Zumalacárregui/X
X
Entró un ayudante con despachos que debían de ser urgentes, porque el General se aplicó a leerlos con avidez, y la conferencia fue interrumpida.
«Si vuecencia necesita despachar, o quiere recibir a alguien -le dijo el clérigo-, en la antesala aguardaré hasta que se me ordene.
-Sí, hágame el favor».
Retirose Fago a la sala próxima, donde esperaban dos hombres del pueblo y algunos militares. No vio ninguna cara conocida, de lo que se alegró, pues no tenía gana de andar en saludos ni de entrar en conversación. En su aburrimiento se puso a contemplar el adorno de imágenes y estampas de la sala, el cual era tan variado como edificante: un Niño Jesús bien vestidito, un San Joaquín con faldas ahuecadas, y entre ellos una laminota de barcos de guerra peleándose. Corderillos bordados y un retrato de caballero con peluquín y chorreras, y en la mano una carta doblada en pico, completaban el ornato. Extremada era la limpieza de todo, y el piso, de tablas desiguales enceradas, ostentaba un lustre excepcional de días de fiesta. Cuando más solo se creía Fago, sorprendiole el cura, dueño de la casa y patrón del General, llegándose a saludarle con la confianza natural entre colegas. Era un hombre de mediana edad, pequeñín, torcido de cuerpo, de cara feísima, boca gimiosa y risueña, y ojos ratoniles. «¡Pero este señor General, qué poco se cuida de su salud! -dijo de buenas a primeras-. Pidió la comida para las doce, y son ya las dos... Ayer fue lo mismo: en conferencias y visitas se pasó la tarde, y a las seis le servimos el puchero. No gusta de hacer esperar a nadie. Todo el mundo por delante, y él el último.
-Pone toda su atención en los asuntos de la guerra -indicó Fago disimulando sus pocas ganas de palique-, y no se acuerda de las necesidades corporales: es todo espíritu, y su descanso es un continuo trabajar.
-Dios le conserve ese talentazo y esa actividad prodigiosa. Lo mismo se inquieta de las cosas grandes que de las pequeñas. Pero en la guerra, digo yo, no hay nada insignificante. De cualquier futesa depende el éxito; cualquier descuido trae un desastre; en la última piedrecilla tropieza y cae un ejército.
-Es la pura verdad -dijo Fago, teniendo por discreto al cura, que a primera vista le había parecido tonto-. Un General como éste, que sabe su obligación y mide sus responsabilidades, duerme en la almohada de sus pensamientos, y come en la mesa de sus afanes».
El clérigo torcido y feo se frotó las manos; rasgó su boca en una larga sonrisa, señal de que variaba bruscamente de conversación, y dijo estas palabras no exentas de malicia:
«¿Con que ya tenemos en campaña a su señor tío de usted, el gran pastor navarro?
-No comprendo lo que usted dice, señor cura.
-Que ya tenemos de General en jefe de los cristinos y Virrey de Navarra a su tío de usted, D. Francisco Espoz y Mina. ¡Si ya lo sabe todo el mundo!
-Menos yo, que también ignoraba que fuese sobrino de D. Francisco.
-Entonces nos confundimos... ¡Oh!, dispénseme... -dijo el curita estrechándole las manos-. Le tomé a usted por Aquilino, el cura de Elizondo, sobrino carnal de Mina; digo, de su primera mujer. Vaya, que se le parece a usted en la color morena, en el ceño adusto, y en el metal de voz sobre todo. ¿Conque no? Por muchos años. Yo me alegro; porque francamente, como tenemos en contra al gran guerrillero, y hemos de cachifollarlo todo lo que podamos, celebro infinito que no sea usted su pariente. Pues yo, al entrar, le vi a usted y me dije: «¡Hola!, aquí tenemos al curita de Elizondo, enviado por su tío para parlamentar...». ¡Si hasta se ha dicho que Mina se nos venía a casa! Yo no lo creo. Pero, francamente, al ver al cura de Elizondo... pensé: «Tratos tenemos y recaditos. Mina es astuto, éste más. Puede que se entiendan, y unidos los dos, nos traigan en cuatro días el triunfo del Altar y el Trono». Yo discurría con buena lógica... porque... la cosa es clara... usted en Elizondo, a dos pasos de la frontera por acá; Mina en Cambo, a dos pasos de la frontera por allá. «Nada, nada -pensé yo-: el sobrino se ha puesto al habla con el tío, y ahora trae el recado, y luego vuelta a Cambo con la contestación...». Digan lo que quieran, es usted el retrato de Aquilino Errazu, y el General, cuando le vea, le dirá...
-El General ya me ha visto, y no me ha dicho nada de eso».
Con la palabra en la boca se quedó el cura. Fago fue introducido nuevamente de orden de D. Tomás, y éste le dijo, permaneciendo los dos en pie:
«Le doy a usted doce hombres, que escogerá a su gusto, y con ellos se me encarga de una comisión para la cual se necesita arrojo, astucia y actividad extraordinaria. Dígame ante todo: ¿conoce usted bien los senderos de Vizcaya en el límite con Guipúzcoa?
-Los senderos que no conozca los aprenderé al instante.
-Tiene usted que ir a la costa, entre Motrico y Ondárroa. Cerca de esta villa, en un playazo, hay un cañón de hierro, excelente, de a doce, abandonado por el Gobierno cristino. Va usted, lo coge y me lo trae. Cómo se las ha de componer para transportar esa mole, usted verá. Escogeremos soldados que sepan de carpintería, pues será preciso hacer un carro. Piense usted y determine el camino que ha de seguir para transportar esa carga, burlando a las autoridades cristinas, y evitando que la noticia se divulgue. El cañón quiero que esté en Alsasua dentro de seis días. Hoy sale usted de aquí con los doce hombres y ocho onzas para los gastos que se ocasionen. Creo que bastará, aun suponiendo que sea menester emplear parejas de bueyes y pagar algunos jornales. Calculo yo que mis paisanos ayudarán todo lo que puedan sin interés alguno».
Presentado el asunto con tanta sencillez, el General aguardó un ratito la respuesta de Fago, que mirando al suelo parecía meditar en las dificultades de la empresa.
«¿Qué? -preguntó Zumalacárregui impaciente y algo desdeñoso- ¿Cree usted que la cosa es difícil, imposible?
-Nada hay imposible -afirmó el otro afrontando la mirada del héroe-. Si esto fuera fácil, creo que vuecencia no me lo encargaría a mí. Traeré el cañón. Me parece poco seis días.
-Pues sean ocho. Hoy es miércoles. Del martes al jueves próximos estaremos en la sierra de Urbasa. Villarreal se adelantará a la ermita de San Adrián para esperar a usted. Sobre los medios que ha de emplear para el transporte, nada le digo, y lo fío todo a su ingenio, audacia y buena disposición. Construirán ustedes un carro...
-Mejor será una narria...
-Es verdad, narria... y aprovechando estas noches larguísimas... ¿Qué luna tenemos?
-Ayer ha sido el menguante.
-Mejor... Nos conviene la mayor obscuridad. Tenga usted presente que corre el riesgo de encontrar las columnas cristinas de Carratalá, de Jáuregui o de Espartero. En cambio, puede favorecerle la columna nuestra que manda Eraso. Pero le advierto que se ve obligada a operar constantemente, y que tan pronto está en Vizcaya como en Guipúzcoa. Procure usted indagar sus movimientos y aproximarse a ella... Y por último, no necesito encarecer a usted el sigilo, aun aquí mismo. Nadie tiene que enterarse de esto, y los doce hombres que le acompañen no deben saberlo hasta que estén en camino. Sin vacilar escójalos usted guipuzcoanos.
-He pensado lo mismo... En este momento se me ocurre una idea.
-Dígala usted pronto.
-Me basta con ocho hombres.
-Perfectamente... y guipuzcoanos los ocho, conocedores del terreno. Hay dos de mi pueblo, que son capaces de subir a lo alto del monte Aizgorri la torre de la iglesia.
-¿Cuándo salgo?
-Esta tarde. Plaza le arreglará a usted todo... Y no hay más que hablar. Hasta el lunes o martes.
-Mi General... hasta la vuelta.
-Y si me demuestra, con el buen cumplimiento de esta comisión, que aciertan los que ven en usted un hombre de grandes aptitudes para la guerra... ya hablaremos.
-Ya hablaremos -repitió Fago estrechándole la mano-; pero por el pronto ya no se habló más, pues ni uno ni otro eran inclinados a la verbosidad. No salió, no, sin que le asaltara en la habitación próxima el dueño de la casa, oficiosamente expresivo, y con ardientes picazones de curiosidad. Algún trabajo le costó al aragonés sacudirse aquella mosca, y salir a escape hacia su alojamiento. Allí se vio obligado a despistar a Ibarburu, endilgando todas las mentiras que requería la diplomacia, arte en contradicción con la rigidez del Decálogo, y no pensó más que en prepararse para la expedición. Poco después del anochecer salió con los ocho hombres; dejaron en la aldea próxima los unos su traje militar, el otro sus arreos eclesiásticos, vistiéndose de aldeanos vascos, y calzando peales, y a la calladita franquearon la alta sierra para descender al valle donde nace el Oria, por las inmediaciones de Cegama. Eran los expedicionarios gente decidida, honrada hasta la inocencia, fuertes, incansables, buenos como los ángeles en tiempo de paz; en la guerra, dotados de un valor flemático y de una pasividad fatalista, que les hacía de hierro para atacar, de peña para resistir. Dispuso el capellán que se dividiera la cuadrilla en tres grupos para mejor disimulo, y les marcó los sitios y fechas en que debían tomar un descanso de pocas horas; les encargó que evitaran el paso por las poblaciones, deslizándose por las afueras de Villarreal y Azpeitia, y ganando la boca del río Urola para seguir luego por la costa hasta las inmediaciones de Motrico, adonde llegarían al amanecer del viernes. Los que Fago dejó consigo eran dos hermosos ejemplares de raza vasca: el uno, impetuoso y jovial, de cuarenta años, carpintero, natural de Azcoitia; el otro, fuerte y membrudo como un oso, de mucha andadura y pocas palabras, era del mismo Ondárroa. Se le había encargado poner al jefe de la expedición en contacto con dos individuos de aquel pueblo, para quienes llevaba una carta redactada en forma convencional.
Cumpliose con toda exactitud el plan de ida, y reunidos, con diferencia de pocas horas, en el punto designado, encamináronse juntos a Ondárroa por la costa, pues allí no era necesaria tanta precaución. Todo el viernes lo empleó Fago en hacerse cargo de la pieza que los hermanos Ciquiroa le mostraron y en labrar una sólida narria, para lo cual se les facilitó lo preciso en un taller de carpinteros de ribera: tres de la partida se destacaron a Motrico para contratar parejas de bueyes, que debían esperar a media noche en el camino de Garagarza, y la salida de Ondárroa se verificó con yuntas de la localidad, al amparo de personas adictas, tan desinteresadas como discretas. Serían las diez de la noche cuando el cañón fue movido y arrastrado por aquellos arenales, y después por caminos duros, no sin que hubiera que vencer, a trechos, obstáculos y pendientes. Pero la fuerza hercúlea de los ocho expedicionarios y la serena dirección de su jefe, ayudado por los que en la salida arrimaban el hombro al bronce de la causa, salvaron las dificultades, adiestrándose para las mayores que en el resto del camino habían de sobrevenir.