Zumalacárregui/I
I
Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa, Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres ríos: Ega, Arga y Aragón. Bien podría denominarse aquel movimiento procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo llevaba consigo el santo, para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros, al paso, con religiosa y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza, aquí te tomo, aquí te dejo, conforme a la táctica de un ejército formado, instruido y aleccionado diariamente en la movilización prodigiosa, en las marchas inverosímiles, cual si lo compusieran no ya soldados monteses y fieros, sino leopardos con alas. Que éstos llevaban en volandas a la tortuga, no hay para qué decirlo. Mostraban el ídolo a los pueblos, y el entusiasmo en que éstos ardían era un excelente botín de moral política que robustecía la moral militar.
Y mientras realizaba este acto de hábil santonismo, Zumalacárregui no cesaba de combatir, en la boca el ruego, en la mano el mazo. Maestro sin igual en el gobierno de tropas y en el arte de construir, con hombres, formidables mecanismos de guerra, daba cada día a su gente faena militar para conservarla vigorosa y flexible. De continuo la fogueaba, ya seguro de la victoria, ya previendo la retirada ante un enemigo superior. ¿Qué le importaba esto, si su campaña a más del objeto inmediato de obtener ventajas aquí y allí, tenía otro más grande y artístico, si así puede decirse, el de educar a sus fieros soldados y hacerles duros, tenaces, absolutamente confiados en su poder y en la soberana inteligencia del jefe? Atacaba las guarniciones de villas y lugares, tomando lo que podía, dejando lo que le exigía excesivo empleo de energía y tiempo; procuraba ganar las pocas voluntades que no eran suyas, poniendo en ejecución medios militares o políticos, así los más crueles como los más habilidosos, y lo que se obstinaba en no ser suyo, quiero decir, del Rey, vidas o haciendas, lo destruía con fría severidad, poniendo en su conciencia los deberes militares sobre todo sentimiento de humanidad. Movido de la idea, guiado por su prodigiosa inteligencia y conocimientos del arte guerrero, iba trazando, con garra de león, sobre aquel suelo ardiente, un carácter histórico... ¡Zumalacárregui, página bella y triste! España la hace suya, así por su hermosura como por su tristeza.
Ribera de Navarra, Noviembre de 1834.
Gustoso de referir las cosas pequeñas antes que las grandes, anticipo este incidente que la Historia apenas cree digno de una breve mención: «Habiendo llegado a manos de Zumalacárregui un parte oficial en que el alcalde de Miranda de Arga avisaba al comandante de Tafalla la reciente entrada de los facciosos, con expresión de su fuerza y otras particularidades, mandó que le cogieran (al alcalde) y por primera providencia le pasaran por las armas.» Tales justicias, que dentro del convencionalismo de la religión militar así se nombran, disponíanse con sencillez suma, y con fría puntualidad y presteza se ejecutaban, como diligencia usual en los órdenes vulgares de la vida. Cortar bárbaramente la del que se conceptúa traidor, y que por la parte contraria resulta dechado de lealtad, quizás de heroica entereza, era en aquellos ejércitos acto tan sencillo como los ordinarios de carnicería ambulante: la matanza de ovejas, carneros o bueyes para alimentarse.
Metieron, pues, al desgraciado Ulibarri en la sacristía de una ermita que está como a mitad del camino entre Miranda y Falces, y le dijeron: «Estese ahí un rato, D. Adrián. Le traeremos un cura del Cuartel Real, porque los nuestros van ya camino de Peralta». Dijéronle esto con naturalidad y hasta con cortesía campechana, añadiendo: «Aquí dejamos un jarro de vino por si tiene sed, y un atado de cigarrillos». Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas, abrazado a sí mismo. Su grande espíritu se envolvía en la resignación, y agasajándose dentro de ella, anticipaba el tránsito doloroso. Lo que había de ser, que fuera pronto. Si él pudiera morirse por la fuerza concentrada de la voluntad, de buena gana lo haría, evitando a los enemigos el trabajo penoso de acribillar a balazos su corpachón robusto. Era muy grande, y duro de matar. Aunque no quería pensar en nada referente al cuerpo, pensaba sin poder remediarlo. El espíritu se echaba fuera de aquel envoltijo de la resignación, y al instante encontraba razones contra la sentencia que pronto le había de lanzar de este mundo. Malo, muy malo es este mundo; pero de tanto vivir en él nos connaturalizamos con sus miserias y con todo el fárrago de desdichas que nos abruman. Si él fuera un hombre enfermo, muy bien le vendría el sistema de curación definitiva que se le estaba preparando; pero, ¡por vida de las casualidades!, era robusto, de salud a prueba de bomba, macizo y vigoroso, fabricado para burlar a la muerte hasta los noventa, y a la sazón andaba en los sesenta y dos.
En fin, pues Dios así lo había dispuesto (y Ulibarri creía firmemente que lo que le pasaba era por disposición divina), se abrazaba otra vez estrechamente a su resignación, buscando en lo íntimo de aquel abrigo la idea de un morir noble y cristiano. La sublimidad no es fácil comúnmente; pero hombres del temple de Ulibarri saben realizar estos supremos imposibles.
Olvidado del tiempo, la víctima no se hacía cargo de que la habían encerrado a las cuatro de la madrugada: por momentos interrumpían su abstracción los ruidos externos, el pasar de carros, el vociferar de soldados y carreteros. Hasta creyó reconocer voces amigas en aquel tumulto, entre otras, la voz de Iturralde, con quien había comido un cordero y probado el vino de la penúltima cosecha tres meses antes, en su finca de Berbinzana. Mandaba el tal la retaguardia en aquel aciago día, y a todo trance quería salir de Falces al romper de la aurora. Daba sus órdenes destempladamente, como hombre de genio muy vivo, que a todos quería comunicar su viveza; valiente, incansable, buena persona, excelente amigo en la paz, en la guerra indómito y sin entrañas. Considerando esto, a D. Adrián no le pasó por el pensamiento que el bueno de Iturralde podía concederle la vida. Conocía cómo las gastaba Zumalacárregui y con qué inflexible severidad, razón indudable de sus éxitos, hacía cumplir sus determinaciones. A D. Tomás no le trataba; pero en Pamplona y en casa de la familia de unos parientes de su mujer (la de Ulibarri) había conocido a Doña Pancracia Ollo, (la esposa del General), y a las niñas, que eran, por cierto, paliduchas y de pocas carnes. Las vela en las tinieblas de aquel fúnebre encierro, a la luz de su mente, cual si delante las tuviera.
Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo guarnecido de telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró por la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la fuerza, cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la estrechez de la prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de iglesia, restos de bancos, túmulos y retablos en ruinas, todo hecho pedazos y cubierto de polvo y telarañas. En el montón más bajo se había sentado el reo, bebiendo un trago de vino momentos antes de que penetrara el hombre cuya presencia se determinó por una escueta y larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era indudablemente un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto y había venido a caballo. «Quizás en mula -pensó Ulibarri-; en mula, que es más propio».
Frente a frente el uno del otro, el reo intentó decir la primera palabra; pero, no acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro de que el sacerdote, a quien correspondía decirla, se despacharía muy a gusto de entrambos. Aumentada gradualmente la claridad, se fue dibujando la figura de Don Adrián Ulibarri, alto, casi giganteo, de proporcionada grosura, cabellos blancos, de rostro grave y ceñudo, totalmente afeitado, tipo de rústico noble. Y como transcurrían lúgubres los segundos sin que el clérigo se arrancara con la fórmula religiosa del caso, el reo se impacientó, y la curiosidad y desasosiego le picaban extraordinariamente. Miró al otro; el otro no le miraba, y cruzadas las manos inclinaba al suelo su rostro, más que pálido, amarillo como cera de réquiem. Entablose un diálogo de suspiros, pues al hondísimo que exhaló el alcalde contestó el clérigo con otro que más bien parecía el mugido de un buey en la antesala del matadero; y así, con este patético lenguaje, departieron un rato, hasta que Ulibarri, no pudiendo aguantar que prolongara su agonía el que aliviársela debiera, fue vencido e su genio impetuoso y lanzó el terno habitual en sus labios, seguido de palabras de calurosa impaciencia.
Irguió por fin el clérigo su cuerpo encorvado, y llevándose las manos a la cabeza, soltó con voz opaca, enronquecida por emoción muy viva, estas singulares expresiones: «Sr. D. Adrián, me han traído para auxiliar a usted, y yo no puedo... ¿Para qué me han traído, si no puedo ni debo...? Bien sabe Dios que quisiera morirme en este instante, que debiera morirme en su presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago».
Oyó este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada que debía cortar su existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el sacerdote, cuando éste, con tales aspavientos, tomaba la palabra; pero el Yo soy José Fago fue como un disparo que lanzó al infeliz reo contra el montón de madera rota, dejándole arrumbado en él, abierto de manos y piernas, la cabeza rebotando en la pared.
«Soy José Fago -repitió el otro encorvándose de nuevo hacia adelante y cruzando las manos- y no está bien que quien ha ofendido a usted gravemente, ahora reciba su confesión. Éste es un caso en que el malo no puede, no debe ser confesor del bueno... Tres años hace que no nos hemos visto, y en esos tres años, Sr. D. Adrián de mi alma, han pasado cosas que usted debe saber, para que no me crea peor de lo que soy; para que usted, hombre recto y puro, juzgue a este pecador, y...». Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri contestase palabra alguna, pues ni voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago tomó aliento y tragó mucha saliva antes de continuar sus doloridas lamentaciones.
«Dios, que ve nuestras almas -dijo-, sabe que en este reo soy yo, y usted el sacerdote».
Un bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con declaración tan grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente cuyo corazón se despedaza, siguió: «El señor D. Adrián debe saber que este hombre sin ventura puso término a su existencia borrascosa abrazando, con pleno arrepentimiento de aquella vida, el estado eclesiástico. Dos padres de Veruela me acogieron moribundo de cuerpo, dañado del alma, y me curaron, enseñándome los caminos de Dios, contrarios a los del pecado, por donde yo venía. De Veruela pasé a Jaca, donde recibí enseñanza eclesiástica; de Jaca lleváronme a Oloron, de Francia, y, allí canté misa. Diferentes vicisitudes trajéronme luego a Fuenterrabía, y de allí a Oñate, donde continuaba mis estudios cuando sobrevino esta espantosa guerra. El Sr. Arespacochaga me tomó de capellán, y con él heme incorporado al Cuartel Real, al que sigo por obediencia y reconocimiento a mis favorecedores... Dios ha querido someterme a esta prueba durísima, poniendo mi conciencia, aún turbada, frente a la del hombre en quien reconozco las virtudes que yo no tuve. ¡Y me traen a auxiliarle en su muerte, a mí que necesito del auxilio de su perdón para poder dar tranquilidad a mi vida tristísima! ¡Y me dicen: «Confiésale, para que podamos matarle...», a mí que en rigor de justicia debiera recibir de esas nobles manos la muerte, a mí que no acierto a ejercer ahora mi carácter sacerdotal, pues antes de perdonar en nombre de Dios necesito que en nombre de Dios se me perdone...! Para esto, noble señor mío, es forzoso que yo declare y confiese mis delitos, anteriores a mi conversión, en aquellos días en que mi vida era toda libertinaje, escándalo, vergüenza... Y firme en mi conciencia, declaro que mi ceguedad me llevó a los mayores vilipendios. Yo, José Fago, seduje y arrebaté del hogar paterno a la hija única de D. Adrián Ulibarri, ante quien depongo ahora todo el fárrago de mis culpas. Enamorado de Saloma, que así nombraban familiarmente a Salomé, y no pudiendo obtener de usted el consentimiento para casarme con ella, la hice mía con escándalo... Huimos a las Villas de Aragón, y de allí a tierra de Barbastro... Después pasaron cosas que usted ignora, o que sabe por noticias incompletas, lejanas, y yo he de decírselas ahora con sinceridad y contrición, como si hablara con Dios en el tribunal de la penitencia. Ahora es usted mi sacerdote... Óigame, D. Adrián».
Más aterrado que curioso, en aquella inopinada fase de su agonía, el alcalde no remuzgaba. Su mano inquieta golpeaba un rimero de palitroques. Del montón de madera despedazada caían por el suelo doradas astillas, trozos con cabecitas de ángel y florones churriguerescos. Al propio tiempo, el duro cráneo del reo golpeaba con ritmo lúgubre la pared, y el polvo ensuciaba su venerable canicie.
Y el penitente, humillando su rostro en el suelo, como si besar quisiera las frías baldosas, decía: «Mi carácter violento, mis hábitos de disolución y el desorden de mi conducta fueron causa de que, a los tres meses de aquella vida errante, Saloma y yo pareciéramos enemigos encarnizados más que amigos o amantes. Una noche de Diciembre, la infeliz huyó de mi lado... No he vuelto a verla más, ni a saber de ella... Entrome furor de encontrarla, que fue como la renovación del amor primero. Revolví toda la tierra de Barbastro y luego las Cinco Villas buscándola. ¡Inútil!... Pasaba yo por loco, y en los pueblos se asustaban de verme. Allá me apedreaban, aquí me prendían. Fui de cárcel en cárcel: en Ejea de los Caballeros caí gravemente enfermo de calenturas, que me tuvieron un mes largo entre la vida y la muerte. Al revivir era idiota: no me acordaba de Saloma ni de cosa alguna. Pasé no sé cuánto tiempo en un muladar, y mis amigos eran los cerdos, y mi alimento lo que querían arrojarme unos aldeanos compasivos de Añosa de Torreseca... Pero de esta crisis salió no sé cómo la renovación de mi ser; en mí encendió el Señor un espíritu nuevo, y pude decir: «¡Oh Dios!, en Ti resucito, y te reconozco, y a Ti me entrego». ¿Quién me llevó a Veruela? Una viejecita medio ciega que pedía limosna. Guiándonos el uno al otro por senderos y atajos, ella sin vista, extenuado yo y sin poder andar más que en jornadas cortísimas, llegamos por fin a la paz del monasterio, donde yo había de encontrar la salud del cuerpo y del alma... Lo demás, antes lo dije. No quiero cansarle, Don Adrián...».
En este punto abriose la puerta, y una voz dijo: «¿Estamos ya?...» seguido de un refunfuño de impaciencia que, traducido al lenguaje, era poco más o menos así: «¡Con qué calma lo toman!... En campaña, ¡rediós!, hay que abreviar el sacramento...». Y luego, en voz alta: «Que salimos, que nos vamos... Despachen de una vez».
Levantose Fago del suelo, y sin atender a las voces de fuera, porque el estado de su ánimo difícilmente se lo permitía, repitió la frase culminante de su confesión: «No he vuelto a saber de ella, D. Adrián... Créamelo, que hablando con usted ahora, hablando estoy con el Dios que nos ha criado a todos, y que a todos ha de juzgamos». Algo quiso decir Ulibarri; pero la voz no le salía de la garganta, y su intención no era poderosa para sacarla a los labios. Lo que decir quiso era breve y tristísimo, palabras como éstas: «Tú no has vuelto a verla... yo tampoco...».
Sonaron con tal estrépito las voces en el exterior, que ambos hubieron de recaer violentamente en la realidad más inmediata, en la situación efectiva y palpable. José Fago se arrodilló ante D. Adrián, y posando sus manos respetuosamente sobre las rodillas de él, como las posaría sobre el ara sagrada, le dijo:
«En este supremo trance, nunca visto, señor y padre mío, yo me despojo de la autoridad que mi religión me da para perdonar los pecados, seguro de que Dios a usted la transfiere, haciendo del penitente el sacerdote. Hombre recto y cabal en todo tiempo, ahora es usted un santo. Ante el santo me humillo yo, y le pido perdón del agravio que le hice, pues no me basta haber descargado mi conciencia, en otras ocasiones, de los errores de mi vida, confesándolos con amargura y dolor; no me basta, no; mi conciencia necesita ahora nuevo y definitivo descargo, reparación más eficaz que ninguna otra, y de usted espera mi alma la paz que aún no ha logrado, señor...». Levantose Ulibarri con soberano esfuerzo, pues el hombre parecía moribundo, y soltó gravemente, con lentitud, estas patéticas expresiones: «José Fago, yo te perdono para que te perdone Dios... y me perdone también a mí». Se abrazaron con efusión, y Fago le besó las mejillas, mojadas de lágrimas ardientes; le besó los cabellos blancos y acarició el cráneo del infeliz alcalde de Miranda de Arga, que cinco minutos después era traspasado por cuatro balas de fusil a espaldas de la ermita.