1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19 - 20 - 21 - 22 - 23 - 24 - 25 - 26 - 27 - 28 - 29 - 30 - 31 - 32 - 33 - 34 - 35 - 36 - 37 - 38 - 39 - 40 - 41 - 42 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 43 - 44 - 45 - 46 - 47 - 48 - 49 - 50 - 51 - 52 - 53 - 54 - 55 - 56 - 57 - 58 - 59 - 60 - 61 - 62 - 63 - 64 - 65 - 66 - 67 - 68 - 69 - 70 - 71 - 72 - 73 - 74 - 75 - 76 - 77 - 78 - 79 - 80


Respecto de Pompeyo parece haberle sucedido al pueblo romano lo mismo que respecto de Heracles le sucedió al Prometeo de Esquilo, cuando viéndose desatado por él exclamó: ¡Hijo querido de enemigo padre! porque contra ninguno de sus generales manifestaron los Romanos un odio más terrible y encarnizado que contra el padre de Pompeyo, Estrabón, durante cuya vida temieron su poder en las armas, pues era gran soldado, pero después de cuya muerte, causada por un rayo, arrojaron del féretro y maltrataron su cadáver cuando lo llevaban a darle sepultura; por otra parte, ningún Romano gozó de un amor más vehemente ni que hubiese tenido más pronto principio que Pompeyo; con ningún otro se mostró este amor más vivo y floreciente mientras le lisonjeó la fortuna, ni permaneció tampoco más firme y constante después de su desgracia. Para el odio de aquel no hubo más que una sola causa, que fue su codicia insaciable de riqueza, y para el amor de éste concu- rrieron muchas: su templado método de vida, su ejercicio en las armas, su elegancia en el decir, su igualdad de costumbres y su afabilidad en el trato; porque a ninguno se le pedía con menos reparo ni nadie manifestaba más placer en que se le pidiese, yendo los favores libres de toda molestia cuando los otorgaba y acompañados de cierta gravedad cuando los recibía.

Su aspecto fue desde luego muy afable y le conciliaba atención aun antes que hablase; era amable con dignidad, y sin que ésta excluyese el parecer humano, y en la misma flor y brillantez de la juventud resplandeció ya lo grave y regio de sus costumbres. Además, el cabello, un poco levantado, y el movimiento compasado y blando de los ojos daban motivo más bien a que se dijese que había cierta semejanza entre su semblante y los retratos de Alejandro, que no a que se percibiese en realidad; mas por ella empezaron muchos a darle este nombre, lo que él al principio no rehusaba; pero luego se valieron de esto algunos para llamarle por burla Alejandro; hasta tal punto, que, habiendo tomado su defensa Lucio Filipo, varón consular, dijo, como por chiste, que no debía parecer extraño si se mostraba amante de Alejandro siendo Filipo. Dícese de la cortesana Flora que, siendo ya anciana, solía hacer frecuente mención de su trato con Pompeyo, refiriendo que no le era dado, habiéndose entretenido con él, retirarse sin llevar la impresión de sus dientes en los labios. Añadía a esto que Geminio, uno de los más íntimos amigos de Pompeyo, la codició y ella le hizo penar mucho en sus solicitudes, hasta que por fin tuvo que responderle que se resistía a causa de Pompeyo; que Geminio se lo dijo a éste y Pompeyo condescendió con su deseo, y de allí en adelante jamás volvió a tratarla ni verla, sin embargo de que le parecía que le conservaba amor; y finalmente, que ella no llevó este desvío como es propio a las de su profesión, sino que de amor y de pesadumbre estuvo por largo tiempo enferma. Fue tal y tan celebrada, según es fama, la hermosura de Flora, que, queriendo Cecilio Metelo adornar con estatuas y pinturas el templo de los Dioscuros, puso su retrato entre los demás cuadros a causa de su belleza. Mas, volviendo a Pompeyo: con la mujer de su liberto Demetrio, que tuvo con él gran valimiento y dejó un caudal de cuatro mil talentos, se condujo, contra su costumbre, desabrida e inhumanamente, por temor de su hermosura, que pasaba por irresistible y era también muy admirada, no se dijese que era ella la que le dominaba. Mas, sin embargo de vivir con tan excesivo cuidado y precaución en este punto, no pudo librarse de la censura de sus enemigos, sino que aun con mujeres casadas le calumniaron de que por hacerles obsequio solía usar de indulgencia y remisión en algunos negocios de la república. De su sobriedad y parsimonia en la comida se refiere este hecho memorable: estando enfermo de algún cuidado le prescribió el médico por alimento que comiese un tordo; anduviéronle buscando los de su familia y no encontraron que se vendiese en ninguna parte, porque no era tiempo; pero hubo quien dijo que lo habría en casa de Luculo, porque los conservaba todo el año, a lo que él contestó: “¿Conque si Luculo no fuera un glotón no podría vivir Pompeyo?”; y no haciendo cuenta del precepto del médico, tomó por alimento otra cosa más fácil de tenerse a la mano. Pero esto fue más adelante.

Siendo todavía muy jovencito, militando a las órdenes de su padre, que hacía la guerra a Cina, tuvo a un tal Lucio Terencio por amigo y camarada. Sobornado éste con dinero por Cina, se comprometió a dar por sí muerte a Pompeyo y a hacer que otros pegasen fuego a la tienda del general. Denunciada esta maquinación a Pompeyo hallándose a la mesa, no mostró la menor alteración, sino que continuó bebiendo alegremente y haciendo agasajos a Terencio; pero al tiempo de irse a recoger pudo, sin que éste lo sintiera, escabullirse de la tienda, y poniendo guardia al padre se entregó al descanso. Terencio, cuando creyó ser la hora, se levantó y, tomando la espada, se acercó a la cama de Pompeyo, pensando que reposaba en ella, y descargó muchas cuchilladas sobre la ropa. De resultas hubo, en odio del general, grande alboroto en el campamento y conatos de deserción en los soldados, que empezaron a recoger las tiendas y tomar las armas. El general se sobrecogió con aquel tumulto y no se atrevió a salir; pero Pompeyo, puesto en medio de los soldados, les rogaba con lágrimas; y por último, tendiéndose boca abajo delante de la puerta del campamento, les servía de estorbo, lamentándose y diciendo que le pisaran los que quisieran salir, con lo que se iban retirando de vergüenza; y por este medio se logró el arrepentimiento de todos y su sumisión al general, a excepción de unos ochocientos.

Al punto de haber muerto Estrabón sufrió Pompeyo a nombre suyo a causa de malversación de los caudales públicos; y habiendo Pompeyo cogido in fraganti al liberto Alejandro, que tomaba para sí la mayor parte de ellos, dio la prueba de este hecho ante los jueces. Acusábasele, sin embargo, de tener en su poder ciertos lazos de caza y ciertos libros del botín de Ásculo. y, ciertamente, los había recibido de mano del padre cuando Ásculo fue tomado; pero los perdió después, con motivo de que, al volver Cina a Roma, los de su guardia allanaron la casa de Pompeyo y la robaron. Tuvo durante el juicio diferentes confrontaciones con el acusador, en las que, habiéndose mostrado más expedito y firme de lo que su edad prometía, se granjeó grande opinión y el favor de muchos: tanto, que Antistio, que era el pretor y ponente de la causa, se aficionó de él y ofreció darle su hija en matrimonio, tratando de ello con sus amigos. Admitió Pompeyo la proposición, y aunque los capítulos se hicieron en secreto no se ocultó a los demás el designio, en vista de la solicitud de Antistio. Finalmente, al publicar éste la sentencia de los jueces, que era absolutoria, el pueblo, como si fuese cosa convenida, prorrumpió en la exclamación usada por costumbre con los que se casan, diciendo: Talasio. Dícese haber sido el origen de esta costumbre el siguiente: Cuando en ocasión de haber venido a Roma, al espectáculo de unos juegos, las hijas de los Sabinos, las robaron para mujeres los más esforzados y valientes de los Romanos, algunos pastores, vaqueros y otra gente oscura llevaban también robada a una doncella, ya en edad y sumamente hermosa. Estos, para que alguno de los más principales con quien pudieran encontrar- se no se la quitara, iban corriendo y gritando a una voz: “A Talasio”. Era este Talasio uno de los jóvenes más conocidos y estimados, por lo que los que oían su nombre aplaudían y gritaban, como regocijándose y celebrando el hecho; y de aquí dicen que provino, por cuanto aquel matrimonio fue muy feliz para Talasio, el que por fiesta se dirija esta exclamación a los que se casan. Esta es la historia más probable de cuantas corren acerca de la exclamación de Talasio. De allí a pocos días casó Pompeyo con Antistia.

Marchó entonces en busca de Cina a su campamento; pero habiendo concebido temor con motivo de cierta calumnia, muy luego se ocultó y se quitó de delante. Como no se supiese de él, corrió en el campamento la hablilla de que Cina había dado muerte a aquel joven. Con esto, los que ya antes le miraban con aversión y odio se armaron contra él; dio a huir, y, habiéndole alcanzado un capitán que le perseguía con la espada desnuda, se echó a sus pies y le presentó su anillo, que era de gran valor; pero contestándole el capitán con gran desdén: “Yo no vengo a sellar ninguna escritura, sino a castigar a un abominable e inicuo tirano”, le pasó con la espada. Muerto de esta manera Cina, entró en su lugar y se puso al frente de los negocios Carbón, tirano todavía más furioso que aquel; así es que Sila, que ya se acercaba, era deseado de los más, a causa de los malos presentes, por los que miraban como un bien no pequeño la mudanza de dominador: ¡a tal punto habían traído a Roma sus desgracias, que ya no buscaba sino una esclavitud más llevadera, desconfiando de ser libre!

Hizo entonces mansión Pompeyo en el campo Piceno de la Italia, por tener allí posesiones y por hallarse muy bien en aquellas ciudades, cuyo afecto y estimación parecía haber heredado de su padre. Mas viendo que los ciudadanos de mayor distinción y autoridad abandonaban sus casas y de todas partes acudían como a un puerto al campo de Sila, no tuvo por digno de sí el presentarse con trazas de fugitivo, sin contribuir con nada y como mendigando auxilio, sino más bien con dignidad y con alguna fuerza, como quien va a hacer favor, para lo que iba echando especies, a fin de atraer a los Picenos. Oíanle éstos con gusto, al mismo tiempo que no hacían caso de los que venían de parte de Carbón; y como un tal Vedio dijese por desprecio que de la escuela se les había aparecido de repente el brillante orador Pompeyo, de tal modo se irritaron, que cayendo repentinamente sobre él le dieron muerte. Con esto, Pompeyo, a los veintitrés años de edad, sin que nadie le hubiese nombrado general, dándose el mando a sí mismo, puso su tribunal en la plaza de la populosa ciudad de Auximo, y dando orden por edicto a los hermanos Ventidios, ciudadanos de los más principales, que favorecían el partido de Carbón, para que saliesen del pueblo, reclutó soldados, nombrando por el orden de la milicia capitanes y tribunos, y recorrió las ciudades de la comarca ejecutando otro tanto. Retirábanse y cedían el puesto cuantos eran de la facción de Carbón, con lo que, y con presentársele gustosos todos los demás, en muy breve tiempo formó tres legiones completas, y surtiéndolas de víveres, de acémilas y de carros y de todo lo demás necesario, marchó en busca de Sila, no precipitadamente ni procurando ocultarse, sino deteniéndose en la marcha, con el fin de molestar a los enemigos, y tratando en todos los puntos de Italia adonde llegaba de apartar a los naturales del partido contrario.

Marcharon, pues, contra él a un tiempo tres caudillos enemigos, Carina, Clelio y Bruto, no de frente todos, ni juntos, sino formando una especie de círculo con sus divisiones, como para echarle mano; pero él no se intimidó, sino que, llevando reunidas todas sus fuerzas, cargó contra sola la división de Bruto con la caballería, al frente de la cual se puso. Vino también a oponérsele la caballería enemiga de los Galos, y, adelantándose a herir con la lanza al primero y más esforzado de éstos acabó con él. Volvieron caras los demás, y desordenaron la infantería, dando todos a huir; y como de resultas se indispusiesen entre sí los tres caudillos, se retiraron por donde cada uno pudo. Acudieron entonces las ciudades a Pompeyo en el supuesto de que había nacido de miedo la dispersión de los enemigos. Dirigióse también contra él el cónsul Escipión; pero antes de que los dos ejércitos hubiesen empezado a hacer uso de las lanzas, saludaron los soldados de Escipión a los de Pompeyo, se pasaron a su bando, y aquel huyó. Finalmente, habiendo colocado el mismo Carbón grandes partidas de caballería a las orillas del río Arsis, acometiéndolas y rechazándolas vigorosamente fue persiguiéndolas hasta encerrarlas en lugares ásperos, donde no podía obrar la caballería, por lo cual, considerándose sin esperanzas de salvación, se le entregaron con armas y caballos.

Todavía no tenía Sila noticia de estos sucesos; pero al primer rumor que le llegó de ellos, temiendo por Pompeyo, rodeado de tantos y tan poderosos generales enemigos, se apresuró a ir en su socorro. Cuando Pompeyo supo que se hallaba cerca, dio orden a los jefes de que pusieran sobre las armas y acicalaran sus tropas, a fin de que se presentasen con gallardía y brillantez ante el emperador, porque esperaba de él grandes honras; pero aún las recibió mejores; pues luego que Sila le vio venir, y a su tropa que le seguía, con un aire imponente, y que no se mostraba alegre y ufano con sus triunfos, se apeó del caballo, y siendo, como era justo, saludado emperador, hizo la misma salutación a Pompeyo, cuando nadie esperaba que a un joven que todavía no estaba inscrito en el Senado le hiciera Sila participante de un nombre por el que hacía la guerra a los Escipiones y a los Marios. Todo lo demás correspondió y guardó conformidad con este primer recibimiento, levantándose cuando llegaba Pompeyo y descubriéndose la cabeza, distinciones que no se le veía fácilmente hacer con otros, sin embargo de que tenía a su lado a muchos de los principales ciudadanos. Mas no por esto se ensoberbeció Pompeyo, sino que, enviado por el mismo Sila a la Galia, de la que era gobernador Metelo, y donde parecía que éste no hacía cosa que correspondiese a las fuerzas con que se hallaba, dijo no ser puesto en razón que a un anciano que tanto le precedía en dignidad se le quitara el mando; pero que si Metelo venía en ello y lo reclamaba, por su parte estaba dispuesto a hacer la guerra y auxiliarle. Prestóse a ello Metelo, y habiéndole escrito que fuese, desde luego que en- tró en la Galia empezó a ejecutar por sí brillantes hazañas, y fomentó y encendió otra vez en Metelo el carácter guerrero y resuelto que estaba ya apagado por la vejez, al modo que se dice que el metal derretido y liquidado a la lumbre, si se vacía sobre el compacto y frío, pone en él mayor encendimiento y calor que el mismo fuego. Mas así como de un atleta que se distingue entre todos y ha dado fin glorioso a todos sus combates no se refieren las victorias pueriles, ni se les da la menor importancia, de la misma manera, con haber sido brillantes en sí los hechos de Pompeyo en aquella época, habiendo quedado enterrados bajo la muchedumbre y grandeza de los combates y guerras que vinieron después, no nos atrevemos a moverlos, no sea que, deteniéndonos demasiado en los principios, nos falte después tiempo para insignes hazañas y sucesos que más declaran el carácter y costumbres de este esclarecido varón.

Después que Sila sujetó a toda la Italia, y se le confirió la autoridad de dictador, dio recompensas a los demás jefes y caudillos, haciéndolos ricos, y promoviéndolos a las magistraturas, y agraciándolos larga y generosamente con lo que cada uno codiciaba; pero prendado particularmente de Pompeyo por su valor, y juzgando que podría ser un grande apoyo para sus intentos, procuró con grande empeño introducirle en su familia. Ayudado, pues, con los consejos de su mujer, Metela, hace condescender a Pompeyo en que repudie a Antistia y se case con Emilia, entenada del mismo Sila, como hija de Metela y Escauro, casada ya con otro, y que a la sazón se hallaba en cinta. Era, por tanto, tiránica la dis- posición de este matrimonio, y más propia de los tiempos de Sila que conforme con la conducta de Pompeyo, a quien se hacia traer a Emilia a su casa en cinta de otro, y arrojar de ella a Antistia ignominiosa y cruelmente; y más cuando por él acababa entonces de quedarse sin padre: porque habían dado muerte a Antistio en el Senado por parecer que promovía los intereses de Sila a causa de Pompeyo; y, además, la madre, cuando llegó a entender semejantes designios, voluntariamente se quitó la vida; de manera que se agregó esta desgracia a la tragedia de tales bodas; y también por complemento la de haber muerto Emilia de sobreparto en casa de Pompeyo.

Llegaron en esto nuevas de que Perpena se había apoderado de la Sicilia, haciendo de aquella isla un punto de apoyo para los que habían quedado de la facción contraria, mientras que Carbón daba también calor por aquella parte con la armada; Domicio había pasado al África, y acudían hacia el mismo punto todos los desterrados de importancia, que con la fuga se habían podido libertar de la proscripción. Fue, pues, contra ellos enviado Pompeyo con grandes fuerzas, y Perpena al punto le abandonó la Sicilia. Halló las ciudades muy quebrantadas, y las trató con suma humanidad, a excepción solamente de la de los Mamertinos de la Mesena: pues como recusasen su tribunal y su jurisdicción, inhibidos, decían, por una ley antigua de Roma: “¿No cesaréis- les respondió- de citarnos leyes, viendo que ceñimos espada?” Parece asimismo que insultó con poca humanidad a los infortunios de Carbón, pues si era preciso, como lo era, qui- zá, el quitarle la vida, debió ser luego que se le prendió, y entonces la odiosidad recaería sobre el que lo había mandado; pero él hizo que le presentaran aprisionado a un ciudadano romano que había sido tres veces cónsul, y colocándolo delante del tribunal, sentado en su escaño le condenó, con disgusto e incomodidad de cuantos lo presenciaron. Después mandó que, quitándose de allí, le diesen muerte; cuéntase que, después de retirado, cuando vio ya la espada levantada, pidió que le permitieran apartarse un poco y le dieran un breve instante para hacer cierta necesidad corporal. Gayo Opio, amigo de César, refiere que Pompeyo trató con igual inhumanidad a Quinto Valerio: pues teniendo entendido que era hombre instruido como pocos, y muy dado al estudio, luego que se lo presentaron le saludó y se pusieron a pasear juntos; y cuando ya le hubo preguntado y aprendido de él lo que deseaba saber, dio orden a los ministros que se le llevaran de allí y le quitaran de en medio; pero a Opio, cuando habla de los enemigos o de los amigos de César, es necesario oírle con gran desconfianza; y en esta parte, Pompeyo, a los más ilustres entre los enemigos de Sila, que constaba públicamente haber sido presos, no pudo menos de castigarlos; pero de los demás, pudiendo hacer otro tanto, disimuló con muchos que lograron mantenerse ocultos, y aun a algunos les dio puerta franca. Teniendo resuelto escarmentar a la ciudad de los Himerios, que habían estado con los enemigos, pidió el orador Estenis permiso para hablarle, y le dijo que no obraría en justicia si, dejando libre al que era la causa, perdía a los que en nada habían delinquido. Preguntóle Pompeyo quién era el que decía ser causa; y como le respondiese que él mismo, pues a los amigos los había persuadido y a los enemigos los había obligado, prendado Pompeyo de su franqueza y su determinación, le absolvió y dio por libre a él primero, y después a todos los demás. Habiendo oído que los soldados cometían insultos por los caminos, les selló las espadas y castigó al que no conservara el sello.

Sosegadas y arregladas de este modo las cosas de Sicilia, recibió un decreto del Senado y cartas de Sila en que le mandaba navegar al África y hacer poderosamente la guerra a Domicio, que había allegado mayores fuerzas que aquellas con que poco antes había pasado Mario del África a Italia y, convertido de desterrado en tirano, había puesto en confusión a la república. Haciendo, pues, Pompeyo con la mayor celeridad sus preparativos, dejó por gobernador de la Sicilia a Memio, marido de su hermana, y él zarpó del puerto con ciento veinte naves de guerra y ochocientos transportes, en que conducía las provisiones, las armas arrojadizas, los caudales y las máquinas. Cuando parte de las naves tomaban puerto en Utica, y parte en Cartago, siete mil de los enemigos, abandonando el otro partido, se le pasaron. Las fuerzas que él llevaba eran seis legiones completas. Cuéntase haberle allí sucedido una cosa graciosa: algunos soldados, dando por casualidad con un tesoro, se hicieron con bastante dinero, y como este encuentro se hubiese divulgado, les pareció a todos los demás que el sitio aquel estaba lleno de caudales, que los Cartagineses habían en él depositado en el tiempo de sus infortunios. Por tanto, en muchos días no pudo Pompeyo hacer carrera con los soldados, ocupados en buscar tesoros, y lo que hacía era irse donde estaban y reírse de ver a tantos millares de hombres cavar y revolver todo aquel terreno; hasta que, desesperados, ellos mismos le pidieron que los llevara donde gustase, pues que ya habían pagado la pena merecida de su necedad.

Preparóse Domicio para el combate, queriendo poner delante de sí un barranco áspero y difícil de pasar; pero como desde la madrugada empezase a caer copiosa lluvia con viento, se detuvo, y, desconfiando de que pudiera ser en aquel día la batalla, la orden para la retirada. Pompeyo, por el contrario, creyó ser aquel el momento oportuno, y, marchando con rapidez, pasó el barranco; con lo que, sorprendidos en desorden los enemigos, no pudieron hacer frente todos en unión, y aun el viento continuaba dándoles con el agua de cara. No dejó, sin embargo, de incomodar también a los Romanos aquella tempestad, porque no les permitía verse bien unos a otros, y el mismo Pompeyo estuvo para perecer por no ser conocido, a causa de que, habiéndole preguntado uno de sus soldados la seña, tardó en responder. Mas rechazaron con gran mortandad a los enemigos, pues se dice que, de veinte mil, sólo tres mil pudieron huir, y a Pompeyo le proclamaron emperador; pero como éste no quisiese admitir aquella distinción mientras se mantuviera enhiesto el campamento de los enemigos, diciéndoles que para que le tuviesen por digno de aquel título, era preciso que antes lo derribaran, al punto se arrojaron sobre el valladar, peleando Pompeyo sin casco, por temor de que le sucediera lo que antes. Tomóse, pues, el campamento, pereciendo allí Domicio. De las ciudades, unas se sometieron inmediatamente y otras fueron tomadas por la fuerza. Tomó también cautivo al rey Hiarbas, que auxiliaba a Domicio, y dio su reino a Hiempsal. Sacando partido de la buena suerte y del denuedo de sus tropas, invadió la Numidia, y haciendo por ella muchos días de marcha sujetó a cuantos se le presentaron; con lo que, volviendo a dar tono y fuerza al terror y miedo con que aquellos bárbaros miraban antes a los Romanos, que ya se había debilitado, dijo que ni las fieras que habitaban el África se habían de quedar sin probar el valor y la fortuna de los Romanos. Dióse, pues, a la caza de leones y elefantes por algunos días, y en solos cuarenta derrotó a los enemigos, sujetó al África y dispuso de reinos, teniendo entonces veinticuatro años.

A su regreso a Utica se encontró con cartas de Sila en que le prevenía que despachara el resto, del ejército y con una sola legión esperara allí al pretor, que iba a sucederle. No dejó de causarle novedad semejante orden, y se desazonó con ella interiormente; el ejército, por su parte, se disgustó muy a las claras, y rogándoles Pompeyo que marchasen, prorrumpieron en expresiones ofensivas contra Sila, y a aquel le dijeron que de ningún modo le abandonarían y permitirían que se confiase de un tirano. Procuró Pompeyo al principio sosegarlos y tranquilizarlos; pero cuando vio que no se aquietaban bajó de la tribuna y quiso retirarse a su tienda desconsolado y lloroso; pero ellos, conteniéndole, le volvieron a colocar en la tribuna, y se perdió gran parte del día pi- diéndole los soldados que permaneciera y los mandase, y rogándoles él que obedecieran y no se sublevasen; hasta que, instándole y gritándole todavía, les juró que se daría muerte si continuaban en hacerle violencia, y aun así con dificultad los aquietó. El primer aviso que tuvo Sila fue de haberse sublevado Pompeyo, y dijo a sus amigos: “Está visto que es hado mío, siendo viejo, tener que lidiar lides de mozos”, aludiendo a Mario, que, siendo muy joven, le dio mucho en que entender y puso en gravísimos riesgos. Mas cuando supo la verdad, y observó que todos recibían y acompañaban a Pompeyo con demostraciones de amor y benevolencia, corriendo a obsequiarle se propuso excederlos. Salió, pues, a recibirle, y, abrazándole con la mayor fineza, le llamó Magno en voz alta, y dio orden a los que allí se hallaban de que le saludaran de la misma manera; y magno quiere decir grande. Otros son de sentir que esta salutación le fue dada la primera vez por el ejército en el África, y que adquirió mayor fuerza y consistencia confirmada por Sila. Como quiera, él fue el último que al cabo de mucho tiempo, cuando fue enviado de procónsul a España contra Sertorio, empezó a darse en las cartas y en los edictos la denominación de Pompeyo Magno, porque ya no era odiosa, a causa de estar muy admitida en el uso, y más bien son de apreciar y admirar los antiguos Romanos, que condecoraban con estos títulos y sobrenombres no sólo los ilustres hechos de armas, sino también las acciones y virtudes políticas, habiendo sido el mismo pueblo el que dio a dos el nombre de Máximos, que quiere decir muy grande: a Valerio, por su reconciliación con el Senado, que estaba en oposición con él, y a Fabio Rulo, porque, ejerciendo la censura, a algu- nos ricos que siendo de condición libertina se habían hecho inscribir en el Senado los arrojó ignominiosamente de él.

Pidió Pompeyo por estos últimos sucesos el triunfo, y fue Sila el que le hizo oposición, pues la ley no lo concede sino al cónsul o al pretor, y a ningún otro; por lo mismo el primero de los Escipiones, que consiguió en España de los Cartagineses más señaladas victorias, no pidió el triunfo, porque no era ni cónsul ni pretor; decía, pues, que si entraba triunfante en la ciudad Pompeyo, que todavía era imberbe, y por razón de la edad no tenía cabida en el Senado, se harían odiosos: en el mismo Sila la autoridad, y en Pompeyo este honor. De este modo le hablaba Sila para que entendiera que no se lo consentiría, sino que le sería contrario y reprimiría su temeridad si no desistía del intento. Mas no por esto cedió Pompeyo, sino que previno a Sila observase que más son los que saludan al Sol en su oriente que en su ocaso, dándole a entender que su poder florecía entonces y el de Sila iba decreciendo y marchitándose. No lo percibió bien Sila, y observando por los semblantes y el gesto de los que lo habían oído que les había causado admiración, preguntó qué era lo que había dicho, e informado, aturdiéndose de la resolución de Pompeyo, dijo por dos veces seguidas: “que triunfe, que triunfe”. Como otros muchos mostrasen también disgusto e incomodidad, queriendo Pompeyo- según se dice- mortificarlos más, intentó ser conducido en la pompa en carro tirado por cuatro elefantes, porque en la presa había traído muchos del África, de los que pertenecían al rey; pero por ser la puerta más estrecha de lo que era menester, abandonó esta idea y hubo de contentarse con caballos. No habían los soldados conseguido todo lo que se habían imaginado, y como por esto tratasen de revolver y alborotar, dijo que nada le importaba y que antes dejaría el triunfo que usar con ellos de adulación y bajeza. Entonces Servilio, varón muy principal y uno de los más se habían opuesto al triunfo de Pompeyo: “Ahora veo- dijo- que Pompeyo es verdaderamente grande y digno del triunfo”, Es bien claro que si hubiera querido habría alcanzado fácilmente ser del Senado, sino que, como dicen, quiso sacar lo glorioso de lo extraordinario; porque no habría tenido nada de maravilloso el que antes de la edad hubiera sido senador, y era mucho más brillante haber triunfado antes de serlo; y aun esto mismo contribuyó no poco para aumentar hacia él el amor y benevolencia de la muchedumbre, porque mostraba placer el pueblo de verle después del triunfo contado entre los del orden ecuestre.

Consumíase Sila viendo hasta qué punto de gloria y de poder subía Pompeyo; pero no atreviéndose por pundonor a estorbarlo, se mantuvo en reposo. Sólo hizo excepción cuando por fuerza y contra su voluntad promovió Pompeyo al Consulado a Lépido, trabajando por él en los comicios y ganándole por su grande influjo el favor del pueblo; porque entonces, viendo Sila que se retiraba de la plaza con grande acompañamiento, “Observo- le dijo- ¡oh joven! que vas muy contento con la victoria; ¿y cómo no con la grande y gloriosa hazaña de haber hecho designar cónsul antes de Cátulo, el mejor de los hombres, a Lépido, el más malo? Pero cuidado no te duermas y dejes de estar solícito sobre los negocios, porque te has preparado un rival más fuerte que tú”. Pero donde más principalmente declaró Sila que no estaba bien con Pompeyo fue en el testamento que otorgó: porque haciendo mandas a los demás amigos y nombrándolos tutores de su hijo, ninguna mención hizo de Pompeyo. Llevólo éste, sin embargo, con gran moderación y política; tanto que, habiéndose opuesto Lépido y algunos otros a que el cadáver se sepultara en el Campo Marcio y a que la pompa se hiciera en público, tomó el negocio de su cuenta y concilió al entierro gloria y seguridad al mismo tiempo.

No bien había fallecido Sila, cuando se vio cumplida aquella profecía porque queriendo Lépido subrogarse en su autoridad, al punto, sin andar en rodeos ni buscar pretextos, echó mano a las armas, poniendo en movimiento y acción los restos corrompidos de las turbaciones pasadas, que habían escapado de las manos de Sila. Su colega Cátulo, a quien estaba unido lo más justo y lo más sano del Senado y del pueblo, en opinión de prudencia y de justicia era entonces el mayor de los Romanos, pero parecía más propio para el mando político que para el mando militar. Reclamando, pues, los negocios mismos la mano de Pompeyo, no dudó por largo tiempo adónde se aplicaría, sino que se declaró por los hombres de probidad y se le nombró general contra Lépido; éste ya había puesto a sus órdenes gran parte de la Italia y se había apoderado de la Galia Cisalpina por medio del ejército de Bruto. En todos los demás puntos venció fácilmente Pompeyo luego que marchó con sus tropas; pero en Módena de la Galia se detuvo al frente de Bruto largo tiempo, durante el cual, cayendo Lépido sobre Roma, y acampándose a sus puertas, pedía el segundo consulado, infundiendo terror con un gran tropel de gente a los ciudadanos que estaban dentro; mas disipó este miedo una carta de Pompeyo, de la que aparecía que sin batalla había acabado la guerra, porque Bruto, o entregando él mismo su ejército, o habiéndole hecho éste traición, mudó de partido, puso su persona a disposición de Pompeyo, y con escolta que se le dio de caballería se retiró a una aldea, orillas del Po, donde sin mediar más que un día se le quitó la vida, habiendo Pompeyo enviado allá a Geminio. Acerca de esto se hacían grandes cargos a Pompeyo, pues habiendo escrito al Senado, inmediatamente después de la mudanza de Bruto, en términos de significar que éste voluntariamente se le había pasado, envió después otra carta, en la que, verificada ya la muerte de Bruto, le acusaba. Hijo era de éste el otro Bruto que con Casio dio muerte a César, varón del todo semejante al padre en cuanto a saber hacer la guerra y saber morir, como lo decimos en su Vida. Lépido, de resultas, huyó sin detención de la Italia, retirándose a Cerdeña, donde enfermó y murió de pesadumbre, no por el estado de los negocios, según dicen, sino por haber dado con un billete, por el que se enteró de cierta infidelidad de su mujer.

Ocupaba la España Sertorio, caudillo en nada parecido a Lépido, e infundía temor a los Romanos, por haber refundido en él, como en última calamidad, las guerras civiles. Había hecho desaparecer a muchos generales de los de menor cuenta, y entonces traía fatigado a Metelo Pío, varón respetable y buen militar, pero tardo ya por la vejez para aprovechar las ocasiones de la guerra, e inferior al estado de los negocios, en los que se le anticipaba siempre la velocidad y presteza de Sertorio, que le acometía inopinadamente y al modo de los salteadores, molestando con celadas y correrías a un atleta hecho a combates reglados y a un general de tropas de línea acostumbradas a lidiar a pie firme. Teniendo, pues, Pompeyo en aquella sazón un ejército a sus órdenes, andaba negociando que se le diera la comisión de ir en auxilio de Metelo; y sin embargo de habérselo mandado Cátulo, no lo disolvió, sino que se mantuvo en armas alrededor de Roma, buscando siempre algún pretexto, hasta que por fin se le dio el apetecido mando a propuesta de Lucio Filipo. Dícese que, preguntando uno entonces en el Senado, con admiración, a Filipo, si realmente era de sentir de que se enviase a Pompeyo por el cónsul, respondió: “Yo por el cónsul, no, sino por los cónsules”, dando a entender que ambos cónsules eran inútiles para el caso.

No bien hubo tocado Pompeyo en España, excitó en los naturales, como sucede siempre a la fama de un nuevo general, otras esperanzas, y conmovió y apartó de Sertorio entre aquellas gentes todo lo que no le estaba firmemente unido. Sertorio, en tanto, usaba contra él de un lenguaje arrogante, diciendo con escarnio que para aquel mozuelo no necesitaba más que de la palmeta y los azotes, si no fuera porque tenía miedo a aquella vieja- aludiendo a Metelo-; sin embargo, temía realmente a Pompeyo, y precaviéndose con sumo cuidado hacía ya la guerra con más tiento y seguridad; porque, de otra parte, Metelo- cosa que nadie habría pensado- se había rebajado en su conducta, entregándose con exceso a los placeres, con lo que repentinamente habla habido también en él una grande mudanza con respecto al fausto y al lujo; de manera que esto mismo dio mayor estimación y gloria a Pompeyo, por cuanto todavía hizo más sencillo su método de vida, que nunca había necesitado de grandes prevenciones, siendo por naturaleza sobrio y muy arreglado en sus deseos. En esta guerra, que tomaba mil diferentes formas, ninguna cosa mortificó más a Pompeyo que la toma de Laurón por Sertorio, porque cuando creía que le tenía envuelto, y aun se jactaba de ello, se encontró repentinamente con que él era quien estaba cercado; y como, por tanto, temía el moverse, tuvo que dejar arder la ciudad a su presencia y ante sus mismos ojos. Mas habiendo vencido junto a Valencia, a Herenio y Perpena, generales que habían acudido a unirse con Sertorio y militaban con él, les mató más de diez mil hombres.

Engreído con este suceso, y deseoso de que Metelo no tuviese parte en la victoria, se dio priesa a ir en busca del mismo Sertorio. Alcanzóle junto al río Júcar al caer ya la tarde, y allí trabaron la batalla, temerosos de que sobreviniese Metelo, para pelear solo el uno, y el otro para pelear con uno sólo. Fue indeciso y dudoso el término de aquel encuentro, porque venció alternativamente una de las alas de uno y otro; pero en cuanto a los generales, llevó lo mejor Sertorio, porque puso en huída el ala que le estuvo opuesta. A Pompeyo le acometió desmontado un hombre alto de los de caballería, y habiendo venido ambos al suelo a un tiempo, al volver a la lid pararon en las manos de uno y otro los golpes de las espadas, aunque con suerte desigual, porque Pompeyo apenas fue lastimado, pero al otro le cortó la mano. Cargaron entonces muchos sobre él, estando ya en fuga sus tropas, y se salvó maravillosamente por haber abandonado a los enemigos su caballo, adornado magníficamente con jaeces de oro de mucho valor; porque enredados los enemigos en la partición y altercando sobre ella, le dieron lugar para huir. A la mañana siguiente volvieron ambos a la batalla con ánimo de hacer que se declarase la victoria; pero como sobreviniese Metelo, se retiró Sertorio, dispersando su ejército; porque éste era su modo de retirarse, y luego volvía a reunirse la gente; de manera que muchas veces andaba errante Sertorio solo, y muchas veces volvía a presentarse con ciento cincuenta mil hombres, a manera de torrente que repentinamente crece. Pompeyo, cuando después de la batalla salió al encuentro a Metelo y estuvieron ya cerca, dio orden de que se le rindieran a éste las fasces, acatándole como preferente en honor; pero Metelo lo resistió, porque en todo se conducía perfectamente con él, no arrogándose superioridad alguna ni por consular ni por más anciano. Solamente cuando acampaban juntos, la señal se daba a todos por Metelo; pero por lo común acampaban separados, contribuyendo a que tuvieran que estar distantes la calidad del enemigo, que usaba de diferentes artes, y, siendo diestro en aparecerse repentinamente por muchos lados, obligaba a mudar también los géneros de combate; tanto, que, por último, inter- ceptándoles los víveres, saqueando y talando el país y haciéndose dueño del mar, los arrojó de la parte de España que le estaba sujeta, precisándolos a refugiarse en otras provincias por carecer absolutamente de provisiones.

Había Pompeyo empleado y consumido la mayor parte de su caudal en aquella guerra; pedía, por tanto, fondos al Senado, diciendo que se retiraba a Italia con el ejército si no se le enviaban. Hallábase entonces de cónsul Luculo, y aunque estaba mal con Pompeyo y ambicionaba para sí la Guerra Mitridática, puso empeño en que se mandaran los fondos que reclamaba por temor de que se diera este pretexto a Pompeyo, que deseaba retirarse de la guerra de Sertorio y tenía vuelto el ánimo a la de Mitridates, en que le parecía haber mayor gloria y ser éste enemigo más domeñable. Muere en tanto Sertorio asesinado vilmente por sus amigos, de los cuales Perpena, que había sido el principal autor de esta traición, quiso seguir sus mismos planes valiéndose de las mismas fuerzas y los mismos medios, pero sin igual capacidad para usar de ellos. Acudió, pues, al punto Pompeyo, y sabedor de que Perpena no obraba con la mayor seguridad, le presentó por cebo en la llanura diez cohortes con orden de que se dispersaran; y como aquel diese sobre ellas y las persiguiese, presentóse él con todas sus tropas, y trabando batalla concluyó con todo, quedando muertos en el campo de batalla los más de los caudillos. A Perpena lo llevaron a su presencia, y le mandó quitar la vida, no con ingratitud y olvido de lo ocurrido en Sicilia, como le acusan algunos, sine conduciéndose con la mayor prudencia y tomando un parti- do que fue la salud de la república, porque habiéndose apoderado Perpena de la correspondencia de Sertorio mostraba cartas de los principales personajes de Roma que, queriendo trastornar el sistema vigente y mudar el gobierno, llamaban a Sertorio a la Italia. Temeroso, pues, Pompeyo con este motivo de que se suscitaran otras guerras mayores que las apaciguadas, quitó de en media a Perpena y quemó las cartas sin haberlas leído.

Deteniéndose después de esto todo el tiempo necesario para apaciguar las mayores alteraciones y sosegar y componer las discordias y desavenencias que aún ardían, restituyó el ejército a Italia, llegando por fortuna cuando estaba en su mayor fuerza la guerra civil. Por lo mismo, Craso precipitó, no sin riesgos, la batalla, y le favoreció la suerte, habiendo muerto en la acción doce mil trescientos hombres de los enemigos. Mas con esto mismo la fortuna halló medio de introducir a Pompeyo en la victoria, porque cinco mil que huyeron de la batalla dieron con él, y habiendo acabado con todos escribió al Senado, por un mensajero que anticipó, que Craso había vencido en la batalla campal a los gladiadores, pero que él había arrancado la guerra de raíz; cosa que, por el amor que le tenían, escuchaban y repetían con gusto los Romanos, al mismo tiempo que ni por juego podía haber quien dijese que la gloria de la España y Sertorio eran de otro que de Pompeyo. En medio de todos estos honores y la expectación en que en cuanto a él se estaba, había la sospecha y receló de que no despediría al ejército, sino que por medio de las armas y el mando de uno solo marcharía en derechura al gobierno de Sila; así, no eran menos los que por amor corrían a él y le salían al encuentro en el camino que los que por miedo hacían otro tanto. Disipó luego Pompeyo este temor diciendo que dejaría el mando del ejército después del triunfo; pero a los malcontentos aún les quedó un solo asidero para sus quejas, y fue decir que se inclinaba más a la plebe que al Senado, y que habiendo Sila destruido la dignidad de aquella, él trataba de restablecerla para congraciarse con la muchedumbre; lo que era verdad. Porque no habla cosa que más violentamente amase el pueblo Romano, ni que más desease, que volver a ver restablecida aquella magistratura; así, Pompeyo tuvo a gran dicha el que se le presentase la oportunidad de esta disposición; como que no habría encontrado otro favor con que recompensar el amor de los ciudadanos si otro se le hubiera adelantado en éste.

Decretados que le fueron el segundo triunfo y el consulado, no era por esto por lo que parecía extraordinario y digno de admiración, sino que se tomaba por prueba de su superior poderío el que Craso, varón el más rico de cuantos entonces estaban en el gobierno, el más elegante en el decir y el de mayor opinión, que miraba con desdén a Pompeyo y a todos los demás, no se atrevió a pedir el consulado sin valerse de la intercesión de Pompeyo, cosa en que éste tuvo el mayor placer, porque hacía tiempo deseaba hacerle algún servicio u obsequio; así es que se encargó de ello con ardor, y habló al pueblo, manifestándole que no sería menor su gratitud por el colega que por la misma dignidad. Sin embargo, nombrados cónsules, en todo estuvieron discordes y se con- tradijeron el uno al otro. En el Senado tenía mayor influjo Craso, pero con la plebe era mayor el poder de Pompeyo, porque le restituyó el tribunado, y no hizo alto en que por ley se volviesen entonces los juicios a los del orden ecuestre: pero el espectáculo más grato que dio a los Romanos fue el de sí mismo cuando pidió la licencia del servicio militar. Es costumbre entre los Romanos, en cuanto a los del orden ecuestre que han servido el tiempo establecido por ley, que lleven a la plaza su caballo a presentarlo a los dos ciudadanos que llaman censores, y que haciendo la enumeración de los pretores o emperadores a cuyas órdenes han militado, y dando las cuentas de sus mandos, se les dé el retiro, y allí se distribuye el honor o la ignominia que corresponde a la conducta de cada uno. Ocupaban entonces el tribunal en toda ceremonia los censores Gelio y Léntulo para pasar revista a los caballeros. Vióse desde lejos a Pompeyo que venía a la plaza con el séquito e insignias que correspondían a su dignidad, pero trayendo él mismo del diestro su caballo. Luego que estuvo cerca y a la vista de los censores, dio orden a los lictores de que hicieran paso, y condujo el caballo ante el tribunal. Estaba todo el pueblo admirado y en silencio, y los mismos censores sintieron con su vista un gran placer mezclado de vergüenza. Después, el más anciano le dijo: “Te pregunto ¡oh Pompeyo Magno! si has hecho todas las campañas según la ley”. Y Pompeyo en alta voz: “Todas- le respondió-, y todas las he hecho a las órdenes de mí mismo como emperador”. Al oír esto el pueblo levantó gran gritería, y ya no fue posible contener por el gozo aquella algazara, sino que le- vantándose los censores le acompañaron a su casa, complaciendo en esto a los ciudadanos, que seguían y aplaudían.

Cuando ya estaba cerca de expirar el consulado de Pompeyo, y en el mayor aumento su desavenencia con Craso, un tal Gayo Aurelio, que pertenecía al orden ecuestre, pero había llevado una vida ociosa y oscura, en un día de junta pública subió a la tribuna, y arengando al pueblo dijo habérsele aparecido Júpiter entre sueños y encargándole hiciese presente a los cónsules no dejaran el mando sin haberse antes hecho entre sí amigos. Pronunciadas estas palabras, Pompeyo se estuvo quieto en su lugar sin moverse; pero Craso empezó a alargarle la diestra y a saludarle, diciendo al pueblo: “No me parece ¡oh ciudadanos! que hago nada que no me esté bien, o que me humille en ser el primero en ceder a Pompeyo, a quien vosotros creísteis deber llamar Magno antes que le hubiese salido la barba, y a quien antes de pertenecer al Senado decretasteis dos triunfos”, y habiéndose en seguida reconciliado, hicieron la entrega de su autoridad. Craso guardó siempre la conducta y método de vida que había tenido desde el principio, pero Pompeyo se fue desentendiendo poco a poco de patrocinar las causas, se retiró de la plaza, rara vez se mostraba en público, y siempre con grande acompañamiento, pues ya no era fácil el verle o hablarle sino entre un gran número de ciudadanos que le hacían la corte, pareciendo que tenía complacencia en mostrarse rodeado de mucha gente, dando con esto importancia y gravedad a su presencia, y creyendo que debía conservar su dignidad pura e intacta del trato y familiaridad con la muchedumbre. Porque la vida togada es resbaladiza al menosprecio para los que se han hecho grandes con las armas y no aciertan a medirse con la igualdad popular, pues que creen debérseles de justicia el que aquí como allá sean los primeros, y a los que allá fueron inferiores no les es aquí tolerable el no preferirlos; por lo mismo, cuando cogen en la plaza pública al que ha brillado en los campamentos y en los triunfos lo deprimen y abaten, pero si éste cede y se retira le conservan libre de envidia el honor y poder que allá tuvo; lo que después confirmaron los mismos negocios.

El poder de los piratas, que comenzó primero en la Cilicia, teniendo un principio extraño y oscuro, adquirió bríos y osadía en la Guerra Mitridática, empleado por el rey en lo que hubo menester. Después, cuando los Romanos, con sus guerras civiles, se vinieron todos a las puertas de Roma, dejando el mar sin guardia ni custodia alguna, poco a poco se extendieron e hicieron progresos; de manera que ya no sólo eran molestos a los navegantes, sino que se atrevieron a las islas y ciudades litorales. Entonces, ya hombres poderosos por su caudal, ilustres en su origen y señalados por su prudencia, se entregaron a la piratería y quisieron sacar ganancia de ella, pareciéndoles ejercicio que llevaba consigo cierta gloria y vanidad. Formáronse en muchas partes apostaderos de piratas, y torres y vigías defendidas con murallas, y las armadas corrían los mares, no sólo bien equipadas con tripulaciones alentadas y valientes, con pilotos hábiles y con naves ligeras y prontas para aquel servicio, sino tales que más que lo terrible de ellas incomodaba lo soberbio y altanero, que se demostraba en los astiles dorados de popa, en las cortinas de púrpura y en las palas plateadas de los remos, como que hacían gala y se gloriaban de sus latrocinios. Sus músicas, sus cantos, sus festines en todas las costas, los robos de personas principales y los rescates de las ciudades entradas por fuerza eran el oprobio del imperio romano. Las naves piratas eran más de mil, y cuatrocientas las ciudades que habían tomado. Habíanse atrevido a saquear de los templos, mirados antes como asilos inviolables, el Clario, el Didimeo, el de Samotracia, el templo de Démeter Ctonia en Hermíona, el de Asclepio en Epidauro, los de Posidón en el Istmo, en Ténaro y en Calauria; los de Apolo en Accio y en Léucade, y de Hera el de Samos, el de Argos y el de Lacinio. Hacían también sacrificios traídos de fuera, como los de Olimpia, y celebraban ciertos misterios indivulgables, de los cuales todavía se conservan hoy el de Mitra, enseñado primero por aquellos. Insultaban de continuo a los Romanos, y bajando a tierra rodaban en los caminos y saqueaban las inmediatas casas de campo. En una ocasión robaron a dos pretores, Sextilio y Belino, con sus togas pretextas, llevándose con ellos a los ministros y lictores. Cautivaron también a una hija de Antonio, varón que había alcanzado los honores del triunfo, en ocasión de ir al campo, y tuvo que rescatarse a costa de mucho dinero. Pero lo de mayor afrenta era que, cautivado alguno, si decía que era Romano y les daba el nombre, hacían como que se sobrecogían, y temblando se daban palmadas en los muslos, y se postraban ante él, diciéndole que perdonase. Creíalos, viéndolos consternados y reducidos a hacerle súplicas; pero luego, unos le ponían los zapatos, otros le en- volvían en la toga, para que no dejase de ser conocido, y habiéndole así escarnecido y mofado por largo tiempo, echaban la escala al agua y le decían que bajara y se fuera contento; y al que se resistía le cogían y le sumergían en el mar.

Ocupaban con sus fuerzas todo el Mar Mediterráneo, de manera que estaban cortados e interrumpidos enteramente la navegación y el comercio. Esto fue la que obligó a los Romanos, que se veían turbados en sus acopios y temían una gran carestía, a enviar a Pompeyo a limpiar el mar de piratas. Propuso al efecto Gabinio, uno de los más íntimos amigos de Pompeyo, una ley, por la que se le confería a éste, no el mando de la armada, sino una monarquía y un poder sin límites sobre todos los hombres, pues se le autorizaba para mandar en todo el mar dentro de las columnas de Hércules, y en todo el continente a cuatrocientos estadios del mar, la cual medida dejaba de comprender muy pocos países de la tierra sujeta a los Romanos, y abarcaba por otra parte los de grandes naciones y poderosos reinos. Concedíasele además de esto escoger entre los senadores quince en calidad de legados suyos, para mandar en las provincias, tomar del erario y de los publicanos cuanto dinero quisiese y disponer de doscientas naves, siendo árbitro para firmar las listas de la tropa del ejército, de las tripulaciones, de las naves y de la gente de remo. Leído que fue este proyecto, el pueblo lo admitió con el mayor placer; pero a los más principales y poderosos del Senado, si bien les pareció fuera de envidia un poder tan indefinido e indeterminado, tuviéronlo por muy propio para inspirar recelos, por lo que se opusieron a la ley, a excepción de César, que la sostuvo, no por contemplación a Pompeyo, sino para empezar a ganarse y atraerse el pueblo. Los demás hicieron fuerte resistencia a Pompeyo, y como el uno de los cónsules le dijese que si se proponía imitar a Rómulo no evitaría tener el propio fin de aquél, corrió gran peligro de que la muchedumbre le hiciese pedazos. Presentóse Cátulo en la tribuna, y como el pueblo le miraba con respeto, guardó moderación y compostura; pero cuando después de haber hablado largamente en elogio de Pompeyo les aconsejó que miraran por él y no expusieran a continuas guerras y peligros un hombre tan importante, porque “¿A quién acudiréis- les dijo- si éste llega a faltaros?” “A ti”- exclamaron todos a una voz- Cátulo, pues, viendo que nada había adelantado, calló, y presentándose después Roscio nadie quiso oírle; hacíales, sin embargo, señas con los dedos para que no nombrasen uno solo, sino otro con Pompeyo; pero se dice que, irritado con esto el pueblo, fue tal la gritería que se levantó, que un cuervo que volaba por encima de la plaza se sofocó y cayó sobre aquella muchedumbre, de donde puede inferirse que no es por romperse y cortarse el aire con el gran ruido por lo que no pueden sostenerse las aves que caen, sino por ser heridas como con un golpe con la voz, cuando enviada ésta con ímpetu y violencia causa en el aire fuerte movimiento y agitación.

Disolvióse por entonces la junta. Pompeyo, el día en que habla de hacerse la votación, se salió al campo; pero habiendo oído que se había sancionado la ley, entró en la ciudad por la noche, para evitar la envidia que había de producir el gran concurso de los que acudirían a esperarle y recibirle; y saliendo de casa a la mañana temprano, hizo primero un sacrificio, y reuniendo después al pueblo en junta pública trató de recoger mucho más que lo que antes se le había decretado, pues faltó muy poco para que doblara todo el aparato, habiendo alistado quinientas naves y juntado hasta ciento veinte mil hombres de infantería y cinco mil caballos. El Senado eligió veinticuatro de los que habían sido pretores y habían mandado ejércitos para que sirvieran a sus órdenes, a los que se agregaron dos cuestores. Como repentinamente hubiese bajado el precio de los objetos de comercio, dio esto ocasión al pueblo para manifestar gran contento y decir que el nombre de Pompeyo había acabado la guerra. Dividió éste los mares y todo el espacio del Mediterráneo en trece partes, y asignó a cada una igual número de naves con un caudillo, y sorprendiendo a un tiempo con estas fuerzas así repartidas gran número de naves de los piratas les dio caza y se apoderó de ellas, trayéndolas a los puertos. Los que se anticiparon a huir y evadirse se acogieron como a su colmenar a la Cilicia, contra los cuales marchó él mismo con sesenta naves de las mejores; pero no dio la vela contra aquellos sin haber antes limpiado enteramente de piraterías y latrocinios el Mar Tirreno, el Líbico, el de Cerdeña, el de Córcega y Sicilia, no habiendo reposado él mismo en cuarenta días, y habiéndole servido los demás caudillos con diligencia y esmero.

Como en Roma el cónsul Pisón, por encono y envidia que le tenía, le escasease los auxilios y licenciase las tripulaciones, hizo pasar a Brindis la escuadra y él subió a Roma por la Toscana. Luego que se supo, todos acudieron al camino, como si no hiciera pocos días que se habían despedido de él. Había producido este regocijo la celeridad de la no esperada mudanza, pues al punto fue suma en el mercado la abundancia de víveres; así corrió riesgo Pisón de que se le despojara del consulado, teniendo ya Gabinio escrito el proyecto de ley, sino que le contuvo Pompeyo; el cual, habiéndolo dispuesto todo con la mayor humanidad, provisto de lo que hubo menester, se encaminó a Brindis. Habiendo tenido el tiempo favorable, siguió su navegación, pasando a la vista de muchas ciudades; mas respecto a Atenas no pasó de largo. Saltó, pues, en tierra, y habiendo sacrificado a los dioses y saludado al pueblo, al salir leyó ya estos versos heroicos hechos en su honor, a la parte adentro de la puerta: Cuanto en parecer hombre más te esfuerzas, más a los sacros dioses te pareces. Y a la parte de afuera: Fuiste esperado, y en honor tenido: te hemos visto; feliz tu viaje sea. De los piratas que todavía quedaban y erraban por el mar, trató con benignidad a algunos; y contentándose con apoderarse de sus embarcaciones y sus personas, ningún daño les hizo; con lo que concibieron los demás buenas esperanzas, y huyendo de los otros caudillos se dirigieron a Pompeyo y se le entregaron a discreción con sus hijos y sus mujeres. Perdonólos a todos, y por su medio pudo descubrir y prender a otros, que habían procurado esconderse por reconocerse culpables de las mayores atrocidades.

El mayor número y los de mayor poder entre ellos habían depositado sus familias, sus caudales y toda la gente que no estaba en estado de servir, en castillos y pueblos fortalecidos hacia el monte Tauro; y ellos, tripulando convenientemente sus naves, cerca de Coracesio de Cilicia se opusieron a Pompeyo, que navegaba en su busca; y como dada la batalla fuesen vencidos, se redujeron a sufrir un sitio. Mas al fin recurrieron a las súplicas y también se entregaron con las ciudades e islas que poseían y en que se hablan hecho fuertes, las cuales eran difíciles de tomar y poco accesibles. Terminóse, pues, la guerra, y fueron enteramente destruidas las piraterías en toda la extensión del mar en el corto tiempo de tres meses, habiéndose tomado además otras muchas ciudades y naves, y entre éstas noventa con espolones de bronce. De ellos mismos cautivó Pompeyo más de veinte mil; y si por una parte no quería quitarles la vida, por otra no creía que podía ser conveniente dejarlos y mirar con indiferencia que volvieran a esparcirse unos hombres reducidos a la necesidad y avezados a la guerra. Reflexionando, pues, que el hombre, por su naturaleza e índole, no nació ni es un animal cruel e insociable, sino que la maldad es la que pervierte su carácter, y con los hábitos y la mudanza de vida y de lugares vuelve a suavizarse, y que las mismas fieras cuando disfrutan de más blandos alimentos deponen su aspereza y ferocidad, resolvió trasladar aquellos hombres del mar a la tierra y hacerlos gustar de una vida más dulce con acostumbrarlos a habitar en poblaciones y labrar los campos. A algunos, pues, los admitieron las ciudades pequeñas y desiertas de la Cilicia, incorporándolos a sí y adquiriendo con este motivo términos más dilatados, y tomando la ciudad de Solos, poco antes destruida por Tigranes, rey de Armenia, estableció a muchos en ella; pero a los más les dio por domicilio a la ciudad de Dime en la Acaya, que se hallaba entonces necesitada de habitantes y poseía un fértil y extenso terreno.

Vituperaban estas disposiciones los que no estaban bien con él; pero lo que hizo en Creta con Metelo, ni a sus mayores amigos satisfizo; este Metelo, pariente de aquel con quien Pompeyo hizo la guerra de España, había sido enviado de general a Creta antes del nombramiento de Pompeyo, pues esta isla, después de la Cilicia, era otro manantial de piratas, y Metelo había logrado apresar y dar muerte a muchos de ellos. Quedaban otros, y cuando los tenía sitiados acudieron con ruegos a Pompeyo, llamándole a la isla, por ser parte del espacio de mar sobre que mandaba, como que caía de todos modos dentro de él. Admitió Pompeyo el llamamiento y escribió a Metelo prohibiéndole continuar la guerra. Escribió asimismo a las ciudades para que no obedeciesen a Metelo, y envió de general a Lucio Octavio, uno de los caudillos que servían a sus órdenes, el cual, entrando a unirse con los sitiados dentro de los muros y peleando con ellos, no sólo odioso y molesto, sino hasta ridículo hacía a Pompeyo, que por envidia y emulación con Metelo prestaba su nombre a gentes impías y sin religión e interponía en favor de ellas su autoridad como un amuleto. Pues ni Aquiles se portó como hombre, sino como un mozuelo atolondrado y arrebatado del deseo de la gloria, cuando por señas previno a los demás y les prohibió tiraran a Héctor Por que no le robara otro la gloria de herirlo, y él viniera a ser segundo. Y aun Pompeyo lo hizo peor, porque se esforzó en conservar a los enemigos de la república por privar del triunfo a un general que llevaba toleradas muchas fatigas y trabajos. Mas no se acobardó Metelo, sino que, venciendo a los piratas, tomó de ellos justa venganza, y a Octavio lo despachó después de haberle reprendido y afeado su hecho en el campamento.

Llegada a Roma la noticia de que, terminada la guerra de los piratas, para reposar de ella Pompeyo recorría las ciudades, escribió Manilio, tribuno de la plebe, un proyecto de ley para que, encargándose Pompeyo del territorio y tropas sobre que mandaba Luculo, y añadiéndosele la Bitinia, que obtenía Glabrión, hiciese la guerra a Mitridates y Tigranes, conservando además las fuerzas navales y el mando marítimo, como lo había tenido desde el principio, que era, en suma, confiar a uno solo la autoridad del pueblo romano. Porque las únicas provincias que parecían no estar contenidas en la ley anterior, que eran la Frigia, la Licaonia, la Galacia, la Capadocia, la Cilicia, la Cólquide superior y la Armenia, eran las mismas que se le agregaban ahora, con todas las tropas y fuerzas con que Luculo había vencido y derrotado a los reyes Mitridates y Tigranes. Con todo, de Luculo, a quien se privaba de la gloria de sus ilustres hechos, y a quien más bien se daba sucesor del triunfo que de la guerra, era muy poco lo que se hablaba entre los del partido del Senado, sin embargo de que conocían el agravio y la injusticia que a aquel se irrogaban, sino que llevando mal el gran poder de Pompeyo, que venía a constituirse en tiranía, se excitaban y alentaban entre sí para oponerse a la ley y no abandonar la libertad. Mas venido el momento, todos los demás faltaron al propósito y enmudecieron de miedo; sólo Cátulo clamó contra la ley y contra quien la había propuesto, y viendo que a nadie movía, requirió al Senado, gritando muchas veces desde la tribuna para que, como sus mayores, buscaran un monte y una eminencia adonde para salvarse se refugiara la libertad. Sancionóse a pesar de esto la ley, según se dice, por todas las tribus, y Pompeyo, estando ausente, quedó árbitro y dueño de todo cuanto lo fue Sila, apoderándose de la ciudad con las armas y con la guerra. Dícese de él que cuando recibió las cartas y supo lo decretado, hallándose presentes y regocijándose sus amigos, arrugó las cejas, se dio una palmada en el muslo y, como quien se cansa de mandar, prorrumpió en estas expresiones: “¡Vaya con unos trabajos que no tienen término! ¿Pues no valía más ser un hombre oscuro, para no cesar nunca de hacer la guerra ni de incurrir en tanta envidia, pasando la vida en el campo con su mujer?” Al oír esto, ni sus más íntimos amigos dejaron de torcer el gesto a semejante ironía y simulación, conociendo que subía muy de punto su alegría con el incentivo que daba a la natural ambición y deseo de gloria de que estaba poseído su indisposición y encono con Luculo.

Justamente lo manifestaron bien pronto los hechos, porque, poniendo edictos por todas partes, convocaba a los soldados y llamaba ante sí a los poderosos y a los reyes que estaban en la obediencia del imperio romano, y, recorriendo la provincia no dejó en su lugar nada de lo dispuesto por Luculo, sino que alzó el castigo a muchos, revocó donaciones y, en una palabra, hizo, por espíritu de contradicción, cuanto había que hacer para demostrar a los que miraban con aprecio a Luculo que de nada absolutamente era dueño. Quejósele éste por medio de sus amigos, y habiendo convenido en verse y conferenciar, se vieron, efectivamente, en la Galacia. Como era conveniente a tan grandes generales, que tan grandes victorias habían alcanzado, los lictores de uno y otro se presentaron con las fasces coronadas de laurel; pero Luculo venía de lugares frescos y defendidos por la sombra, y Pompeyo había hecho algunos días de marcha por terrenos áridos y sin árboles. Viendo, pues, los lictores de Luculo que el laurel de las fasces de Pompeyo estaba seco y marchito enteramente, partiendo del suyo, que se mantenía fresco, adornaron y coronaron con él las fasces de éste; lo que se tuvo por señal de que Pompeyo venia a arrogarse las victorias y la gloria de Luculo. Autorizaba a Luculo la dignidad de cónsul y su mayor edad, pero la dignidad de Pompeyo era mayor por sus dos triunfos. Con todo, su primer encuentro lo hicieron con urbanidad y mutuo agasajo, celebrando sus respectivas hazañas y dándose el parabién por sus victorias; pero en sus pláticas, en nada moderado y justo pudieron convenirse, sino que empezaron a motejarse: Pompeyo a Luculo, por su codicia, y éste a aquél, por su ambición; de manera que con dificultad pudieron lograr los amigos que se despidieran en paz. Luculo en la Galacia distribuyó la tierra conquistada e hizo otras donaciones a quienes tuvo por conveniente. Pero Pompeyo, que estaba acampado a muy corta distancia, prohibió que se le prestase obediencia y le quitó todas las tropas, a excepción de mil seiscientos hombres que, por ser orgullosos, reputó le serían inútiles a él mismo y que a aquel no le guardarían subordinación. Censurando y vituperando además abiertamente sus operaciones, decía que Luculo había hecho la guerra a las tragedias y farsas de aquellos reyes, quedándole a él tener que combatir con las verdaderas y ejercitadas fuerzas, ya que Mitridates había al fin recurrido a los escudos, la espada y los caballos. Mas defendíase, por su parte, Luculo diciendo que Pompeyo iba a lidiar con un fantasma y sombra de guerra, siendo su mafia acabar con los cuerpos muertos por otros, a manera de ave de rapiña, e ir dilacerando los despojos de la guerra, pues que de esta manera había inscrito su nombre sobre las guerras de Sertorio, de Lépido y de Espártaco, terminadas ya felizmente: ésta por Craso, aquélla por Cátulo y la primera por Metelo; por tanto, no era de extrañar que se arrogase ahora la gloria de las Guerras Armenias y Pónticas un hombre que había tenido arte para ingerirse en el triunfo de los fugitivos.

Partió por fin Luculo; y Pompeyo, dejando la armada naval en custodia del mar que media entre la Fenicia y el Bósforo, marchó contra Mitridates, que tenía un ejército de treinta mil infantes y dos mil caballos, pero que no se atrevía a entrar en batalla. Y en primer lugar, como hubiese abandonado, por ser falto de agua, un monte alto y de difícil acceso en que se hallaba acampado, lo ocupó Pompeyo, y conjeturando por la naturaleza de las plantas y por el descenso del terreno que el país no podía menos de tener fuentes, dio orden de que por todas partes se abrieran pozos, y al punto se vio el campamento lleno de gran caudal de agua; de manera que se maravillaron de que en tanto tiempo no hubiera dado en ello Mitridates. Acampado después próximo a él, consiguió dejarle sitiado; pero habiéndolo estado cuarenta y cinco días, se escapó sin que aquel lo sintiese con lo más escogido de sus tropas, dando muerte a los inútiles y enfermos. Habiéndole vuelto a alcanzar Pompeyo junto al Éufrates, puso su campo enfrente de él, y temiendo que se adelantase a pasar este río sacó armado su ejército desde la media noche, hora en que se dice haber tenido Mitridates una visión que le predijo lo que iba a sucederle. Porque le parecía que navegando con próspero viento en el Mar Póntico veía ya el Bósforo, y los que con él iban se lisonjeaban como el que se alegra con la certeza y seguridad de salir a salvo; pero que de repente se halló abandonado de todos en un débil barquichuelo juguete de los vientos. En el momento de estar en estas angustias y ensueños le rodearon y despertaron sus amigos, diciéndole que tenían cerca de sí a Pompeyo. Fue, pues, indispensable haber de pelear al lado del campa- mento, y sacando sus generales las tropas las pusieron en orden. Advirtió Pompeyo que los cogía prevenidos, y, no decidiéndose a entrar en acción entre tinieblas, le pareció que no debían hacer más que rodearlos, para que no huyesen, y a la mañana, pues que sus tropas eran mejores, vendrían a las manos; pero los más ancianos de los tribunos, rogándole e instándole, le hicieron por fin resolverse. Porque tampoco era la noche del todo oscura, sino que la luna, yendo ya bastante baja, daba suficiente luz para que se vieran los cuerpos, que fue lo que principalmente desconcertó a las tropas del rey, porque los Romanos tenían la luna a la espalda, y, estando ya la luz muy cerca del ocaso, las sombras de sus cuerpos iban muy lejos delante de ellos y se extendían hasta los enemigos, que no podían computar la distancia, sino que, como si los tuvieran ya encima, arrojando las lanzas en vano, a nadie alcanzaban. Al ver esto, los Romanos corrieron a ellos con grande gritería, y como no tuvieron valor ni siquiera para esperarlos, sino que se entregaron a la fuga, los acuchillaron y destrozaron, muriendo más de diez mil de ellos, y les tomaron el campamento. Al principio, Mitridates, con ochocientos caballos, se había abierto paso por entre los Romanos, poniéndose en retirada; pero a poco se le desbandaron todos los demás, quedándose con tres solos, entre los que se hallaba la concubina Hipsícrates, que siempre se había mostrado varonil y arrojada; tanto, que por esta causa el rey la llamaba Hipsícrates. Llevaba ésta entonces la sobrevesta y el caballo de un soldado persa, y ni se mostró fatigada de tan larga carrera, ni, con haber atendido al cuidado de la persona del rey y de su caballo, necesitó de reposo hasta que llegaron al fuerte de Sinora, depósito de los caudales y preseas del rey, de donde, tomando éste las ropas más preciosas, las distribuyó a los que de la fuga habían acudido a él. Dio también a cada uno de sus amigos un veneno mortal para que ninguno de ellos se entregase contra su voluntad a los enemigos, y desde allí marchó a la Armenia a unirse con Tigranes; pero, corno éste le desechase, y aun le hiciese pregronar en cien talentos, pasando por encima del nacimiento del Éufrates huyó por la Cólquide.

Mas Pompeyo se dirigió a la Armenia llamado por Tigranes el joven, que, habiéndose ya rebelado al padre, salió a unirse con aquél junto al río Araxes, el cual, naciendo de los mismos montes que el Éufrates, vuelve luego hacia el Oriente y desagua en el Mar Caspio. Recorrieron, pues, juntos las ciudades y las fueron reduciendo; y Tigranes el mayor, que poco antes había sido arruinado por Luculo, sabedor de que Pompeyo era benigno y dulce de condición, admitió guarnición en su corte, y acompañado de sus amigos y deudos fue a hacerle entrega de su persona. Llegó a caballo hasta el valladar, donde dos lictores de Pompeyo le salieron al encuentro y le previnieron bajase del caballo y continuase a pie, porque jamás se había visto a hombre ninguno a caballo dentro de un campamento de los Romanos. Condescendió en ello Tigranes, y desciñéndose la espada se la entregó. Finalmente, cuando llegó ante el mismo Pompeyo, quitóse la tiara, hizo acción de ponerla a sus pies, e inclinando el cuerpo iba a postrarse con la mayor bajeza ante él, cuando Pompeyo, alargándole la diestra, lo levantó y lo sentó a su lado, colocando al otro a su hijo. De todo lo demás les dijo que debían culpar a Luculo, que era quien les había quitado la Siria, la Fenicia, la Cilicia, la Galacia y la Sofena; que lo que hasta entonces habían conservado lo retendrían pagando seis mil talentos a los Romanos en pena de sus ofensas, y que en la Sofena reinaría el hijo. A Tigranes fueron muy agradables estas disposiciones; y habiendo sido aclamado rey por los Romanos, en muestra de su alegría ofreció dar a cada soldado media mina de plata, diez minas a cada centurión y un talento a cada tribuno; pero el hijo se disgustó, y llamado a la cena respondió que no necesitaba de Pompeyo, que así creía honrarle, porque él encontraría otro entre los Romanos; de resulta de lo cual se le puso en prisión para el triunfo. De allí a poco envió Fraates, rey de los Partos, a reclamar a este joven por ser su yerno, y al mismo tiempo pedía que pusiera Pompeyo al Éufrates por límite de sus provincias, a lo que contestó éste que Tigranes más pertenecía al padre que al suegro, y que en cuanto al límite, se señalaría el que fuese justo.

Dejando a Afranio de guarnición en la Armenia, le fue preciso marchar contra Mitridates por medio de las naciones que habitan el Cáucaso. De éstas, las más populosas son los Albanos y los Iberes: los Iberes están situados en las faldas de los montes Mósquicos, y los Albanos se inclinan más al oriente y al Mar Caspio. Éstos, al principio, pidiéndoles Pompeyo el paso, se le habían concedido; pero habiendo cogido el invierno al ejército en aquel país y habiendo tenido los Romanos que celebrar la fiesta de los Sa- turnales, se dispusieron a acometerles en número de cuarenta mil a lo menos cuando fueran a pasar el río Cirno, que, naciendo de los montes Iberios y recibiendo al Araxes, que baja de la Armenia, desagua por doce bocas en el Mar Caspio; pero otros dicen que no sucede esto al Araxes, sino que, corriendo cerca de aquel, entra por sí solo en este mar. Pompeyo pudo oponerse a los enemigos al tiempo del paso, pero los dejó que pasaran con todo sosiego, y cargando con seguridad sobre ellos los rechazó y deshizo. Como después el rey le hiciese súplicas y enviase embajadores, perdonándole aquella injusta agresión hizo alianza con él y marchó contra los Iberes, que no eran inferiores en número, y que, siendo más belicosos que los demás, deseaban con ardor servir a Mitridates y alejar de allí a Pompeyo. Porque los Iberes no estuvieron nunca sujetos ni a los Medos ni a los Persas, y aun se libraron de la dominación de los Macedonios por haber sido precipitado el paso de Alejandro por la Hircania. Mas a pesar de todo esto los derrotó Pompeyo en una gran batalla en la que murieron nueve mil, y más de diez mil quedaron cautivos, entrando después en la Cólquide; allí, junto al Fasis, se le presentó Servilio trayendo las naves con que custodiaba el Ponto.

La persecución de Mitridates, que se había acogido a las naciones inmediatas al Bósforo y a la laguna Meotis, ofreció a Pompeyo muchas dificultades, mayormente habiéndosele anunciado que otra vez se le habían rebelado los Albanos. Regresó, pues, contra ellos encendido en ira y en deseo de venganza, costándole extraordinario trabajo vol- ver a pasar el Cirno por haber hecho los bárbaros empalizadas en gran parte de él; teniendo que andar un camino áspero y falto de agua, y habiendo llenado diez mil odres de ella, continuó su marcha contra los enemigos, a los que alcanzó formados en orden de batalla junto al río Abante en número de sesenta mil hombres de infantería y doce mil de caballería, pero muy mal armados y sin otro vestido los más que pieles de fieras. Acaudillábalos un hermano del rey, llamado Cosis, el cual, trabada ya la batalla, se dirigió contra Pompeyo, y habiéndole herido con un dardo en la parte donde terminaba la coraza, Pompeyo lo traspasó con un bota de lanza. Dícese que en esta batalla pelearon con los bárbaros las Amazonas, habiendo bajado de los montes que circundan el río Termodonte, pues al reconocer y despojar los Romanos a los bárbaros después de la batalla encontraron, sí, rodelas y coturnos amazónicos, aunque no se vio ningún cuerpo de mujer. Habitan las Amazonas las pendientes del Cáucaso por la parte del mar de Hircania, pero no confinan con los Albanos, sino que están en medio los Gelas y los Leges; y en cada año, pasando dos meses en unión con éstos, a orillas del Termodonte, después se retiran a vivir solas.

Habiéndose puesto Pompeyo en marcha después de la batalla para la Hircania y el Mar Caspio, tuvo que retroceder, por la muchedumbre de ciertas serpientes venenosas y mortíferas, cuando no le faltaban más que tres días de camino. Retiróse, pues, a la Armenia menor, y a los reyes de los Elimeos y los Medos, que le enviaron embajadores, les contestó amistosamente; pero contra el de los Partos, que invadió la Gordiena y empezó a molestar a los súbditos de Tigranes, envió tropas con Afranio, que le rechazó y persiguió hasta la Arbelítide. Trajeron ante él a muchas de las concubinas de Mitridates; pero no tocó a ninguna, sino que todas las hizo entregar a sus padres o deudos; porque en gran parte eran hijas o mujeres de generales o sujetos poderosos. Estratonica, que fue la que gozaba de mayor dignidad y se mantenía en un alcázar magnífico, era hija, a lo que parece, de un cantor anciano, de pobre suerte en todo lo demás; pero de tal manera se apoderó del corazón de Mitridates habiendo cantado en un festín, que se la llevó para reposar con ella; mas el viejo salió de allí de muy mal humor, porque ni siquiera le había dirigido una palabra afable y benigna. Éste, a la mañana, cuando al despertarse vio en su habitación aparadores con vajilla de oro y plata, gran número de sirvientes, eunucos y jóvenes que le presentaban vestidos de los más ricos, y a la puerta un caballo con preciosos aireos, como los de los amigos del rey, creyendo que todo aquello fuese juego y burlería intentó marcharse de la casa; pero deteniéndole los criados y diciéndole que el rey le hacía el presente de la casa de un hombre rico que acababa de morir, y que todo aquello no era más que primicias y bosquejos de mayores bienes y riquezas, creyólo entonces, aunque todavía con dificultad, y tomando la púrpura, y montando a caballo, dio a correr por la ciudad gritando: “Todo esto es mío”, y a los que se burlaban decía que no era aquello de extrañar, sino el que, loco de contento, no tirase piedras a cuantos encontrara. De tal sangre y linaje era Estratonica, la cual hizo donación a Pompeyo de aquel terreno y le presentó muchos regalos; pero él, no tomando más que aquellos que creyó podían servir de adorno en los templos, o para dar realce a su triunfo, los demás los dejó a Estratonica para que los disfrutase contenta. De la misma manera, habiéndole presentado el rey de los Iberes un lecho, una mesa y un trono, todos de oro, haciéndole instancias para que los tomase, lo que hizo fue entregarlos a los cuestores para el tesoro público.

En la fortaleza de Ceno vinieron a las manos de Pompeyo los papeles reservados de Mitridates, y los examinó con gusto, porque le daban a conocer de modo muy decisivo sus costumbres. Eran sus libros de memoria, y en ellos descubrió que había dado muerte con hierbas, además de otros varios, a su hijo Ariarates, y a Alceo de Sardes, porque en una carrera de caballos le sacó ventajas. Contenían también explicaciones de ensueños, unos que él mismo había tenido, y otros que eran de sus mujeres, y cartas poco decentes de Mónima al mismo Mitridates y de éste a aquella. Teófanes refiere haberse encontrado asimismo un discurso de Rutilio, en que le excitaba a acabar con los Romanos que había en el Asia; pero los más conjeturan, con razón, haber sido esta especie una maligna invención de Teófanes, que quizá aborrecía a Rutilio por no serle en nada parecido, o acaso también a causa de Pompeyo, a cuyo padre pinta Rutilio como hombre del todo perverso en sus historias.

Pasó de allí Pompeyo a Amiso, y vino a pagar su rencillosa emulación cayendo en lo mismo que había reprendido; pues habiendo censurado amargamente en Luculo el que hirviendo aún la guerra hubiese arreglado las pro- vincias, haciendo también la distribución de los dones y premios que los vencedores acostumbran hacer concluida y terminada aquélla, ejecutó él mismo otro tanto en el Bósforo, cuando todavía Mitridates estaba mandando y conservaba respetables fuerzas, como si todo estuviera acabado, tomando disposiciones en las provincias y distribuyendo presentes con motivo de haber acudido a él generales y otros sujetos de autoridad y doce reyezuelos de los bárbaros; y aun por esto, contestando al rey de los Partos, se desdeñó de darle, como todos los demás, el título de rey de reyes, por no desagradar a estos otros. Vínole allí el deseo y codicia de recobrar la Siria y de pasar por la Arabia hasta el mar Rojo, para llegar victorioso hasta el Océano que circunda la tierra. Porque en África él fue el primero que llevó sus armas vencedoras hasta el mar exterior; en España puso también por término de la dominación romana el Mar Atlántico, y en tercer lugar, persiguiendo días antes a los Albanos, le había faltado muy poco para extenderse hasta el mar de Hircania. Púsose, pues, en marcha para dar la vuelta hasta el Mar Rojo, pues por otro lado veía que era muy difícil cazar con las armas a Mitridates, y que era enemigo más temible huyendo que peleando.

Diciendo, por tanto, que iba a dejarle en el hambre un enemigo más poderoso que él, estableció guardacostas contra los comerciantes que navegaban por el Bósforo, imponiendo la pena de muerte a los que fuesen aprehendidos. Hecho esto, tomó consigo la mayor parte del ejército y se puso en marcha; y como Triario hubiese tenido contraria la suerte y hubiese perecido en un encuentro con Mitridates, llegando a punto de encontrar todavía los muertos insepultos, les hizo un magnífico entierro con muestras de sentimiento y aprecio, cosa que, omitida, parece fue una de las principales causas del odio de los soldados a Luculo. Sujetó, pues, por medio de Afranio a los Árabes que habitan el monte Amano, y bajando él a la Siria la declaró, por no tener reyes legítimos, provincia y posesión del imperio romano. Sometió a la Judea, tomando cautivo a su rey, Aristóbulo, y en cuanto a las ciudades, levantó unas de los cimientos, y a otras dio libertad e independencia, castigando a los que las tenían tiranizadas; pero su más continua ocupación era administrar justicia, dirimiendo las disputas de las ciudades y los reyes: para lo que adonde a él no le era dado pasar enviaba a sus amigos; como sucedió a los Armenios y Partos, que habiéndose comprometido en él por un terreno sobre que altercaban, les envió tres jueces y amigables componedores; porque si era grande la fama de su poder, no era menor la de su virtud y clemencia, con las que cubría la mayor parte de los yerros de sus amigos y familiares, pues no sabiendo contener o castigar a los desmandados, con mostrar a los que iban a hablarle este carácter bondadoso los hacía llevar sin molestia las extorsiones y vejaciones de aquellos.

El que más valimiento tenía con él era su liberto Demetrio, mozo que no carecía de talento para lo demás, pero que abusaba demasiado de su fortuna, acerca del cual se refiere lo siguiente: Catón el Filósofo, que todavía era joven, pero gozaba ya de gran reputación y tenía altos pensamientos, subió a Antioquía, no hallándose allí Pompeyo, con el objeto de ver y observar aquella ciudad. Iba a pie, según su costumbre, pero sus amigos le acompañaban a caballo. Vio desde cierta distancia delante de la puerta gran número de hombres vestidos de blanco, y a los lados del camino, a una parte jóvenes y a otra muchachos, con entera separación, de lo que se incomodó, creyendo que aquello se hacía en honor y obsequio suyo, cuando estaba bien distante de apetecerlo. Dijo, pues, a sus amigos que se apearan y caminasen a pie con él; y cuando ya estuvieron cerca, el que dirigía todo aquello, puesto al frente de la comparsa, y llevaba como distintivo una corona y un bastón, les salió al encuentro, preguntándoles dónde habían dejado a Demetrio y cuándo llegaría. A los amigos de Catón les causó risa; pero Catón exclamó: “¡Desgraciada ciudad!” Y sin decir más palabra pasó adelante. El que este Demetrio no ofendiese y chocase más se debía al mismo Pompeyo, que, tratado de él con insolencia, no se mostraba disgustado, pues se dice que en los banquetes de Pompeyo, cuando éste aguardaba y recibía a los convidados, él estaba ya sentado fastuosamente con el gorro calado hasta más abajo de las orejas. Aun antes de volver a Italia era ya dueño de los sitios más deliciosos de sus cercanías y de los más bellos gimnasios, y había adquirido unos soberbios jardines que se llamaban los Jardines de Demetrio, cuando Pompeyo hasta su tercer triunfo habitó una casa nada más que regular y de poco precio. Después, habiendo construido para los Romanos aquel tan magnífico y celebrado teatro, edificó como apéndice de él una casa de mejor aspecto que la otra, aunque nunca tal que pudiera chocar; tanto, que el que la adquirió después de Pompeyo, al entrar a reconocerla, se admiró y preguntó dónde tenía el comedor Pompeyo Magno. Así es como se cuenta.

El rey de la Arabia Pétrea, al principio, no había hecho ningún caso de las cosas de los Romanos; pero lleno entonces de miedo, escribió que estaba dispuesto a obedecer y ejecutar cuanto se le mandase; y queriendo Pompeyo confirmarle en este propósito, emprendió para ir a la Pétrea una expedición, que no dejó de ser vituperada, porque la graduaban de repugnancia en perseguir a Mitridates, y creían lo más conveniente volver las armas contra este rival antiguo, que, según se decía, había vuelto a recobrarse y a equipar un ejército, con el que se proponía encaminarse por la Escitia y la Peonia a Italia; pero aquel, que tenía por más fácil derrotar sus fuerzas en la batalla que echarle mano en la fuga, no quería consumirse en balde persiguiéndole, y, por lo tanto, usó de estas distracciones en aquella guerra y anduvo gastando el tiempo. Mas la fortuna le sacó de este apuro, porque cuando ya le faltaba poco tiempo para llegar a la Pétrea, al tiempo que en aquel día iba a sentar los reales y hacía ejercicio a caballo alrededor de su campamento, llegaron correos del Ponto con buenas nuevas, lo que se conoció al punto en que traían los hierros de las lanzas coronados de laurel, y al verlos acudieron corriendo los soldados donde estaba Pompeyo. Quería éste concluir el ejercicio; pero como empezasen a gritar y clamar, se apeó del caballo, y tomando las cartas continuaba andando a pie. No había tribuna, ni había habido tiempo para levantar la que forman los soldados cortando gruesos céspedes y amontonándolos unos sobre otros; mas entonces, con la prisa y el deseo, echaron mano de los aparejos de los bagajes, y así la alzaron. Subió en ella y les anunció la muerte de Mitridates, el que por habérsele rebelado su hijo Farnaces se había quitado a sí mismo la vida, y que Farnaces había sucedido en todos sus bienes y estados, y escribía haberlo así ejecutado en bien suyo y de los Romanos.

Con este motivo, el ejército se entregó, como era natural, a los mayores regocijos, y pasó el tiempo en sacrificios y convites, como si en sólo Mitridates hubieran muerto diez enemigos. Pompeyo, habiendo puesto a sus hazañas y expediciones un término que no esperaba le fuese tan fácil, regresó al punto de la Arabia, y pasando con celeridad las provincias intermedias llegó a Amiso, donde recibió muchos presentes de parte de Farnaces y también muchos cadáveres de personas de la casa del rey, entre los cuales, aunque por el semblante no podía distinguirse muy bien el de Mitridates, a causa de que los embalsamadores se habían olvidado de extraerle el cerebro, le conocieron, sin embargo, por las cicatrices los que tuvieron la curiosidad de verle, pues Pompeyo no pudo sufrirlo, sino que, teniéndolo a abominación, mandó lo llevaran a Sinope, habiéndose admirado de la brillantez y magnificencia de las ropas y armas de que usaba. Su tahalí, que había costado cuatrocientos talentos, lo había sustraído Publio y lo vendió a Ariarates, y la tiara, Gayo, que se había criado con Mitridates, la regaló secretamente a Fausto, hijo de Sila, que la había pedido, por ser obra muy primorosa. De esto no tuvo por entonces noticia alguna Pompeyo; pero habiéndolo sabido después Farnaces, castigó a los ocultado- res. Habiendo, pues, ordenado y arreglado los negocios de aquella provincia, dispuso e hizo el viaje de vuelta con mayor aparato. Así es que, habiendo aportado a Mitilena, dio libertad e independencia a la ciudad por consideración a Teófanes y asistió al certamen acostumbrado de los poetas, cuyo único argumento fue entonces sus hazañas. Gustóle mucho aquel teatro, y tomó el diseño de su figura para construir otro semejante en Roma, aunque mayor y más magnífico. Llegado a Rodas oyó a todos los sofistas y regaló a cada uno un talento, y Posidonio escribió la conferencia que tuvo a su presencia contra el retórico Hermágoras sobre la invención oratoria en general. En Atenas se condujo del mismo modo con los filósofos, y habiendo dado a la ciudad cincuenta talentos para sus obras, esperaba aportar a la Italia el más próspero y feliz de los hombres, con ansia por ser visto de los que deseaban su vuelta; pero el Mal Genio, a quien debe de estar encargado mezclar siempre alguna parte de mal con los mayores y más brillantes favores de la fortuna, le estaba preparando tiempo había un regreso que le fuese de sumo dolor, pues Mucia lo había cubierto de ignominia durante su ausencia. Mientras estuvo lejos no hizo gran caso Pompeyo de los rumores que le llegaron; pero cuando se halló cerca de Italia y tuvo más tiempo para pensar en ellos, por lo mismo que se aproximaba a la causa, le envió el repudio, sin manifestar entonces por escrito ni haber dicho después por qué motivo se divorciaba; pero en las cartas de Cicerón se manifiesta cuál fue el que intervino.

Empezaron a correr por Roma diferentes especies acerca de Pompeyo, y era grande la inquietud que había, porque al punto haría entrar el ejército en la ciudad y se consolidaría su monarquía. Craso, recogiendo sus hijos y su caudal, se ausentó, o porque verdaderamente temiese, o por conciliar, lo que parece más cierto, mayor crédito a aquella acusación y suscitar contra él más violenta envidia. Mas Pompeyo, luego que puso el pie en tierra de Italia, congregó en junta a los soldados, y habiéndoles hablado con la mayor afabilidad y agrado de lo que convenía, les dio orden de que se restituyeran cada uno a su patria y se retiraran a sus casas, no olvidándose de concurrir después a su triunfo. Cuando la noticia se difundió por todas partes sucedió una cosa admirable, y fue que, al ver las ciudades desarmado a Pompeyo Magno, y que como de un viaje volvía con unos cuantos amigos y familiares, acudieron a él las gentes en gran número por el amor que le tenían, y acompañándole le llevaron a Roma con mucho mayores fuerzas; de modo que, si hubiera tenido pensamientos de conmover y alterar el gobierno, no tenía que echar de menos al ejército para nada.

Como la ley no permitía entonces que antes del triunfo entrase en la ciudad, representó al Senado sobre que se suspendieran los comicios de elección de cónsules y se le dispensara esta gracia para poder, hallándose presente, dar pasos en favor de Pisón; pero habiéndose Catón opuesto a su demanda, quedó desairado en ella. Pasmado de la libertad de Catón y de su entereza, de la que él sólo usaba a las claras en lo que entendía justo, concibió el deseo de ganar por dife- rentes medios a tan señalado varón; y teniendo Catón dos sobrinas, propuso casarse él con la una y casar a su hijo con la otra; pero Catón desechó esta tentativa, que, en cierta manera, era un cebo para corromperle y sobornarle por medio de aquel deudo, aunque disgustando en ello a su hermana y a su mujer, que no estaban bien con que se rehusase la afinidad de Pompeyo Magno. Quiso en esto Pompeyo que fuera designado cónsul Afranio, y gastó para ello grandes cantidades con las tribus, de su propio caudal, yendo los que las recibían a los jardines del mismo Pompeyo; aquel soborno hízose público, murmurando todos de Pompeyo, porque aquella misma dignidad con que se habían recompensado sus triunfos, y que tanto le había ilustrado, siendo la primera de la república, la hacía venal para los que no podían aspirar a ella por su virtud. “Pues de esta afrenta teníamos que participar- dijo Catón a las mujeres de su casa- si nos hubiéramos hecho deudos de Pompeyo”: con lo que reconocieron que acerca de lo honesto discurría Catón con más acierto que ellas.

A la grandeza de su triunfo, aunque se repartió en dos días, no bastó este tiempo, sino que muchos de los objetos que le decoraban pasaron sin ser vistos, pudiendo ser materia y ornato de otra pompa igual. En carteles que se llevaban delante iban escritas las naciones de quienes se triunfaba, siendo éstas: el Ponto, la Armenia, la Capadocia, la Paflagonia, la Media, la Cólquide, los Iberes, los Albanos, la Siria, la Cilicia, la Mesopotamia, las regiones de Fenicia y Palestina, la Judea, la Arabia, los piratas destruidos doquiera por la tierra y por el mar, y además los fuertes tomados, que no bajaban de mil; las ciudades, que eran muy pocas menos de novecientas; las naves de los piratas, ochocientas, y las ciudades repobladas, que eran treinta y nueve. Había dado sobre todo esto razón por escrito de que las rentas de la república eran antes cincuenta millones de dracmas, y las de los países que había conquistado montaban a ochenta millones y quinientas mil. En moneda acuñada y en alhajas de oro y plata habían entrado en el erario público veinte mil talentos, sin incluir lo que se había dado a los soldados, de los cuales el que menos había recibido mil quinientas dracmas. Los cautivos conducidos en la pompa, además de los jefes y caudillos de los piratas, fueron: el hijo de Tigranes, rey de Armenia, con su mujer y su hija; la mujer del mismo Tigranes, Zósima; el rey de los Judíos, Aristobulo; una hermana de Mitridates, con cinco hijos suyos y algunas mujeres escitas; los rehenes de los Albanos e Iberes y del rey de los Comagenos, y, finalmente, muchos trofeos, tantos en número como habían sido las batallas que había ganado, ya por sí mismo y ya por sus lugartenientes. Lo más grande para su gloria, y de lo que ningún Romano había disfrutado antes que él, fue haber obtenido este triunfo de la tercera parte del mundo; porque otros habían alcanzado antes tercer triunfo; pero él, habiendo conseguido el primero de África, el segundo de la Europa y este tercero del Asia, parecía en cierta manera que en sus tres triunfos había abarcado toda la tierra.

Según los que están empeñados en compararle continuamente y para todo con Alejandro, no llegaba entonces su edad a treinta y cuatro años; pero en realidad rayaba en los cuarenta; ¡y ojalá hubiera terminado allí su vida mientras tuvo la fortuna de Alejandro!, porque desde este punto en adelante, el tiempo, si le ofreció alguna dicha, fue muy sujeta a la envidia, y las desgracias fueron intolerables; porque habiendo adquirido por los más honestos y convenientes medios el gran influjo de que gozaba en la república, con usar mal de él en favor de otros, cuanta autoridad conciliaba a éstos otro tanto perdía de su gloria, y con semejante condescendencia, sin advertirlo, quitaba a su propio poder toda la fuerza y eficacia; y así como las partes y puntos más defendidos de una ciudad, luego que han recibido a los enemigos comunican a éstos su fortaleza, de la misma manera, exaltado en la república César por la autoridad de Pompeyo, con aquello mismo que le sirvió contra los demás derribó y acabó con éste, lo que sucedió de esta manera. Ya cuando Luculo llegó del Asia, tan mal tratado por Pompeyo como se ha dicho, el Senado le hizo la mejor acogida: y después de la vuelta de éste procuró mover y despertar su ambición para que otra vez tomara parte en el gobierno. Hallábase ya Luculo en cierta indiferencia para todo y muy tibio para volver a los negocios, por haberse entregado a los placeres y a las distracciones propias de los hombres ricos: sin embargo, al punto se animó contra Pompeyo, y, tomando sus cosas muy a pecho, en primer lugar alcanzó la confirmación de las providencias que éste le había revocado, y en el Senado tenía mucho más favor que él con el auxilio de Catón. Desquiciado, pues, y excluido por aquella parte, Pompeyo se vio en la precisión de acogerse a los tribunos de la plebe y de reunirse con los mozuelos, de los cuales Clodio, que era el más inso- lente y más osado de todos, lo puso a la merced del pueblo; de manera que, trayéndolo y llevándolo a su arbitrio de un modo que no convenía a la dignidad de tan autorizado varón, le hacía apoyar las leyes y decretos que proponía para adular a la plebe y ganarle sus aplausos; y a pesar de que con esto le degradaba, aun le pedía el premio como si le hiciera favor, habiéndole arrancado, por último, como tal el que abandonase a Cicerón, que era su amigo, y de quien en las cosas de la república había recibido importantes servicios; pues hallándose éste en peligro y habiendo acudido a valerse de su auxilio, ni siquiera se le dejó ver, sino que, haciendo cerrar el portón a los que venían en su busca, se marchó por un postigo y los dejó burlados; y Cicerón, temiendo el resultado de la causa, tuvo que huir de Roma.

Entonces César, que volvía del ejército, recurrió a un arbitrio que le granjeó por lo pronto aprecio, autoridad y poder para en adelante, pero que fue de gran ruina para Pompeyo y para la república. Iba a pedir el primer consulado, y como viese que, estando entre sí indispuestos Craso y Pompeyo, si se inclinaba al uno había de tener al otro por enemigo, puso por obra el reconciliarlos y hacerlos amigos; cosa por lo demás loable y muy política, pero intentada por él con mal objeto, y tan sagaz como traidoramente ejecutada; porque el poder de la república, que como en una nave regulaba los movimientos para que no se inclinase a un lado ni a otro luego que vino a un mismo punto y se hizo uno solo, constituyó una fuerza que sin resistencia ni oposición lo trastornó y destruyó todo. Así Catón, a los que eran de opinión de que la discordia ocurrida después entre César y Pompeyo había traído la ruina de la república les decía que se equivocaban echando la culpa a lo último, pues que no era su desunión y enemistad, sino su conformidad y concordia, la que había sido para la república la primera y más cierta causa de sus males. Porque fue César elegido cónsul, y dedicándose al punto a adular al desvalido y al pobre, propuso leyes para enviar colonias y repartir las tierras, prostituyendo la dignidad de su magistratura y convirtiendo el consulado en tribunado de la plebe. Opúsosele su colega Bíbulo, y como Catón se preparase a sostener con viveza su partido, trajo César al tribunal a Pompeyo a vista de todo el pueblo, y, saludándole, le preguntó si abogaría por las leyes, y contestóle que sí. “Pues si alguno –continuó- usase de fuerza contra ellas, ¿te pondrás de parte del pueblo en su auxilio?” “Sin duda- volvió a responder Pompeyo-; y contra los que amenacen con espadas traeré espada y escudo.” Nunca Pompeyo había hecho o dicho hasta aquel punto cosa tan arrojada e insolente; tanto, que sus amigos hubieron de tomar su defensa, excusándole con que aquello no había sido más que un pronto; pero en todo cuanto después hizo se vio bien claro que se había entregado a César para cuanto se intentase. Porque al cabo de pocos días, cuando nadie podía esperar tal cosa, se casó con la hija de César, desposada con Cepión, con quien estaba a punto de casarse, y para templar de algún modo el disgusto de Cepión le propuso su propia hija, que antes había sido prometida a Fausto, hijo de Sila, y César se casó con Calpurnia, hija de Pisón.

Llenó después de esto Pompeyo la ciudad de soldados, y ya todo lo obtenía por la fuerza; porque al cónsul Bíbulo, en ocasión de bajar a la plaza con Luculo y con Catón, saliéndole repentinamente al encuentro, le rompieron las fasces; uno de ellos vació sobre la cabeza del mismo Bíbulo una espuerta de basura, y dos tribunos de la plebe que le acompañaban fueron heridos. Con esto dejaron despejada la plaza de los que habían de hacerles oposición, Y sancionaron la ley del repartimiento de tierras, la cual les sirvió de cebo y golosina con el pueblo para tenerle pronto a todo cuanto malo intentaban, sin fijarse en nada ni pensar en más que en dar sin rebullir su voto a cuanto se proponía. Así fueron también sancionadas las disposiciones de Pompeyo sobre las que había sido la contienda con Luculo; a César se le concedieron la Galia cisalpina y transalpina y los Ilirios por cinco años, con la fuerza de cuatro legiones completas, y fueron designados cónsules para el año siguiente Pisón, suegro de César, y Gabinio, el más desmedido entre los aduladores de Pompeyo. En vista de estas cosas, Bíbulo estuvo ocho meses sin presentarse como cónsul, contentándose con pedir edictos, que no contenían más que invectivas y acusaciones contra ambos, y Catón, como inspirado y profeta, predecía en el Senado los males que habían de venir sobre la república y sobre Pompeyo. Por lo que hace a Luculo, al punto desistió y no se movió a nada, no hallándose ya en edad de llevar los negocios del gobierno, sobre lo que dijo Pompeyo que para un anciano aun era más intempestivo el darse a los deleites que el tomar parte en los negocios. Sin embargo, bien pronto se enmolleció él mismo con el amor de aquella jo- vencita, y por atender a ella y pasar en su compañía la vida en el campo y en los jardines se descuidó enteramente de lo que pasaba en la plaza pública hasta tal punto, que Clodio, tribuno entonces de la plebe, llegó a despreciarle y a meterse temerariamente en los negocios más arriesgados. Porque después que expelió a Cicerón y que envió a Catón a Chipre bajo el pretexto de mandar las armas, como viese, cuando ya César había marchado a la Galia, que el pueblo en todo le prefería y todo lo disponía y hacía según su voluntad, al punto intentó revocar algunas de las providencias de Pompeyo; arrebató a Tigranes, que se hallaba cautivo, y lo retuvo consigo, y movió causas a algunos de los amigos de Pompeyo, para hacer prueba en ellos del poder de éste. Finalmente, en ocasión de acudir al tribunal Pompeyo con motivo de cierta causa, teniendo él a su disposición una turba de hombres insolentes y desvergonzados se paró en un lugar muy público y les dirigió estas preguntas: “¿Quién es el general corrompido y disoluto? ¿Qué hombre anda en busca de un hombre? ¿Quién es el que se rasca la cabeza con un dedo?” Y ellos como si fuera un coro prevenido para alternar, al sacudir aquel la toga respondían a cada pregunta en voz alta: “Pompeyo”.

Mortificaban en gran manera estas cosas a Pompeyo, nada acostumbrado a los insultos y poco ejercitado en esa especie de guerra, y le mortificaban más porque veía que el Senado se complacía en su humillación y, en que pagara la traición de que con Cicerón había usado. Sucedió después que hubo vivas en la plaza, hasta resultar algunos heridos, y se descubrió que un esclavo de Clodio, que se encaminaba a Pompeyo por entre los que le rodeaban, llevaba oculta una espada; y tomando de aquí pretexto, como, por otra parte, temiese la insolencia y los insultos de Clodio, ya no volvió a presentarse en la plaza mientras aquel ejerció su magistratura, sino que se encerró en su casa, discurriendo con sus amigos cómo haría para poner remedio al encono del Senado y de todos los buenos contra él. Con todo, a Culeón, que le propuso se separase de Julia y pasase al partido del Senado, renunciando a la amistad de César, no quiso darle oídos; pero con los que le propusieron la vuelta de Cicerón, hombre el más enemigo de Clodio y más amado del Senado, se mostró más dispuesto a condescender. Presentó, pues, en la plaza al hermano de aquel que era quien hacía la petición con una gran partida de tropa; y habiéndose venido a las manos y habido algunos muertos, por fin logró vencer a Clodio. Habiendo sido Cicerón restituido por una ley, al punto reconcilió al Senado con Pompeyo, y hablando en favor de la ley de abastos volvió a hacer a Pompeyo árbitro y dueño en cierto modo de cuanto por tierra y por mar poseían los Romanos, pues quedaron a sus órdenes los puertos, los mercados el comercio de granos y, en una palabra, todos los intereses de los navegantes; y labradores; sobre lo que decía Clodio, en tono de acusación, que no se había propuesto la ley porque hubiese carestía, sino que se había hecho que hubiese carestía para dar la ley, a fin que volviese y se recobrase como de un desmayo con esta nueva autoridad el poder de Pompeyo que andaba achacoso y decaído. Mas otros dicen haber sido esta comisión de Pompeyo pensa- miento del cónsul Espínter, que quiso ponerle el estorbo de un mando más extenso para ser él mismo enviado en auxilio del rey Tolomeo. Con todo, el tribuno de la plebe Canidio hizo proposición de una ley, por la que se encargaba a Pompeyo el que, sin ejército, llevando sólo dos lictores, compusiera las desavenencias del rey con los de Alejandría; Pompeyo no se mostraba disgustado de la ley, pero el Senado la desechó, con la plausible causa de que temía por la persona de Pompeyo. Derramáronse en aquella ocasión papeles por la plaza y en el edificio del Senado, en los que se manifestaba haber pedido Tolomeo que se le diera por general a Pompeyo en lugar de Espínter, y Timágenes dice que Tolomeo se salió del Egipto sin necesidad, abandonándole a persuasión de Teófanes, para proporcionar a Pompeyo la ocasión de un mando y de adelantar en sus intereses; pero esto no bastó a hacerlo tan probable la perversidad de Teófanes como lo hizo increíble la índole de Pompeyo, cuya ambición no tuvo nunca un carácter tan maligno e iliberal.

Creado prefecto de los abastos, para entender en su acopio y arreglo envió por muchas partes comisionados y amigos, y dirigiéndose él mismo por mar a la Sicilia, a la Cerdeña y al África, recogió gran cantidad de trigo. Iba a dar la vela para la vuelta a tiempo que soplaba un recio viento contra el mar; y aunque se oponían los pilotos, se embarcó el primero, y dio la orden de levantar el áncora diciendo: “El navegar es necesario, y no es necesario el vivir”; y habiéndose conducido con esta decisión y celo, llenó, favorecido de su buena suerte, de trigo los mercados y el mar de embarcacio- nes, de manera que aun a los forasteros proveyó aquella copia y abundancia, habiendo venido a ser como un raudal que, naciendo de una fuente, alcanzaba a todos.

En este tiempo habían ensalzado a César a grande altura las guerras de la Galia; y cuando se le tenía, al parecer, muy lejos de Roma, enredado con los Belgas, los Suevos y Britanos, a esfuerzos de su sagacidad y maña estaba, sin que nadie lo advirtiese, en mitad del pueblo, minando en los principales negocios el poder de Pompeyo. Porque haciendo de la fuerza militar el uso que de su cuerpo, la ejercitaba en aquellos combates como en una caza y persecución de fieras, no precisamente contra los bárbaros, sino con la mira ulterior de hacerla invicta y temible. El oro, la plata y todos los demás despojos y riquezas recogidos en gran copia de los enemigos, todo lo enviaba a Roma, y tentando y agasajando con dádivas a los ediles, a los pretores, a los cónsules y a sus mujeres, se ganó la amistad de muchos de ellos; de manera que, habiendo pasado los Alpes y venido a invernar en Luca, sin contar la inmensa muchedumbre que de toda clase de gentes concurrió a visitarle, del orden senatorio fueron doscientos los que acudieron, y entre ellos Pompeyo y Craso; de procónsules y pretores se llegaron a ver a su puerta hasta ciento y veinte fasces. A los demás los despidió colmándolos de esperanzas y de presentes, pero entre Pompeyo, Craso y él mediaron ajustes: que se pedirían los consulados para los dos primeros, en lo que les auxiliaría César, enviándoles muchos de sus soldados para aumentar los votos, y que inmediatamente que fuesen elegidos harían entre si mismos el re- partimiento de las provincias y mando de los ejércitos, y confirmarían a César en las provincias que tenía por otros cinco años. Como este convenio se hubiese divulgado, los principales ciudadanos lo llevaron a mal; y Marcelino les preguntó a los dos en junta pública si pedirían el consulado. Y clamando muchos por que contestasen, el primero que respondió fue Pompeyo, diciendo que quizás lo pediría y quizás no lo pediría; pero Craso, con mayor política, dijo que haría lo que creyese ser de mayor utilidad pública. Estrechaba Marcelino a Pompeyo; y como fuese mucho lo que gritaba, le salió éste al encuentro diciéndole que era el más injusto de los hombres en no mostrársele agradecido, pues que, por él, de taciturno se había hecho hablador, y de pobre había venido a estado de vomitar de harto.

Desistieron los demás de aspirar al consulado; pero Catón, no obstante, persuadió y alentó a Lucio Domicio para que no desmayara: “Porque la contienda- decía- no es por la magistratura, sino por la libertad contra los tiranos.” Pompeyo y su partido temieron el tesón de Catón, no fuera que, teniendo por suyo a todo el Senado, atrajera y mudara la parte sana del pueblo; por lo cual no permitieron que Domicio bajase a la plaza, sino que, habiendo apostados hombres armados, dieron muerte al esclavo que iba delante con luz y ahuyentaron a los demás, habiendo sido Catón el último que se retiró, herido en el codo derecho por haberse puesto a defender a Domicio. Habiendo llegado al consulado por tan mal camino, no se portaron en lo demás con mayor decencia, sino que, manifestándose dispuesto el pueblo a elegir por pretor a Catón, en el acto de votar disolvió Pompeyo la asamblea bajo el pretexto de agüeros, y después apareció nombrado Vatinio, sobornadas con dinero las tribus. Después propusieron leyes por medio del tribuno de la plebe Trebonio, en virtud de las cuales decretaron a César otro quinquenio, según lo convenido; a Craso le dieron la Siria y el mando del ejército contra los Partos, y al mismo Pompeyo toda el África y una y otra España, con cuatro legiones, de las cuales puso dos a disposición de César, que las pidió para la guerra de las Galias. Por lo que hace a Craso, al punto partió a su provincia, concluido el año de consulado; pero Pompeyo, construido ya su teatro, celebró para dedicarlo, juegos gimnásticos y de música y combates de fieras, en los que perecieron quinientos leones; sobre todo, el combate de elefantes fue un terrible espectáculo.

Sin embargo de que con estas demostraciones públicas se granjeó la admiración y el aprecio, volvió entonces a incurrir en no menor envidia, porque confiando a lugartenientes amigos suyos los ejércitos y las provincias, él pasaba la vida en casas de recreo de Italia, yendo con su mujer de una parte a otra, o porque estuviese enamorado de ella, o porque siendo amado no se sintiese con fuerzas para dejarla, pues también esto se dice, y era voz común que aquella joven amaba desmedidamente a su marido; aunque no sería por la edad de Pompeyo, sino que la causa era, a lo que parece, la continencia de éste, que después de casado no se distraía con otras mujeres, y aun su misma gravedad, que no le hacía desagradable en el trato, y, antes, tenía para las mujeres un cierto atractivo, si no hemos de dar por falso el testimonio de la cortesana Flora. Sucedió en esto que en los comicios edilicios vinieron a las manos algunos, y habiendo muerto no pocos alrededor de Pompeyo tuvo que mudar las ropas por habérsele llenado de sangre; y habiendo sido grande el bullicio y la priesa de los esclavos que llevaban las ropas, como la mujer, que se hallaba encinta, los viese y observase que la toga estaba manchada de sangre, le dio un desmayo, del que tardó mucho tiempo en volver, y al fin malparió de resultas de aquel alboroto y pesadumbre; con lo cual aun los que más vituperaban la amistad de Pompeyo con César no culparon ya el amor que tenía a su mujer. Hízose otra vez embarazada, y habiendo dado a luz una niña, murió del parto, y ésta le sobrevivió muy pocos días. Disponía Pompeyo dar sepultura al cadáver en su Quinta Albana; pero el pueblo hizo que se llevara al Campo de Marte, más bien por compasión a aquella jovencita que por obsequio a Pompeyo o a César; y aun entre ellos, más parte parece haber dado el pueblo de aquel honor a César, con estar distante, que a Pompeyo, que se hallaba presente. Porque al punto sobrevinieron borrascas en la ciudad y se conmovió la república, suscitándose voces sediciosas apenas faltó entre ambos aquel deudo, que más bien había tenido encubierta que apagada la ambición encontrada de uno y otro. Llegó al cabo la noticia de haber perecido Craso en la guerra con los Partos, y desapareció este grande estorbo para que viniera sobre Roma la guerra civil, porque, temiéndole ambos, en sus repartos tenían que guardar cierta justicia. Mas después que la fortuna quitó de delante el tercero que pudiera entrar en la lid, se estaba ya en el caso de usar de esta expresión de la comedia: ¡Cómo se unge el uno contra el otro y las manos con polvo se refriegan! ¡Tan poca cosa es aun la misma fortuna para la ambición humana!, pues que no alcanzaba a saciar sus deseos, visto que tan grande extensión de mando y tanta copia de felicidad no puede contentar a dos solos hombres, sino que con oír y leer que todo está distribuido entre los dioses, y cada uno goza de su particular honor, creían, sin embargo, que para ellos, con no ser más de dos, no les bastaba todo el imperio de los Romanos.

Pompeyo había dicho de si en cierta ocasión, arengando al pueblo, que había obtenido todas las magistraturas mucho antes de lo que había esperado y se había desposeído de ellas mucho antes de lo que se esperaba; y en verdad que deponen en su favor los licenciamientos de sus ejércitos. Recelaba entonces que César no depusiese al tiempo debido su autoridad, y buscaba cómo ponerse en seguro respecto de él con magistraturas políticas, sin hacer innovación alguna ni dar a entender que desconfiaba, sino que, más bien, no hacía cuenta y lo miraba con desdén. Mas cuando vio que las magistraturas no se distribuían como parecía conveniente, por haber sido sobornados los ciudadanos, hizo por que la república cayera en la anarquía, con lo que al punto corrió la voz de la necesidad de un dictador de la cual el primero que se atrevió a hablar en público fue Lucilio, tribuno de la plebe, excitando al pueblo a que nombrase a Pompeyo. Opúsosele Catón, y estuvo en poco el que aquél no perdiese el tribunado; mas en cuanto a Pompeyo, muchos de sus amigos se presentaron a defenderle de que ni solicitaba ni siquiera apetecía aquella dignidad. Púsose en esto Catón a hacer su elogio y a exhortarle a que tomara parte en el restablecimiento del orden, y avergonzado entonces se dedicó a este objeto, quedando elegidos cónsules Domicio y Mesala. Volvióse a caer otra vez en la anarquía, y como tomase mayor incremento la idea de nombrar dictador, siendo muchos los que la proponían, temiendo Catón y los suyos no lo arrancaran por fuerza, resolvieron, concediendo a Pompeyo una magistratura legítima, apartarle de aquella ilimitada y tiránica; Bíbulo, enemigo declarado de Pompeyo, fue el primero que abrió dictamen en el Senado para que éste fuera nombrado cónsul único, porque, o la república saldría del presente desorden, o serviría al ciudadano más ilustre. Fue oída con sorpresa la proposición a causa del que la hacía, y levantándose Catón, según se esperaba, para contradecirle, luego que se hizo silencio, dijo: que él no habría manifestado aquel dictamen; pero una vez presentado por otro, creía que convenía adoptarlo, pues prefería cualquiera mando a la anarquía y juzgaba que ninguno gobernaría mejor que Pompeyo en semejante confusión. Adoptólo, pues, el Senado, y se decretó que Pompeyo, en calidad de cónsul, mandase solo, y si necesitase de colega eligiera al que fuera de su aprobación, mas no antes de dos meses. Nombrado y designado Pompeyo cónsul en esta forma por Sulpicio, que mandaba en el interregno, saludó con mucha expresión a Catón, reconociendo que le estaba muy agradecido, y le pidió que fuera su asesor particular durante su mando; pero Catón se desdeñó de que Pompeyo le diese gracias, pues que nada de lo que dijera lo había dicho por consideración a su persona, sino a la república, y que sería en particular su asesor si le llamaba, pero que si no le llamase diría en público lo que creyese conveniente. Este era el carácter de Catón en todo negocio.

Habiendo Pompeyo entrado en la ciudad se casó con Cornelia, hija de Metelo Escipión, que no se hallaba soltera, sino que había quedado viuda poco antes de Publio, hijo de Craso, muerto también en la guerra de los Partos, con quien casó doncella. Tenía esta joven muchas prendas que la hacían amable además de su belleza, porque estaba muy versada en las letras, en tañer la lira y en la geometría y había oído con fruto las lecciones de los filósofos. Agregábanse a esto unas costumbres libres de la displicencia y afectación con que tales conocimientos suelen echar a perder la índole de las jóvenes; y en su padre, tanto por razón de linaje como por su opinión personal, no había nada que tachar. Con todo, este enlace no agradaba a algunos, por la desigualdad de edades, siendo la de Cornelia más propia para haberla casado con su hijo. Otros, mirándolo por el aspecto del decoro y la conveniencia, creían que Pompeyo no había mirado por el bien de la república, que agobiada de males le había elegido como médico, entregándose toda en sus manos; y él, en tanto, se coronaba y andaba en sacrificios de boda, cuando debía reputar a calamidad aquel consulado que no se le habría concedido tan fuera del orden legítimo si la patria se hallara en estado de prosperidad. Presidía a los juicios sobre cohechos y sobornos, y al proponer los decretos contra los comprendidos en las causas, en todo lo demás se condujo con gravedad y entereza, dando a los tribunales, en los que tenía puesta guardia, seguridad, decoro y orden; pero habiendo de ser juzgado su suegro Escipión, llamó a su casa a los trescientos setenta jueces y les rogó estuvieran en su favor, y el acusador se apartó de la causa por haber visto a Escipión ir acompañado desde la plaza por los mismos jueces. Empezóse, por tanto, a murmurar otra vez de él, y más que, habiendo prohibido por ley Las alabanzas de los que sufrían un juicio, él mismo se presentó a hacer el elogio de Planco; y Catón, que casualmente era uno de los jueces, tapándose con las manos los oídos, dijo que no era razón escuchar unas alabanzas contra ley, por lo cual se le recusó antes de dar su voto; pero Planeo fue, sin embargo, condenado por todos los demás, con vergüenza de Pompeyo. De allí a pocos días, Hipseo, varón consular, contra quien se seguía una causa, se Puso a esperar a Pompeyo cuando del baño pasaba a la cena, e imploró su favor echándose a sus pies; pero él pasó sin hacer caso, diciendo que ninguna otra cosa adelantaría sino que se le echara a perder la cena, con lo que se atrajo la nota de no guardar igualdad. Todas las demás cosas las puso perfectamente en orden y eligió por colega, a su suegro para los cinco meses que restaban. Decretóse en su obsequio que conservaría las provincias por otro cuatrienio, y percibiría cada año mil talentos para el vestuario y manutención de las tropas.

Tomando de aquí ocasión, los amigos de César solicitaban que también éste sacara algún partido después de tan continuados combates por el acrecentamiento de la república. Porque, o bien era acreedor al segundo consulado, o bien a que se le prorrogase el tiempo del mando, para que no fuera otro y le arrebatara la gloria de sus afanes, sino que la autoridad y el honor fuesen de quien los había merecido con sus sudores. Habiéndose reunido a tratar de este asunto, Pompeyo, como para desvanecer por afecto la envidia que podría suscitarse contra César, dijo haber recibido cartas de éste en las que mostraba desear que se le diese sucesor y se le relevase del mando, pero que no habría inconveniente en que se le admitiese a pedir en ausencia el consulado. Opúsose a esto Catón, diciendo que después de reducido César a la clase de particular, y de haber depuesto las armas, verían los ciudadanos qué era lo que correspondía, y como Pompeyo, en lugar de insistir, se hubiese dado por vencido, fue mayor la sospecha que hizo concebir a muchos de sus disposiciones respecto a César. Reclamó además, de éste, las tropas que le había concedido, bajo pretexto de la Guerra Pártica, y él, no obstante saber la mira con que se pedían aquellos soldados, se los envió, después de haberlos regalado con largueza.

Por este tiempo, como Pompeyo hubiese enfermado de cuidado en Nápoles, y recobrado la salud, los napolitanos, por inspiración de Praxágoras, hicieron sacrificios públicos por su restablecimiento, e imitando este ejemplo los de los pueblos vecinos fue de unos en otros corriendo toda Italia, y no hubo ciudad, grande ni pequeña, que no hiciese fiestas por muchos días. Fuera de esto, no había lugar que bastase para los que le salían al encuentro por todas partes, sino que los caminos, las aldeas y los puertos estaban llenos de gentes que hacían sacrificios y banquetes. Muchos le salían a recibir con coronas y antorchas y le acompañaban derramando flores sobre él, de manera que su vuelta y todo su viaje fue uno de los espectáculos más magníficos y brillantes que se han visto; y así, se dice no haber sido ésta la menor de las causas que atrajeron la guerra civil. Porque el exceso de esta satisfacción dio mayor calor al orgullo con que ya pensaba acerca de los negocios; y creyéndose dispensado de aquella circunspección que hasta allí había afianzado y dado estabilidad a sus prósperos sucesos, se entregó a una ilimitada confianza y al desprecio del poder de César, como que ya no necesitaba de armas ni de una gran diligencia contra él, sino que aun le había de ser más fácil entonces el destruirlo que le había sido antes el levantarlo. Concurrió además de esto haber venido Apio de la Galia, trayendo las tropas que Pompeyo había dado a César, y haber empezado a apocar las hazañas de éste, desacreditándole en sus conversaciones y diciendo que el mismo Pompeyo no llegaba a conocer todo el valor de su poder y gloria buscando apoyo en otras armas contra César, cuando con las suyas propias podía destruirle apenas se dejase ver, ya que tanto era el odio con que miraban a César y tan grande la inclinación que tenían a Pompeyo; éste se engrió de manera y llegó a tal extremo de descuido con la excesiva confianza, que se burlaba de los que temían la guerra; a los que le decían que si viniese César no veían con qué tropas se le podría resistir, sonriéndose y poniendo un semblante desdeñoso les contestaba que no tuvieran cuidado ninguno, “pues en cualquier parte de Italiadecía- que yo dé un puntapié en el suelo brotarán tropas de infantería y caballería”.

Ya César daba calor con más viveza a los negocios, no apartándose mucho de la Italia, enviando continuamente a Roma soldados suyos para que votaran en las asambleas y ganando y corrompiendo con intereses a muchos de los magistrados, de cuyo número era el cónsul Paulo, traído a su facción con mil quinientos talentos; el tribuno de la plebe Curión, a quien redimió de inmensas deudas, y Marco Antonio, que por la amistad de Curión participó también para las suyas. Díjose entonces que un tribuno de los que habían venido del ejército de César, hallándose a la puerta del Senado y llegando a entender que éste no prorrogaría a César el tiempo de su mando, echó mano a la espada diciendo: “Pues ésta lo prorrogará”; y a esto se dirigía cuanto se hacía y meditaba. Con todo, las proposiciones e instancias de Curión en cuanto a César parecían más moderadas, porque pedía una de dos cosas: o que Pompeyo también renunciara, o que no se quitaran a César las tropas, pues de este modo, o reducidos a la clase de particulares estarían a lo justo, o conservándose rivales permanecerían como estaban, cuando ahora el que quería debilitar al otro doblaba por lo mismo su poder. Ocurrió después que Marcelo apellidó ladrón a César, y fue de parecer que se le tuviera por enemigo si no deponía las armas; mas, con todo, Curión pudo obtener, con Antonio y con Pisón, que se decidiera este asunto en el Senado, porque propuso que pasaran al otro lado todos los que fueran de opinión de que sólo César dejara las armas y Pompeyo retuviera el mando, y pasaron la mayor parte. Propuso otra vez que se hiciera la misma diligencia, pasando a su lado los que quisieran que ambos depusieran las armas y ninguno de los dos quedara con mando, y a la parte que hacía por Pompeyo sólo pasaron veintidós, pasando a la de Curión todos los restantes. Éste, como si hubiera ganado una victoria, corrió lleno de gozo a presentarse al pueblo, que le recibió con grande algazara, derramando sobre él coronas y flores. Pompeyo no asistió al Senado porque los que mandan ejércitos no entran en la ciudad; pero Marcelo se levantó, diciendo que ya nada oiría desde su asiento, pues al ver que estaban en marcha diez legiones, habiendo pasado los Alpes, enviaría quien se les opusiese en defensa de la patria.

En consecuencia de esto mudaron los vestidos como en un duelo, y Marcelo, marchando desde la plaza a verse con Pompeyo, adonde le siguió el Senado, puesto ante aquel: “Te mando- le dijo- ¡oh Pompeyo! que defiendas la patria, empleando las tropas que se hallan reunidas y levantando otras.” Y lo mismo le dijo Léntulo, otro de los cónsules designados para el año siguiente. Empezó Pompeyo a entender en esta última operación; pero unos no obedecían, algunos pocos se reunieron lentamente y de mala gana, y los más clamaban por la disolución del ejército, por haber leído Antonio ante el pueblo, contra la voluntad del Senado, una carta de César que contenía una especie de apelación obse- quiosa a la muchedumbre. Proponía en ella que, dimitiendo ambos sus provincias y licenciando las tropas, quedaran a disposición de la república, dando razón de su administración; pero Léntulo, ya cónsul, no reunía el Senado, y Cicerón, que acababa de llegar de la Cilicia, trató de una transacción, por la cual César, saliendo de la Galia y dejando todas las demás tropas, esperaría en el Ilirio con dos legiones el consulado. Como todavía lo repugnase Pompeyo, aun se recabó de los amigos de César que no fuese más que una legión; pero opúsose Léntulo, y gritando Catón que Pompeyo lo erraba y se dejaba otra vez engañar, la transacción no tuvo efecto.

Corrió en esto la voz de que César, habiéndose apoderado de Arímino, ciudad populosa de la Italia, venía contra Roma con todo su ejército; pero esta noticia era falsa, porque hacia su marcha con solos trescientos caballos y cinco mil infantes, no habiendo tenido por conveniente aguardar a las demás tropas que estaban del otro lado de los Alpes, con la mira de acometer a los contrarios cuando estuviesen perturbados y desprevenidos, sin darles tiempo para que se apercibieran a la pelea. Habiendo, pues, llegado al río Rubicán, que era el límite de su provincia, se paró pensativo y estuvo por algún tiempo meditando lo atrevido de su empresa. Después, como los que de un precipicio se arrojan a una gran profundidad, cerró la puerta a todo discurso, apartó los ojos del peligro, y sin articular más palabras que esta expresión en lengua griega: Tirado está el dado, hizo que las tropas pasaran el río. Apenas se divulgó la noticia, la turbación, el miedo y el asombro se apoderaron de Roma como nunca antes; el Senado partió corriendo en busca de Pompeyo, y también acudieron las autoridades. Preguntó Tulo acerca del ejército y tropas; y respondiéndole Pompeyo con inquietud, y como quien no está muy seguro, que tenía prontos los soldados, que, habían venido del ejército de César, y pensaba reunir en breve los que ya estaban alistados, que serían unos treinta mil, exclamó Tulo: “¡Nos engañaste, oh Pompeyo!”; y fue de dictamen que se enviara a César una embajada. Un tal Favonio, hombre, por otra parte, de bondad, pero a quien con ser arrojado e insolente le parecía que imitaba la libertad y entereza de Catón, dijo entonces a Pompeyo: “Esta es la hora de que des aquel puntapié en el suelo, haciendo brotar las tropas que prometiste”; y tuvo que aguantar con mansedumbre esta impertinencia. Mas recordándole Catón lo que al principio había predicho acerca de César, le contestó que, si bien Catón había profetizado mejor, él había procedido con mayor candor y amistad.

Aconsejaba Catón que se nombrara a Pompeyo generalísimo con la más plena autoridad, añadiendo que el que había causado grandes males solía ser el más propio para remediarlos, y al punto partió para Sicilia, que era la provincia que le había tocado, marchando también los demás a las que les había cabido en suerte. Como se hubiese sublevado toda la Italia, era grande la perplejidad acerca de lo que debía hacerse, porque los que andaban fugitivos por diferentes partes se vinieron a Roma; y los habitantes de ésta la abandonaron, a causa de que en semejante tormenta y turbación lo que po- día ser útil carecía de fuerza, y sólo prevalecía la indocilidad y desobediencia a los que mandaban; pues no había modo de calmar el miedo, ni dejaban a Pompeyo que pensase por sí solo lo conveniente, sino que cada uno trataba de inspirarle la pasión que a él le dominaba, de miedo, de pesar o de agitación. Así, en un mismo día dominaban resoluciones contrarias, y no le era posible saber nada de cierto de los enemigos, porque cada uno venía a anunciarle lo que casualmente ola, y se incomodaba si no le daban crédito. Decretó, pues, que se estaba en sedición, y mandó que le siguiesen todos los que pertenecían al partido del Senado, con la amenaza de que serían tenidos por Cesarianos los que se quedasen, y ya a la caída de la tarde salió de la ciudad. Los cónsules, sin haber hecho los sacrificios solemnes que preceden a la guerra, huyeron, y aun en medio de tan infaustas circunstancias era Pompeyo, en cuanto al amor del pueblo hacia él, un hombre feliz; pues con haber muchos que abominaban aquella guerra, ninguno miraba con odio al general, y en mayor número eran los que seguían por no poder resolverse a abandonar a Pompeyo que los que huían con él por amor a la libertad.

De allí a pocos días llegó César a Roma, y apoderándose a fuerza de ella trató a todos con apacibilidad y mansedumbre; sólo al tribuno de la plebe Metelo, que se oponía a que tomara fondos del erario público, le amenazó de muerte, añadiendo a la amenaza otra expresión más dura todavía, pues le dijo que a él el costaría más el decirlo que el hacerlo. Habiendo retirado de este modo a Metelo, y tomado lo que le pareció necesitar, se puso a perseguir a Pompeyo, apresurándose a arrojarlo de Italia antes que le llegaran las tropas de España. Ocupó éste a Brindis, y teniendo a su disposición copia de naves hizo embarcar inmediatamente a los cónsules, y con ellos treinta cohortes, para mandarlos con anticipación a Dirraquia, y a su suegro Escipión y a Gneo, su hijo, los envió a la Siria para disponer otra escuadra. Por lo que hace al mismo Pompeyo, aseguró las puertas; colocó en las murallas las tropas ligeras; mandó a los habitantes de Brindis que no se movieran de sus casas; de la parte de adentro abrió fosos por toda la ciudad, y a la entrada de las calles puso en ellas estacas con punta, a excepción de dos solas, por las que tenía bajada al mar. Al tercer día había ya embarcado con calma todas las tropas, y, dando repentinamente la señal a los que estaban en la muralla, se le incorporaron sin dilación y se entregó al mar. César, luego que vio desamparada la muralla, conoció que se retiraban, y, puesto a perseguirlos, estuvo en muy poco que no cayese en las celadas; pero habiéndoselo advertido los habitantes de Brindis, se guardó de entrar en la ciudad, y, dando la vuelta, halló que todos se habían dado a la vela, a excepción de dos barcos que no contenían más que unos cuantos soldados.

Colocan todos los demás esta retirada de Pompeyo entre las más delicadas operaciones militares; pero César mostró maravillarse de que, ocupando una ciudad fuerte, esperando las tropas de la España y siendo dueño del mar, desmantelase y abandonase la Italia. El mismo Cicerón le reprende de que hubiese preferido el método de defensa de Temístocles al de Pericles, cuando las circunstancias eran semejantes a las de éste, y no a las de aquél. Como quiera, en las obras manifestó César que temía mucho la dilación y el tiempo, pues habiendo tomado cautivo a Numerio, amigo de Pompeyo, lo envió a Brindis a tratar de paz con equitativas condiciones; pero Numerio se embarcó con Pompeyo. En consecuencia de estos sucesos, habiéndose hecho César dueño de toda Italia en solos sesenta días, sin haber derramado una gota de sangre, su primera determinación fue ir en seguimiento de Pompeyo; pero faltándole las embarcaciones, convirtió su atención y su marcha a la España para ver de incorporar a las suyas aquellas tropas.

En este tiempo juntó Pompeyo considerables fuerzas, de las cuales las de mar eran del todo irresistibles, porque tenía quinientos buques de guerra, y de transportes y guardacostas un número excesivo; en caballería había reunido la flor de los Romanos e Italianos hasta en número de siete mil hombres, superiores en riqueza, en linaje y en valor. La infantería era mercenaria, y, necesitando de instrucción, la disciplinó, de asiento en Berea, no ocioso por su parte, sino concurriendo a los ejercicios como si se hallase en la más vigorosa juventud; era, en efecto, de gran peso para inspirar confianza el ver a Pompeyo Magno en la edad de cincuenta y ocho años maniobrar armado, ora con la infantería y ora con la caballería, desenvainar la espada sin trabajo en medio del galope del caballo y volverla a envainar con facilidad, y en tirar al blanco mostrar no sólo buen tino, sino también pujanza para lanzar los dardos a una distancia de la que pocos de los jóvenes podían pasar. Habían acudido a él los reyes y los próceres de las naciones, y de Roma un número tal de los primeros personajes, que parecía tener el Senado entero cerca de sí. Concurrió también Labeón, abandonando a César, de quien era amigo, y con quien había hecho la guerra en las Galias, e igualmente Bruto, hijo de aquel a quien Pompeyo hizo perecer en la Galia, varón de elevado ánimo y que nunca antes había saludado ni aun dado la palabra a Pompeyo, por matador de su padre, pero al que se sometió entonces, mirándole como libertador de Roma. Cicerón, aunque en sus escritos y sus consejos había manifestado diferente opinión, tuvo a menos no ser del número de los que exponían la vida por la patria. Acudió, yendo hasta la Macedonia; así mismo Tidio Sextio, varón sumamente anciano y que había perdido una pierna, al cual, mientras los demás se reían y burlaban, corrió a abrazar Pompeyo, levantándose de su asiento, por creer que no podía haber para él testimonio más lisonjero que el que los imposibilitados por la edad y por las fuerzas prefirieran a su lado el peligro a la seguridad que en otra parte tendrían.

Celebróse Senado; y como, siendo Catón quien abrió dictamen, se decretase que no debía quitarse la vida a ningún romano sino en formal combate, ni saquearse ciudad alguna que se conservase obediente a los Romanos, ganó con esto mayor aprecio el partido de Pompeyo, pues aun aquellos a quienes no alcanzaba la guerra, o por vivir distantes o por preservarlos de ella su oscuridad y pobreza, ayudaban a lo menos con la voluntad y en sus conversaciones se ponían de parte de lo justo, creyendo que era enemigo de los dioses y los hombres el que no sintiera placer en que venciese Pompeyo. Sin embargo, también César se acreditó de benigno en medio de la victoria, pues habiendo tomado y vencido las fuerzas de Pompeyo en España, no hizo más que descartarse de los caudillos y valerse de los soldados; y habiendo vuelto a pasar los Alpes, corrió la Italia, llegó a Brindis en el solsticio del invierno, pasó el mar y se dirigió a Órico, desde donde, teniendo cautivo a Jovio, amigo de Pompeyo, le mandó con embajada a éste para excitarle a que, reuniéndose ambos en un día determinado, disolviesen todos los ejércitos y, hechos amigos con juramento solemne, volviesen a la Italia. Tuvo este paso Pompeyo por nueva asechanza, y, bajando con prontitud hacia el mar, ocupó terrenos y sitios que sirvieran de firme apoyo a su infantería, y puertos y desembarcaderos cómodos para los que arribasen por el mar; de manera que todo viento era próspero a Pompeyo para que le llegaran víveres, tropas y caudales. César, que no había podido ocupar sino lugares desventajosos, tanto por tierra como por mar, solicitaba los combates, acometía a las fortificaciones y provocaba a los enemigos por todas partes, llevando por lo común lo mejor, alcanzando ventajas en estos encuentros, y sólo en una ocasión estuvo para ser derrotado y para perder el ejército, pues en ella peleó Pompeyo con gran valor, hasta haberlos rechazado a todos, con muerte de unos dos mil; y no los forzó, entrando con los Cesarianos en el campamento, o porque no pudo, o, mejor, porque le detuvo el miedo. Así es que se refiere haber dicho César a sus amigos: “Hoy la victoria era de los enemigos, si hubieran tenido vencedor.”

Engreídos con este suceso, los del partido de Pompeyo querían se diese pronto una batalla decisiva; pero Pompeyo, aunque a los reyes y a los caudillos que no se hallaban allí les escribía en tono de vencedor, temía el resultado de una batalla, esperando del tiempo y de la escasez y carestía triunfar de unos enemigos invictos en las amias y acostumbrados largo tiempo a vencer en unión, pero desalentados ya por la vejez para toda otra fatiga militar, como las marchas, las mudanzas de campamento y la formación de trincheras, que era por lo que no pensaban más que en acometer y venir a las manos cuanto antes. Pompeyo, hasta aquel punto, había podido con la persuasión contener a los suyos; pero cuando César, después de la batalla referida, estrechado de la carestía, tuvo que marchar por el país de los Atamanes a la Tesalia, no pudo ya contener la temeridad de los suyos, quienes, gritando que César huía, unos proponían que se marchara en pos de él y se le persiguiera, y otros, que se diera la vuelta a Italia, y aun algunos enviaban a Roma sus domésticos y sus amigos a que les tomaran casa cerca de la plaza, corno que ya iban a pedir las magistraturas. Muchos se apresuraron a hacer viaje a Lesbo para pedir albricias a Cornelia de que estaba concluida la guerra: porque Pompeyo, para tenerla en mayor seguridad; la había enviado allá. Reunióse, pues, el Senado, y Afranio fue de opinión de que se ocupara la Italia; porque además de ser ella el premio principal de aquella guerra, a los que la dominaran se arrimarían al punto la Sicilia, la Cerdeña, la Córcega, la España y toda la Galia, no siendo, por otra parte, razón desatender el que debía ser objeto principal de Pompeyo, a saber: la patria, que le tendía las manos por verse es- carnecida y en servidumbre de los esclavos y aduladores de los tiranos. Mas Pompeyo creía que ni para su gloria conducía el huir segunda vez de César y ser perseguido pudiendo perseguir, ni era justo abandonar a Escipión ni a los demás consulares esparcidos por la Grecia y la Tesalia, que al punto habían de venir a poder de César con grandes caudales y muchas tropas, y que el mejor modo de cuidar de Roma era el que la guerra se hiciese lejos de allí, para que, libre y exenta de males, esperara al vencedor.

Tomada esta resolución, marchó en seguimiento de César, con ánimo de rehusar batalla, contentándose con cercarle y quebrantarle por medio de la falta de víveres, yéndole siempre al alcance, lo que juzgaba también conveniente por otro respecto; había, efectivamente llegado a sus oídos la especie, difundida entre la caballería, de que sería del caso, después de deshecho César, acabar con él mismo, y aun algunos dicen que por esta razón no se valió Pompeyo de Catón para ninguna cosa de importancia, sino que al partir contra César lo dejó en la costa del mar encargado del bagaje, no fuera que, quitado César de en medio, quisiera al punto obligarle a que depusiera el mando. Viéndole andar de este modo en pos de los enemigos, se le culpaba públicamente de que no era a César a quien hacía la guerra, sino a la patria y al Senado, para mandar siempre y no dejar de tener por sus criados y satélites a los que eran dignos de dominar toda la tierra; y Domicio Enobarbo, con llamarle siempre Agamenón y rey de reyes, concitaba más la envidia contra él. Érale no menos molesto que cuantos usaban de indiscretas e importunas libertades aquel Favonio, con sus pesadas burlas, diciendo: “Camaradas, en todo este año no probaréis los higos de Tusculano”. Lucio Afranio, el que perdió las tropas de España, por lo que habla contra él la sospecha de traición, viendo entonces a Pompeyo esquivar la batalla prorrumpió en la expresión de que se admiraba cómo sus acusadores andaban tan tardos en acometer al que apellidaban mercader de provincias. Con estas y otras semejantes expresiones violentaron a un hombre que no sabía sobreponerse a la opinión del vulgo, ni a la censura de sus amigos, a adoptar sus esperanzas y sus planes, apartándose de la prudente determinación que había seguido, cosa que no hubiera debido suceder ni a un capitán de barco, cuanto más a un general de tantas tropas y tantas naciones. Pompeyo, pues, que alababa entre los médicos a los que nunca condescendían con los antojos de los dolientes, en esta ocasión cedió a la parte enferma del ejército, temiendo hacerse desabrido por la salud de la patria. Porque ¿cómo tendría nadie por cuerdos a unos hombres que en las marchas y en los campamentos soñaban con los consulados y las preturas, ni a Espínter, Domicio y Escipión, entre quienes había riñas por la dignidad de pontífice máximo de César?, como si tuvieran acampado al frente al armenio Tigranes o al rey de los Nabateos, y no a aquel mismo César y aquellos soldados que habían tomado por fuerza a mil ciudades, habían sujetado más de trescientas naciones y, habiendo sido siempre invictos en tantas batallas con los Germanos y los Galos, que no tenían número, habían tomado mas de un millón de cautivos y dado muerte en batalla campal a un millón de hombres.

Sin embargo de ver determinado a Pompeyo, desasosegados e inquietos, le obligaron luego que llegaron a la llanura de Farsalia a tener un consejo, en el cual Labieno, general de la caballería, levantándose el primero, juró que no se retiraría de la batalla sin haber puesto en huída a los enemigos, y lo mismo juraron todos. En aquella noche le pareció a Pompeyo entre sueños que al entrar él en el teatro aplaudió el pueblo, y él después adornó con muchos despojos el templo de Venus Nicéfora. Esta visión en parte le alentaba y en parte le causaba inquietud, no fuera que por ocasión de él resultara gloria y esplendor al linaje de César, que subía hasta Venus. Suscitáronse además en el campamento ciertos terrores pánicos que le hicieron levantar. A la vigilia de la mañana resplandeció sobre el campamento de César, donde todo estaba en quietud, una gran llama, en la que se encendió una antorcha, que fue a parar al campamento de Pompeyo, y se dice que César vio este portento a tiempo que recorría las guardias. Por la mañana muy temprano, antes de disiparse las tinieblas, disponía hacer marchar de allí su ejército, y, cuando ya los soldados recogían las tiendas y enviaban delante los bagajes y los asistentes, vinieron las escuchas anunciando observarse en el campamento del enemigo que se andaba con armas de una parte a otra y aquel movimiento y ruido que causan hombres que salen a dar batalla, y después de éstos llegaron otros diciendo que los primeros soldados estaban ya formados. César, al oír esto, diciendo haber llegado el deseado día en que iban a pelear con hombres y no con el hambre y la miseria, mandó que al punto se colocara delante de su pabellón la túnica de púrpura, porque ésta es entre los Romanos la señal de batalla. Los soldados, al verla, dejando las tiendas, con algazara y regocijo corrieron a las armas, y los tribunos, formándolos como en un coro en el orden que convenía, pusieron a cada uno en su propio lugar, sin arrebato ni confusión.

Tomó Pompeyo para sí el ala derecha, habiendo de tener al frente a Antonio; en el centro colocó a su suegro Escipión, contrapuesto a Lucio Albino, y Lucio Domicio mandó el ala izquierda, reforzada con el grueso de la caballería, que casi toda había cargado a aquella parte para envolver a César y destrozar la legión décima, que tenía la fama de ser la más valiente, y en la que acostumbraba colocarse César en las batallas. Cuando éste vio sostenida por tanta caballería la izquierda de los enemigos, temió la fortaleza de su armadura y sacó de su retaguardia seis cohortes, colocándolas a espaldas de la legión décima, con orden de que no se movieran y procuraran ocultarse a los enemigos, mas cuando acometiese la caballería salieran con precipitación por entre la primera línea y no tiraran las lanzas, como suelen hacerlo los más esforzados para venir cuanto antes a las espadas, sino que dirigieran los golpes hacia arriba, para herir en la cara y en los ojos a los enemigos: porque aquellos lindos y graciosos bailarines no sólo no aguardarían, sino que ni aun sufrirían por causa de su belleza ver el hierro delante de los ojos. Estas eran las disposiciones que daba César. Pompeyo, descubriendo desde su caballo el orden y formación de los enemigos, cuando vio que éstos esperaban tranquilos el momento y oportunidad sin moverse de sus filas, siendo así que su ejército no se mantenía con la misma quietud, sino que, lleno de ardor, empezaba por su impericia a desordenarse, temiendo que enteramente se le desbandase en el principio de la batalla dio orden a los de primera línea de que, permaneciendo firmes e inmóviles, recibieran en aquella manera a los enemigos. César reprende esta orden y esta operación militar, porque con ella se debilita la fuerza que adquieren los golpes en la carrera y aquel encuentro de los enemigos unos con otros, que es el que da impulso y entusiasmo y aumenta la cólera con la gritería y el mayor ímpetu, quitado lo cual los hombres pierden el ardor y se enfrían. Las fuerzas de César consistían en unos veintidós mil hombres, y las de Pompeyo eran poco más del doble de este número.

Dada la señal de una y otra parte, cuando las trompetas comenzaron a excitar al encuentro, de los de la muchedumbre cada uno pensó sólo en sí mismo; pero unos cuantos Romanos, lo mejor entre ellos, y algunos Griegos que se hallaron presentes fuera de la batalla, al ver que se acercaba el momento terrible, se pusieron a meditar sobre el trance a que la codicia y ambición habían traído a la república. Armas de un mismo origen, ejércitos entre sí hermanos, las mismas insignias y el valor y poder de una misma ciudad iban a chocar consigo mismos, demostrando cuán ciega y loca es la condición humana en sus pasiones: porque si querían mandar y gozar tranquilamente de lo adquirido, la mayor y más apreciable parte del mar y de la tierra les estaba sujeta, y si todavía tenían ansia y sed de trofeos y triunfos podían saciarla en las Guerras Párticas y Germánicas. Quedaba además ancho campo a sus hazañas en la Escitia y en la India, pudiéndoles servir de pretexto el dar civilización a naciones bárbaras. Porque ¿qué caballería de los Escitas, qué saetas de los Partos, o qué riquezas de los Indios serían bastantes a contener setenta mil Romanos que acometieran armados estas regiones bajo el mando de Pompeyo y de César, cuyos nombres habían llegado a sus oídos antes que supieran que había Romanos? ¡Tantas, tan varias y feroces eran las naciones hasta donde habían penetrado victoriosos! Y entonces se habían buscado para hacerse uno a otro la guerra, sin que sirviera para contenerlos ni el celo de su propia gloria, por la que se habían olvidado hasta de la compasión que debían tener a la patria, habiéndose apellidado invictos hasta aquel día. Porque el parentesco antes contraído, las gracias de Julia y aquel enlace luego se vio que no habían sido más que unas prendas falaces y sospechosas de una sociedad formada en provecho común, sin que hubiera entrado en ella, ni por mínima parte, la verdadera amistad.

Luego que la llanura de Farsalia se llenó de hombres, de caballos y de armas, y que de una y otra parte se dieron las señales de la batalla, el primero que salió corriendo de las líneas de César fue Gayo Crasiano, que mandaba una compañía de ciento veinte hombres, cumpliendo de este modo a César la promesa que le había hecho; porque habiéndole éste visto al salir del campamento, saludándole por su nombre, le preguntó qué pensaba de la batalla, y él, alargándole la mano, exclamó: “Vencerás gloriosamente, César, y hoy habrás de alabarme o vivo o muerto.” Teniendo fijas en la memoria estas palabras, se adelantó llevando a muchos consigo, y se arrojó en medio de los enemigos. Peleóse desde luego con las espadas, y como con muerte de muchos intentase penetrar las filas de los enemigos, uno de éstos le metió la espada por la boca, con tal fuerza, que le salió por la nuca. Muerto Crasiano, ya después se peleaba con igualdad; sino que Pompeyo no movió con la conveniente celeridad su derecha, deteniéndose a mirar a una y otra parte, esperando la acometida de la caballería. Ya ésta marchaba en cuerpo para envolver a César y había conseguido impeler sobre su batalla los pocos caballos que ante ella tenía formados; pero habiendo dado César la señal, su caballería se retiró, acudiendo al punto las cohortes destinadas a oponerse a aquella operación, que venían a constar de unos tres mil hombres, se dirigieron con ímpetu contra los enemigos, y contrarrestando a la caballería usaron de las lanzas hacia arriba, como se les había prevenido, para herir en la cara. A aquellos soldados bisoños, sin experiencia de ningún género de combate y desprevenidos para el que sufrían, no teniendo de él ninguna idea, les faltó valor y sufrimiento para aguantar unos golpes dirigidos a los ojos y al rostro, por lo que, volviendo grupa y cubriéndose los ojos con las manos, huyeron ignominiosamente. Luego que éstos se quitaron de delante, los Cesarianos ya no pensaron más en ellos, sino que marcharon contra la infantería por aquella parte por donde habiendo quedado más débil con la falta de los caballos daba mayor facilidad para ser cercada y envuelta. Acometiendo, pues, por el flanco, y la legión décima por el frente, ni sostuvieron éstos ni guardaron orden, viendo que cuando esperaban haber envuelto a los enemigos eran ellos los que experimentaban esta suerte.

Rechazados éstos, cuando Pompeyo vio la polvareda y conjeturó lo sucedido a la caballería, es imposible decir cómo se quedó, ni cuál fue su pensamiento; antes, semejante a un hombre fuera de si y enteramente alelado, sin acordarse de que era Pompeyo Magno, y sin hablar una palabra, paso entre paso se encaminó al campamento en términos de venirle muy acomodados estos versos: Zeus, en Ayante, desde su alto asiento, tal terror infundió, que helado, absorto, echó a la espalda, el reforzado escudo y atrás volvió mirando a todas partes. Entrando de la misma manera en su tienda, se sentó taciturno, hasta que llegaron muchos persiguiendo a los que huían; porque entonces, prorrumpiendo en sola esta expresión: “¿Conque hasta mi campamento?” y sin decir ninguna otra cosa, tomó las ropas que a su presente fortuna convenían y salió de él. Huyeron asimismo las demás legiones, y fue grande en el campamento la mortandad de los que custodiaban los equipajes y de los asistentes; de los soldados dice Asinio Polión, que se halló con César en la batalla, que sólo murieron unos seis mil. Tomaron el campamento y entonces vieron la locura y vanidad de los enemigos, porque las tiendas estaban coronadas de arrayán, tapizadas de flores y con mesas llenas de vasos preciosos; veíanse tazas rebosando de vino, y todo el adorno y aparato eran más bien de hombres que hacían sacrificios y celebraban fiestas que de soldados armados para la batalla. Pervertidos hasta este punto en sus esperanzas y llenos de una vana confianza, salieron al combate.

Pompeyo, a los pocos pasos que hubo andado desde el campamento, dejó el caballo, siendo en muy corto número las personas que le seguían; como nadie le persiguiese, caminaba despacio, pensando en lo que era natural pensase un hombre acostumbrado por treinta y cuatro años continuos a vencer y mandar a todos, y que entonces por la primera vez probaba lo que era ser vencido y huir. Contemplaba que en una hora había perdido aquella gloria y aquel poder que había ido creciendo con peligros, combates y continuas guerras, y que el mismo que poco antes era guardado con tantas armas, caballos y tropas caminaba ahora tan abatido y desamparado, que podía ocultarse a los enemigos que le buscaban. Pasó por delante de Larisa, y habiendo llegado al valle de Tempe se echó en tierra de bruces aquejado de la sed bebió en el río, levantóse y continuó marchando por el valle hasta que llegó al mar. Pasó allí lo que restaba de la noche, reposando en la barraca de unos pescadores, y al amanecer, embarcándose en una lanchita de río, admitió en ella a los hombres libres que le seguían, mandando a los esclavos que se fueran a presentar a César y no temieran. Iba costeando, y vio una nave grande de comercio que estaba para dar la vela, de la que era capitán un ciudadano romano, de ningún trato con Pompeyo, pero al que conocía de vista; llamábase Peticio. Este, en la noche anterior, había visto entre sueños a Pompeyo, no como otras muchas veces, sino como abatido y apesadumbrado. Habíalo así referido a sus pasajeros, según la costumbre de entretenerse con semejantes conversaciones los que están de vagar. En esto, uno de los marineros se presentó diciendo haber visto que venía de tierra un barquichuelo de río y que unos hombres que en él se hallaban les hacían señas, sacudiendo las ropas y les tendían las manos. Levantóse Peticio, y habiendo conocido al punto a Pompeyo, como le había visto entre sueños, dándose una palmada en la cabeza, mandó a los marineros que echaran el bote, y alargando la diestra llamaba a Pompeyo, conjeturando ya por la disposición en que le veía la terrible mudanza de su suerte. Así, sin aguardar súplicas ni otra palabra alguna, recogiéndole, y a los que con él venían, que eran los dos Léntulos y Favonio, se hizo al mar; y habiendo visto al cabo de poco al rey Deyótaro, que por tierra venía hacia ellos, también le recibieron. Llegó la hora de la cena, la que dispuso el maestre de la nave con lo que a mano tenía; y viendo Favonio que Pompeyo, por falta de sirvientes, había empezado a lavarse a si mismo, corrió a él y le ayudó a lavarse y ungirse, y de allí en adelante continuó ungiéndole y sirviéndole en todo lo que los esclavos a sus amos, hasta lavarle los pies y aparejarle la comida, tanto, que alguno, al ver la naturalidad, la sencillez y pronta voluntad con que se hacían aquellos oficios, no pudo menos de exclamar: ¡Cómo todo está bien al hombre grande!

Navegando de esta manera a Anfípolis, pasó desde allí a Mitilena con el objeto de recoger a Cornelia y a su hijo. Luego que tocó en la orilla de la isla mandó a la ciudad un mensajero, no cual Cornelia esperaba, según las noticias que lisonjeramente le habían anticipado y se le habían escrito, dándole a entender que, terminada la guerra en Dirraquio, no le quedaba a Pompeyo otra cosa que hacer que perseguir a César. Entretenida con estas esperanzas, la sorprendió el mensajero, que ni siquiera tuvo fuerzas para saludarla, sino que dándole a entender con sus lágrimas, más que con palabras, lo grande y excesivo de aquella calamidad, le dijo que se apresurase si quería ver a Pompeyo con una sola nave, y esa, ajena. Al oírlo cayó en tierra, y permaneció largo rato fuera de sí sin sentido; costó mucho que volviese, y cuando estuvo en su acuerdo, hecha cargo de que el tiempo no era de lamentos y de lágrimas, corrió por la ciudad al mar. Salióla a recibir Pompeyo, y habiendo tenido que recogerla en sus brazos acongojada y a punto de desmayarse: “Veoexclamó- ¡oh Pompeyo! en ti, no la obra de tu fortuna, sino de la mía, al mirar arrojado en un miserable barco al que antes de casarse con Cornelia había surcado este mismo mar con quinientas naves. ¿Por qué has venido a verme, y no has abandonado a su infeliz suerte a la que te ha traído semejante desventura? ¡Cuán dichosa hubiera sido yo habiendo muerto antes de recibir la noticia de haber perecido a manos de los Partos Publio, mi primer marido! ¡Y cuán cuerda y avisada si por seguirle me hubiera, como lo intenté, quitado la vida! Quedé con ella para venir ahora a ser la ruina de Pompeyo Magno.”

Dícese que éstas fueron las voces en que prorrumpió Cornelia, y que Pompeyo le respondió de esta manera: “Tú ¡oh Cornelia! No has conocido más que la buena fortuna, la que quizá te ha engañado por haber permanecido conmigo más tiempo que el que tiene de costumbre; pero es menester llevar esta suerte, pues que a todo está sujeta la condición humana, y probar otra vez fortuna, no debiendo desesperar de recobrar lo pasado el que de aquella altura ha descendido a esta bajeza”. Sacó Cornelia de la ciudad los intereses y la familia, y habiendo salido los Mitileneos a saludar a Pompeyo, rogándole que entrase en la población, no se prestó a ello, sino que les previno que obedeciesen al vencedor, confiando en él, porque César era benigno y de buena condición. Volviéndose después al filósofo Cratipo, que había bajado a verle, le dirigió algunas expresiones, con que reprendía la Providencia, a las que cedió Cratipo, procurando llamarle a mejores esperanzas por no hacerse molesto e impertinente si entonces le contradecía. Porque se hubiera seguido preguntarle Pompeyo sobre la Providencia y tener él que contestarle que las cosas habían llegado a punto de ser absolutamente necesario que uno solo mandase en el Estado a causa del mal gobierno, repreguntándole luego: “¿Cómo o con qué pruebas se nos haría ver que tú ¡oh Pompeyo! usarías mejor de la fortuna si hubieras sido el vencedor?” Pero conviene dar de mano a estas cosas y a todo lo que toca a los dioses.

Tomando, pues, con sigo la mujer y los amigos, continuó su viaje, arribando a los puntos que era necesario para proveerse de agua y víveres, y siendo Atalia, de la Panfilia, la primera ciudad en que entró. Llegáronle allí algunas galeras de la Cilicia y empezó a levantar tropas, teniendo ya cerca de sí otra vez unos sesenta del orden senatorio. Habiéndose anunciado que la escuadra se mantenía, y que Catón, habiendo reunido muchos de los soldados, pasaba al África, empezó a lamentarse con sus amigos, reprendiéndose de haberse dejado violentar para combatir con las tropas de tierra, no empleando para nada el recurso mayor que sin disputa tenía, y de no haberse aproximado a la armada, para tener prontas, si por tierra sufría algún descalabro, unas fuerzas navales de tanta consideración: pues ni Pompeyo pudo cometer mayor yerro, ni César valerse de medio más acertado que el de haber trabado la batalla a tanta distancia de los socorros marítimos. Mas, en fin, precisado a dar pasos y sacar algún partido del estado presente, a unas ciudades envió embajadores, y pasando él mismo a otras recogía fondos y tripulaba las naves; pero temiendo la celeridad y presteza del enemigo, no fuera que le sobrecogiese antes de allegar los preparativos, andaba examinando dónde podría hallar por lo pronto asilo y refugio. Puestos a deliberar, no veían provincia que les ofreciese seguridad; por lo que hace a reinos, el mismo Pompeyo indicó el de los Partos como el más propio para recibirlos y protegerlos mientras eran débiles, y para rehacerlos después y habilitarlos con nuevas fuerzas. De los demás, algunos volvían la consideración hacia África y el rey Juba; pero a Teófanes de Lesbo le parecía una locura, no distando el Egipto más que tres días de navegación, no hacer cuenta de él ni de Tolomeo, que, aunque todavía mocito, debía haber heredado la amistad y gratitud paterna, e ir a entregarse en manos de los Partos gente del todo desleal e infiel, y que el mismo que no quería tener el segundo lugar respecto de un ciudadano romano, su deudo, siendo el primero respecto de todos los demás, ni exponerse a probar la moderación de aquél, hiciera dueño de su persona a un Arsácida, que no pudo serlo de la de Craso mientras tuvo vida, y llevar una mujer joven de la casa de los Escipiones a un país bárbaro, entre gentes que hacen consistir el poder en el insulto y la disolución. Pues aunque nada sufriese, podía parecer que lo había sufrido por haber estado entre gente por lo común desmandada, lo que es terrible. Dícese que esto sólo fue lo que retrajo a Pompeyo de seguir la marcha hacia el Éufrates, si es que ésta fue resolución de Pompeyo y no fue su mal hado el que le inclinó a este otro camino.

Luego que prevaleció el parecer de ir a Egipto, dando la vela de Chipre en una trirreme seléucida con su mujer, y siguiéndole los demás, unos con embarcaciones menores y otros en transportes, hizo la travesía sin accidente alguno; pero habiendo sabido que Tolomeo se hallaba en Pelusio haciendo la guerra a su hermana, hubo de detenerse, enviando persona que anunciara al rey su llegada y le pidiera benigna acogida. Tolomeo era muy jovencito, y Potino, que era el árbitro de los negocios, juntó en consejo a los de mayor autoridad, que la tenían los que él quería, y les mandó dijera cada uno su dictamen. ¡Era cosa bien triste que sobre la suerte de Pompeyo Magno hubieran de decidir el eunuco Potino, Teódoto de Quío, llamado por su salario para ser maestro de retórica, y el egipcio Aquilas. Porque estos consejeros eran los principales entre los demás camareros y ayos, y Pompeyo, que no tenía por digno de su persona ser deudor de su salud a César, estaba esperando al áncora lejos de tierra la resolución de semejante senado. Los pareceres fueron del todo opuestos, diciendo unos que se le desechase, y otros, que se le llamara y recibiera; pero Teódoto, haciendo muestra de su habilidad y pericia en la materia, demostró que ni en lo uno ni en lo otro había seguridad, porque de recibirle tendrían a César por enemigo y a Pompeyo por señor, y de desecharle incurrirían en el odio de Pompeyo por la expulsión, y en el de César por tener todavía que perseguirle; así que lo mejor era mandarle venir y matarle, pues de este modo servirían al uno y no tenían que temer al otro, añadiendo con sonrisa, según dicen, que hombre muerto no muerde.

Así se determinó, y Aquilas tomó a su cargo la ejecución, el cual, llevando consigo a un tal Septimio, que en otro tiempo fuera tribuno a las órdenes de Pompeyo, a otro que había sido centurión, llamado Salvio, y tres o cuatro criados, se dirigió a la nave de Pompeyo. Habían pasado y reunídose en ella los principales de su comitiva para estar presentes a lo qué ocurriese, y cuando vieron que el recibimiento no era ni regio ni brillante, como Teófanes se lo había hecho esperar, viniendo sólo unos cuantos hombres en un barquichuelo de pescador, ya les pareció sospechosa la poca importancia que se les daba y aconsejaron a Pompeyo sacara la nave a alta mar hasta ponerse fuera de alcance; pero en esto, atracando ya el barquichuelo, se levantó el primero Septimio, saludó en lengua romana a Pompeyo con el título de emperador, y Aquilas, saludándole en griego, le instó para que pasase a su barco, porque había mucho cieno y por allí no tenía para su galera bastante profundidad el mar, y además abundaba de bancos de arena. Veíase al mismo tiempo que se aprestaban algunas de las naves del rey y que se coronaban de tropas la orilla; de manera que no les era dado huir aunque mudaran de propósito, y, por otra parte, si tenían dañadas intenciones, con la desconfianza defenderían su injusticia. Saludando, pues, a Cornelia, que muy de antemano lloraba su muerte, dio orden de que se embarcara primero a dos centuriones, a su liberto Filipo y un esclavo llamado Escita, y al darle la mano Aquilas, volviéndose a su mujer y a su hijo, recitó aquellos yambos de Sófocles: Quien al palacio del tirano fuere esclavo es suyo aun cuando libre parta.

Habiendo sido ésta las últimas palabras que pronunció, descendió al barco, y como mediase bastante distancia desde la galera a tierra, y ninguno de los que iban con él le hubieran dirigido siquiera una expresión de agasajo, poniendo la vista en Septimio, “Paréceme- le dijo- haberte conocido en otro tiempo siendo mi compañero de armas”; a lo que le contestó bajando sólo la cabeza, sin pronunciar palabra ni poner siquiera buen semblante; por tanto, como se guardase por todos un gran silencio, sacó Pompeyo un libro de memoria y se puso a leer un discurso que había escrito en griego para hacer uso de él con Tolomeo. Cuando arribaban a tierra, Cornelia, que, llena de agitación e inquietud, había subido con los amigos de Pompeyo a la cubierta de la nave, para ver lo que pasaba, concibió alguna esperanza al observar que muchos de los cortesanos salían al desembarco como para honrarle y recibirle. En esto, al tomar Pompeyo la mano de Filipo para ponerse en pie con mayor facilidad, Septimio fue el primero que por la espalda le pasó con un puñal, y enseguida desenvainaron también sus espadas Salvio y Aquilas. Pompeyo, echándose la toga por el rostro con entrambas manos, nada hizo ni dijo indigno de su persona, sino que solamente dio un suspiro, aguantando con entereza los golpes de sus asesinos. Y habiendo vivido cincuenta y nueve años, al otro día de su nacimiento terminó su carrera.

Los de las naves, habiendo visto su muerte, movieron un llanto que llegó a oírse desde la tierra, y levantando áncoras huyeron con precipitación. Ayudábalos un recio viento cuando ya estaban en alta mar, por lo que, aunque los Egipcios quisieran perseguirlos, desistieron de su propósito. Al cadáver de Pompeyo le cortaron la cabeza, arrojando el cuerpo desnudo a tierra desde el barquichuelo y dejándolo que fuera espectáculo de los que quisiesen verlo. Estúvose a su lado Filipo hasta que se cansaron de mirarlo; después, lavándolo en el mar y envolviéndolo en una miserable ropa suya, por no tener otra cosa, se puso a registrar por la orilla, y descubrió los despojos de una lancha gastados ya por el tiempo, pero bastante todavía para la mezquina hoguera de un cadáver, y aun éste no entero. Mientras los recogía y amontonaba, hallándose allí cerca un Romano ya de edad, que había hecho sus primeras campañas con Pompeyo cuando todavía era joven: “¿Quién eres- le dijo- tú, que tienes el cuidado de dar sepultura a Pompeyo Magno?” Respondióle que un liberto suyo: “Pues no has de ser tú solocontinuó- el que le preste tan debido oficio: admíteme a mí a la parte de este tan piadoso encuentro, para no tener tanto de qué culpar a mi suerte en esta ausencia de la patria, gozando entre tantas aflicciones el consuelo de tocar e incinerar con mis manos al mayor capitán que ha tenido Roma”. Estos fueron los funerales de Pompeyo. Al día siguiente, Lucio Léntulo, que sin saber nada de lo sucedido navegaba de Chipre y aportó a tierra, luego que vio la hoguera de un cadáver, y que al lado de ella estaba Filipo, al que aún no había conocido: “¿Quién es- dijo- el que cumplido su hado reposa en esta tierra? ¡Quizá tú- continuó- oh Pompeyo Magno!”; y habiendo desembarcado de allí a poco le prendieron y dieron muerte. Así acabó Pompeyo. De allí a breve tiempo llegó César al Egipto, que se había manchado con tales crímenes, y al que le presentó la cabeza de aquel le tuvo por abominable, volviendo el rostro por no verle; presentáronle también el sello, y al tomarlo lloró. Estaba en él grabado un león con la espada en la mano. A Aquilas y Potino les hizo dar muerte, y, habiendo sido el rey vencido en una batalla junto al río, no se volvió a saber de él. A Teódoto el Sofista no le alcanzó la venganza de César, porque huyó del Egipto, andando errante y aborrecido de todos; pero Marco Bruto, en el tiempo en que mandó después de haber dado muerte a César, le encontró en el Asia, y habiéndole hecho sufrir toda clase de tormentos le quitó la vida. Las cenizas de Pompeyo fueron entregadas a Cornelia, que, llevándolas a Roma, las depositó en el Campo Albano.