Los días fueron sucediéndose unos a los otros, iguales y monótonos para la generalidad de los personajes que hemos presentado.

Fuera de los episodios vulgares y de escaso interés que cada sol presencia en los hogares, nada que importe un cambio radical de posiciones llegó a suceder, hasta que un suceso imprevisto vino a colocar a Dorotea en brazos de un amante.

Entre tanto, el pequeño José, cumpliendo la ley de su desarrollo, crecía rápidamente.

Las relaciones de Dagiore con su mujer habían seguido siempre tirantes, como que el interés era el único agente que las mantenía a flote. No obstante, en los últimos tiempos estos míseros vínculos se habían aflojado casi por completo.

Este resultado era inevitable, y más temprano o más tarde, tenía fatalmente que producirse.

Es la terminación lógica de todas las uniones desproporcionadas.

Los inconvenientes que trae la vida íntima, esas tristes reyertas que vuelven la casa un verdadero infierno y que encuentran pábulo para producirse en la cosa más mínima eran función casi diaria en la casa de Dorotea.

Si las aspiraciones de los dos esposos, ya que no su educación, hubieran guardado algún equilibrio, podrían haber esperado un porvenir más tranquilo, cuando la edad y la experiencia, calmando sus desatinados rencores del presente, los hubiese vuelto más suaves y tolerantes. Pero ellos no se hacían ilusiones al respecto.

Miraban hacia polos opuestos.

La familia se había aumentado en este intervalo con dos nuevas niñas.

Los gastos de la casa, por consiguiente, habían crecido.

Dorotea había exigido una mucama, y no se cansaba de repetir que la casa era pequeña para tanta familia.

Muchas veces hacía compras sin consultar a su marido. Cuando los acreedores iban a cobrarle a este, la escena que se seguía entre los esposos no podía ser más chocante y asquerosa.

Ahora Dagiore la reñía por todo. Era que se iba cansando de ella. La posesión por un lado y por otro que Dorotea no usaba con él ninguna coquetería, habían traído este desenlace. La joven tenía la conciencia de que valía más que su esposo, y suponía, por esto, que sería eterno su ascendiente. Jamás se cuidaba de su persona delante de él.

En los momentos que este, por la mañana, tenía necesariamente que pasar a su lado, no se preocupaba de arreglarse: andaba sin corsé, con una enagua de color, la cara sucia y el pelo alborotado. Cuando salía, perfectamente peinada y con la cintura bien ceñida, Dagiore no la reconocía. No era esa su mujer, la que él conocía y había tocado tantas veces. El polvo de arroz, las pequeñas botitas de taco alto, el traje tan lleno de modas y su sombrero repleto de plumas y flores, no eran, a la distancia, suficiente estímulo para reavivar la llama del deseo, que ya casi se extinguía en el corazón del fondero.

Sin embargo, a veces solía decirle en alguna de sus disputas:

-Tú eres una mujer fea para tu marido, que te da todo y te haces bonita y te compones para mostrarte a los de la calle.

En medio del insulto, se veía no obstante cruzar como un relámpago los antiguos celos de Dagiore. Después, repetía por milésima vez sus maldiciones sobre el lujo, y ese odio profundo que tenía a las tiendas.

Su amor no estaba extinguido del todo: muchas veces quiso poner en orden los asuntos de su casa y dijo a Dorotea que si consentía en volver por poco tiempo a la Fonda, serían después felices, porque podría ahorrar para comprar el Hotel, esa idea que jamás abandonaba, que era su manía y su sueño dorado.

Dorotea le preguntó, con mucho descaro, si se había vuelto loco para hacerle semejante proposición; hasta rió de la ocurrencia, pero como poco después la discusión se agrió, ella dijo terminantemente que sólo muerta la podría llevar a la Fonda.

Todo su orgullo se sublevó; evocaba los recuerdos de lo que había sufrido allí su amor propio y en el ridículo que caería ante el barrio tornando a su antiguo género de vida.

Fue entonces que el fondero se convenció que le sería imposible ahorrar un solo medio si las cosas continuaban de ese modo.

No sabía qué hacer. Jamás como entonces se había arrepentido más de su casamiento.

Se resolvió a ahorrar a todo trance. La avaricia concluyó por predominar en su alma vulgar arriba de todo otro afecto.

Pensó que los hijos costaban mucho y que al nacimiento de cada uno de ellos, Dorotea había ido aumentando considerablemente los gastos. Quiso cortar por lo sano, y resolvió no tener más hijos.

A veces, pasaba semanas sin ir a su casa, quedándose a dormir en la Fonda.

Había ordenado terminantemente a su mujer que no hiciera el menor gasto, amenazándola con no reconocer ninguna deuda que contrajera.

Decía que era bastante con pagar la casa y enviarle la comida, como de costumbre, dos veces al día en una vianda.

Respecto a las demás provisiones necesarias en el hogar, determinó que siempre que faltaran se las mandasen pedir. No quería que su mujer hiciese ninguna compra ni que manejase un centésimo de su peculio.

Dorotea, bastante orgullosa de por sí, aceptó con valor la nueva situación: sacó costuras de la tienda de sus padres y con esto tuvo para hacer frente a los pequeños gastos en los primeros tiempos.

La idea de no tener más hijos, aunque parezca mentira, halagó bastante a Dorotea.

Sus continuos embarazos, y después, el cuidado que demandaban las criaturas, la privaban de pasear con la frecuencia que ella deseaba.

Una noche vino Dagiore con un pretexto y se quedó: él traía su idea: su mujer le habló como si nada hubiera pasado entre ellos; necesitaba recursos para cambiar su traje por uno a la moda que inauguraba la nueva estación de invierno.

A la hora de recogerse, Dagiore le hizo algunas caricias. Ella lo rechazó con un ademán suave y dijo:

-¿Para qué? ¿No hemos convenido ya no tener más hijos?

Él entonces con torpe franqueza, le dijo que había medios para no tenerlos sin abstenerse de los goces que procuraba el matrimonio.

Sacó un papel de su faltriquera, lo desdobló y empezó a hacer las más cínicas indicaciones respecto de un medio, por desgracia, bastante generalizado, y que reprueban a la par la naturaleza y la moral.

Así este cretino familiarizaba con el vicio y la impudencia a su esposa, dándole torpemente instrucciones para que se entregara al libertinaje sin temor ni desconfianzas.

A medida que iba hablando de este asunto, prorrumpía en tremendas carcajadas.

-De este modo -agregaba-, se la componen los franceses para no pasar de tres hijos. Un francés me decía el otro día que en su tierra, de cien matrimonios, diez apenas cuentan más de tres niños. Eh, nosotros los imitaremos y nos pararemos en los tres que tenemos: ¿no te parece?

Dorotea fue débil y aceptó; pero cada día se sentía más hastiada de su marido: nunca le había encontrado tan mal olor, y algunas noches el tufo del ajenjo y de la caña la obligó a desviar con asco el rostro.

Cuando Dagiore venía en ese estado, era precisamente cuando se mostraba más exigente.

Una noche que la esposa no cedía, hubo una reyerta tremenda: Dagiore empezó a pegar bárbaramente a su mujer; esta, sin desconcertarse mucho, buscaba una salida para escapar, y entre tanto, iba arrojándole los muebles y objetos que encontraba al paso, sin dejar por esto de dar grandes voces de socorro.

Las gentes del barrio habían salido a las puertas y los transeúntes se detenían con gran curiosidad.

Infinitos y diversos comentarios se hacían en cada grupo.

Por la esquina se decía que un loco había entrado armado de un puñal, y en otra parte que era el marido que había encontrado juntos a los amantes y que los estaba asesinando.

Dos vigilantes habían acudido al ver el tumulto de gente: llegaron hasta la puerta de calle, pero no se atrevían a entrar: esperaban para esto un refuerzo o que se presentara el oficial de servicio en la sección: sus pitos estridentes daban mayor magnitud al escándalo. Así las cosas, cuando acertó a pasar un Mayor del ejército: no titubeó un momento, sacó un revólver y entró, ordenando a los vigilantes que le siguieran. En el tercer cuarto encontró a Dorotea, que puesta de espaldas sobre unos muebles caídos le oprimía Dagiore la garganta con una mano, pegándole brutalmente con la otra.

-¡Así se pega a las mujeres, miserable! -dijo el Mayor, entrando, y sin dar tiempo a que lo viera le pegó con el revólver por la cabeza.

Dagiore, furioso, quiso darse vuelta para defenderse, pero al Mayor se le había ido la mano: trastrabilló un poco y cayó al suelo desmayado. Entonces la casa se llenó. Todos querían ver lo que había sucedido. Llegó el 2º Comisario, y lo primero que ordenó a los vigilantes fue que hicieran despejar la casa.

Mientras estos se ocupaban de atender a Dagiore, el Mayor había cargado a Dorotea y sentándola3 en una silla. Estaba muy pálida y temblaba.

El Mayor no tenía ningún antecedente de ella, pero al verla tan bonita se alegró de su aventura y de haberla socorrido en momento tan oportuno.

-¿Por qué la pegaba a Vd.? -preguntó con tierna solicitud.

-Es muy malo -contestó Dorotea todavía algo alelada.

-¿Pero quién es él?

-Mi marido.

-¡Ese su marido! -exclamó con sorpresa el Mayor.

Dorotea, entonces, alzó la vista y lo miró por primera vez.

Era el Mayor un lindo hombre: alto, delgado y de una fisonomía alegre y despierta: su tez estaba tan cuidada que a un chusco se le hubiera ocurrido preguntar en qué campañas había ganado sus grados: su pelo castaño ensortijado estaba muy bien peinado, y de vez en cuando se lo enjopaba introduciéndose la mano con los dedos abiertos: usaba bigote y pera, que acariciaba a cada momento, y especialmente cuando hablaba.

Con sus ojos oscuros, que siempre se mostraban audaces, envolvió a Dorotea en una mirada tierna y sensual.

Ella bajó la vista confundida.

-¿Está Vd. mal? y yo que no me he comedido a ofrecerle un poco de agua... pero es que no sé dónde puede haber. Voy a buscar...

Al levantarse tropezó con la niñera, que asomaba la cabeza por debajo de una cama, donde intimidada se había refugiado al comenzar el escándalo.

-¿Qué haces tú ahí? -preguntó el Mayor. Ven para acá... ¿No sales? ven, porque de lo contrario te voy a sacar más que prontito; ya no hay nada: no tengas miedo, zonza.

La chica se decidió a salir de su escondrijo y se allegó al Mayor toda revolcada y haciendo mohines de desconfianza.

El militar al verla se echó a reír.

-Vaya con tu figura: hasta telarañas tienes en la cara. Díme: ¿tú eres de la casa?

-Sí, señor.

-¿Qué pitos tocas aquí?

-¿Cómo?

-¿Qué haces aquí? ¿Eres parienta de los dueños de casa?

-No, señor: soy niñera de los niños.

-Si eres niñera, claro es que ha de ser de niños: y bien ¿cómo te llamas?

-Clara, señor.

-Bueno; vaya Vd., doña Clara, a traerme un vaso de agua.

Salió la chica y entonces se acercaron, hacia donde estaba Dorotea, el Mayor y el 2º Comisario de la sección.

Tomó algunas declaraciones el funcionario y dijo que iba a ser preciso que los dos pasaran al siguiente día por la Comisaría.

-No hay necesidad de tanto -dijo el Mayor-; la señora ha sufrido bastante e injustamente, para que le den más dolores de cabeza. Si Vd. va a la Comisaria yo lo acompaño.

Dorotea le envió una mirada de gratitud.

-Pierda Vd. cuidado, señora, que todo se ha de arreglar -contestó este-: le hemos de ahorrar a Vd. todos estos trabajos: en caso necesario prometo a Vd. que veré al Jefe de Policía, con quien tengo mucha relación.

-¿Y mi esposo? -aventuró a decir Dorotea.

-Lo he remitido preso a la Comisaría.

Recién, puede decirse, que volvía el equilibrio a los sentidos de la joven. Era como el despertar de un sueño doloroso. Pronto se dio cuenta acabada de todo y una obsesión de pecho la acometió al ver la repercusión que había tenido el escándalo.

Miró hacia el lado en que había caído Dagiore, y vio algo que la hizo estremecer: se levantó, y como movida por un resorte fue hasta allí; se inclinó, y al ver que no se engañaba, y que grandes manchas de sangre enlodaban el pavimento, dio un grito de horror y se puso a llorar.

Quiso ir a la Comisaría pero el Mayor se opuso.

Entonces ella le recomendó mucho a Dagiore, agregando en su inocencia que lo perdonaba, y que si era posible, le dejasen volver a su casa, que ella lo curaría.

-Pero Vd. se expone -no pudo menos de objetar el Mayor.

-No: mi marido es bueno, pero es que había tomado un poco el pobre, y como no acostumbra...

-En fin, veremos: yo volveré más tarde a informarla de lo que haya hecho.

Se despidieron y el Mayor salió con el 2º Comisario. En la puerta estaban dos vigilantes, que no dejaban entrar a nadie.

Su jefe los relevó de esa guardia, y entonces la casa se llenó de amigas de Dorotea, que ardían en deseos de verla y hablar del suceso, el cual ya había revolucionado al barrio, dando tema a las vecinas ociosas para murmurar una semana entera.

Libre así por un momento, Dorotea, encontró un vacío grandísimo en medio de todas las emociones que había recibido; pensó en sus hijos y entró en gran cuidado: después recordó que las dos pequeñas habían ido con la mucama a visitar a doña Margarita.

Fue a buscar a Clara para preguntarle si había visto a José.

Tomó la vela y salió al patiecito por la última pieza. En la cocina encontró a los dos.

-¡Mi hijo! -gritó la madre, inundándolo de lágrimas y caricias.

-¿Qué hacías aquí? -preguntó sin dejar de besarlo.

-Estaba ahí escondido entre el carbón -contestó por él la niñera.

-¿Y qué hacías? -volvió a interrogar Dorotea.

Entonces el niño contestó tartamudeando y visiblemente conmovido:

-Yo... tenía miedo... y rezaba para que tata no te matara...

Aquí hizo explosión el cariño de la madre: cargó a su hijo y fue así a la sala, donde ya estaban muchas vecinas hablando entre ellas como si estuvieran en su propia casa.

Todas se sorprendieron de que Dorotea no tuviese un solo rasguño en el rostro: por suerte todos los golpes habíalos recibido en el cuerpo, no siendo ninguno de ellos de consideración: sólo una pierna empezaba a dolerle algo, sin duda efecto de algún choque sobre un mueble, porque ella no recordaba nada.

En medio de la conversación, y haciendo esfuerzos por dar respuesta a preguntas imprudentes y enojosas, la imagen del Mayor no la abandonaba.

Era un recuerdo que la hacía gozar y sufrir al mismo tiempo.

Cuando recordaba las manchas de sangre sentía una espontánea aversión hacia el Mayor; pero luego su pensamiento reaccionaba al oír los elogios que de él hacían sus amigas.

La opinión entre las mujeres era unánime para fulminar la conducta de Dagiore, y cuando recordaban la comportación del Mayor no tenían palabras para encarecerla, diciendo a Dorotea que le debía una gratitud eterna, porque tal vez le era deudora de la vida.

-¡Ah! -decía una vieja del barrio- ya lo creo, si los hombres cuando se enfurecen no saben lo que hacen: ese joven, que dicen es el Mayor Paz, yo no lo conozco, así he oído decir en la calle, se ha portado como un caballero: él no sabía a quién iba a defender ni el peligro que corría: se conoce que es un hombre valiente y de muy buenos sentimientos.

Todo empezaba a concertarse para que la galantería del Mayor encontrase el terreno preparado.

Así, creándosele una atmósfera de héroe, Dorotea se interesaba cada vez más por él: una dulzura infinita corría por todo su ser, cuando en la conversación oía que la decían:

-Ha sido su salvador.

Este «su salvador» la hacía transportar el pensamiento a las novelas, de que estaba saturada su inteligencia en desquicio. Al fin veía realizado en parte uno de sus sueños.

No pensaba adónde la arrastraría esta aventura. Se abandonaba solamente en la suave caricia de su ilusión presente.

Una hora después volvió el Mayor.

-¿Qué han hecho de Dagiore? ¿Cómo sigue? -preguntó Dorotea.

-¡Oh! todo se ha arreglado perfectamente. Hasta de la multa lo ha relevado el Comisario. En cuanto a su herida no es nada. Se ha curado en una botica y no siente dolor alguno. Después que estuvo allí lanzó, y esto lo hizo mucho bien. Está muy arrepentido, y hasta conmigo se disculpó, dándome la mano cuando el Comisario le dijo que estaba en libertad. Allí se le amonestó muy seriamente al salir, y entonces dijo, que tenía tanta vergüenza de lo que había hecho, que iba a ir derecho a dormir en la Fonda.

-Es mucho mejor -dijo la vieja que antes había hablado.

-¡Pobre! -agregó compasivamente Dorotea.

-Pues no faltaba más -replicó indignada la primera: con arrepentirse no la va a sanar a Vd. del susto y de los moretones que le habrá dejado.

Dorotea, en la efusión de su gratitud, dio repetidas veces las gracias al Mayor, por su conducta para con ella, y al despedirse le regaló un ramito de flores, no atreviéndose, como era su deseo, a ofrecerle la casa.

El Mayor, no dándose por entendido de esta omisión, dijo que no sería esa la última vez que habían de verse.

Al darle la mano se la oprimió fuertemente, y Dorotea, olvidando las conveniencias, le devolvió el apretón, sin saber lo que hacía, y entregándose fatalmente a un sentimiento poderoso o incontrastable que sentía nacer en ella.

Al recogerse esa noche quiso pensar algo juicioso, pero su pensamiento, irritado por tan contrarias emociones, no podía seguir con método el encadenamiento de una idea. Estaba aturdida. Empezaba un monólogo y terminaba por hacer castillos en el aire. Y siempre el Mayor allí. Su retina lo había copiado una vez y para siempre. Lo sentía adherido a su alma. Se embriagaba en el recuerdo de su voz simpática. Recordaba sus posturas, su aliento cálido que le había abrasado el cuello cuando la cargó; y más que todo, ese uniforme, que tan adorable lo hacía en su concepto.

Es en efecto, el traje, una de las cosas que más seduce a las mujeres en el hombre.

Cada mujer tiene sus ideas al respecto, fruto de la educación y la costumbre, la más de las veces.

Hay unas que se mueren por los hombres que visten trajes claros, a otras les agradan los que van con pantalón y levita negros. Una dama que mantenía relaciones con un amigo nuestro le pedía en sus entrevistas que se pusiera un frac del esposo burlado. Averiguando este la causa de semejante pretensión, su bella amante le hizo la confidencia de que así lo amaba más, porque le recordaba los deseos y los abrazos que había sentido toda su juventud en los bailes. Una acción de placer o dolor arrastra consigo el recuerdo de mil pormenores independientes del drama que desempeña la pasión, pero luego se eslabonan y forman un todo homogéneo. Así por ejemplo, el jazmín nada tiene que ver con el amor, pero si un amante al reclinar su frente en el seno de su amada percibe la fragancia de esa flor delicada, y luego a solas y preocupado con otras ideas la misma esencia llega a herir su olfato, sentirá reavivados sus deseos, y el recuerdo de su gentil compañera vendrá a refrescar su frente con un nuevo soplo de ternura.

Lo mismo le había sucedido a Dorotea con el vistoso uniforme del Mayor. No teniendo el gusto educado se ofuscaba de alegría ante la vista de los objetos de relumbrón. Los cordones y el oro del kepí, habían conseguido despertar del fondo de sus ensueños, episodios casi olvidados de mil novelas... de costumbres sólo inventadas por la fantasía de sus autores.

-¡Ah! no -se decía de pronto, espantada de ver las concesiones que hacía su pensamiento al amor que empezaba a dominarla-; ¡Dios mío, Dios mío! pero él dijo que iba a volver: ¿me llegará a amar? quién sabe si su corazón no está ocupado: ¡ah! pero yo lo atraeré y se convencerá que nadie podrá amarlo como yo: no, es una locura, yo debo olvidarlo.

Y en estas transiciones se dormía, para despertar al poco rato sudorosa y agitada.

La pasión la había sacado de quicio.

Después de la una de la madrugada ya no pudo conciliar el sueño. Un insomnio lleno de zozobra la puso febriciente.

-Pero si yo no lo conozco -pensaba: y luego desfilaban por su recuerdo sus antiguos pretendientes: el doctor Ferreol, a quien había desairado, y Catay, que aún la incomodaba con sus desvergonzadas incitaciones: hasta evocaba la memoria de los piropos que conquistaba en sus andanzas callejeras, que aunque siempre rechazaba con orgullo, le creaban un ambiente de lisonja que aspiraba con indecible fruición, a cuya influencia concebía más alta idea de su personalidad y su belleza.

Volvía a saturar su imaginación con los calores tibios que los deseos de los hombres emanaban siempre a su paso.

Pensaba que nadie había sentido ni imaginado el amor como ella.

No pudiendo resistir el lecho, lo abandonó muy temprano. Se vistió coquetamente y fue a ver el espectáculo que ofrecía la calle, mirando al través de las persianas de la sala.

El movimiento bullicioso de la mañana, que no estaba acostumbrada a ver, la sorprendió mucho: no podía comprender cómo había gente que madrugara tanto. Le parecía una cosa absurda. Entre tanto, los ruidos de la calle seguían su estrépito desconcertado.

El eco de estos murmullos penetraba en ráfagas por la ventana de Dorotea y ella se sentía aturdida en medio de esta vocinglería que no acababa. Seguía a una mucama hasta donde se lo permitían los obstáculos de la reja, la dejaba allí y volvía a pasear su vista con otra que regresaba. Veía que muchas se paraban a conversar; varias lo hacían en la vereda de su misma casa. La curiosidad entonces la obligaba a prestar atención, pero pronto se fastidiaba al ver que no se comunicaban más que cosas de ningún interés. Vivían en otro mundo; no había nada de común entre ella y los viandantes: por esto le parecía que sus palabras no tenían calor ni sentido: en la actividad universal, seguían sus pasiones o instintos, corrientes opuestas: también ella, sin caer en cuenta, era indiferente para todo ese mundo que desfilaba ante su ventana. En medio de esta constante renovación de gente, pudo observar algunos cuchicheos de amor. Sirvientas que encontraban sus amantes y que concertaban, tal vez, un punto de reunión para la noche. Se identificó en estos cuadros, los anhelaba, los descubría y terminaba por envidiarlos.

-Ellos salen, hablan y se aman -decía-: ¡si pudiera yo tener esa felicidad!

Y su vanidoso egoísmo la hacía pensar que las demás eran libres, que no tenían conocidos ni por qué temer asechanzas o habladurías, en cambio que ella estaba expuesta al deshonor y a la calumnia, si daba el menor paso que hiciese despertar sospechas.

La opinión en que pudieran tenerla sus pocos vecinos, la atmósfera de los cuantos ladrillos que formaban su barrio, gravitaba sobre ella con el peso de toda la humanidad.

A ratos se cansaba de estar en la ventana y se iba a las piezas interiores.

Todo estaba allí sucio y en desorden. Con sus sempiternos sueños de ternura y delicadeza vivía bien, sin embargo, en la suciedad y descuidaba el aseo de sus hijos.

Aparte de uno que otro mueble, que todavía estaba haciendo juego de equilibrio a consecuencia de la reyerta de la noche anterior, era normal en la casa que todo anduviese trastrocado. La única habitación que tenía aspecto decente era la sala. No podía ser por menos, porque siempre permanecía cerrada y no entraban a ella más que las visitas que la dueña de casa consideraba.

Los niños dormían apaciblemente. La mucama arreglaba algo en el comedor y Clara hacía fuego en la cocina.

-Ya va a estar el agua, señora -dijo la chica al divisarla-: ¿sabe Vd. dónde está el mate?

-Deja no más, no quiero ahora.

Se recataba, quería estar sola: cuando iba a la sala cerraba la puerta de comunicación con la pieza siguiente.

Dorotea, si hubiera tenido algunas tendencias al orden, podría haber visto siempre su casita perfectamente arreglada.

Pero si bien no se cansaba de quejarse y renegar, nunca ordenaba nada práctico y juicioso.

La mucama y Clara no se ocupaban más que de entretener a los chicos y de cuidar la casa, porque su dueña, cuando no estaba ausente, se lo pasaba en la sala o probándose trapos delante del espejo.

A cada rato volvía a la ventana.

En los hombres que pasaban creía encontrar las facciones del Mayor Paz.

Hacía grandes esfuerzos por reconstruir en su memoria el rostro entero del militar.

Pero sus esfuerzos fueron vanos. Pensó un momento, con desesperación, que si lo viera entre varios militares no le sería fácil reconocerlo.

Como sucede en la mayoría de los casos, se había enamorado de una idea por mucho tiempo acariciada, de una necesidad, de un perfume, que sin ningún dato, suponía que guardaba en la intimidad de su ser moral la envoltura humana del Mayor.

Estaba perdidamente enamorada del militar y no lo conocía.

Prueban en fisiología que cuando un miembro está atrofiado o no funciona, los otros adquieren mayor desenvoltura y precisión.

Lo propio sucede en la sociedad moderna con las facultades morales.

Mientras el juicio duerme, la imaginación, siempre en juego, alcanza proporciones colosales.

Ella obra sin contrapeso y mantiene a la inteligencia en un eterno espejismo.

Dorotea se engañaba al creer que amaba al Mayor: todo el entusiasmo de su alma se lo prodigaba entero, sin saberlo, a Rocambole, a Romeo, y a toda la caterva de héroes que había conocido en las novelas románticas; esos sempiternos buenos mozos, siempre arriesgados y que con la misma serenidad se baten contra treinta hombres o ascienden una escala, colocada al pie del abismo, para platicar con la reina de sus pensamientos a la pálida luz de la mensajera de la noche.

A eso de las nueve pasó el Mayor.

Práctico en materia de galanteos, reconoció inmediatamente a Dorotea, que estaba en acecho detrás de la persiana. Como había venido por la misma acera, ésta recién lo vio cuando lo tuvo delante.

Dio un grito ahogado de sorpresa y se retiró de la ventana.

-¡Adiós! -le había dicho el militar medio queriéndose parar-: vaya -agregó para sí, siguiendo su camino-; decididamente quiere hacerse desear.

Dorotea quedó enojada de sí misma.

Al principio se había iluminado su razón con un relámpago de buen sentido: un amago de tristeza, una extraña sensación de dolor, algo como un desencanto, experimentó al ver nuevamente al que había ocupado su pensamiento toda la noche anterior.

Lo había desconocido. Pero estas ideas ligeramente bocetadas en su mente fueron reprimidas en el acto por esa sed de emociones que la devoraba.

Se arrepintió de lo que había hecho. Volvió a la ventana y no vio al Mayor. Se desesperó, creyendo que ya no le vería más. Tuvo celos, un mundo de ideas locas, en el espacio de un minuto. Fue ante el espejo, se arregló el pelo, ensayó una sonrisa y una mirada de ternura, se empolvó la cara con el cisne y corrió desalada hacia la puerta de calle.

Estaba realmente hermosa: su saco de mañana la sentaba muy bien; bastante amplio, sus formas apenas se dibujaban, y así entre el misterio incitaban y cobraban mayor prestigio: la fiebre que había sufrido por la noche estaba impresa con profundas huellas en su rostro.

Pálida y con unas ojeras azules que realzaban el brillo de sus ojos, la vio el Mayor aparecer en el umbral en circunstancias que volvía al ataque, cansado de haber estado esperando algún tiempo en la esquina.

El militar la encontró más bella y gentil que la primera vez.

-Señora, tanto gusto de ver a Vd. ¿ha pasado Vd. bien la noche? -dijo saludándola.

-Así; regular...

-Es natural, debe Vd. haber sufrido mucho: ¿pero qué quiere? hay que olvidar y pensar en otras cosas, de lo contrario no se conseguiría un solo momento tranquilo.

Así siguieron conversando un breve rato.

A Dorotea se le oprimía el pecho: momentos antes su entusiasmo desbordaba y suponía a su alma identificada con la del Mayor, y se desalentaba al ver la distancia que ponía de manifiesto las pocas palabras cambiadas.

Es lo que sucede a las personas reconcentradas que viven en un mundo aéreo y en completo ensimismamiento.

También es cierto que nunca los actos de la vida práctica se suceden con tanta rapidez ni son en su expresión tan francos como el pensamiento, y Dorotea en alas de este había ido demasiado lejos.

Estaba tan apasionada que no se le importaba ya que pudieran hablar de las relaciones que empezaba a entablar con el militar. Sabido es que cuando las mujeres se encaprichan, aunque su afecto sea bochornoso tienen orgullo de él, lo alardean muchas veces y cometen mil indiscreciones.

Sin embargo, le disgustaba la conversación en la puerta de calle. Estaba algo violenta, pero el zorro del Mayor no se daba por entendido.

Al fin dijo Dorotea:

-¿No gusta Vd. descansar un poco?

-Si no fuera imprudente la hora: he caminado mucho...

-Entre Vd... espere un poco: voy a abrirle la sala.

Se encontraron solos en la pieza desierta.

El Mayor era un libertino y en lides parecidas había adquirido una audacia de buen tono para abordar a las mujeres.

Nunca había sentido más tranquilidad y confianza que ahora.

Nada lo inquietaba. Se reía de Dagiore y pensaba que si Dorotea se entregaba tendría una querida preciosa y que no le costaría un real.

¿Cómo entonces dejar escapar la presa?

Al principio la situación de ambos fue violenta. Se dijeron cosas insignificantes.

Nubes pequeñas que velaban el juego de sus deseos no tardaron en disiparse.

El Mayor se hizo el exaltado, se sentó a su lado y le tomó una mano.

De concesión en concesión se fue muy lejos.

De pronto asaltaron a Dorotea extraños temores.

Pidió al Mayor que se fuera porque podría comprometerla demorando más tiempo.

Fue menester que le rogaran mucho para que se decidiera a evacuar la plaza.

Aprovechó de la ocasión y empezó con grandes exigencias.

Quería ganar la batalla en la primera escaramuza.

En su afán la tuteaba y pedía a Dorotea que hiciese lo mismo: más tímida esta no podía adaptarse a una transición tan brusca.

Al despedirse se hicieron mutuos juramentos de amor eterno.

Toda encendida Dorotea y anudándosele la voz en la garganta por la emoción que la embargaba, dijo:

-Puede Vd. estar seguro de mi cariño... pero de aquí no pasaremos... no espere Vd. nada más de mí.

El Mayor por toda respuesta la tomó con ambas manos de la cabeza e imprimió en su boca un beso largo y sensual.

Dorotea desmayaba, pero conteniendo los latidos de su corazón rechazó dulcemente los brazos que la oprimían y lo encaminó hacia la puerta.

-¿Hasta cuándo, mi alma? -preguntó.

-Después sabremos, escríbeme, pero no vuelva hasta que yo le diga: váyase pronto: ¡adiós!

El Mayor, muy excitado, se encontró en la calle sin saber lo que le pasaba.

Se acusaba de haber sido demasiado zonzo; luego meditando todo lo que había pasado se llenaba de orgullo y quedaba satisfecho del camino andado.

-Es mía, es mía -murmuraba para sí-: no tengo la menor duda: tal vez sea la primera vez que va a caer y por eso tiene miedo: diablo; ¿o tendrá otro amante? De cualquier manera, lo desbanco... ¡y qué bonita es!

Así pensaba, y todo le salió a medida de sus deseos.

Fue el amante de Dorotea y la dominó como mejor quiso.

Tenía que suceder: el terreno estaba preparado y sólo faltaba la ocasión.

El Mayor distaba mucho de ser un héroe o una figura verdaderamente interesante: no pasaba de ser una de tantas vulgaridades que nacen porque nacen y viven porque viven.

No fueron sus insignificantes dotes de seducción las que perdieron a Dorotea: hay microbios también en la atmósfera moral, y el espíritu de Dorotea estaba impregnado de ellos.