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Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, después de haber reinado con gran crédito en Esparta, de Lámpito, mujer apreciable, dejó un hijo llamado Agis, y otro más joven de Eupolia, la hija de Melesípidas, llamado Agesilao. Como por la ley correspondía el reino a Agis, Agesilao, que había de vivir como particular, se sujetó a la educación recibida en Lacedemonia, que era dura y trabajosa en cuanto al tenor de vida, pero muy propia para enseñar a los jóvenes a ser bien mandados. Por esto se dice que Simónides llamaba a Esparta domadora de hombres, a causa de que con el auxilio de las costumbres hacía dóciles a los ciudadanos y sumisos a las leyes, como potros domados bien desde el principio, de cuyo rigor libertaba la ley a los jóvenes que se educaban para el trono. Así, hasta esto tuvo en su favor Agesilao: entrar a mandar no ignorando cómo se debía obedecer; por lo cual fue entre los reyes el que en su genio se avino y acomodó más con los súbditos, juntando con la gravedad y elevación de ánimo propias de un rey la popularidad y humanidad que le inspiró la educación.

En las llamadas greyes de los jóvenes que se educaban juntos tuvo por amador a Lisandro, prendado principalmente de su carácter modesto; pues aunque muy sensible a los estímulos de la emulación, y el de genio más pronto entre los de su edad, por lo que en todo aspiraba a ser el primero, y se mostraba irreducible e inflexible en la vehemencia de lo que emprendía, era, por otra parte, de aquellos con quienes pueden más la persuasión y la dulzura que el miedo, y de los que por pundonor ejecutan cuanto se les manda, siéndoles de más mortificación las reprensiones que de cansancio los trabajos. El defecto de una de sus piernas lo encubrió en la flor de su edad la belleza de su halagüeño semblante; el llevarlo con facilidad y alegría, usando de chistes y burlas contra sí mismo, lo disimulaba y que lo desvanecía en gran parte; y aun por él sobresalía y brillaba más su emulación, pues que ningún trabajo ni fatiga le acobardaba no obstante su cojera. No tenemos su retrato, porque no lo permitió, y, antes, al morir encargó que no se hiciera ningún vaciado ni ninguna especie de imagen que representara su persona. La memoria que ha quedado es que fue pequeño y de figura poco recomendable; pero su festividad y su alegre buen humor en todo tiempo, sin manifestar enfado ni cólera, ni en la voz ni en el semblante, le hizo hasta la vejez más amable que los de la más gallarda disposición. Refiere, sin embargo, Teofrasto que los Éforos impusieron una multa a Arquidamo por haberse casado con una mujer pequeña: “porque no nos darás reyes- decían-, sino reyezuelos”.

Reinando Agis vino Alcibíades de Sicilia a Lacedemonia en calidad de desterrado, y a poco de residir en la ciudad se le culpó de tener trato menos decente con Timea, mujer del rey; el niño que de ella nació no quiso Agis reconocerlo, diciendo que lo había tenido de Alcibíades; de lo que escribe Duris no haber tenido gran pesar Timea, sino que, antes bien, al oído con las criadas le daba al niño el nombre de Alcibíades, y no el de Leotíquidas. De Alcibíades se refiere también haber dicho que, si había tenido aquel trato con Timea, no había sido por hacer afrenta a nadie, sino por la vanidad de que descendientes suyos reinaran sobre los Espartanos. Mas al cabo por esta causa salió Alcibíades de Lacedemonia, temeroso de Agis. El niño causó siempre sospecha a éste y no le miró nunca como legítimo; pero hallándose enfermo se arrojó a sus pies, con lágrimas, alcanzó que le declarara por hijo delante de muchas personas. Sin embargo, después de la muerte de Agis Lisandro, que ya había vencido a los Atenienses en combate naval, y gozaba del mayor poder en Esparta colocó a Agesilao en el trono, por no corresponder a Leotíquidas, que era bastardo; y, además, otros ciudadanos que tenían en mucho la virtud de Agesilao y el haberse criado juntos, participando de la misma educación, estuvieron de su parte también con el mayor empeño. Mas había en Esparta un hombre dado a la adivinación, llamado Diopites, el cual tenía en la memoria muchos oráculos antiguos y pasaba por muy sabio y profundo en las cosas divinas. Dijo, pues, que era cosa impía el que un cojo fuera rey de Lacedemonia; acerca de lo cual en el juicio recitó este oráculo: Por más ¡oh Esparta! que andes orgullosa y sana de tus pies, yo te prevengo que de un reinado cojo te precavas, pues te vendrán inesperados males, y de devastadora y larga guerra serás con fuertes olas combatida. A lo cual contestó Lisandro, que si los Espartanos daban valor al oráculo, de quien se habían de guardar era de Leotíquidas, porque al dios le era indiferente el que reinara uno a quien le flaqueasen los pies; pero que si reinaba quien no fuese ni legítimo ni Heraclida, esta era estar cojo el reino; a lo que añadió Agesilao, que Posidón había testificado la ilegitimidad de Leotíquidas, haciendo a Agis saltar del lecho conyugal con un terremoto, desde el cual se habían pasado más de diez meses hasta el nacimiento de Leotíquidas.

Declarado rey de este modo y por estas causas Agesilao, al punto heredó también la hacienda de Agis, excluyendo como bastardo a Leotíquidas; pero viendo que los parientes de aquel por parte de madre, siendo hombres de mucha probidad, se hallaban sumamente pobres, les repartió la mitad de los bienes, granjeándose de esta manera benevolencia y fama, en lugar de envidia y ojeriza con motivo de esta herencia. Lo que dice Jenofonte, que obedeciendo a la patria llegó a lo sumo del poder, tanto que hacía lo que quería, se ha de entender de esta manera. La mayor autoridad de la república residía entonces en los Éforos y en los Ancianos, de los cuales aquéllos ejercen la suya un año solo y los Ancianos disfrutan este honor por toda la vida, siendo esto así dispuesto a fin de que los reyes no se creyeran con facultad para todo, como en la Vida de Licurgo lo declaramos. Por esta causa solían ya de antiguo los reyes estar con aquellos en una especie de heredada disensión y contienda; pero Agesilao tomó el camino opuesto, y dejándose de altercar y disputar con ellos les tenía consideración, procediendo con su aprobación a toda empresa. Si le llamaban se apresuraba a acudir, y, cuantas veces sucedía que, estando sentado para despachar en el regio trono, pasasen los Éforos, les hacía el honor de levantarse. Cuando había elección de Ancianos para el Senado, a cada uno le enviaba como muestra de parabién una sobrevesta y un buey. Con estos obsequios parecía que honraba y ensalzaba la autoridad de aquellos magistrados, y no se echaba de ver que acrecentaba la suya, dando aumento y grandeza a la prerrogativa real con el amor y condescendencia que así se granjeaba.

En su trato con los demás ciudadanos había menos que culpar en él considerado como enemigo que como amigo: porque injustamente no ofendía a los enemigos, y a los amigos los favorecía aun en cosas injustas. Si los enemigos se distinguían con alguna singular hazaña, se avergonzaba de no tributarles el honor debido, y a los amigos no solamente no los reprendía cuando en algo faltaban, sino que se complacía en ayudarlos y en faltar con ellos, creyendo que no podía haber nada vituperable en los obsequios de la amistad. Siendo el primero a compadecerse de los de otro partido si algo les sucedía, y favoreciéndolos con empeño si acudían a él, se ganaba la opinión y voluntad de todos. Viendo, pues, los Éforos esta conducta suya, y temiendo su poder, le multaron, dando por causa que a los ciudadanos que debían ser del común los hacía suyos. Porque así como los físicos piensan que si de la universalidad de los seres se quitara la contrariedad y contienda se pararían los cuerpos celestes y cesarían la generación y movimiento de todas las cosas por la misma armonía que habría entre todas ellas, de la misma manera le pareció conveniente al legislador lacedemonio mantener en su gobierno un fomento de emulación y rencilla como incentivo de la virtud, queriendo que los buenos estuviesen siempre en choque y disputa entre sí, y teniendo por cierto que la unión y amistad que parece fortuita y sin elección, y es ociosa y no disputada, no merece llamarse concordia. Y esto mismo piensan algunos haberlo también conocido Homero, porque no presentaría a Agamenón alegre y contento por los acalorados dicterios con que se zahieren e insultan Odiseo y Aquileo a no haber creído que para el bien común era muy conveniente aquella emulación de ambos y aquella disensión entre los más aventajados. Bien que no faltará quien no apruebe así generalmente este modo de pensar, porque el exceso en tales contiendas es perjudicial a las ciudades y acarrea grandes peligros.

A poco de haberse encargado del reino Agesilao, vinieron algunos del Asia, anunciando que el rey de Persia preparaba grandes fuerzas para excluir a los Lacedemonios del mar. Deseaba Lisandro ser enviado otra vez al Asia y dar auxilio a aquellos de sus amigos que había dejado como prefectos y señores de las ciudades, y que por haberse conducido despótica y violentamente, habían sido expulsados o muertos por los ciudadanos. Persuadió, pues, a Agesilao, que se pusiera al frente del ejército y que, pasando a hacer la guerra lejos de la Grecia, se anticipara a los preparativos del bárbaro. Al mismo tiempo dio aviso a sus amigos del Asia para que, enviaran a Lacedemonia a pedir por general a Agesilao. Presentándose éste ante la muchedumbre, tomó a su cargo la guerra si le concedían treinta entre generales y consejeros espartanos, dos mil ciudadanos nuevos escogidos de los hilotas, y de los aliados una fuerza de seis mil hombres. Con el auxilio de Lisandro se decretó todo prontamente, y enviaron al punto a Agesilao, dándole los treinta Espartanos, de los cuales fue desde luego Lisandro el primero, no sólo por su opinión y su influjo, sino también por la amistad de Agesilao, a quien le pareció que en proporcionarle esta expedición le había hecho mayor favor que en haberle sentado en el trono. Reuniéronse las fuerzas en Geresto, y él pasó con sus amigos a Áulide, donde hizo noche, y le pareció que entre sueños le decía una voz: “Bien sabes ¡oh rey de los Lacedemonios! que ninguno ha sido general de toda Grecia sino antes Agamenón, y tú ahora, después de él; en consideración, pues, de que mandas a los mismos que él mandó, que haces a los mismos la guerra y que partes a ella de los mismos lugares, es puesto en razón que hagas a la diosa el sacrificio que él hizo aquí al dar la vela”; e inmediatamente se presentó a la imaginación de Agesilao la muerte de la doncella que el padre degolló a persuasión de los adivinos. Mas no le asombró esta aparición, sino que, levantándose y refiriéndola a los amigos, dijo que honraría a la diosa con aquellos sacrificios que por lo mismo de ser diosa le habían de ser más agradables, y en ninguna manera imitaría la insensibilidad de aquel general; y coronando una cierva, dio orden de que la inmolara su adivino, y no el que solía ejecutarlo, destinado al efecto por los Beocios. Habiéndolo sabido los Beotarcas, encendidos en ira, enviaron heraldos que denunciasen a Agesilao no hiciera sacrificios contra las leyes y costumbres patrias de la Beocia; y habiéndole hecho éstos la intimación, arrojaron del ara las piernas de la víctima. Fue de sumo disgusto a Agesilao este suceso, y se hizo al mar, irritado contra los Tebanos y decaído de sus esperanzas a causa del agüero, pareciéndole que no llevaría a cabo sus empresas, ni su expedición tendría el éxito conveniente.

Llegados a Éfeso, desde luego fue grande la autoridad, de Lisandro, y su poder se hizo odioso y molesto, acudiendo en tropel las gentes en su busca y siguiéndole y obsequiándole todos; de manera que Agesilao tenía el nombre y el aparato de general por la ley, pero de hecho Lisandro era el árbitro y el que todo lo podía y ejecutaba. Porque de cuantos generales habían sido enviados al Asia ninguno había habido ni más capaz ni más terrible que él, ni hombre ninguno había favorecido más a sus amigos ni había hecho a sus enemigos mayores males. Como aquellos habitantes se acordaban de estas cosas, que eran muy recientes, y, por otra parte, veían que Agesilao era modesto, sencillo y popular en su trato, y que aquel conservaba sin alteración su dureza, su irritabilidad y sus pocas palabras, a él acudían todos y él solo se llevaba las atenciones. En consecuencia de esto, desde el principio se mostraron disgustados los demás Espartanos, teniéndose más por asistentes de Lisandro que por consejeros del rey; y después, el mismo Agesilao, aunque no tenía nada de envidioso ni se incomodaba de que se honrase a otros, como no le faltasen ni ambición ni carácter, temió no fuera que si ocurrían sucesos prósperos se atribuyesen a Lisandro por su fama. Manejóse, pues, de esta manera: primeramente, en las deliberaciones se oponía a su dictamen, y si le veía empeñado en que se hiciese una cosa, dejándole a un lado y desentendiéndose de ella hacía otra muy diferente. En segundo lugar, si acudían con algún negocio los que sabía eran más de la devoción de Lisandro, en nada los atendía. Finalmente, aun en los juicios, si veía que Lisandro se ponía contra algunos, éstos eran los que habían de salir mejor, y, por el contrario, aquellos a quienes manifiestamente favorecía podían tenerse por bien librados si sobre perder el pleito no se les multaba. Con estos hechos, que se veía no ser casuales, sino sostenidos con igualdad y constancia, llegó Lisandro a comprender cuál era la causa y no la ocultó a sus amigos; antes, les dijo que por él sufrían aquellos desaires, y los exhortó a que hicieran la corte al rey y a los que podían más que él.

Echábase de ver que con esta conducta y estas expresiones procuraba excitar el odio contra Agesilao; y éste, para humillarle más, le nombró repartidor de la carne; y, según se dice, al anunciar el nombramiento añadió delante de muchos: “¡Que vayan ahora éstos a hacer la corte a mi carnicero!” Mortificado, pues, Lisandro, se presentó y le dijo: “Sabes muy bien ¡oh Agesilao! humillar a tus amigos”; y éste le respondió: “Sí, a los que aspiran a poder más que yo”; y Lisandro entonces: “Quizá es más lo que tú has querido decir que lo que yo he ejecutado; mas señálame puesto y lugar donde sin incomodarte pueda serte útil”. De resultas de esto, enviado al Helesponto, trajo a presentar a Agesilao al persa Espitridates, de la provincia de Farnabazo, con ricos despojos y doscientos hombres de a caballo; pero no se le pasó el enojo, sino que, llevándolo siempre en su ánimo, pensó en el modo de quitar el derecho al reino a las dos casas y hacerlo común para todos los Espartanos; y es probable que habrían resultado grandes novedades de esta disensión a no haber muerto antes haciendo la guerra contra la Beocia. De este modo los caracteres ambiciosos, que no saben en la república guardar un justo medio, hacen más daño que provecho: pues si Lisandro era insolente, como lo era en verdad, no guardando modo ni tiempo en su ambición, no dejaba Agesilao de saber que podía haber otra corrección más llevadera que la que usó con un hombre distinguido y acreditado que se olvidaba de su deber, sino que, arrebatados ambos del mismo afecto, el uno, parece haber desconocido la autoridad del general y el otro no haber podido sufrir los yerros de un amigo.

Sucedió que Tisafernes, temiendo al principio a Agesilao, capituló con él, concediéndole que las ciudades griegas se gobernasen por sus leyes con independencia del rey; pero pareciéndole después que tenía bastantes fuerzas se decidió por la guerra. Agesilao admitió gustoso la provocación, porque confiaba mucho en el ejército, y tenía a menos que los diez mil mandados por Jenofonte hubiesen llegado hasta el mar, venciendo al rey cuantas veces quisieron, y que él, al frente de los Lacedemonios, que daban la ley por mar y por tierra, no presentara a los Griegos ningún hecho digno de conservarse en la memoria. Pagando, pues, a Tisafernes su perjuicio con un justo engaño, dio a entender que se dirigía a la Caria, y, cuando el bárbaro tuvo reunidas allí sus fuerzas, levó anclas e invadió la Frigia. Tomó muchas ciudades y se apoderó de inmensas riquezas, manifestando a sus amigos que quebrantar injustamente la fe de los tratados es insultar a los dioses, pero que en usar de estratagemas que induzcan en error a los enemigos no sólo no hay justicia, sino acrecentamiento de gloria, acompañada de placer y provecho. Era inferior en soldados de a caballo, y al hígado de una víctima se halló faltarle uno de los lóbulos; retiróse, pues, a Éfeso, y juntó prontamente caballería por el medio de proponer a los hombres acomodados que si no querían servir en la milicia dieran cada uno un caballo y un hombre; y como éstos fuesen muchos, en breve tiempo tuvo Agesilao muchos y valientes soldados de a caballo en lugar de inútiles infantes. Porque los que no querían servir pagaban jornal a los que a ello se prestaban, y los que no querían cabalgar, a los que no tenían gusto en ello. También de Agamenón se dice haber obrado muy cuerdamente en recibir una excelente yegua por librar de la milicia a un cobarde y rico. Ocurrió asimismo que los encargados del despacho del botín pusieron de su orden en venta los cautivos, despojándolos del vestido; y como de las ropas hubiese muchos compradores, pero de las personas, viendo sus cuerpos blancos y débiles del todo, a causa de haberse criado siempre a la sombra, hiciesen irrisión, teniéndolos por inútiles y de ningún valor, Agesilao, que se hallaba presente: “Estos son- dijo- contra quienes peleáis y éstas las cosas por que peleáis”.

Cuando fue tiempo de volver otra vez a la guerra anunció que se dirigía a la Lidia, no ya con ánimo de engañar a Tisafernes, sino que él mismo se engañó, no queriendo dar crédito a Agesilao, a causa del pasado error; pensó, por tanto, que su marcha sería a la Caria, por ser terreno poco a propósito para la caballería, de la que estaba escaso. Mas cuando Agesilao se encaminó, como lo había dicho al principio, a los campos de Sardes, le fue preciso a Tisafernes correr a aquella parte, y moviendo con la caballería acabó al paso con muchos de los Griegos, que andaban desordenados asolando el país. Reflexionando, pues, Agesilao que no podía llegar tan presto la infantería de los enemigos, cuando a él nada le faltaba de sus fuerzas, se dio priesa a venir a combate, e interpolando con la caballería algunas tropas ligeras les dio orden de que acometieran rápidamente a los contrarios, y él cargó también al punto con la infantería. Pusiéronse en fuga los bárbaros; y yendo en su persecución los Griegos, les tomaron el campamento e hicieron en ellos gran matanza. De resultas de esta batalla no sólo se hallaron en disposición de correr y talar a su arbitrio toda aquella provincia del imperio del rey, sino también de presenciar el castigo de Tisafernes, hombre malo y enemigo implacable de la nación griega; porque el rey envió sin dilación contra él a Titraustes, quien le cortó la cabeza; y con deseo de que Agesilao, haciendo la paz, se retirara a su país, envió quien se lo propusiera, ofreciéndole grandes intereses; pero éste dijo que la paz dependía sólo de la república, que por su parte más se alegraba de que sus soldados se enriquecieran, que enriquecerse él mismo, y que, además, los Griegos tenían por más glorioso que el recibir presentes tomar despojos de los enemigos. Con todo, queriendo manifestar algún reconocimiento a Titraustes por haber castigado a Tisafernes enemigo común de los Griegos, condujo el ejército a la Frigia, recibiendo de aquel en calidad de viático treinta talentos. Estando en marcha le fue entregado un decreto de los que ejercían la autoridad suprema en Esparta, por el que se le daba también el mando de la armada naval: distinción de que sólo gozó Agesilao el cual era, sin disputa, el mayor y más ilustre de cuantos vinieron en su tiempo, como lo dijo también Teopompo, pues que más quería ser apreciado por su valor que por sus dignidades y mandos. Sin embargo, entonces, habiendo hecho jefe de la armada a Pisandro, pareció apartarse de estos principios; porque no obstante haber otros más antiguos y de más capacidad, sin atender al bien común, y dejándose llevar del parentesco y del influjo de su mujer, de la que era hermano Pisandro, puso a éste al frente de la armada.

Situando Agesilao su campo en la provincia sujeta a Farnabazo, no sólo le mantuvo en la mayor abundancia, sino que recogió imponderable riqueza; y adelantándose hasta la Paflagonia atrajo a su amistad al rey de los Paflagonios, Cotis, deseoso de ella por su virtud y su fidelidad. Espitridates, desde que rebelándose a Farnabazo se pasó al partido de Agesilao, marchaba siempre y se acampaba con él, llevando en su compañía a hijo muy hermoso que tenía, llamado Megabatesdel que siendo todavía muy niño se prendó con la mayor pasión Agesilao-, y a una hija doncella, también hermosa, en edad de casarse. Persuadió Agesilao a Cotis que se casase con ella, y recibiendo de él mil caballos y dos mil hombres de tropa ligera se retiró otra vez a la Frigia, donde corría y talaba la provincia de Farnabazo, que nunca le esperaba ni fiaba en sus fortalezas, sino que, conduciendo siempre consigo la mayor parte de sus presas y tesoros, andaba huyendo de una parte a otra, mudando continuamente de campamentos, hasta que puesto en su observación Espitridates, que llevaba consigo al espartano Herípidas, le tomó el campamento y se apoderó de toda su riqueza. De aquí nació que siendo Herípidas un denunciador rígido de lo que se había tomado, como obligase a los bárbaros a presentarlo, registrándolo e inspeccionándolo él todo, irritó de tal manera a Espitridates, que le obligó a marcharse a Sardis con los Paflagonios, suceso que se dice haber sido a Agesilao sumamente desagradable. Porque además de sentir la Pérdida de un hombre de valor como Espitridates, y de la fuerza que consigo tenía, que no era despreciable, le causaba rubor la nota que le resultaba de avaricia y mezquindad, la que no sólo quería alejar de sí mismo, sino mantener de ella pura a su república. Fuera de estas causas, manifiestas, punzábale también no ligeramente el amor que tenía impreso el joven; sin embargo de que aun estando presente, poniendo en acción su carácter firme, pugnó resueltamente para resistir a todo deseo que desdijese. Así es que en una ocasión, acercándose a él Megabates para saludarle con ósculo, se retiró, y como éste, avergonzado, se contuviese, e hiciese en adelante sus salutaciones desde lejos, pesaroso a su vez y arrepentido Agesilao de haberse hurtado al beso, hizo como que se admiraba de la causa que podía haber habido para que Megabates no presentase ya la boca al saludarle; a lo que: “Tú tienes la culpa- le contestaron sus amigos- no aguardando, sino, antes bien, precaviéndote y temiendo el beso de aquel mozo; pero si tú quieres, él vendrá y te lo dará, bajo la condición de que no has de temerle segunda vez”. Detúvose algún tiempo Agesilao, pensando entre sí y guardando silencio; y después dijo: “Paréceme que no hay necesidad ninguna de que le persuadáis, porque más gusto he tenido en sostener por segunda vez esta misma pelea del beso que en que se me convirtiera en oro cuanto tengo a la vista.” Así se manejó con Megabates mientras estuvo presente; pero después que marchó, al ver hasta qué punto se inflamó, es difícil asegurar que si hubiese regresado y presentándosele hubiera podido hacer igual resistencia a dejarse besar.

A este tiempo quiso Farnabazo tener una entrevista con él, y Apolófanes de Cícico, que era huésped de ambos, los reunió. El primero que concurrió con sus amigos al sitio convenido fue Agesilao y en una sombra encima de la hierba, que estaba muy crecida, se tendió a esperar a Farna- bazo; llegado el cual, aunque se le pusieron alfombras de diferentes colores y pieles muy suaves, avergonzado de ver así tendido a Agesilao, se reclinó también en el suelo sobre la hierba, sin embargo de que llevaba un vestido rico y sobresaliente por su delgadez y sus colores. Saludáronse mutuamente, y a Farnabazo no le faltaron justas razones para quejarse de que habiendo sido muy útil en diferentes ocasiones a los Lacedemonios durante la guerra con los Atenienses, ahora aquellos mismos le talaban su país; pero Agesilao, a pesar de ver que los Espartanos que le habían acompañado, de vergüenza tenían los ojos bajos, sin saber qué decir, porque realmente consideraban ser Farnabazo tratado con injusticia: “Nosotros ¡oh Farnabazo!- le dijo-, siendo antes amigos del rey, tomábamos amistosamente parte en sus negocios; y ahora, que somos enemigos, nos habemos con él hostilmente. Viendo, pues, que tú quieres ser uno de los bienes y propiedades del rey, con razón le ofendemos en ti; pero desde el día en que quieras más ser amigo y aliado de los Griegos que esclavo de¡ rey, ten entendido que estas tropas, nuestras armas, nuestras naves y todos nosotros seremos defensores y guardas de tus bienes y de tu libertad, sin la cual nada hay para los hombres ni honesto ni apetecible.” Manifestóle en consecuencia de esto Farnabazo su modo de pensar diciéndole: “Sí el rey encargase el mando a otro que a mí, estaré con vosotros; pero si a mí me lo confía no omitiré medio ni diligencia alguna para defenderme y ofenderos por su servicio.” No pudo menos Agesilao de oírlo con placer; tomóle la diestra, y levantándose: “¡Ojalá, oh Farnabazo,- le dijo-, te- niendo tales prendas, fueras más bien mi amigo que mi enemigo!”

Al retirarse Farnabazo con sus amigos se detuvo su hijo, y corriendo hacia Agesilao le dijo con sonrisa: “Yo te hago ¡oh Agesilao! mi huésped” y teniendo en la mano un dardo, se lo presentó; tom6lo Agesilao, y causándole placer su aspecto y su obsequio, miró si entre los que le rodeaban tendrían alguna cosa con que pudiera remunerar a aquel gracioso y noble joven; y viendo que el caballo de su secretario Ideo tenía preciosos jaeces, se los quitó, e hizo a aquél con ellos un regalo. En adelante le tuvo siempre en memoria; y como pasado algún tiempo fuese privado de su casa y arrojado por los hermanos al Peloponeso, le amparó con el mayor celo, y aun en ciertos amores le prestó su auxilio. Porque se había prendado de un mocito atleta de Atenas, y siendo ya grande, como fuese de mala condición y se temiese que iba a ser expulsado de los Juegos Olímpicos, el persa acudió a Agesilao pidiéndole por aquel joven; y él, queriendo servir a éste, aunque con mucha dificultad y trabajo, salió con su intento; porque en todo lo demás era prolijo y ajustado a ley, pero en los negocios de los amigos creía que el querer parecer excesivamente justo no solía ser más que una excusa. Corre, pues, en prueba de esto una carta suya a Hidrieo, de Caria, en que le decía: “A Nicias, si no ha delinquido, absuélvele; si ha delinquido, absuélvele por mí; y de todas maneras, absuélvele.” Esta solía ser en general la conducta de Agesilao en las cosas de sus amigos. Con todo, en ocasiones obraba según lo que el tiempo pedía, sin atender más que a lo que era conveniente, como se vio cuando, habiendo tenido que levantar el campo con precipitación, se dejó enfermo a un joven que amaba, porque, rogándole éste y llamándole al tiempo de marchar volvió la cabeza y le dijo: “Cosa difícil es tener a un tiempo juicio y compasión”, según que así nos lo ha transmitido Jerónimo el Filósofo.

Pasado ya el segundo año de su expedición, era mucho lo que en la corte del rey se hablaba de Agesilao, y grande la fama de su moderación, de su sobriedad y de su modestia. Porque armaba para si sólo su pabellón en los templos de mayor veneración, a fin de tener a los dioses por espectadores y testigos de aquellas cosas que no solemos hacer en presencia de los hombres; y entre tantos millares de soldados no sería fácil que se viese lecho ninguno más desacomodado o más pobre que el de Agesilao. Con respecto al calor y al frío, se había acostumbrado de manera que parecía formado exprofeso para las estaciones tales cuales por los dioses eran ordenadas; y era para los Griegos que habitaban en el Asia el espectáculo más agradable ver a los gobernadores y generales, que antes eran molestos e insufribles, y que estaban corrompidos por la riqueza y el regalo, temer y lisonjear a un hombre que se presentaba con una pobre túnica, y hacer esfuerzos por mudarse y transformarse a una sola expresión breve y lacónica; de manera que a muchos les venía a la memoria aquel dicho de Timoteo: Tirano es el dios Ares; mas a Grecia el oro corruptor no la intimida.

Conmovida ya el Asia y dispuesta en muchos puntos a la sublevación, arregló aquellas ciudades, y poniendo en su gobierno el correspondiente orden, sin muertes ni destierros, resolvió ir más adelante, y marchar, trasladando la guerra del mar de Grecia, a hacer que el rey combatiese por la seguridad de su propia persona y por las comodidades de Ecbátana y Susa, y sacarle ante todas cosas del ocio y del regalo, para que ya no fuese desde su escaño el árbitro de las guerras de los Griegos, ni corrompiese a los demagogos. Mas cuando iba a poner por obra estos pensamientos vino en su busca el espartano Epicídidas, anunciándole que Esparta tenía sobre sí una formidable guerra de parte de los Griegos, y los Éforos le llamaban para que acudiese a socorrer la propia casa. ¡Oh mengua, y cómo es vuestra ruina, oh Griegos, sois de bárbaros males inventores! Porque ¿qué otro nombre podría darse a aquella envidia y a aquella conjuración y reunión de los Griegos unos contra otros, por la cual renunciaron a la fortuna, que a otra parte los llamaba, y trajeron otra vez sobre sí mismos aquellas armas que estaban vueltas contra los bárbaros, y la guerra, que podía mirarse como desterrada de la Grecia? Pues yo no puedo conformarme con Demarato de Corinto, que decía haber carecido del mayor placer de los Griegos que no habían visto a Alejandro sentado en el trono de Darío, sino que más bien creo que deberían los que le vieron haber llorado, reflexionando que dejaron para Alejandro y los Macedonios aquellos triunfos los que en Leuctras, en Coronea, en Corinto y en la Arcadia vencieron y acabaron a los generales griegos. En cuanto a Agesilao, ninguna acción hubo en su vida más ilustre o más grande que esta retirada, ni jamás se dio un ejemplo más glorioso de obediencia y de justicia. Pues si Aníbal, cuando ya estaba en decadencia y casi se veía arrojado de la Italia, con gran dificultad obedeció a los que le llamaban a sostener la guerra en casa, y si Alejandro aun tomó a burla la noticia que se le dio de la batalla de Antípatro contra Agis, diciendo: “Parece ¡oh soldados! que mientras nosotros vencíamos aquí a Darío ha habido en Arcadia una guerra de ratones”, ¿cómo podremos dejar de dar el parabién a Esparta por el honor con que le trató Agesilao y por su respeto y sumisión a las leyes?; el cual, apenas recibió la orden, abandonando y arrojando de las manos la singular fortuna y gran poder que de presente tenía y las brillantes esperanzas que veía próximas, al punto se embarcó, a la mitad de su empresa, dejando gran deseo de su persona a los aliados y desmintiendo aquel dicho de Demóstrato de Feacia: de que en común son mejores los Lacedemonios, y en particular los Atenienses; pues habiéndose mostrado rey y general excelente, aún fue mejor y más apacible amigo y compañero para los que en particular le trataron. Como la moneda de Persia tuviese grabado un arquero o sagitario, al levantar su campo dijo que el rey lo expulsaba del Asia con diez mil arqueros; y es que otros tantos se habían llevado a Atenas y a Tebas, y se habían distribuido a los demagogos; con lo que estos pueblos habían declarado la guerra a los Espartanos.

Pasado el Helesponto, caminaba por la Tracia, sin hablar de permiso a ninguno de aquellos bárbaros; lo único que hacía era enviar a preguntar a cada uno de qué manera había de atravesar su territorio, si como amigo o como enemigo. Los más le recibieron amistosamente y le acompañaron, cada uno en proporción a sus fuerzas; sólo los llamados Tralenses, de quienes se dice que Jerjes negoció con ellos el paso con dádivas, le pidieron en pago de él cien talentos en plata y cien mujeres. Tomólo él a burla, y diciéndoles que por qué no habían acudido desde luego a cobrarlo, pasó delante, y hallándolos en orden de batalla los acometió y derrotó, con muerte de un gran número. Hizo al rey de los Macedonios la misma pregunta, y habiendo respondido que lo pensaría, “Que lo piense- replicó-; pero nosotros, en tanto, pasaremos”. Admirado el rey de tamaña osadía, y llegando a cobrar miedo, le envió a decir que transitara como amigo. Hacían los Tésalos causa común con los enemigos, por lo que les taló el país; y como habiendo enviado hacia Larisa a Jenocles y Escita para tratar de amistad hubiesen sido éstos detenidos y puestos en custodia, todos los demás eran de dictamen de que, haciendo alto, pusiese sitio a Larisa; pero él les dijo que ni la Tesalia toda querría tomar con la pérdida de cualquiera de los dos, y los recobró por capitulación, cosa que no era de admirar en Agesilao, que habiendo sabido haberse dado junto a Corinto una gran batalla (en la que en medio del rebato habían perecido algunas personas principales), y habían muerto muy pocos de los Espartanos, cuando la mortandad de los enemigos había sido muy grande, no por eso mostró alegría y satisfacción, sino que, antes, dando un profundo suspiro, exclamó: “¡Triste de la Grecia, que en daño suyo ha perdido unos varones tan esclarecidos que si vivieran bastarían para vencer en combate a todos los bárbaros juntos!” Como los de Farsalia se pusiesen en persecución de su ejército y le causasen daños, les acometió con quinientos caballos, y habiéndolos puesto en fuga erigió un trofeo al pie del monte Nartacio, dando a esta victoria la mayor importancia, a causa de que, habiendo creado por sí aquella caballería, con ella sola había derrotado a los que más pagados estaban de sobresalir en esta arma.

Alcanzóle allí el éforo Dífridas, que le traía la orden de invadir inmediatamente la Beocia; aunque él tenía determinado ejecutar después esto mismo más bien preparado, no creyó que debía apartarse en nada de lo que las autoridades le prescribían, y vuelto hacia sus gentes les dijo estar cerca el día por el que habían venido del Asia y envió a pedir dos cohortes de las tropas que militaban en las inmediaciones de Corinto. Los Lacedemonios que permanecían en la ciudad, para darle pruebas de su aprecio, pregonaron que de los jóvenes se alistaran los que quisiesen ir en auxilio del rey; y habiéndose alistado todos con la mayor prontitud, las autoridades escogieron cincuenta de los más valientes y robustos y se los mandaron. Púsose Agesilao al otro lado de las Termópilas, y pasando por la Fócide, que era amiga, luego que entró en la Beocia y sentó sus reales junto a Queronea, al mismo tiempo ocurrió un eclipse de Sol, presentándose a sus ojos parecido a la Luna, y recibió la noticia de haber muerto Pisandro, vencido en un combate naval junto a Cnido por Farnabazo y por Conón. Apesadumbróse con estos sucesos, como era natural, tanto a causa del cuñado como de la república; mas, con todo, para que a los soldados en la marcha no les sobrecogiese el desaliento y el terror, encargó a los que habían venido de parte del mar que dijesen, por lo contrario, haber vencido en el combate; y presentándose con corona en la cabeza, sacrificó a la buena nueva y partió con sus amigos la carne de las víctimas.

Adelantóse a Queronea, y habiendo descubierto a los enemigos, y sido también de ellos visto, ordenó su batalla, dando a los Orcomenios el ala izquierda, y conduciendo él mismo el ala derecha. Los Tebanos tuvieron asimismo, por su parte, la derecha, y los Argivos la izquierda. Dice Jenofonte que aquella batalla fue más terrible que ninguna otra de aquel tiempo, habiéndose hallado presente en auxilio de Agesilao después de su vuelta del Asia. El primer encuentro no halló resistencia ni costó gran fatiga, porque los Tebanos al punto pusieron en fuga a los Orcomenios, y a los Argivos Agesilao; pero habiendo oído unos y otros que sus izquierdas estaban en derrota y huían, volvieron atrás. Allá la victoria era sin riesgo si Agesilao, prosiguiendo en acuchillar a los que se retiraban, hubiera querido contenerse de ir a dar de frente con los Tebanos; pero arrebatado de cólera y de indignación corrió contra ellos, con deseo de rechazarlos también de poder a poder. Como ellos no los recibieron con menos valor, se trabó una recia batalla de todo el ejército, más empeñada todavía contra el mismo Agesilao, que se hallaba colocado entre sus cincuenta, cuyo, ardor le fue muy oportuno, debiéndoles su salvación. Porque aun peleando y defendiéndole con el mayor denuedo, no pudieron conservarlo ileso, habiendo recibido en el cuerpo, por entre las armas, diferentes heridas de lanza y espada, sino que con gran dificultad le retiraron vivo; entonces, protegiéndole con sus cuerpos, dieron muerte a muchos, y también de ellos perecieron no pocos. Hiciéronse cargo de lo difícil que era rechazar a los Tebanos, y conocieron la necesidad de ejecutar lo que no habían querido en el principio, porque les abrieron claro, partiéndose en dos mitades; y cuando hubieron pasado, lo que ya se verificó en desorden, corrieron en su persecución, hiriéndolos por los flancos; mas no por eso consiguieron ponerlos en fuga, sino que se retiraron al monte Helicón, orgullosos con aquella batalla, a causa de que por su parte salieron invictos.

Aunque Agesilao se hallaba muy malparado de sus heridas, no permitió retirarse a su tienda antes de hacerse llevar en litera al sitio de la batalla y de ver conducir a los muertos sobre sus armas. A cuantos enemigos se acogieron al templo de Atenea Itonia dio orden de que se les dejara marchar libres; dicho templo está cercano; delante de él volvió a poner en pie el trofeo que en otro tiempo erigieron los Beocios, mandados por el general Espartón, por haber vencido en aquel mismo sitio a los Atenienses y dado muerte a Tólmides. Al día siguiente, al amanecer, queriendo Agesilao probar si los Tebanos saldrían a batalla, dio orden de que se coronasen sus soldados, que los flautistas tocasen sus instru- mentos y que se levantara y adornara un trofeo como si hubieran vencido; pero luego que los enemigos enviaron a pedir el permiso de recoger los muertos, lo concedió; y asegurada de esta manera la victoria, marchó a Delfos, porque iban a celebrarse los juegos píticos. Concurrió, pues, a la fiesta hecha en honor del dios, y le ofreció el diezmo de los despojos traídos del Asia, que ascendió a cien talentos. Restituido de allí a casa, todavía se ganó más la afición y admiración de sus conciudadanos por su conducta y por su método de vida, porque no volvió nuevo de la tierra extranjera, como sucedía con los más de los generales, ni había mudado sus costumbres con las ajenas, mirando con fastidio y desdén las de la patria, sino que, apreciando y honrando las cosas del país tanto como los que nunca habían pasado el Eurotas, no hizo novedad en el banquete, ni en el baño, ni en el tocado de su mujer, ni en el adorno de las armas, ni en el menaje de casa; y aun dejó intactas las puertas, tan antiguas y viejas, que parecían ser las mismas que puso Aristodemo; diciendo Jenofonte que el canatro de su hija no tenía particularidad ninguna en que se diferenciase de los demás. Llaman canatros a unas figuras, de madera, de grifos y de hircocervos, en las que llevan las niñas en las procesiones. Jenofonte no nos dejó escrito el nombre de la hija de Agesilao, y Dicearco lleva muy a mal que no sepamos quién fue la hija de este rey, ni la madre de Epaminondas; mas nosotros hallamos en las Memorias lacónicas que la mujer de Agesilao se llamaba Cléora, y sus hijas Eupolia y Prólita, y aún se muestra su lanza, conservada hasta el día de hoy en Esparta, la que en nada se diferencia de las demás.

Como observase que algunos de los ciudadanos tenían vanidad y se daban importancia con criar y adiestrar caballos, persuadió a su hermana Cinisca a que, sentada en carro, contendiera en los Juegos Olímpicos, queriendo con esto hacer patente a los Griegos que semejante victoria no se debía a virtud alguna, sino a sola la riqueza y profusión. Tenía en su compañía, para servirse de su ilustración, al sabio Jenofonte, y le dijo que trajera a sus hijos a que se educaran en Lacedemonia, para que aprendieran la más importante de todas las ciencias, que es la de ser mandados y mandar. Después de la muerte de Lisandro, halló que este había formado una grande liga contra él, en lo que había trabajado inmediatamente después de su vuelta del Asia, y tuvo el pensamiento de hacer ver cuál había sido la conducta de este ciudadano mientras vivió; y como hubiese leído un discurso escrito en un cuaderno, del que fue autor Cleón de Halicarnaso, pero que había de ser pronunciado ante el pueblo por Lisandro, tomándolo para este efecto de memoria, en el que se proponían novedades y mudanzas en el gobierno, estaba en ánimo de darle publicidad. Mas leyó el discurso uno de los senadores, y, temiendo la habilidad y artificio con que estaba escrito, le aconsejó que no desenterrara a Lisandro, sino que antes enterrara con él el tal discurso; y convencido, desistió de aquel propósito. A los que se le mostraban contrarios, nunca les hizo el menor daño abiertamente, sino que negociando el que se les enviara de generales o de gobernadores demostraba que los empleos se habían habido mal y con falta de integridad, e intercediendo después en su favor y defendiéndolos si eran puestos en juicio, de este modo los hacía sus amigos y los traía a su partido; de modo que llegó a no tener ningún rival. Porque el otro rey, Agesípolis, sobre ser hijo de un desterrado, era en la edad todavía muy joven y de carácter apacible y blando, por lo que tomaba muy poca parte en los negocios públicos, y aun así procuró atraerlo y hacerlo más dócil, por cuanto los reyes comen juntos, asistiendo al mismo banquete mientras permanecen en la ciudad. Sabiendo, pues, que Agesípolis estaba como él sujeto a contraer fácilmente amores, le movía siempre la conversación de algún joven amable, y le inclinaba hacia él, y le acompañaba y auxiliaba, pues tales amores entre los Lacedemonios no tenían nada de torpe, sino que, antes, promovían el pudor, el deseo de gloria y una emulación de virtud, como dijimos en la Vida de Licurgo.

Como era tan grande su poder en la república, negoció que a su hermano de madre Teleucias se le diera el mando de la armada; y habiendo dispuesto una expedición contra Corinto, él tomó por tierra la gran muralla, y Teleucias con las naves. Estaban entonces los Argivos apoderados de Corinto y celebraban los Juegos Ístmicos; los sorprendió, pues, y los hizo salir de la ciudad cuando acababan de hacer el sacrificio al dios, dejando abandonadas todas las prevenciones. Entonces, cuantos Corintios acudieron de los que se hallaban desterrados le rogaron que presidiese los juegos; pero a esto se resistió; y siendo ellos mismos los presidentes y distribuidores de los premios, se detuvo únicamente para darles seguridad. Mas después que se retiraron volvieron los Argivos a celebrar los juegos, y algunos vencieron segunda vez; pero otros hubo que, habiendo antes vencido, fueron vencidos después, sobre lo cual los notó Agesilao de excesiva cobardía y timidez, pues que, teniendo la presidencia de estos juegos por tan excelente y gloriosa, no se atrevieron a combatir por ella. Por su parte, creía que en estas cosas no debía ponerse más que mediano esmero, y en Esparta fomentaba los coros y los combates con presenciarlos siempre, con manifestar celo y cuidado acerca de ellos y con no faltar a las reuniones de los jóvenes ni a las de las doncellas; pero, en cuanto a objetos que excitaban la admiración de los demás, hacía como que ni siquiera sabía lo que eran. Así, en una ocasión, Calípides, célebre actor de tragedias, que tenía en toda la Grecia grande nombre y fama, y a quien todos guardaban consideración, primero se presentó a saludarlo, después se mezcló con sobrada confianza entre los demás compañeros de paseo, procurando que fijara en él la vista, creído de que le daría alguna muestra de aprecio, y últimamente le preguntó: “¿Cómo? ¿No me conoces, oh rey?” Y entonces, volviendo a mirarle, dijo: “¿No eres Calípides el remedador?” porque los Lacedemonios dan este nombre a los actores. Llamáronle una vez para que oyera a uno que imitaba el canto del ruiseñor, y se excusó diciendo que muchas veces había oído a los ruiseñores. Al médico Menécrates, por haber acertado casualmente con algunas curas desesperadas, dieron en llamarle Zeus, y él mismo no sólo se daba neciamente este sobrenombre, sino que se atrevió a escribir a Agesilao de este modo: “Menécrates Zeus, al rey Agesilao: Salud”; y él le puso en la contestación: “El rey Agesilao, a Menécrates: Juicio”.

Habiéndose detenido en el país de Corinto y tomado el templo de Hera, mientras estaba ocupado en ver cómo los soldados conduelan y custodiaban los cautivos le llegaron embajadores de Tebas solicitando su amistad; pero como siempre hubiese estado mal con este pueblo, y aun entonces le pareciese que convenía ajarlo, hizo como que no los veía ni entendía cuando se le presentaron. Mas sobrevínole un accidente desagradable que pudo parecer castigo: porque antes de retirarse los Tebanos le llegaron mensajeros con la nueva de que la armada había sido derrotada por Ifícrates, descalabro de que les quedó sensible memoria por largo tiempo, porque perdieron los varones más excelentes, siendo vencida la infantería de línea por unas tropas ligeras y los Lacedemonios por unos mercenarios. Marchó, pues, sin dilación Agesilao en su socorro; mas cuando se convenció de que no había remedio regresó al templo de Hera, y, dando orden de que se presentaran los Tebanos, se puso a darles audiencia; mas como ellos a su vez le hiciesen el insulto de no volver a hablar de paz, sino sólo de que les dejara pasar a Corinto, encendido en cólera Agesilao: “Si queréis- les dijover lo orgullosos que están nuestros amigos por sus ventajas, mañana podréis gozar de este espectáculo con toda seguridad”; y llevándolos al día siguiente en su compañía, taló los términos de Corinto y llegó hasta las mismas puertas de la ciudad. Como, sobrecogidos de miedo, los Corintios no se atreviesen a emplear medio ninguno de defensa, despidió ya los embajadores. Recogió antes los tristes restos de la brigada y partió para Lacedemonia, tomando la marcha antes del día y haciendo alto cuando era ya de noche, para que aquellos Árcades, que los miraban con envidia y encono, no los insultasen. De allí a poco, en obsequio de los Aqueos, emprendió con ellos una expedición contra los de Acarnania, y habiéndolos vencido les tomó un rico botín. Rogábanle los Aqueos que, deteniéndose hasta el invierno, estorbara a los enemigos hacer la sementera, y él les contestó que antes lo haría al revés, porque les sería más sensible la guerra habiendo de tener sembrados sus campos hasta el verano; lo que así efectivamente sucedió, porque, formada nueva expedición contra ellos, se reconciliaron con los Aqueos.

Después, como Conón y Farnabazo hubiesen quedado dominando en el mar con la armada de Persia y tuviesen sitiadas, por decirlo así, las costas de la Laconia, al mismo tiempo que los Atenienses levantaban las murallas de su ciudad, dándoles Farnabazo los fondos para ello, parecióles a los Lacedemonios conveniente hacer la paz con los Persas. Comisionaron, pues, a Antálcidas para que pasara a tratar con Teribazo; y el resultado fue abandonar tan vergonzosa como, injustamente a los Griegos habitantes del Asia, por quienes Agesilao había hecho la guerra, dejándolos sujetos al rey. De ahí es que de la vergüenza de este ignominioso acuerdo participó Agesilao a causa de que Antálcidas estaba enemistado con él, y así nada omitió para negociar la paz, en vista de que con la guerra crecía el poder de Agesilao y cada día ganaba crédito y opinión. Con todo, a uno que con ocasión de esta paz se dejó decir que los Lacedemonios medizaban o abrazaban los intereses de los Medos le respondió Agesilao que más bien los Medos laconizaban, y amenazando y denunciando la guerra a los que no querían admitir el Tratado, los obligó a suscribir a lo que el rey había dictado, conduciéndose así principalmente en odio de los Tebanos para que fueran más débiles por el hecho mismo de quedar independiente toda la Beocia; lo que pareció más claro poco después. Porque cuando Fébidas cometió aquel atroz atentado de tomar, vigentes los tratados y en tiempo de paz, la fortaleza cadmea, los Griegos todos se mostraron indignados, y los Espartanos mismos lo llevaron a mal, especialmente los que no eran de la parcialidad de Agesilao, que llagaron a preguntar a Fébidas con enfado qué orden había tenido para tal proceder, manifestando con bastante claridad sobre quién recaían sus sospechas; pero el mismo Agesilao no tuvo reparo en tornar la defensa de Fébidas, diciendo sin rodeo que no había más que examinar sino si la acción era en sí misma útil, porque todo lo que a Lacedemonia fuese provechoso debía hacerse espontáneamente, aunque nadie lo mandara. Y eso que de palabra siempre estaba dando la preferencia a la justicia sobre todas las virtudes, pues decía que la fortaleza de nada servía sin la justicia, y que si todos los hombres fueran justos, de más estaría la fortaleza. A uno que usó de la expresión: “Así lo dispone el gran rey”, le replicó: “¿Cómo será más grande que yo, si no es más justo?” Creyendo, con razón, que lo justo debe ser la medida real con que se regule la mayoría y excelencia del poder. La carta que hecha la paz le envió el rey con objeto de hospitalidad y amistad no quiso recibirla, diciendo que le bastaba la amistad pública, sin haber menester para nada la particular mientras aquélla subsistiese. Mas en la obra no acreditó esta opinión, sino que, arrebatado del deseo de gloria y del de satisfacer sus resentimientos, especialmente contra los Tebanos, no sólo sacó a salvo a Fébidas, sino que persuadió a la ciudad que tomara sobre sí aquella injusticia, que conservara bajo su mando el alcázar y que pusiera al frente de los negocios a Arquías y Leóntidas, por cuyo medio Fébidas había entrado en el mencionado alcázar y se había apoderado de él.

Vínose, pues, desde luego, por estos antecedentes, en sospecha de que aquella injusticia, si bien había sido obra de Fébidas, había procedido de consejo de Agesilao, y los hechos posteriores confirmaron este juicio. Porque apenas con el auxilio de los Atenienses se arrojó del alcázar a la guarnición, y quedó la ciudad libre, hizo cargo a los Tebanos te haber dado muerte a Arquías y Leóntidas, que en la realidad eran unos tiranos, aunque tenían el nombre de polemarcas, y les declaró la guerra. Reinaba ya entonces Cleómbroto, por haber muerto Agesípolis, y fue aquel enviado a esta guerra con las correspondientes fuerzas; porque Agesilao hacía cuarenta años que había salido de la pubertad, y como por ley tuviese ya la exención de la milicia, rehusó tomar a su cargo esta expedición; y es que se avergonzaba, habiendo hecho poco antes la guerra a los Fliasios en favor de los desterrados, de ir ahora a causar daños y molestias a los de Tebas por unos tiranos. Hallábase en Tespias de gobernador un Espartano llamado Esfodrias, del partido contrario al de Agesilao, hombre que no carecía de valor ni de ambición, pero en quien podían más que la prudencia las alegres esperanzas. Ansioso, pues, de adquirir nombradía, y per- suadido de que Fébidas se había hecho célebre y afamado por la empresa de Tebas, se figuró que sería todavía hazaña más ilustre y gloriosa si conseguía, sin inspiración de nadie, tomar el Pireo y excluir del mar a los Atenienses, acometiéndolos por tierra cuando menos lo esperaban. Hay quien diga que éste fue pensamiento de los beotarcas, Pelópidas y Melón, los que habían enviado personas que, mostrándose aficionadas a Esparta, habían hinchado con alabanzas a Esfodrias, haciéndole creer que él solo era capaz de semejante designio, y le habían incitado y acalorado a un hecho injusto al igual de aquel, pero que no tuvo tan de su parte a la osadía y la fortuna, porque le cogió y amaneció el día en el campo triasio, cuando esperaba introducirse todavía de noche en el Pireo; y como los soldados hubiesen advertido cierta luz que salía de algunos de los templos de Eleusine, se dice haberse sobresaltado y llenándose de miedo. Faltóle a él también la resolución cuando vio que no podía ocultarse, por lo que, sin haber hecho más que una ligera correría, tuvo que retirarse a Tespias oscura y vergonzosamente. A consecuencia de este intento enviáronse acusadores contra él de Atenas; pero encontraron que los magistrados de Esparta no habían necesitado de esta diligencia, pues que sin ella le tenían ya intentada causa capital; a la que desconfió presentarse, temeroso de sus conciudadanos, los cuales, por huir de la afrentosa inculpación de los Atenienses, se dieron por ofendidos e injuriados para librarse de la sospecha de que trataban de injuriar.

Tenía Esfodrias un hijo llamado Cleónimo, joven de bella persona, a quien amaba Arquidamo, hijo del rey Agesilao; entonces le tenía compasión viéndole angustiado por el peligro de su padre, pero no se creía en disposición de favorecerle y auxiliarle abiertamente, porque Esfodrias era del partido contrario a Agesilao. Buscándole, pues, Cleónimo, y rogándole con lágrimas le alcanzara el favor de Agesilao, porque a él era a quien más temían, por tres o cuatro días no hacía Arquidamo más que seguir al padre sin hablarle palabra, detenido por el pudor y el miedo; pero, por último, acercándose la vista de la causa, se resolvió a decir a Agesilao que Cleónimo le había interesado por su padre. Aunque Agesilao había echado de ver que Arquidamo era amador de Cleónimo, no pensó en retraerle, porque desde luego comenzó a tener éste más opinión que ningún otro entre los jóvenes, dando muestras de que sería hombre de probidad; pero tampoco por entonces respondió al hijo de manera que pudiera tener esperanza de éxito favorable y fausto, sino que, diciéndole que miraría lo que pudiera ser útil y conveniente, le despidió. Avergonzado con esto, Arquidamo se abstuvo de buscar la compañía de Cleónimo, sin embargo de que antes solía solicitarla diferentes veces al día, y también se desanimaron los demás que trabajaban por Esfodrias; hasta que Etimocles, amigo de Agesilao, les reveló en una conferencia cuál era el modo de pensar de éste, pues el hecho lo vituperaba como el que más, pero al mismo tiempo reputaba a Esfodrias por buen ciudadano, y se hacía cargo de que la república necesitaba soldados como él; y es que esta conversación la hacía con unos y con otros antes del juicio, queriendo con- descender con los ruegos del hijo; tanto, que Cleónimo conoció que Arquidamo le había servido, y los amigos de Esfodrias cobraron ánimo para sostenerle. Por que era Agesilao amante con exceso de sus hijos, y acerca de sus juegos con ellos se dice que solía, cuando eran pequeños, correr por la casa montado como en caballo en una caña, y habiéndole sorprendido uno de sus amigos le rogó que no lo dijese a nadie hasta que hubiera tenido hijos.

Fue, efectivamente, absuelto Esfodrias; y como los Atenienses, luego que lo supieron, les moviesen guerra, clamaban todos contra Agesilao, por parecerles que cediendo a un deseo inconsiderado y pueril había estorbado un juicio justo, y que había hecho a la república objeto y blanco de quejas con semejantes atenta dos cometidos contra los Griegos. En este estado, notó que Cleómbroto no se mostraba pronto a hacer la guerra a los Tebanos, y, dejando entonces a un lado la ley de que se había valido antes para no ir a la otra expedición, invadió en persona la Beocia, haciendo a los Tebanos cuanto daño pudo, y recibiéndolo a su vez; de manera que, retirándose en una de estas ocasiones herido, le dijo Antálcidas: “Bien te pagan los Tebanos su aprendizaje, habiéndoles tú enseñado a pelear, cuando ellos ni sabían ni querían”. Y en realidad se dice que en estos encuentros los Tebanos se mostraron sobre manera diestros y esforzados, como ejercitados con las continuas guerras que contra ellos movieron los Lacedemonios. Por lo mismo, previno el antiguo Licurgo en sus tres series de leyes, llamadas Retras, que no se hiciera la guerra muchas veces a unos mismos enemi- gos, para que no la aprendiesen. Estaban también mal con Agesilao los aliados, porque intentaba la ruina de los Tebanos, no a causa de alguna ofensiva común contra los Griegos, sino por encono y enemiga particular que contra aquellos tenía. Decían, pues, que los gastaba y maltraía sin objeto de su parte, haciendo que los más concurrieran allí todos los años, para estar a las órdenes de los que eran menos; sobre lo que se dice haber recurrido Agesilao a este artificio a fin de hacerles ver que no eran tantos hombres de armas como creían. Mandó que todos los aliados juntos se sentaran de una parte, y los Lacedemonios solos de otra; dispuso después que, a la voz del heraldo, se levantaran primero los alfareros; puestos éstos en pie, llamó en segundo lugar a los latoneros, después a los carpinteros, luego a los albañiles, y así a los de los otros oficios. Levantáronse, pues, casi todos los aliados, y de los Lacedemonios ninguno, porque les estaba prohibido ejercer y aprender ninguna de las artes mecánicas; y por este medio, echándose a reír Agesilao: “¿Veis- les dijo- con cuántos más soldados contribuimos nosotros?”

En Mégara, cuando volvía con el ejército de Tebas, al subir al alcázar y palacio del gobierno, le acometió una fuerte convulsión y dolores vehementes en la pierna sana, que apareció muy hinchada y como llena de sangre, con una terrible inflamación. Un cirujano natural de Siracusa le abrió la vena que está más abajo del tobillo, con lo que se le mitigaron los dolores; pero saliendo en gran copia la sangre, sin poder restañarla, le sobrevinieron desmayos y se puso muy grave; mas al cabo se contuvo la sangre, y llevado a La- cedemonia quedó por largo tiempo muy débil e imposibilitado de mandar el ejército. Sufrieron en este tiempo frecuentes descalabros los Espartanos, por tierra y por mar; el mayor de todos fue el de Tegiras, donde por la primera vez fueron vencidos y derrotados de poder a poder por los Tebanos. Aun antes de esta derrota había parecido a todos conveniente hacer una paz general; y concurriendo de toda la Grecia embajadores a Lacedemonia para ajustar los tratados, fue uno de éstos Epaminondas, varón insigne por su educación y su sabiduría, pero que no había dado todavía pruebas de su pericia militar. Como viese, pues, que todos los demás se sometían a Agesilao, él sólo manifestó con libertad su dictamen, haciendo una proposición útil, no a los Tebanos, sino a la Grecia, pues les manifestó que con la guerra crecía el poder de Esparta, cuando todos los demás no sentían más que perjuicios, y los inclinó a que fundaran la paz sobre la igualdad y la justicia, porque sólo podría ser duradera quedando todos iguales.

Observando Agesilao que todos los Griegos le habían oído con gusto y se adherían a él, le preguntó sí creía justo y equitativo que la Beocia quedase independiente, y repreguntándole Epaminondas con gran prontitud y resolución si tenía él por justo quedara independiente la Laconia, levantándose Agesilao con enfado le propuso que dijera terminantemente si dejarían independiente la Beocia. Volvió entonces Epaminondas a replicarle si dejarían independiente a la Laconia, con lo que se irritó Agesilao; de manera que aprovechando la ocasión borró de los tratados el nombre de los Tebanos y les declaró la guerra, diciendo a los demás Griegos que, avenidos ya entre sí, podían retirarse, en el concepto de que por lo que pudiera aguantarse regiría la paz, y lo que pareciese insufrible se quedaría a la decisión de la guerra, pues que era sumamente dificultoso aclarar y concertar todas las desavenencias. Hallábase casualmente por aquel tiempo Cleómbroto con su ejército en la Fócide, y los Éforos le enviaron al punto orden de que marchase con sus tropas contra los Tebanos. Convocaron también a los aliados, y aunque con disgusto, por hacérseles muy molesta la guerra, acudieron, sin embargo, en gran número, porque todavía no se atrevían a contradecir o disgustar a los Lacedemonios. Hubo muchas señales infaustas, como dijimos en la Vida de Epaminondas; y aunque Prótoo el Espartano se opuso a la expedición, no cedió Agesilao, sino que llevó adelante la guerra, con la esperanza de que, habiendo quedado fuera de los tratados de los Tebanos, al mismo tiempo que toda la Grecia gozaba de la independencia, había de ser aquella la oportunidad de vengarse de ellos; pero la oportunidad lo que declaró fue que en decretar aquella expedición tuvo más parte la ira que la reflexión y el juicio, porque en el día 14 del mes Esciroforión se hicieron los tratados en Lacedemonia, y en el 5 del mes Hecatombeón fueron vencidos en Leuctras, no habiendo pasado más que veinte días. Murieron mil de los Lacedemonios y el rey Cleómbroto, y alrededor de él los más alentados de los Espartanos. Dícese que entre éstos murió también Cleónimo, aquel joven gracioso, hijo de Esfodrias, y que, habiendo caído en tierra tres veces delante del rey, otras tantas se volvió a levantar para combatir con los Tebanos.

Habiendo experimentado entonces los Lacedemonios una derrota inesperada, y los Tebanos una dicha y acrecentamiento de gloria cuales nunca hablan experimentado antes los Griegos peleando unos contra otros, no es menos de admirar y aplaudir por su virtud la ciudad vencida que la vencedora. Y si dice Jenofonte que de los hombres excelentes aun las conversaciones y palabras de que usan en medio del solaz y los banquetes tienen algo digno de recuerdo, en lo que ciertamente tiene razón, aún es más digno de saberse y quedar en memoria lo que los hombres formados a la virtud hacen y dicen con decoro cuando les es contraria la fortuna. Porque hacía la casualidad que Esparta solemnizase una de sus festividades, y fuese grande en ella el concurso de forasteros con motivo de celebrarse combates gimnásticos, cuando llegaron de Leuctras los que traían la nueva de aquel infortunio; y los Éforos, aunque desde luego entendieron haber sido terrible el golpe y que habían perdido el imperio y superioridad, ni permitieron que el coro se retirase, ni que se alterase en nada la forma de la fiesta, sino que, enviando por las casas a los interesados los nombres de los muertos, ellos continuaron en el espectáculo, atendiendo al combate de los coros. Al día siguiente, al amanecer, sabiéndose ya de público quiénes se habían salvado y quiénes habían muerto, los padres, tutores y deudos de los que habían fallecido bajaron a la plaza, y unos a otros se daban la mano con semblante alegre, mostrándose contentos y risueños; mas los de aquellos que habían quedado salvos, como en un duelo se mantenían en casa con las mujeres; y si alguno tenía que salir por necesidad, en el gesto, en la voz y en las miradas se mostraba humillado y abatido. Todavía se echaba esto más de ver en las mujeres, observando, a la madre que esperaba a su hijo salvo de la batalla, triste y taciturna; y a las de aquellos que se decía haber perecido, acudir al punto a los templos, y buscarse y hablarse unas a otras con alegría y satisfacción.

Sin embargo de todo esto, a muchos, luego que se vieron abandonados de los aliados, y tuvieron por cierto que Epaminondas, vencedor y lleno de orgullo con el triunfo, trataría de invadir el Peloponeso, les vinieron a la imaginación los oráculos y la cojera de Agesilao, propendiendo al desaliento y a la superstición, por creer que aquellas desgracias le habían venido a la ciudad a causa de haber desechado del reino al de pies firmes y haber preferido a un cojo y lisiado, de lo que el oráculo les había avisado se guardasen sobre todo. Mas aun en medio de esto, atendiendo al poder que habla adquirido, a su virtud y a su gloria, todavía acudían a él, no sólo como a rey y general para la guerra, sino como a director y a médico en los demás apuros políticos y en el que entonces se hallaban; porque no se atrevían a usar de las afrentas autorizadas por ley contra los que habían sido cobardes en la batalla, a los que llaman emplones, temiendo, por ser muchos y de gran poder, que pudieran causar un trastorno: pues a los así anotados no sólo se les excluye de toda magistratura, sino que no hay quien no tenga a menos el darles o el tomar de ellos mujer. El que quiere los hiere y golpea cuando los encuentra, y ellos tienen que aguantarlo, presentándose abatidos y cabizbajos. Llevan túnicas rotas y teñidas de cierto color, y afeitándose el bigote de un lado, se dejan crecer el otro. Era por lo mismo cosa terrible desechar a tantos cuando justamente la ciudad necesitaba de no pocos soldados. Nombran, pues, legislador a Agesilao, el cual se presenta a la muchedumbre de los Lacedemonios, y sin añadir, quitar, ni mudar nada, con sólo decir que por aquel día era preciso dejar dormir las leyes, sin perjuicio de que en adelante volvieran a mandar, conservó a un tiempo a la ciudad sus leyes y a aquellos ciudadanos la estimación. Queriendo en seguida borrar de los ánimos aquel temor y amilanamiento, invadió la Arcadia, pero tuvo buen cuidado de no presentar batalla a los enemigos, sino que limitándose a tomar un pueblezuelo que pertenecía a los de Mantinea, y hacer correrías por sus términos, con esto sólo alentó ya con esperanzas a la ciudad y le volvió la alegría, no dándose por perdida del todo.

Presentóse a poco Epaminondas en la Lacedemonia con los aliados, no trayendo menos de cuarenta mil hombres de infantería de línea, seguidos además de tropas ligeras y de otros muchos desarmados, para el pillaje; de manera que en total serían unos setenta mil los que invadieron el país. Habríanse pasado a lo menos seiscientos años desde que los Dorios vinieron a poblar la Laconia, y, después de tanto tiempo, entonces por la primera vez se vieron enemigos en aquella región, pues antes nadie se había atrevido; mas ahora éstos entraron incendiando y talando un terreno nunca antes violado ni tocado hasta el río, y hasta la ciudad misma, sin que nadie los contuviese. Porque, según dice Teopompo, no permitió Agesilao que los Lacedemonios pugnaran contra semejante torrente y tormenta de guerra, sino que, esparciendo la infantería dentro de la ciudad por los principales puestos, aguantaba las amenazas y provocaciones de los Tebanos, que le desafiaban por su nombre y le llamaban a pelear en defensa de su patria, ya que era la causa de todos los males, por haber dado calor a la guerra. No menos que estos insultos atormentaban a Agesilao las sediciones y alborotos de los ancianos, que le daban en cara con tan tristes acontecimientos, y de las mujeres, que no podían estarse quietas, sino que salían fuera de sí con el fuego y algazara de los enemigos. Afligíale además el punto de la honra, porque habiéndose encargado de la república floreciente y poderosa veía conculcada su dignidad y ajada su vanagloria, de la que él mismo había hecho gala muchas veces, diciendo que ninguna lacona había visto jamás el humo enemigo. Cuéntase asimismo de Antálcidas que, contendiendo con él un Ateniense sobre el valor y diciéndole: “Nosotros os hemos perseguido muchas veces desde el Cefiso”, le contestó: “Pues nosotros nunca hemos tenido que perseguiros desde el Eurotas.” Por este mismo término respondió a un Argivo uno de los más oscuros Espartanos, pues diciéndole aquél: “Muchos de vosotros reposan en la Argólide”, le replicó: “Para eso, ninguno de vosotros en la Laconia.”

Refieren algunos haber Antálcidas, que era a la sazón Éforo, enviado sus hijos a Citera, temeroso de aquel peligro, en el cual Agesilao, viendo que los enemigos intentaban pasar el río y penetrar en la población, abandonando todo lo demás formó delante del centro de la ciudad y al pie de las alturas. Iba entonces el Eurotas muy caudaloso y fuera de madre por haber nevado, y el pasarlo les era a los Tebanos más difícil todavía por la frialdad de las aguas que por la rapidez de su corriente. Marchando Epaminondas al frente de sur, tropas, se lo mostraban algunos a Agesilao, y éste, mirándole largo rato, poniendo una y otra vez los ojos en él, ninguna otra cosa dijo, según se cuenta, sino lo siguiente: “¡Qué hombre tan resuelto!” Aspiraba Epaminondas a la gloria de trabar batalla dentro de la ciudad y erigir un trofeo; pero no habiendo podido atraer y provocar a Agesilao, levantó el campo y taló el país de nuevo. En Esparta, algunos, ya de antemano sospechosos y de dañada intención, como unos doscientos en número, se sublevaron y tomaron el Isorio, donde está el templo de Ártemis, lugar bien defendido y muy difícil de ser forzado; y como los Lacedemonios quisieran ir desde luego a desalojarlos, temeroso Agesilao de que sobreviniesen otras turbaciones, mandó que todos guardasen sus puestos, y él, envuelto en su manto, con sólo un criado se adelantó hacia ellos, gritándoles que habían entendido mal su orden, pues no les había dicho que fueran a aquel puesto, ni todos juntos, sino allí- señalando distinto sitio-, y otros a otras partes de la ciudad. Ellos, cuando lo oyeron, se alegraron, creyendo que nada se sabía; y, separándose, marcharon a los lugares que les designó. Agesilao, al punto, mandó otros que ocuparan el Isorio, y respecto de los sublevados, habiendo podido haber a las manos unos quince de ellos, por la noche les quitó la vida. Denunciáronle otra conjuración todavía mayor de Espartanos que se reunían y congregaban se- cretamente en una casa con designio de trastornar el orden; y teniendo por muy expuesto tanto el juzgarlos en medio de aquellas alteraciones como el dejarlos continuar en sus asechanzas, también a éstos les quitó la vida sin formación de causa, con sólo el dictamen de los Éforos, no habiéndose antes de entonces dado muerte a ningún Espartano sin que precediese un juicio. Ocurrió también que muchos de los ascripticios e hilotas que estaban sobre las armas se pasaban desde la ciudad a los enemigos, y como esto fuese también muy propio para causar desaliento, instruyó a sus criados para que por las mañanas, antes del alba, fuesen a los puestos donde dormían y recogiendo las armas de los desertores las enterrasen, a fin de que se ignorara su número. Dicen algunos que los Tebanos se retiraron de la Laconia a la entrada del invierno, por haber empezado los Árcades a desertar y a escabullirse poco a poco; pero otros dicen que permanecieron tres meses enteros y que asolaron y arrasaron casi todo el país. Teopompo es de otra opinión, diciendo que, resuelta ya por los Beotarcas la partida, pasó a su campo un Espartano llamado Frixo, llevándoles de parte de Agesilao diez talentos por premio de la retirada; de manera que con hacer lo mismo que tenían determinado, aun recibieron un viático de mano de los enemigos.

No alcanzó cómo pudo ser que esta circunstancia se ocultase a los demás y que sólo llegase a noticia de Teopompo. En lo que todos convienen es en que a Agesilao se debió el que entonces se salvase Esparta, por haber procedido con gran miramiento y seguridad en los negocios, no abandonándose a la ambición y terquedad, que eran sus pa- siones ingénitas. Con todo, no pudo hacer que la república convaleciera de su caída, recobrando su poder y su gloria, sino que, a la manera de un cuerpo robusto que hubiera usado constantemente de un régimen de sobra delicado y metódico, un solo descuido y una pequeña falta bastó para corromper el próspero estado de aquella ciudad, y no sin justa causa: por cuanto con un gobierno perfectamente organizado para la paz, para la virtud y la concordia quisieron combinar mandos e imperios violentos, de los que no creyó Licurgo podía necesitar la república para vivir en perpetua felicidad; y esto fue lo que causó su daño. Desconfiaba ya entonces Agesilao de poderse poner al frente de los ejércitos a causa de su vejez, y su hijo Arquidamo, con el socorro que de Sicilia le envió voluntariamente el tirano, venció a los Árcades en aquella batalla que se llamó la sin lágrimas, porque no murió ninguno de los suyos, habiendo perecido muchos de los enemigos. Hasta entonces habían tenido por cosa tan usual y tan propia suya vencer a los enemigos, que ni sacrificaban a los dioses por la victoria, sino solamente un gallo, de vuelta a la ciudad, ni se mostraban ufanos los que se habían hallado en la batalla, ni daban señales de especial alegría los que oían la noticia, y después de la célebre batalla de Mantinea, escrita por Tucídides al primero que trajo la nueva, el agasajo que le hicieron las autoridades fue mandarle del banquete común una pitanza de carne, y nada más; pero en esta ocasión, cuando después de anunciada la victoria volvió Arquidamo, no hubo quien pudiera contenerse, sino que el padre corrió a él el primero llorando de gozo, siguiéndole los demás magistrados, y la muchedumbre de los ancianos y mujeres bajó hasta el río, tendiendo las manos y dando gracias a los dioses porque Esparta había borrado su afrenta y volvía a lucirle un claro día; pues hasta este momento se dice que los hombres no habían alzado la cabeza para mirar a las mujeres, avergonzados de sus pasadas derrotas.

Reedificada Mesena por Epaminondas, acudían de todas partes a poblarla sus antiguos ciudadanos, y no se atrevieron los Espartanos a disputarlo con las armas, ni pudieron impedirlo; mas indignábanse con Agesilao, porque poseyendo una provincia no menos poblada, que la Laconia, ni de menor importancia, después de haberla disfrutado largo tiempo la perdían en su reinado. Por lo mismo no admitió la paz propuesta por los Tebanos, no queriendo en las palabras reconocer como dueños de aquel país a los que en realidad lo eran; con lo que no sólo no lo recobró, sino que estuvo en muy poco que perdiese a Esparta, burlado con un ardid de guerra. En efecto: separados otra vez los de Mantinea de los Tebanos, llamaron en su auxilio a los Lacedemonios, y habiendo entendido Epaminondas que Agesilao marchaba allá, y estaba ya en camino, partió por la noche de Tegea sin que los Mantineenses lo rastreasen, encaminándose con su ejército a Lacedemonia; y faltó muy poco para que tomase por sorpresa la ciudad, que se hallaba desierta, trayendo otro camino que el de Agesilao; pero avisado éste por Eutino de Tespias, según dice Calístenes, o por un Cretense, según Jenofonte, envió inmediatamente un soldado de a caballo que lo participara a los que habían quedado en la ciudad y él mismo volvió rápidamente a Esparta. Llegaron a poco los Tebanos y, pasando el Eurotas, acometieron a la ciudad, la que defendió Agesilao con un valor extraordinario, fuera de su edad; porque no le pareció que aquel era tiempo de seguridad y precauciones como el pasado, sino más bien de intrepidez y osadía, en las que antes no había confiado, pero a las que únicamente debió ahora el haber alejado el peligro, sacándole a Epaminondas la ciudad de entre las manos, erigiendo un trofeo y haciendo ver a los jóvenes y a las mujeres unos Lacedemonios que pagaban a la patria los cuidados y desvelos de su educación. Entre los primeros, a un Arquidamo que combatía con el mayor ardimiento y que pronto, por el valor de su ánimo y por la agilidad de su cuerpo, volaba por las calles a los puntos donde se hallaba más empeñada la pelea, oponiendo por todas partes con unos pocos la mayor resistencia a los enemigos; y a un Ísadas, hijo de Fébidas, que no sólo para los ciudadanos, sino aun para los enemigos, fue un espectáculo agradable y digno de admiración, porque era de bella persona y de gran estatura, y en cuanto a edad se hallaba en aquella en que florecen más los mocitos, que es cuando hacen tránsito a contarse entre los hombres. Este, pues, desnudo de toda arma defensiva y de toda ropa, ungido con abundante aceite, salió de su casa, llevando en una mano la lanza y en la otra la espada, y abriéndose paso por entre los que combatían se metió en medio de los enemigos, hiriendo y derribando a cuantos encontraba, sin que de nadie hubiese sido ofendido, o porque hubiese parecido más que hombre a los enemigos. Por esta hazaña se dice que los Éforos primero le coronaron y luego le impusie- ron una multa de mil dracmas, en castigo de haberse atrevido a salir a batalla sin las armas defensivas.

Al cabo de pocos días tuvieron otra batalla junto a Mantinea, y cuando Epaminondas llevaba ya de vencida a los primeros, y aún acosaba y seguía el alcance, el espartano Antícrates pudo acercársele y le hirió de un bote de lanza, según lo refiere Dioscórides, aunque los Lacedemonios llaman todavía Maqueriones en el día de hoy a los descendientes de Antícrates, dando a entender que lo hirió con el alfanje. Porque fue tanto lo que le admiraron y aplaudieron por el miedo de Epaminondas si viviera, que le decretaron grandes honores y presentes, y a su posteridad le consedieron exención de tributos, la que aun disfruta en nuestros días Calícrates, uno de sus descendientes. Después de esta batalla, y de la muerte de Epaminondas, hicieron paz entre sí todos los Griegos, pero Agesilao excluyó del tratado a los Mesenios, porque no tenían ciudad. Admitiéronlos los demás, y les tomaron el juramento, y entonces se apartaron los Lacedemonios, quedando ellos solos en guerra, por la esperanza de recobrar a Mesena. Parecíó, pues, Agesilao a todos con este motivo hombre violento, terco y viciado en la guerra, pues socavaba y destruía por todos los medios posibles la paz general, no obstante verse reducido, por falta de caudales, a molestar a los amigos que tenía en la ciudad, a tomar dinero a logro y a exigir contribuciones, cuando debiera hacer cesar los males de la república, pues que la ocasión le brindaba, y no perder un poder y autoridad que había venido a ser tan grande, y las ciudades amigas, la tierra y el mar, por sólo el empeño de querer recobrar a viva fuerza las posesiones y tributos de Mesena.

Desacreditóse todavía mucho más poniéndose a servir al egipcio Taco; pues no creían digno de un varón que era tenido por el primero de la Grecia, y que había llenado el mundo con su fama, entregar su persona a un bárbaro rebelde a su rey y vender por dinero su nombre y su gloria, sentando plaza de mercenario y de caudillo de gente colecticia. Pues si siendo ya de más de ochenta años, y teniendo el cuerpo acribillado de heridas, hubiera vuelto a tomar aquel decoroso mando por la libertad de los Griegos, aún no habría sido del todo irreprensible su ambición y el olvido de sus años; porque aun para lo honesto y bueno deben ser propios el tiempo y la edad, y en general lo honesto en la justa medianía se diferencia de lo torpe; pero de nada de esto hizo cuenta Agesilao, ni creyó que había cargo ninguno público que debiera desdeñarse al par de vivir en la ciudad y esperar la muerte estando mano sobre mano. Recogiendo, pues, gente estipendiaria con fondos que Taco puso a su disposición, y embarcándola en transportes dio la vela, llevando consigo, como en años pasados, treinta Espartanos en calidad de consejeros. Luego que aportó al Egipto, se apresuraron a ir a la nave los primeros generales y oficiales del Rey para ofrecérsele, siendo además grande la curiosidad y expectación de todos los Egipcios por la nombradía y fama de Agesilao; así es que todos corrieron a verle. Mas luego que no advirtieron ninguna riqueza ni aparato, sino un hombre anciano, tendido sobre la hierba en la orilla del mar, pequeño de cuerpo y sin ninguna distinción en su persona, envuelto en una mala y despreciable capa, dióles gana de reír y de burlarse, repitiendo lo que dice la fábula: “El monte estaba de parto, y parió un ratón”; pero todavía se maravillaron mucho de lo extraño de su porte cuando, habiéndole traído y presentado diferentes regalos, recibió la harina, las terneras y gansos, apartando de sí los pasteles, los postres y los ungüentos. Hiciéronle ruegos e instancias para que los recibiese, y entonces dijo a los que los traían que los entregaran a los Hilotas. Lo que dice Teofrasto haber sido muy de su gusto fue el papel de que hacían coronas, por lo ligero de éstas, y que, por lo tanto, lo pidió y alcanzó del rey al disponer su regreso.

Reunido con Taco, que se hallaba disponiendo los preparativos de guerra, no fue nombrado general de todas las tropas, como lo había esperado, sino sólo de los estipendiarios; y de la armada naval, Cabrias Ateniense, siendo generalísimo de todas las fuerzas el mismo Taco. Esto fue ya lo primero que mortificó a Agesilao, a quien incomodó además el orgullo y vanidad de aquel Egipcio; mas fuele preciso sufrirlo, y con él se embarcó contra los Fenicios, teniendo que obedecerle y aguantarle, muy contra lo que pedían su dignidad y su carácter, hasta que se le presentó ocasión. Porque Nectanabis, que era sobrino de Taco, y que a sus órdenes mandaba parte de las tropas, se le rebeló, y, declarado rey por los Egipcios, envió a rogar a Agesilao que tuviera a bien auxiliarle, e igual súplica hizo a Cabrias, prometiendo a ambos magníficos presentes. Entendiólo Taco, y como les hiciese también ruegos, Cabrias tentó el conservar a Agesilao en la amistad de Taco, persuadiéndole y dándole satisfacciones; pero Agesilao le respondió de esta manera: “A ti ¡oh Cabriasí, que has venido aquí por tu voluntad, te es dado obrar según tu propio dictamen; mas yo he sido enviado como general a los Egipcios por la patria, y no puedo por mí hacer la guerra a aquellos mismos en cuyo auxilio he venido, si de la misma patria no recibo otra orden.” Dicho esto envió a Esparta mensajeros que acusasen a Taco e hiciesen el elogio de Nectanabis. También los enviaron éstos para negociar con los Lacedemonios, el uno como aliado y amigo de antemano, y el otro como que les sería más agradecido y más dispuesto a servirlos. Los Lacedemonios, oídas las embajadas, a los Egipcios les respondieron en público que lo dejaban todo al cuidado de Agesilao; pero a éste le contestaron que viera de hacer lo que más útil hubiera de ser a Esparta. Con esta orden tomó consigo a sus estipendiarios y se pasó a Nectanabis, valiéndose del pretexto de la utilidad de la patria para cubrir una acción fea y reparable, pues quitando este velo, el nombre que justamente le convenía era el de traición. Los Lacedemonios, dando a lo que es útil a la patria el primer lugar en lo honesto, ni saben ni aciertan tener por justo sino lo que es en aumento de Esparta.

Abandonado Taco de los estipendiarios, huyó; pero de Mendes salió contra Nectanabis otro que fue declarado rey, y allegando cien mil hombres se presentó en la palestra. Mostrábase confiado Nectanabis, diciendo que aunque aparecía grande el número de los enemigos, eran gente colectiva y menestral, despreciable por su indisciplina; pero Agesilao le respondió que no era el número lo que temía, sino aquella misma indisciplina e impericia, que hacia muy difícil el poderlos engañar. Porque los engaños obran por medio de una cosa extraordinaria en el ánimo de los que se preparan a defenderse con conocimiento y esperanza de lo que ha de suceder; pero el que ni espera ni medita nada no da asidero a que se le haga ilusión, así como en la lucha no presenta flanco por donde entrarle el que no se mueve; y a este tiempo envió también el Mendesio quien explorara a Agesilao. Temió, pues, Nectanabis, y previniéndole Agesilao que diera cuanto antes la batalla; y no creyera que podía pelear con el tiempo contra hombres inejercitados en la guerra, que con el gran número podrían envolverle, tenerle cercado y anticipársele en muchas cosas, concibió mayor sospecha y miedo contra él, y se retiró a una ciudad ventajosamente situada y rodeada de murallas en una gran circunferencia. Sintió vivamente Agesilao y llevó muy mal que se desconfiara de él; pero, causándole vergüenza el haberse de pasar segunda vez a otro, y retirarse al fin sin hacer nada, siguió a Nectanabis y se encerró con él dentro de aquel recinto.

Acercándose los enemigos y formando trincheras para poner el sitio, concibió otra vez miedo el Egipcio, y quería salir a darles batalla, en lo que estaban muy de acuerdo con él los griegos, porque en aquel terreno se carecía de víveres; pero como Agesilao no viniese en ello, y antes mostrase resistencia era todavía más insultado y denostado de los Egipcios, que le llamaban traidor al rey. Sufría con gran paciencia estas calumnias, teniendo puesta su atención en el momento en que podría usar de su inteligencia en el arte de la guerra, lo que era de este modo: Habíanse propuesto los enemigos hacer un foso profundo alrededor de las murallas para dejarlos enteramente encerrados. Pues cuando ya los dos extremos de la zanja estaban cerca, yéndose a buscar el uno al otro para ceñir en círculo a la ciudad esperando que llegara la noche y dando orden de que se armasen a los Griegos, se fue para el Egipcio, y “Esta es- le dijo- ¡oh joven! la ocasión que para no malograrla no he querido anunciar hasta que ha llegado. Los enemigos mismos han provisto a vuestra seguridad con sus manos abriendo este foso, del cual la parte ya hecha es un impedimento para su gran número, y la parte que resta nos da la proporción de pelear con una exacta igualdad contra ellos. Ea, pues: muéstrate ahora varón esforzado y, cargando impetuosamente con nosotros, sálvate a ti mismo y salva al ejército, pues los enemigos que tendremos al frente no nos resistirán, y los otros, a causa del foso, no podrán ofendernos.” Maravillóse Nectanabis de la previsión de Agesilao, y puesto en medio de los Griegos acometió y rechazó fácilmente a los que se le opusieron. Cuando una vez tuvo ya Agesilao dócil y obediente a Nectanabis, lo condujo segunda vez a usar, como de una misma treta en la palestra, del mismo ardid con los enemigos. Porque ora huyendo y apareciéndose, y ora haciendo como que los perseguía, atrajo aquella muchedumbre a un sitio en que había una gran profundidad, rodeada de agua por uno y otro lado. Cerrando, pues, el medio, y ocupándolo con el frente de su batalla, arrojó sobre la muchedumbre a los enemigos que quisieron pelear, viendo que no tenían medio de envolverle y cercarle; así murieron muchos, y los que pudieron huir se dividieron y dispersaron.

Desde entonces empezaron ya los negocios del Egipcio a ir en bonanza y a ofrecer seguridad; por lo que, mostrándose aficionado y reconocido a Agesilao, le rogaba que aguardase todavía y pasase con él el invierno; pero Agesilao se propuso marchar a la guerra en que se veía la patria, sabedor de que ésta se hallaba sin recursos y tenía a su sueldo tropas extranjeras. Despidióle, pues, aquel con el mayor aprecio y agasajo, haciéndole las mayores honras y magníficos presentes y dándole para la guerra doscientos treinta talentos. Más levantóse una recia tempestad, por la que volvió a tierra con sus naves, y arrojado a un punto desierto del África, al que llaman el puerto de Menelao, allí falleció, habiendo vivido ochenta y cuatro años y reinado en Esparta cuarenta y uno, de los cuales por más de treinta fue tenido por el varón mayor y más poderoso de la Grecia, y casi reputado general y rey de toda ella hasta la batalla de Leuctras. Era costumbre de los Espartanos que cuando los particulares morían en tierra extraña quedaran y se enterraran allí sus cadáveres, y que los de los reyes fuesen llevados a Lacedemonia; así, los Espartanos que se hallaron presentes barnizaron con cera el de Agesilao, a falta de miel, y lo condujeron a Esparta. El trono lo ocupó su hijo Arquidamo, y permaneció en su descendencia, hasta Agis, a quien por tratar de restablecer el antiguo gobierno dio muerte Leónidas, siendo este Agis el quinto después de Agesilao.