¿Y Vds., princesas, qué van a tomar?

Se decidieron las cuatro por el punch, pero de oporto, y los jóvenes pidieron para ellos de cognag.

Después que vaciaron las copas Guillermo se fue con la húngara. Juan Diego no tardó en seguirle. Entonces Andrés llamó aparte a José y le dijo que llevase a su compañera y que si no tenía dinero él pagaría.

El pobre joven estaba demasiado aturdido y demostró deseos de retirarse.

Su amigo lo disuadió y convinieron en seguir el ejemplo de Guillermo y Juan Diego.

-¡Galleguita! -dijo Andrés.

La joven fue hasta el umbral de la puerta donde estaban ellos.

-Llévate a este -le dijo.

La diminuta española se cogió con la izquierda de un brazo de José y con la otra mano recogió la larga cola de su vestido.

Entre tanto, la madama veía estas desapariciones con una satisfacción tan grande que se ponía de excelente buen humor. Y la sala quedaba por momentos casi vacía, hasta que volvía a animarse con la charla equívoca de las prostitutas que regresaban, para tornar enseguida, a poner en subasta, fríamente, sus ajados encantos.

Al cabo de media hora estaban ya de vuelta en la sala nuestros jóvenes. Charlaron aturdidamente fraternizando con los demás que se hallaban allí presentes. Parecía que se encontraban bien en aquella atmósfera, y la tranquilidad que revelaban ponía de manifiesto la relativa ignorancia que tenían de las jornadas traspuestas en el sendero del vicio.

Ellos que tenían un concepto elevado de la patria y del amor y cuyos corazones eran bien inclinados, latiendo en sus pechos, con noble espontaneidad, al primer llamado de los grandes sentimientos, ¿cómo era posible que descendiesen tanto hasta ir a revolcarse en la inmundicia?

¿Qué aberración era esta?

¡Quién les hubiese dicho que estaban al borde de un horroroso abismo, y que cada una de esas noches de equívoco placer, repercutirían tal vez, formando eslabones el dolor, hasta inocentes vástagos del futuro, degenerando al fin una familia entera!...

La madama dio el vuelto sobre el dinero que habían entregado los jóvenes y repartió una lata a cada una de las prostitutas.

-¿Pongámonos en retirada? -dijo Andrés.

-Es muy temprano -contestó Guillermo.

-Vamos a lo de Amalia, entonces -propuso Juan Diego.

-Mejor sería cenar antes -replicó Guillermo.

-Arreglaremos eso en la calle.

-Pues, vamos -Se despidieron y la galleguita besando a José le dijo:

-¿Cuándo volverás, mi hijito?

-Pronto.

-Bueno, adiós.

Al llegar a la puerta de fierro tuvieron que esperar un poco a causa de que un tropel de jóvenes pretendía entrar, entre los cuales había algunos barulleros a quienes Luisa negaba, hacía tiempo, la entrada.

Sucedió lo de siempre. Cansados de suplicar arremetieron la puerta a patadas. Uno de ellos que venía provisto de cohetes, arrojó una gruesa con la mecha encendida. Entonces dispararon temiendo a la policía. Los cohetes al explotar repercutieron lúgubremente en el interior de la casa y muchas rameras se asomaron en paños menores a la puerta de sus cuartos para imponerse de lo que sucedía.

El rufián, algo tarde, se decidió por abrir la puerta, y aunque su pie era enorme consiguió sólo apagar muy pocos, reventando los más debajo de sus piernas.

Nuestros jóvenes salieron.

La calle hormigueaba de libertinos. Era aquello la procesión del vicio. Desfilaban por las aceras jóvenes de buenas familias, dependientes de casas de negocio, grupos de italianos cantando y jornaleros ya ebrios, y de trecho en trecho, hombres bien vestidos recatándose en la sombra, esquivando encuentros, con el pañuelo en la boca, hasta que se decidían y penetraban con paso ligero a uno de los antros.

Las prostitutas que tenían cuarto a la calle abordaban a los transeúntes con infinita audacia y otras los chistaban desde la ventana.

De cuando en cuando, se oían disputas, imprecaciones, palabras soeces o esas eternas patadas en las puertas, que producía un ruido seco y destemplado.

Al llegar nuestros jóvenes a la bocacalle se encontraron con la pandilla que había prendido los cohetes. Todavía festejaban la acción, mientras disponían un nuevo avance a otra casa.

Desde allí se observaban los reflejos que salían de los focos de luz que alumbraban los zaguanes de las casas de tolerancia. Era una vislumbre mortecina que se perdía en rayos opacos al fundirse en la sombra de la calle. Al resplandor de esta penumbra se veían deslizar los bultos humanos, y aquellas casas malditas, con sus pinturas oscuras, se elevaban altaneras al proyectar sus siluetas en las tinieblas de la noche, como desafiando a la moral; vomitando a ratos, todas ellas, jóvenes que antes tenían algún pudor en el alma y seres que entraron con salud, realizando así la espantable acción de contaminar a las masas con el terrible azote de la sífilis, que empieza por la degeneración del tipo humano y concluye aniquilando el temple moral de las sociedades, que ruedan entonces al abismo.

José se encontraba fuera de todo equilibrio. Eran pocos sus nervios para tantas emociones. No salía de su estupor y su moral trastabillaba. Recordaba a la galleguita, el piano, el tapiz rizado, las cortinas, los espejos, el arreglo de los asientos, el lujo de las meretrices, y más se confundía y abismaba cuando pensaba que todas esas mujeres sin conocerle lo tuteaban, se le sentaban en las faldas y lo cubrían de besos.

Sentía una impresión parecida a la que le produjo el primer vaudeville que presenció en el teatro francés.

Al fin se decidieron por dejar la cena para más tarde y se dirigieron a lo de Amalia. Era esta una mujer de la misma índole moral de Irene. Flaca, de color cobrizo y como de treinta y cinco años de edad. Su cinismo pasaba el límite de toda degradación. Desde muy joven se había arrastrado por el fango más corrompido de la crápula, consiguiendo al último una torpe fama en los cuarteles.

Era la Mesalina de la tropa, y por la respectiva comisión se encargaba de proporcionar queridas a varios oficiales.

Había tenido sus alternativas de pasable bienestar y miseria suma.

Alma pequeña, su carácter estaba envenenado con la ponzoña de la acritud, y ya ningún acontecimiento en su vida, por venturoso que fuese, conseguiría que se refrescasen en las fuentes del bien sus marchitos y podridos sentimientos. Entre las mucamas que había sonsacado para explotarlas en el tráfico del libertinaje, se contaba una preciosa joven, hija de italianos.

Un tipo soberbio de hermosura. Morena rosada y con unas copiosas trenzas castañas que le llegaban al talle.

Esta desdichada se llamaba Josefina y estaba de moda entre la juventud. Amalia la había vendido infinidad de veces, y ya algo gastada, y no siéndole posible exigir los mismos precios, se había decidido a abrir una casa clandestina de tolerancia, llevando a ella a la joven y a varias otras.

Amalia podía estar rica, pero tenía un querido, al cual profesaba una adhesión de perro. Este era un compadrito, sin profesión y que tenía el vicio del juego.

Amalia no recibía más que a sus conocidos o a los que presentaban estos: vale decir, casi, la juventud entera de Buenos Aires.

Nuestros jóvenes llegaron a la casa. Estaba cerrada. Guillermo golpeó en los vidrios de la ventana.

-¿Quién es? -dijo una voz, que el joven reconoció.

-Abre, Josefina -dijo.

Esta les abrió y nuestros cuatro conocidos penetraron a la sala.

La casita estaba muy mal alhajada.

Los muebles eran escasos y viejos y las mismas mujeres que se encontraban allí vestían sencillamente. A primera vista parecía aquella la morada de una familia pobre y honrada; tal es la condición de la pobreza, que a estas equívocas interpretaciones se presta.

-¿Y dónde está Amalia? -preguntó Juan Diego.

-Adentro -contestó Josefina.

El estudiante, como si estuviera en su casa, pasó al segundo patio.

En la cocina encontró a Amalia. Estaba preparando la cena. Encima del fogón humeaban dos cazuelas; y sin duda cediendo a ciertos resabios de cuartel, había colocado en medio del piso de la cocina la parrilla, en la cual se asaba una gorda pierna de carnero. Puesta en cuclillas Amalia, acomodaba las brasas revolviéndolas con un pequeño fierro. Con las yemas de los dedos pulgar o índice de la otra mano apretaba un cigarrillo de papel, alzando los dedos restantes como si los tuviese baldados. A ratos se encendía el asado y ella apagaba las llamas soplando con la boca.

-¿No me convida, amigaza? -gritó el estudiante haciéndose notar.

Amalia se restregó los ojos, escupió y dando manotadas al aire para ralear el denso humo que despedía el trozo de carnero, alzó la vista y dijo:

-Hijo de perra, ¿habías sido vos? andá pa la sala que ya voy.5 Levantó la parrilla y con una espumadera echó sobre el fuego bastante ceniza y luego volvió a colocarla.

-Ya está -dijo-; así no se quemará y lo comerán caliente las muchachas.

Fue a la sala, donde ya estaba Juan Diego, y dijo:

-Muchachas, vamos a merendar; mientras, pueden Vds. esperarnos -agregó dirigiéndose a los jóvenes.

-Yo no tengo ganas -dijo Josefina-; más tarde tomaré algo: vayan Vds., -y siguió conversando con José, que la tenía al lado.

Este había olvidado ya a la galleguita. Josefina le había producido una vivísima impresión. Al principio fue una simpatía y más tarde un imbécil apasionamiento.

La joven estaba corrompida hasta el tuétano, pero rememoraba sus primeras protestas cuando era seducida de niña y representaba con bastante éxito su papel de víctima, tejiendo embustes y falsos candores.

Cuando la preguntaban su edad, afirmaba que tenía veintiún años y había, sin embargo, cumplido treinta.

Tenía también su capricho: un joven, oficial peluquero, que muy poco trabajaba y que le llevaba hasta el último centavo de sus ganancias. Este, poco aportaba por la casa y más se veían fuera. Sin embargo, cuando se encontraba allí, Josefina no le prestaba atención especial y lo dejaba para atender a sus amantes de un momento. El cínico peluquero no se incomodaba por esto. Dejaba hacer, y no sin gusto, a veces, ante la perspectiva del dinero.

Por espacio de muchos meses, José fue asiduo visitante de Josefina. Esta le había tomado algún apego. Se sentía enferma y abatida. A solas tenía exacerbaciones crueles. El peso de su ignominia y su entero desamparo la agobiaban como si tuviera encima una lápida mortuoria. Entonces veía con dolorosa lucidez su situación. Se la despreciaba, ¿por quién? por unos miserables que ella despreciaba más, que habían venido a solicitarla con sollozos de lujuria y que luego de satisfechos sus brutales deseos, abreviaban los momentos para salir fuera o ir a escupir a la calle. Hacía comparaciones, y creía con toda convicción que daba más de lo que recibía. Ella siquiera, se mostraba siempre amable y tenía el cuidado de enjuagarse la boca, en cambio que sus brutales amantes loe arrojaban su aliento fétido y la rozaban con sus carnes sucias sin consideración de ninguna clase.

Tarde, muy tarde, se apercibía la infeliz de que el fango en que se había ido hundiendo le llegaba al cuello.

Al principio todas fueron flores. Fue admirada, agasajada, llevada en palmas y en carruaje. Hubo días en que los regalos que recibió representaban una fortuna. Sus amantes de la víspera, altamente colocados, no la conocían ahora. Otras jóvenes, bellas y frescas, la habían suplantado, y ella descendía hora por hora. El modesto empleado, había venido a relevar al acaudalado señor, y en ciertos días, en que el dinero escaseaba, tampoco había titubeado en entregarse a un roñoso changador.

Andrés, Guillermo y Juan Diego se habían empeñado en una fastidiosa discusión filosófica.

José, atraído por las dotes de seducción que desplegaba Josefina, no tuvo valor para negarse a acompañarla cuando esta le propuso pasar a su pieza.

-Que te vaya bien, valiente -le dijo Andrés.

Salieron, y los tres jóvenes, cambiando de conversación, empezaron a hablar de Josefina.

-Sí, es cierto que es muy bonita; pero ya está muy ajada: lo que la salva es que tiene mucho arte para componerse.

-Dicen que ha estado varias veces muy enferma -agregó Guillermo.

-Cómo no -replicó Juan Diego-: hay días que tiene los ojos inflamados, y eso no es mas que una reliquia.

La conversación tuvo que suspenderse, porque en ese momento volvían las prostitutas de la cena.

Una vez en el cuarto, José pudo mirar mejor a Josefina, porque había más luz. Notó al momento que los párpados de su nueva amiga estaban bastante irritados y que tenía la vista algo cansada.

Sin embargo, esto en parte servía de encanto a la joven, pues la misma necesidad que tenía de acercarse para ver a la persona con quien hablaba le daba un aire comunicativo, lleno de confianza y que le hacía aparecer sumamente cariñosa. Por esto, sin duda, siempre salen bien en las lides de amor las mujeres sordas y las miopes.

-¿Qué tienes en la vista? -no pudo menos de preguntar José.

-Un aire que me dio hace algunos meses: no me atendí y me embroma algunos días -contestó Josefina con naturalidad.

No tardaron en volver a la sala. Allí prodigó muchos cariños a José: la entraña de su orgullo se sentía conmovida al ver que un joven lleno de vida se ofuscaba por ella. En esos momentos que se desesperaba al ver su rápido descenso, una adhesión desinteresada como esta, era como un bálsamo que aquietaba la fiebre de sus temores. Se propuso sostener la conquista y lo consiguió. El incauto joven se dejaba acariciar y creía en los embustes de la corrida mujerzuela. Un día que entró José la vio abrazar al peluquero de un modo que nunca lo había hecho con él. Era después de una reyerta en que la joven creyó que iba a ser olvidada y su estúpido afecto había desbordado en explosiones de cariño. Cuando quedaron solos, José, lleno de celos, la reconvino diciéndola que amaba más a otros.

Josefina lo compuso con muy pocas palabras:

-Mi hijito, a ti te quiero más que a mi vida, pero es preciso ser política con todos, y le prodigó sus más ardientes caricias.

Otras veces le daba la buena a José por querer regenerarla, y en la efusión de su afecto la decía:

-¿Por qué no riñes con tu pasado? Podías alquilar una pieza en una casa de respeto y sacar costuras; yo te ayudaría al mes con quinientos pesos y haría el sacrificio de no verte.

-Mi hijito, yo no quiero explotarte: deja no más y no te aflijas hay tiempo -agregaba forzando una sonrisa alegre- tengo veintiún años, dentro de dos dejaré la vida y haré algo de lo que me dices porque estoy juntando algún dinero.

Como siempre mentía Josefina, porque en vez de ahorros tenía deudas.

En cuanto a que no quería explotar a José era cierto: estaba tan encaprichado el joven que habría hecho cualquier sacrificio por atender un pedido que le hubiese hecho Josefina. Sin embargo, esta le había regalado varios retratos suyos y un relicario con unas hebras castañas de su pelo, prohibiendo a José que retribuyese estos recuerdos, porque según decía, les quitaría todo valor, y parecería entonces que se los había vendido.

No hacía lo mismo con Guillermo, al cual vendía caros sus favores: cierta ocasión por acompañarlo en un paseo al Tigre le había cobrado mil pesos y siempre lo importunaba para que le regalase algo, y el joven cedía por hacer alarde de vana generosidad: era un misterio, de dónde sacaría dinero para tantas parrandas y tantas cenas.

Los jóvenes se aprestaron para retirarse.

-Me duele la cintura -dijo Josefina, ya en el zaguán, porque iba a abrirles la puerta.

Amalia que la oyó, le contestó desde el rincón de la sala, donde estaba agazapada como lechuza:

-¡Ah! maulita, aprende de mí que no me quejo: si eso es ahora, ¿qué te sucederá dentro de diez años?

Los jóvenes salieron y la puerta volvió a cerrarse. Más tarde concurrieron algunos militares y las prostitutas recién pudieron recogerse al alba. Josefina antes de apagar la luz se lavó los ojos con un cocimiento que sacó de la cómoda, y después, recostándose en la cama, vació algunas gotas de un frasco en una cucharita de café y alzándose el párpado del ojo izquierdo las dejó caer. Igual operación repitió con el otro ojo. Entonces, recién apagó la luz. A esa misma hora concluían de cenar nuestros cuatro conocidos. Por mucho tiempo no llevaron otra vida: de la ocupación al Café, del Café al vaudeville y del vaudeville a la casa de tolerancia.

José, ese joven tímido que hemos visto penetrar por primera vez a lo de Luisa, llegó a ser el más audaz y despierto de los libertinos.

Las malas compañías, la falta de relaciones íntimas con familias honorables, su educación, sus pocas ocupaciones, la absoluta libertad para ausentarse de su casa, las bebidas y los alimentos excitantes, los espectáculos y las lecturas, lo habían improvisado hombre antes de tiempo, y como las plantas que crecen viciosas al calor artificial del invernáculo, sus sentimientos y actividad, que la imaginación agigantaba llenando de fiebre su organismo, abrieron brecha, como corcel desbocado, en el sendero que las circunstancias dejaron libre a su expansión.

Él y sus compañeros no tardaron en ser salpicados por el lodo infecto de enfermedades degradantes con que la inflexible naturaleza castiga todos los torpes desenfrenos.

Juan Diego recetaba y Andrés procuraba los remedios.