IX

De Sangüesa marcharon los carlistas con su Rey a Lumbier, y sin detenerse aquí más que algunas horas, continuaron en dirección de Aoiz. Temiendo que fuerzas considerables mandadas de Pamplona le cortaran el paso de Zubiri, apresuró Zumalacárregui su marcha, corriéndose por el norte de la capital en busca de su habitual base de operaciones, las fragosidades de Andía y Urbasa. El único hecho militar de importancia, en los días de esta atrevida marcha, fue el combate, desgraciado para los carlistas, entre la columna de Mancho y la división del General cristino Linares: ocurrió muy a la derecha del ejército de Zumalacárregui, en la Foz de Aispuri cerca de la frontera de Aragón. Las ventajas obtenidas en aquellos días por D. Carlos consistieron en la presentación de bastantes oficiales del ejército nacional, perseguidos o postergados por sus opiniones realistas, descollando, entre estas valiosas adquisiciones, la del artillero D. Vicente Reina, a quien recibieron como enviado del cielo. Sólo tres cañones de montaña tenía Zumalacárregui, y como no era fácil quitarle piezas al enemigo, ni menos traerlas del extranjero, daba vueltas en su fecundo magín a la idea de construirlas en el país. A principios de aquel año había sorprendido la fábrica de municiones de Orbaiceta, apoderándose de gran cantidad de proyectiles, que mandó enterrar en diferentes puntos de los enmarañados montes. Lo primero que hizo Reina fue examinar uno por uno aquellos depósitos, y conocidos el calibre de las bombas y granadas, Zumalacárregui propuso al oficial y a un químico navarro, llamado Balda, que le fundieran dos obuses.

Por este tiempo, y hallándose el Cuartel Real y el ejército en el valle de Araquil, tuvo Fago ocasión de tratar a Gómez, que mandaba dos batallones; mozo despierto y valentísimo, a quien, andando el tiempo, había de hacer famoso la audaz expedición o correría que en la Historia lleva su nombre. Por un cambalache de caballos entraron en relaciones, y comieron juntos y merendaron más de una vez. Era Gómez franco y decidor; Fago, taciturno: por esta diferencia quizás simpatizaron. Una noche le mandó llamar a su alojamiento para decirle que sabedor el General de sus aficiones belicosas, por más que de ellas no hiciera alarde, deseaba verle. A la mañana siguiente le designó sitio y hora el ayudante Plaza, y, con efecto, a punto de las diez entraba el clérigo en la casa del cura, donde el guerrero famoso se alojaba. Una horita de antesala tuvo que aguantarse, porque estaban de conferencia el artillero Reina, el químico Balda y dos señores del Cuartel Real. Al fin pasó mi hombre, y fue recibido por Zumalacárregui con severa cortesía, tan distante de la familiaridad como de la rigidez orgullosa. Mandole sentar, le pidió permiso para repasar unos papeles, y después, mirándole fijamente, con aquella atención penetrante que era en él habitual, le dijo: «Amigos de usted me han informado de sus aficiones a la guerra. Déjeme usted ser franco y decirle que los curas armados me gustan poco.

-Y a mí menos, mi General.

-Algunos he tenido muy bravos; pero no los quiero, no los quiero. El soldado es el soldado, y el cura, el cura: cada cual en su profesión... El soldado combatiendo sirve a Dios, y el cura rezando sirve al Rey. ¿No le parece a usted?

-Sí, señor.

-A los que se me han presentado con ganas de pelea, y a los que estaban con Iturralde cuando yo me hice cargo del mando, les he puesto en filas. Unos se han cansado y se han ido. Otros, muy pocos, continúan y son soldados excelentes. Pero no les dejo capitanear partidas volantes, porque tengo para mí que nos afea la causa el espectáculo de Cristo con un par de pistolas.

-Lo que dice vuecencia me parece muy atinado -declaró Fago con fría conformidad-. Pero si así piensa, sírvase decirme para qué me ha llamado.

-Tenga usted paciencia -contestó Zumalacárregui, atravesándole otra vez con su mirada como con una aguja-. Si es muy vivo el entusiasmo de usted por la causa, como me han dicho, quizás encuentre yo medios de utilizar las cualidades que sin duda tiene. El Sr. Arespacochaga me ha dicho que abrazó usted el estado eclesiástico como arrepentimiento y corrección de una vida disipada.

-Es verdad.

-¿Es usted navarro?

-No, señor: soy aragonés, de la Canal de Berdún.

-¿Conoce bien su país?

-En mi país y en todo el territorio de las Cinco Villas no hay rincón que no me sea tan familiar como mi propia casa. La Ribera de Navarra también me la sé palmo a palmo, y la merindad de Sangüesa lo mismo. Del resto de Navarra que he recorrido como cazador o paseante en mis tiempos de mozo, y de la Parte de Guipúzcoa donde he vivido últimamente, sólo diré que montes y ríos me conocen a mí».

Zumalacárregui le observó un rato sin decir nada. Era hombre que oía más que hablaba, y que no gustaba de palabras ociosas.

«Sin el conocimiento práctico del terreno -dijo después de una pausa-, no se puede ser buen militar. Y según mis noticias, que ha corrido tanto por estos vericuetos, debe de conocer hombres tanto o más que a los ríos y montañas... Sr. Fago, yo podría encargarle a usted de una comisión, que no es muy militar que digamos; comisión poco gloriosa, poco brillante, pero que, en las circunstancias presentes, desempeñada con diligencia y sagacidad, nos resolvería un gran problema... Y se me figura que usted sabría prestar este servicio al Rey con el sigilo y la prontitud que el caso requiere... Fíjese usted. No se trata de ninguna empresa heroica, sino de un trabajo modesto, para el cual se necesita paciencia, astucia, honradez, amor a la causa y... valor; también se necesita valor, porque la cosa tiene sus peligros.

-Dígamelo pronto, mi General -replicó Fago, que se abrasaba en impaciencia.

-Pues verá usted: poseemos gran cantidad de proyectiles, de los que cogimos en Orbaiceta; pero nos faltan cañones... Si yo tuviera un par de obuses, no se reirían de mí las guarniciones de las villas de Navarra. ¿Y cómo me las compongo para adquirir esas dos piezas? Se me ha ocurrido hacerlas. Reina y Balda me han dicho ayer, y hoy me lo han repetido, que si les doy metal, fundirán los obuses en la ferrería de Labayén. ¿Pero de dónde saco yo el metal?

-Lo mismo digo: el metal, ¿dónde está? Habrá que extraerlo de las entrañas de la tierra.

-No, señor: hay que sacarlo de las entrañas de las cocinas y comedores de todas las casas de Navarra y Aragón, y el buscarlo y traérmelo es la misión que se me ha ocurrido encargar a usted.

-Comprendido, mi General. Vuecencia quiere que yo haga una colecta de cacerolas, badilas, almireces, aros de herradas, chocolateras, velones, braseros y demás objetos de cobre.

-En cantidad considerable -indicó Don Tomás sin mirarle, trazando con la pluma una rápida cuenta sobre el papel que delante tenía-, porque... señor mío, no me contento ya con los dos obuses, y haré dos piezas de batalla de a ocho, y quizás cuatro... vamos, seis. Crea usted que si conseguimos esto, la campaña tomará otro giro... ¿Qué tiene usted que decir?

-Que se necesitan... no puedo calcularlo... pero creo que no hay bastantes badilas y almireces en Navarra y Aragón para esa obra, mi General.

-¿Pues no ha de haber?

-¿Y ese material, entendámonos, se compra, se pide... o se toma?

-Tráigamelo usted, y arréglese como pueda para obtenerlo. La habilidad del comisionado consiste en reunir metales con el menor gasto posible. En los pueblos adictos hallará usted muchas familias que ofrezcan su chocolatera para fundir los cañones de la Monarquía legítima; otras menos fervorosas darán ese adminículo por poco dinero, y habrá también quien lo niegue... Al que lo niegue se le quita, respetando siempre los conventos y casas de religión... En fin, que la causa necesita artillería, y el país debe proporcionar los medios de fabricarla. El sacrificio no es grande. Que sustituyan, durante algún tiempo, el cobre con el barro. ¿Qué más da?

-Admiro -dijo Fago con profundo respeto-, la energía de vuecencia, la fecundidad de su mente y la firmísima voluntad que aplica a cosas al parecer nimias para llegar a la realización de grandes fines. Lo que yo siento es no poder prestarle el servicio que me propone, no por falta de buenos deseos, sino porque no me reconozco con aptitudes para eso que... no sé si es tráfico de quinquillero, o postulación de mendicante... o algo que requiere mañas parecidas a las de los gitanos.

-Es un servicio de guerra como otro cualquiera; servicio que requiere destreza, habilidad y valor, porque si usted consigue reunir, como es mi deseo, grandes cantidades de metal en las Cinco Villas, y me las trae, fíjese bien, franqueando los caminos carretiles, donde es muy fácil encontrar columnas cristinas, necesitará desplegar cualidades militares que no son comunes. Le daré a usted alguna fuerza.

-¿Cuántos hombres? -preguntó Fago con inmenso interés.

-A ver... dígalo usted... Le advierto que necesito el metal pronto, y que le señalo a usted ocho días, a lo sumo, para traerme los quinientos quintales.

-Pues ponga vuecencia a mi disposición una columna de doscientos hombres.

-¡Doscientos hombres! Es mucho -dijo Zumalacárregui sin mirarle, liando un cigarrillo-. No me vaya usted a salir con una partidita volante que moleste a los pueblos de Aragón sin gran ventaja para la causa. En aquel terreno, figúrese usted lo que tardarían en merendársela los cristinos... ¡Doscientos hombres!... ¿y para qué? Para saquear las cocinas de los pueblos... No me conviene, no. Convénzase usted de que ésta no es campaña de guerrillas, sino de ejércitos: las guerrillas pasaron, señor mío; hicieron su papel en la guerra de la Independencia y en las trifulcas del 20 al 23; pero todo eso está mandado recoger. Los llamados partidarios no llevarán a Su Majestad a Madrid.

-Mi General -dijo Fago con vivísima intensidad en la expresión de su deseo-, deme vuecencia los doscientos hombres, y antes de ocho días pongo en Labayén mil quintales de metal a disposición del Sr. Reina, que ya puede ir preparando los hornos. Las operaciones que en esos ocho días realice yo, dentro del territorio de las Cinco Villas exclusivamente, serán de mi responsabilidad. Quedo obligado por mi honor a presentarme a vuecencia con los doscientos hombres, o con los que me queden, y vuecencia decidirá si sigo o no sigo».

Zumalacárregui le miró como se mira a un loco. Comprendiendo Fago el sentido de aquella mirada, se levantó para coger el sombrero, y se despidió en esta forma:

«Mi General, dispénseme. En la mirada de vuecencia he conocido que le parece disparate lo que le propongo. Con seguridad hallará vuecencia persona más apta que yo para ese servicio de reunir trastos de cobre. Y como no quiero que por mí pierda el General su precioso tiempo, le pido su venia para retirarme».

Púsose en pie Zumalacárregui, y con movimiento pausado y noble, sin perder ni un instante su gravedad, le quitó el sombrero de las manos, diciéndole: «No tenga usted tanta prisa, que aún no hemos acabado. Siéntese usted». Algo había visto en el carácter del aragonés que le agradaba, o que, por lo menos, despertaba en alto grado su interés y curiosidad. Quería, pues, penetrar en el antro de resoluciones atrevidas y pensamientos tenaces que, sin duda, existía detrás de aquella cara de vigorosas líneas, de aquella frente pálida, de aquellos ojos ya fulgurantes, ya mortecinos, como escritura cifrada que necesita clave para su interpretación.

«No le doy a usted los doscientos hombres -dijo D. Tomás poniéndole la mano en el hombro-. Le daré doce nada más, con los cuales tendrá fuerza bastante para otra comisión que voy a proponerle».