Zadig, o el Destino/Capítulo XX
Caminando, como hemos dicho, se encontró con un ermitaño cuya luenga barba descendia hasta el estómago. Llevaba este un libro que iba leyendo muy atentamente. Paróse Zadig y le hizo una profunda reverencia, á que correspondió el ermitaño de manera tan afable y tan noble, que á Zadig le vino la curiosidad de razonar con él. Preguntóle qué libro era el que leía. El libro del destino, dixo el ermitaño: ¿quereis leer algun trozo? Pusosele en las manos; mas aunque fuese Zadig vorsado en muchos idiomas, no pudo conocer ni una letra, con lo qual se aumentó su curiosidad. Muy triste pareceis, le dixo el buen padre. ¡Tanto motivo tengo para estarlo! respondió Zadig. Si me dais licencia para que os acompañe, repuso el anciano, acaso podré serviros en algo; que á veces he hecho baxar el consuelo á las almas de los desventurados. La traza, la barba y el libro del ermitaño infundiéron respeto en Zadig, y en su conversacion encontró superiores luces. Hablaba el ermitaño del destino, de la justicia, de la moral, del sumo bien, de la humana flaqueza, de las virtudes y los vicios con tan viva y penetrante eloqüencia, que Zadig por un irresistible embeleso se sentia atraído hácia él, y le rogó con ahinco que no le dexara hasta que estuviesen de vuelta en Babilonia. Ese mismo favor os pido yo; juradme por Orosmades, que sea lo que fuere lo que me veais hacer, no os habeis de separar de mí en algunos dias. Jurólo Zadig, y siguiéron juntos ámbos su camino.
Aquella misma tarde llegáron á una magnifica quinta, y pidió el ermitaño hospedage para sí y para el mozo que le acompañaba. Introdúxolos en casa, con ademan de desdeñosa generosidad, un portero que parecia un gran señor, y los presentó á un criado principal, que les enseñó los aposentos de su amo. Sentáronlos al cabo de la mesa, sin que se dignara el dueño de aquel palacio de honrarlos con una mirada; pero los sirviéron, como á todos los demas, con opulencia y delicadeza. Diéronles luego agua á manos en una palangana de oro, guarnecida de esmeraldas y rubíes; lleváronlos á acostar á un suntuoso aposento, y la mañana siguiente traxo el criado á cada uno una moneda de oro, y despues los despidiéron.
El amo de esta casa, dixo Zadig en el camino, me parece que es hombre generoso, aunque algo altivo, y que exercita con nobleza la hospitalidad. Al decir estas palabras, advirtió que parecia tieso y henchido una especie de costal muy largo que traía el ermitaño, y vió dentro la palangana de oro guarnecida de piedras preciosas, que habia hurtado. No se atrevió á decirle nada, pero estaba confuso y perplexo.
A la hora de mediodia se presentó el ermitaño á la puerta de una casuca muy mezquina, donde vivia un rico avariento, y pidió que le hospedaran por pocas lloras. Recibióle con áspero rostro un criado viejo mal vestido, y llevó á Zadig con el ermitaño á la caballeriza, donde les sirviéron unas aceytunas podridas, un poco de pan bazo, y de vino avinagrado. Comió y bebió el ermitaño con tan buen humor como el dia ántes; y dirigiéndose luego al criado viejo que no quitaba la vista de uno y otro porque no hurtaran nada, y que les daba priesa para que se fuesen, le dió las dos monedas de oro que habia recibido aquella mañana, y agradeciéndole su cortesía, añadió: Ruégoos que me permitais hablar con vuestro amo. Atónito el criado le presentó los dos caminantes. Magnífico señor, dixo el ermitaño, no puedo ménos de daros las mas rendidas gracias por el agasajo tan noble con que nos habeis hospedado; dignaos de admitir esta palangana de oro en corta paga de mi gratitud. Poco faltó para desmayarse con el gozo el avariento; y el ermitaño, sin darle tiempo para volver de su asombro, se partió á toda priesa con su compañero jóven. Padre mio, le dixo Zadig, ¿qué quiere decir lo que estoy viendo? paréceme que no os semejais in nada á los demas: ¡robais una palangana de oro guarnecida de piedras preciosas á un señor que os hospeda con magnificencia, y se la dais á un avariento que indignamente os trata! Hijo, respondió el anciano, el hombre magnífico que solo por vanidad, y por hacer alarde de sus riquezas, hospeda á los forasteros, se tornará mas cuerdo; y aprenderá el avariento á exercitar la hospitalidad. No os dé pasmo nada, y seguidme. Todavía no atinaba Zadig si iba con el mas loco ó con el mas cuerdo de los hombres; pero tanto era el dominio que se habia grangeado en su ánimo el ermitaño, que obligado tambien por su juramento no pudo ménos de seguirle.
Aquella tarde llegáron á una casa aseada, pero sencilla, y donde nada respiraba prodigalidad ni parsimonia. Era su dueño un filósofo retirado del tráfago del mundo, que cultivaba en paz la sabiduría y la virtud, y que nunca se aburria. Habia tenido gusto especial en edificar este retirado albergue, donde recibia á los forasteros con una dignidad que en nada se parecia á la ostentacion. El mismo salió al encuentro á los dos caminantes, los hizo descansar en un aposento muy cómodo; y poco despues vino él en persona á convidarlos á un banquete aseado y bien servido, durante el qual habló con mucho tino de las últimas revoluciones de Babilonia. Pareció adicto de corazon á la reyna, y hubiera deseado que Zadig se hubiera hallado entre los competidores á la corona; pero no merecen los hombres, añadió, tener un rey como Zadig. Abochornado este sentia crecer su dolor. En la conversacion estuviéron todos conformes en decir que no siempre iban las cosas de este mundo á gusto de los sabios; pero sustento el ermitaño que no conocíamos las vias de la Providencia, y que era desacierto en los hombres fallar acerca de un todo, quando no vían mas que una pequeñísima parte.
Tratóse de las pasiones. ¡Quan fatales son! dixo Zadig. Son, replicó el ermitaño, los vientos que hinchen las velas del navío; algunas veces le sumergen, pero sin ellas no es posible navegar. La bílis hace iracundo, y causa enfermedades; mas sin bílis no pudiera uno vivir. En la tierra todo es peligroso, y todo necesario.
Tratóse del deleyte, y probó el ermitaño que era una dádiva de la divinidad; porque el hombre, dixo, por sí propio no puede tener sensaciones ni ideas: todo en él es prestado, y la pena y el deleyte le vienen de otro, como su mismo ser.
Pasmábase Zadig de que un hombre que tantos desatinos habia cometido, discurriese con tanto acierto. Finalmente despues de una conversacion no ménos grata que instructiva, llevó su huésped á los dos caminantes á un aposento, dando gracias al cielo que le habia enviado dos hombres tan sabios y virtuosos. Brindóles con dinero de un modo ingenuo y noble que no podia disgustar: rehusóle el ermitaño, y le dixo que se despedia de él, porque hacia ánimo de partirse para Babilonia ántes del amanecer. Fué afectuosa su separacion, y con especialidad Zadig se quedó penetrado de estimacion y cariño á tan amable huésped.
Quando estuvo con el ermitaño en su aposento, hiciéron ámbos un pomposo elogio de su huésped. Al rayar el alba, despertó el anciano á su camarada. Vámonos, le dixo; quiero empero, miéntras que duerme todo el mundo, dexar á este buen hombre una prueba de mi estimacion y mi cariño. Diciendo esto, cogió una tea, y pegó fuego á la casa. Asustado Zadig dió gritos, y le quiso estorbar que cometiese accion tan horrenda; pero se le llevaba tras sí con superior fuerza el ermitaño. Ardia la casa, y el ermitaño que junto con su compañero ya estaba desviado, la miraba arder con mucho sosiego. Loado sea Dios, dixo, ya está la casa de mi buen huésped quemada hasta los cimientos, ¡Qué hombre tan feliz! Al oir estas palabras le viniéron tentaciones á Zadig de soltar la risa, de decir mil picardías al padre reverendo, de darle de palos, y de escaparse; pero las reprimió todas, siempre dominado por la superioridad del ermitaño, y le siguió hasta la última jornada.
Alojáronse en casa de una caritativa y virtuosa viuda, la qual tenia un sobrino de catorce años, muchacho graciosísimo, y que era su única esperanza. Agasajólos lo mejor que pudo en su casa, y al siguiente dia mandó á su sobrino que fuera acompañando á los dos caminantes hasta un puente que se habia roto poco tiempo hacia, y era un paso peligroso. Precedíalos muy solícito el muchacho; y quando hubiéron, llegado al puente, le dixo el ermitaño: Ven acá, hijo mio, que quiero manifestar mi agradecimiento á tu tia; y agarrándole de los cabellos le tira al rio. Cae el chico, nada un instante encima del agua, y se le lleva la corriente. ¡O monstruo, o hombre el mas perverso de los hombres! exclamó Zadig. De tener mas paciencia me habíais dado palabra, interrumpió el ermitaño: sabed que debaxo de los escombros de aquella casa á que ha pegado fuego la Providencía, ha encontrado su dueño un inmenso tesoro; sabed que este mancebo ahogado por la Providencia habia de asesinar á su tia de aquí á un año, y de aquí á dos á vos mismo. ¿Quién te lo ha dicho, inhumano? clamó Zadig; ¿y aun quando hubieses leido ese suceso en tú libro de los destinos, qué derecho tienes para ahogar á un muchacho que no te ha hecho mal ninguno?
Todavía estaba hablando el Babilonio, quando advirtió que no tenia ya barba el anciano, y que se remozaba su semblante. Luego desapareció su trage de ermitaño, y quatro hermosas alas cubriéron un cuerpo magestuoso y resplandeciente. ¡O paraninfo del cielo, ó ángel divino, exclamó postrado Zadig, con que has baxado del empíreo para enseñar á un flaco mortal á que se someta á sus eternos decretos! Los humanos, dixo el ángel Jesrad, sin saber de nada fallan de todo: entre todos los mortales tú eras el que mas ser ilustrado merecias. Pidióle Zadig licencia para hablar, y le dixo: No me fío de mi entendimiento; pero si he de ser osado á suplicarte que disipes una duda mia, dime ¿si no valia mas haber enmendado á ese muchacho, y héchole virtuoso, que ahogarle? Si hubiese sido virtuoso y vivido, respondió Jesrad, era su suerte ser asesinado con la muger con quien se habia de casar, y el hijo que de este matrimonio habia de nacer. ¿Con que es indispensable, dixo Zadig, que haya atrocidades y desventures, y que estas recaygan en los hombres virtuosos? Los malos, replicó Jesrad, siempre son desdichados, y sirven para probar un corto número de justos sembrado sobre la haz de la tierra, sin que haya mal de donde no resulte un bien. Empero, dixo Zadig, ¿si solo hubiese bienes sin mezcla de males? La tierra entónces, replicó Jesrad, fuera otra tierra; la cadena de los sucesos otro órden de sabiduría; y este órden, que seria perfecto, solo en la mansion del Ser Supremo, donde no puede caber mal ninguno, puede exîstir. Millones de mundos ha criado, y no hay dos que puedan parecerse uno á otro: que esta variedad inmensa es un atributo de su inmenso poder. No hay en la tierra dos hojas de árbol, ni en los infinitos campos del cielo dos globos enteramente parecidos; y quanto ves en el pequeñisimo átomo donde has nacido forzosamente, habia de exîstir en su tiempo y lugar determinado, conforme á las inmutables órdenes de aquel que todo lo abraza. Piensan los hombres que este niño que acaba de morir se ha caido por casualidad en el rio, y que aquella casa se quemó por casualidad; mas no hay casualidad, que todo es prueba ó castigo, remuneracion ó providencia. Acuérdate de aquel pescador que se tenia por el mas desventurado de los mortales, y Orosmades te envió para mudar su suerte. Dexa, flaco mortal, de disputar contra lo que debes adorar. Empero, dixo Zadig…. Miéntras él decia empero, ya dirigia el ángel su raudo vuelo á la décima esfera. Zadig veneró arrodillado la Providencia, y se sometió. De lo alto de los ciclos le gritó el ángel: Encaminate á Babilonia.