Zumalacárregui/II
II
Bien sabe Dios que los que fusilaron al pobre Ulibarri hiciéronlo compadecidos y en extremo pesarosos, cumpliendo a regañadientes la inexorable Ordenanza, que arrancaba la vida a un hombre honrado, muy querido en el país, sin otra culpa que la tibieza que mostraba por la llamada legitimidad, y su amistad con Espoz y Mina, adhesión puramente personal y como de familia. El capitán encargado de la ejecución estaba pálido como un muerto; un soldado se echó a llorar; pero todos supieron cumplir su deber. Con esto, la retaguardia se puso en camino hacia Peralta con una veintena de carros, que cargaban vituallas tomadas en Falces. José Fago, llegándose al muerto, que yacía donde mismo había caído, dijo resueltamente: «Yo no me voy sin enterrarle. Si me dejan aquí, que me dejen. Iré solo al Cuartel Real, y nada me importa que me cojan los cristinos y hagan conmigo lo que habéis hecho vosotros con este santo varón». Hablaba con dos carreteros y tres soldados del 5.º de Navarra, que de fijo le habrían ayudado, si pudieran, en la obra de misericordia. Algunos campesinos viejos, dos o tres ancianas y bastantes chiquillos formaban círculo de curiosidad compasiva en tomo al cadáver. Entre aquella pobre gente hubo alguien que trajo un azadón y una pala de dos picos, que en el país llaman laya, y Fago no necesitó más para cavar la fosa. Las viejas le ayudaban con el azadón, y él se las componía con la laya, hincándola en tierra con el pie y levantando los duros terrones. Ahondando poco a poco, pues su fuerza muscular no era entonces mucha, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y de la nariz y barba goteaban sobre el hoyo. Callaban todos; pero con las lágrimas del cavador creyérase que se exteriorizaba su pensamiento, y que éstos decían lo que la boca no sabía ni podía decir... Y también pudiera creerse que los picos de la laya, al rasgar la tierra y separarla blandamente, hablaban con ella y que salían palabras tristes del rumorcillo del hierro entre los pelmazones de la dura arcilla. Era la misma confesión de antes, repetida, adicionada con nuevos conceptos y explicaciones que debieron decirse y no se dijeron: «Yo no abandoné a Saloma, como sin duda contaron malas lenguas. Fue ella quien a mí me abandonó, señor... y notoriamente lo hizo, movida del miedo que llegaron a inspirarla mis locuras... La culpa fue mía, y responsable soy de aquella desgracia... Yo la quería... la quise más cuando huyó de mí... ¡Ay! si me hubiera muerto entonces, como deseaba mientras iba en su busca, ardería en los infiernos, pues mi alma era el depósito corrupto de todos los pecados mortales que es posible imaginar. Pero Dios quiso salvarme y sanarme en vida, y me sanó, ¡ay de mí!, y, por fin, me ha sometido al purgatorio horrendo de hoy; a ese paso terrible del cual creo salir puro, Señor, enteramente redimido... enteramente sano...».
El hoyo no podía ser muy profundo, porque los carreteros daban prisa, no queriendo dejar rezagado al clérigo del Cuartel Real. Pusieron dentro de la tierra el cuerpo del alcalde, y rezando, Fago y las viejas iban echándole tierra encima. Cubrieron primero todo el cuerpo, que había quedado con alguna inclinación, el tronco más alto que los pies, y cuando ya no se vio más que el rostro, y las lívidas facciones iban desapareciendo tras un velo de tierra, la emoción del capellán fue tan viva, que ni respirar podía ya, y habría caído redondo al suelo si no le sostuvieran dos mujeres del corro. Sin duda el rostro de Ulibarri le hablaba con tiernísimo acento de despedida... «D. Adrián de mi alma -dijo Fago con gemidos, pues las palabras no querían salir-, no la abandoné yo... sino ella a mí... por mi culpa, por mis maldades... Yo le aseguro que no he vuelto a verla...». Diciendo esto, era tal su afán, que habría dado su vida porque el rostro de Ulibarri le hablase, o con un solo signo mudo le respondiese a esta pregunta: «¿Y usted ha vuelto a verla? ¿Sabe usted de Saloma?...». En estas horribles ansias del pensamiento y la voluntad, la cabeza del alcalde fue cubierta, y trabajando todos con ahínco, el hoyo quedó lleno, y cristianamente sepultada la víctima de las horribles leyes militares, obra maestra del infierno. De rodillas rezó Fago sobre la sepultura, y cuando los carreteros le tiraban de los brazos para llevársele, les dijo con desvarío: «Debiera yo ahora convertirme, por divina sentencia, en cruz de piedra, para quedar aquí eternamente clavado sobre esta sepultura». No creyéndose los otros obligados, por razón de su oficio militar, a permanecer afligidos después de enterrado el alcalde, tomaron a broma lo de la cruz, y como Fago se resistiese a seguirles, cogiéronle entre cuatro, y, que quieras que no, a puñados le metieron en una de las galeras, entre sacos y pellejos. Tan turbado estaba el pobre capellán, que apenas se dio cuenta de cómo le cogieron y embarcaron; ni oyó la gritería y los trallazos con que se puso en marcha la cola del ejército para unirse al cuerpo del mismo, que ya había pasado el Arga por Peralta.
Dos guapos chicos aragoneses acompañaban a Fago, tumbados sobre el cargamento de la galera: uno de ellos, manco; el otro, cojo; inútiles de la guerra y auxiliares de ella en aquel servicio de administración, por gusto y querencia de la campaña facciosa. Apenas echó a andar la galera, rompieron a cantar la graciosa rondalla, pues, en verdad, no veían ellos motivo alguno para estar tristes. Hechos a los espectáculos de muerte y a presenciar cuantas atrocidades caben en la fiereza humana, se habían impuesto un júbilo filosófico, la sazón más propia de la clase de vida que llevaban. A cada instante empinaban la bota, y compadecidos de su compañero de viaje, que tumbado iba de largo a largo, descompuesto el rostro, sin más señales de vida que los suspiros hondísimos con que a cada momento echaba el alma por la boca, le requirieron a que bebiese, sin conseguirlo; mas tanto puede la ruda cortesía aragonesa, que al fin, incorporándole uno, aplicándole el otro a los labios el pito de la bota, hubo de reconocer el macilento cura que era bueno meter en su estómago una corta porción de vino. Remediada con éste la extenuación de sus fuerzas, el hombre vio claro en sí mismo; todo en él recobró vitalidad, cuerpo y alma, el pensamiento y la conciencia. Al poco rato pidió que le diesen el zaque y lo empinó, pensando que era improcedente y hasta pecaminoso dejarse morir de tristeza e inanición. Avínose más adelante a comer un poco de pan y medio chorizo, y cuando llegaban a Peralta ya era otro hombre: sus facultades habían recobrado la franca lucidez de otros días; huyeron de su mente las monstruosas quimeras, y vio el trágico suceso de Ulibarri en sus proporciones efectivas, sin que por esta reversión a la realidad fuese menos vivo el dolor que aquel caso le producía. La franqueza hidalga de los dos chicos hubo de comunicársele, y platicaron de la guerra, del buen giro que tomaba para la causa; de la pericia del General y del entusiasmo con que los pueblos recibían al Rey legítimo. De uno en otro tema, Fago hizo recaer la conversación en algo que tenazmente a su pensamiento se aferraba, y dijo a los muchachos:
«El acento baturro muy pronunciado declara que son ustedes de las Cinco Villas, quizás de Ejea de los Caballeros.
-No, señor -replicó el manco, jovencillo muy despierto, como de veinte años-; yo soy de Petilla, lugar de tierra de Sos, y éste es de Júnez, cuatro leguas de mi pueblo. Los dos nos venimos a la faición el mes de Mayo, y lo mismico fue entrar yo en este sirvicio, que me lisiaron en la faición de Muez... ya sabe... y me quedé inútil; pero tanto gusto le tomé a la guerra, que no vuelvo a mi casa hasta que se acabe, si se acaba algún día, y ha de ser cuando arreemos al Rey hasta los mismos Madriles.
-Yo estuve en la cuchipanda de San Fausto, pues, en el mes de Agosto... -dijo el otro-. Maté más cristinos que pelos tengo en la cabeza... Pero en Viana, el 3 de Septiembre, ya sabe... me atizaron un tanganazo en la pierna, y aquí me tiene en la impedimenta, que es muy aburría... En cuanto pueda me vuelvo a mi casa, donde hago más falta que aquí, ridiós... A la guerra le llama a uno el gustico que da, pero también llama la casa, y el aquel de la paz...».
El otro cantaba con voz agudísima y vibrante:
Navarrito, navarrito,
no seas tan fanfarrón,
que los cuartos de Navarra
no pasan en Aragón.
De confianza en confianza, el clérigo aceptó también un cigarro; y empezando a chupar, habló así con sus compañeros de viaje: «Amigos míos, yo les agradecería mucho que me dijesen si en algún lugar de las Villas de Aragón habían conocido a una tal Saloma, o Salomé, que de ambos modos se la llamaba... natural de Miranda de Arga...
-¿Saloma?... ¿Era por casualidad tuerta del derecho?
-Hombre, no; que Dios puso en su cara dos ojos negros, hermosísimos...
-¿Baja de cuerpo y algo cargadica de espaldas?
-Quita allá. No ha nacido cuerpo más gallardo: ni grande ni chico, ni gordo ni flaco, bien repartido de hueso y músculo... ¿Queréis más señas? El habla dulce, el mirar sereno y un poquito triste; cara oval, manos un tanto curtidas, pero de buena forma. Os pregunto si recordáis haberla visto, porque ignoro si vive o muere, y la persona que podía informarme de su destino no se hallaba en situación para referir cosas de este jaez. Me interesa saberlo por puro interés de conciencia, pues si me aseguran que murió, rezaré todos los días de mi vida por su eterno descanso; y si llegara a mí noticia que vive, evitaría cuidadosamente el topar con ella, y pediría a Dios en mis oraciones que la hiciese buena y feliz. Os lo digo con absoluta sinceridad, porque tenéis buen fondo, sois honrados y sentiréis la rectitud con que os hablo de estas cosas».
Procuraron hacer memoria los baturros; mas ninguno de los dos pudo dar referencia exacta de la descarriada moza, y comprendiendo Fago que no era discreto tratar de aquel asunto con gente inferior, recogió sus ideas, las cuales, aun después de confortado el cerebro con el corto alimento, permanecían dispersas. Ejerció presión de voluntad sobre sí, y se dijo: «Serénate, hijo, y mira bien el hábito que vistes, y la mesura a que estás obligado por tu ministerio. El caso inaudito de D. Adrián Ulibarri te ha trastornado la cabeza, y ya es hora de que al estado de perfecto reposo espiritual en que la oración, el estudio y una vida ordenada y pura te pusieron... Medita y calla».