Vida y escritos del Dr. José Rizal/Al lector

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

AL LECTOR




En este libro se contiene la vida da un hombre singular, que acaso no se habría inmortalizado, no obstante sus grandes méritos, si un error político no le hubiera envuelto con el nimbo del martirio.

José Rizal fué la demostración viviente de nuestro deplorable régimen colonial. Una colonia no puede permanecer sujeta á su metrópoli más que por dos modos: ó por la voluntad de los naturales, ó por la fuerza. España, justo es decirlo, nunca hizo nada por seguir el primero de los dichos modos; pugnaba éste con lo más esencial del espíritu de nuestra raza: el español neto (tipo común) creyó siempre que en la colonia no se ejercía la soberanía si no se sometía todo á los caprichos del soberano. (Y entiéndase por soberano, no el Estado ni el Jefe del Estado, sino el español.) Sujetó, pues, España a sus colonias por el segundo modo, ó sea el de la fuerza. Pero el presupuesto de ingresos de Filipinas no daba lo bastante para sostener allí un ejército peninsular considerable, y España decidió — aunque reconociéndolo «como un mal necesario» — prolongar indefinidamente el régimen de la fuerza moral del fraile, pretendiendo el imposible de hacerlo simultáneo con el desenvolvimiento progresivo de las ideas modernas. El fraile, empero, no podía cumplir su misión de fraile sino sustentando á toda costa su sistema, consistente en mantener al pueblo perfectamente atrofiado, tanto en lo intelectual como en lo moral, y así resulta que de la contraposición del fraile (queriendo mantener al filipino indio de por vida) y las exigencias de los tiempos (á las que no todos los filipinos podían ni querían sustraerse) surge el grave problema político que acabó por solucionarse como nadie ignora.

Contra el sistema tradicional, cómodo pero bochornoso, no iba solamente la ley ineluctable del tiempo: iban también los españoles de la Península, que acabaron por ver en cada religioso un verdadero rival; y haciéndose unos á otros la triste competencia del descrédito, los mismos españoles, con hábito ó sin hábito, tonsurados ó no, labráronse su propio desprestigio y acabaron por ponerse en evidencia ante los naturales del país. Sólo en un punto coincidían los españoles netos, tuvieran ó no cogulla: en mantener indios á los llamados «indios»: exigíalo así el orgullo castellano, el cual se acentuaba tanto más, cuanto más intensamente sentía el castila el patriotismo (!).

El Gobierno central, lleno del mejor deseo, contribuía por su parte á eternizar el desequilibrio entre los elementos peninsulares é insulares al llevar á la práctica ciertas reformas de carácter democrático, tales como la supresión del tributo, el planteamiento de los Códigos, etc. Decía Nietzsche, á propósito del problema obrero: «Se ha hecho al obrero apto para el servicio militar, se le ha dado el derecho de asociación, el de voto. ¿Por qué asombrarse si su existencia le parece hoy ya una calamidad, ó, para hablar el lenguaje moral, una injusticia? ¿Qué quieren?, pregunto todavía. Si se quiere alcanzar un fin, se deben querer también los medios: si se les quiere esclavos, es loco concederles lo que ha de hacerles señores.» El Gobierno español iba, poco á poco, haciendo señores á los filipinos; pero, como subsistía el fraile, el filipino continuaba, de hecho, siendo esclavo: y acontecía que en la vida real, á medida que se extendía el Derecho, se extendía la Injusticia. El Jefe superior de la colonia continuaba disponiendo de facultades «discrecionales», ó, lo que es lo mismo, omnímodas; el fraile continuaba siendo el único intermediario entre el Pueblo y el Gobierno: consiguientemente, el Indio no tenía más felicidad positiva que la que el fraile se dignaba concederle.

Fraile y Progreso habían llegado á ser de todo punto incompatibles: uno de los dos sobraba. Los hijos del país optaban por el último. Pero, suprimido el fraile, ¿con qué fuerza quedaría sujeta la colonia? ¿No era, pues, sospechoso el filipino que aspiraba á sacudirse esa fuerza? Ahí está la raíz del poder incontrastable de los frailes: eran ¡insustituibles! Ellos lo sabían, y por eso hacían cuanto les venía en gana. Y el Gobierno, desviviéndose por el bienestar de los filipinos, no podía, sin embargo, prescindir de lo que constituía el eterno malestar de esos súbditos por cuya dicha velaba.




Natural es que un pueblo que se ve sometido por otro de diferente raza, cuya metrópoli radica á miles de leguas, aspire á regirse por sí mismo. El pueblo filipino no tuvo, sin embargo, esta aspiración, sino simplemente la de ser considerado igual al pueblo peninsular. ¿No eran unos y otros españoles? Pero el problema, por las razones consignadas, no tenía solución posible, dada la incompatibilidad que existía entre el fraile (fuerza que garantizaba la sujeción de la colonia á la metrópoli) y el progreso (aspiración un tanto vaga de algunos Gobiernos liberales); y ante esta fatalidad no faltaron insulares que, estimulados por la dignidad herida, llegasen á concebirlo todo, hasta el ideal de la Independencia, siquiera los más reflexivos, como Rizal, comprendiesen lo difícil que era conseguirla, mayormente en condiciones un tanto ventajosas para lo porvenir. — Penétrese en la entraña psicológica de los más calificados filibusteros filipinos, y se verá que á ese sentimiento les arrastró tan sólo la desesperación. Pasóles á muchos de ellos lo que les pasa á ciertos anarquistas: comienzan acariciando un ideal de redención; pero estalla una bomba, y hé aqui que el idealista, ajeno por completo al estallido, llega á verse preso y procesado, y acaso martirizado. Le absuelven al fin; pero las iniquidades sufridas llévanle, de teorizante romántico, á experimentar un deseo de venganza, que exterioriza en momentos de excitación palabrera. Y estalla otra bomba; y aunque tampoco esta vez ha tenido arte ni parte, vuelve á verse nuevamente preso, procesado y maltratado… Y el que fué nada más que un soñador llega, á impulsos de la desesperación, á pensar en ser ejecutor, y, si le es posible, á serlo efectivamente.

En Filipinas, ser liberal y no vivir sometido de buen grado al humillante régimen que imponía la férula frailuna, equivalía á ser filibustero; y á las primeras de cambio, ese liberal veíase en Joló, en la Paragua, ó en cualquier otro punto insalubre, deportado. A su vuelta del destierro, el desdén que por el régimen había sentido antes, truécalo en odio profundo, que no siempre acierta á disimular… ¡Y vuelve de nuevo á la proscripción! Si algún día se ve libre, ¿cabe en lo humano que ese hombre, que ningún daño ha hecho, proclame la bondad del régimen que tantas amarguras le costara?

Hay cosas que ni aun los más obligados á la resignación pueden dignamente soportarlas. Dijérase que la Providencia había querido que una de las corporaciones religiosas coloniales pudiera estudiar experimentalmente en su seno la psicología del filibusterismo. Debido á la feliz iniciativa del comisario apostólico Fr. Manuel Diez González, á raíz de haberse encargado los agustinos filipinos del Real Monasterio de El Escorial, lo más selecto de la juventud de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús dedicóse á estudiar, en los principales centros de cultura, diversas disciplinas. Y no tardó en formarse una brillante pléyade de frailes que vino á ser gala y ornato de la provincia citada: ellos esmaltaban las páginas de La Ciudad de Dios; ellos desempeñaban lucidamente las cátedras del Colegio y Universidad escurialenses, y ellos, sin embargo, veíanse sometidos á unos cuantos sujetos más o menos caducos, procedentes de Filipinas, de donde habían vuelto cargados de años y de bilis, que los tuteaban y vejaban. En El Escorial no valía el título de Doctor; de nada servía tener un lastre de algunas obras escritas: lo que allí valía, en aquel cuerpo de sabios é ignorantes, era sencillamente… ¡haber comido mucha morisqueta en Filipinas! Todos los privilegios eran para los cráneos vacíos; todas las humillaciones, para los cráneos rellenos. Los mejores cargos, dicho se está, desempeñábanlos sola y exclusivamente los que hablan comido morisqueta. Germinó el descontento entre los postergados; cundió, y no tardó en exteriorizarse… Los Padres Fr. Pedro Fernández y Fr. Tomás Rodriguez, que descollaban entre los de más carácter, fueron trasladados violentamente á Filipinas, y entonces esa juventud brillante, acaudillada por el obispo Cámara, antiguo compañero de los intelectuales preteridos, rebelóse en regla, y logró al cabo emanciparse y constituir provincia independiente de la colonial. Aun siendo frailes, tan obligados á la mansedumbre y á obedecer sin protesta, se alzaron contra los amos. — Y el Jefe Supremo de la Iglesia Romana les dió en todo la razón.

Jóvenes malayos de mucho talento, ávidos de cultura, venían á Europa á dilatar el campo de sus estudios y experiencias: aquí se saturaban de ambiente de Libertad; aquí gozaban de la consideración de hombres de mérito; aquí se sentían verdaderos españoles. Pero volvían á su país, y volvían á ser ¡indios! El último frailuco, bozal y grosero, no se contentaba con tutearle, ridiculizarle y á las veces afrentarle; hacia más: perseguirle. Y hé aquí que el que había nacido español de corazón, acababa por aborrecer el régimen de España en Filipinas. En el caso del anarquista del ejemplo; es el caso de los agustinianos ilustrados de El Escorial. El célebre Monasterio fué conquistado por los frailes «clásicos» de Filipinas; éstos, en la casa por ellos conquistada, alimentaron y vieron crecer esa juventud estudiosa que se convirtió en rebelde: los antiguos conquistadores fueron arrojados, y hoy esa juventud es dueña exclusiva del célebre Monasterio. Obró la Providencia: el derecho de conquista no sanciona el derecho del abuso.

Pues si esto para entre frailes de la misma orden y de la misma raza, ¿qué no debe pasar entre dos pueblos diferentes ante la Historia y la Etnografía? — El derecho de conquista (tratándose de Filipinas, diríase mejor: de ocupación) podrá ser, seguirá siendo, una afirmación histórica; pero no deja de ser una negación ante la Filosofía. Cuando dos pueblos acaban por vivir en paz bajo una misma bandera y con el mismo régimen fundamental, nada más lógico que ambos pueblos vayan de común acuerdo, y no es lícito, por tanto, que uno de los dos se imponga y humille al otro. De imponerse alguno lógico parece que tenga más derecho el verdadero dueño de la casa, que no es otro que el indígena. Pero en nuestras colonias ha ocurrido todo lo contrario: sobre sor invasores y, por tanto, usurpadores, todavía hemos querido que todo se practicara según nuestra soberana voluntad, alegando nuestra mayor sabiduría. Pudo esto reputarse lícito antiguamente; pero no lo era á fines del siglo XIX, por lo mismo que los descendientes de los usurpadores se llamaban hermanos de los usurpados; por lo mismo que entre éstos los había que sabían tanto como aquéllos.

España necesitaba una fuerza para garantizar la sujeción de Filipinas. ¿Se separaría Extremadura de España si no existiera fuerza para sujetarla? No. Porque Extremadura es española por la voluntad de los extremeños; de modo que, sin fuerza en Extremadura, puede España tener la seguridad de que por ahí no ha de venirle la mutilación. Si se necesitó una fuerza en Filipinas, esto no prueba más sino que la metrópoli no contaba en absoluto con la voluntad de todos los filipinos. Sólo cabían, pues, dos soluciones: ó darles la independencia, ó ganar su voluntad. No se hizo lo primero (y no faltó español que, como el diplomático Sr. Mas, lo aconsejara), porque hubiérase interpretado como que España renegaba de su historia, realizada por los aventureros y los militares más que por los estadistas y por los filósofos; y no se hizo lo segundo, porque difícilmente hace nadie aquello que más le duele: ganar la voluntad de los filipinos habría equivalido á desposeernos de nuestra psicología, y la psicología nacional es lo que; acaso por desgracia, constituye el sancta sanctorum de los españoles. — Así pudo escribir el ilustro Pi y Margall: «Desgracia tienen nuestras colonias oceánicas. No se les ortoga los derechos políticos, no se les da asiento en nuestras Cortos, no se les quita el yugo que les pusieron las órdenes monásticas, y cuando se trata de sus intereses materiales, se les olvida como si no fueran parte de España. ¿Qué cariño nos han de tener los que las habitan? ¿Qué impaciencia no han de sentir por verse libres de un pueblo que las gobierna como en el primer siglo de la conquista? Si un día se rebelan, ¿qué razón habrá para que nos quejemos?» — Todas nuestras desgracias nos habían venido por ahí, por desatender sistemáticamente aspiraciones de los usurpados; y, sin embargo, España no acabó de aprender: vivía (y parece que continúa viviendo) asaz enamorada de su historia, hecha por los aventureros y los militares más que por los estadistas y por los filósofos.




Rizal nació pensador y patriota, y de ello dió pruebas desde la niñez. Su vida es verdaderamente interesante: un gran modelo para la juventud de cualquier país; duró poco, pero fué fecunda.

Vino á la Península á los veintiún años, trayendo mucho acíbar en el alma; sus triunfos escolares, sus éxitos en públicos torneos literarios, moviéronle á compararse con los blancos, y acabó por sentirse superior á ellos. El, sin embargo, en su patria no pasó de indio, y por serlo recibió una herida por la espalda… No á título de desquite, ni siquiera de explicable desahogo, sino de «grito del derecho herido», dió á luz una obra eterna, ese Noli me tángere que cual hierro candente aplicó, «sin contemplaciones», al cáncer que corroía la sociedad filipina. Acertó á condensar en esas páginas los males de su país, y fué, por tanto, el intérprete de los anhelos de un pueblo que soportaba la tiranía en silencio, que no se atrevía á hacer la menor insinuación de queja, recordando la tragedia de 1872… ¿Qué hizo Rizal con su Noli me tángere? Exponer la verdad. Pero ¡era indio!… ¡Infeliz!… Grabóse á sí mismo en la frente, para toda su vida, el estigma de filibustero!… Y como él se hallaba en Europa, sus padres, sus hermanos, sus cuñados y hasta sus amigos tocaron las consecuencias: ¡sufrieron toda suerte de vejámenes!…

Rizal volvió a su país. Tenía dos carreras, hablaba varios idiomas y conocía casi toda Europa. Volvía con el propósito de ver si, en efecto, no era verdad lo que él había sostenido en su novela: que en Filipinas era imposible que un pensador nacido en el país pudiera vivir en paz anhelando la dicha del país, proclamando la verdad. Y vivió vigilado. ¿Quién, á la luz del día, se acercaba á él? Decíase Rizal, y el eco repetía: ¡Filibustero!, ¡filibustero!, ¡filibustero!

Y Rizal salió otra vez de su país; huía, puede decirse, para no perjudicar á los que lo amaban. Y á medida que se alejaba de la patria querida, el sueño de sus sueños, á la que había consagrado todas las energías de su mente poderosa, más fuerte creía percibir el ecopesadilla: ¡Filibustero!, ¡filibustero!, ¡filibustero!… Fué á China, al Japón, á los Estados Unidos, á Inglaterra… Volvió á España… Y el eco seguía repitiendo: ¡Filibustero!, ¡filibustero!, ¡filibustero!… ¿No era cosa de serlo de verdad? Cierto que nadie se lo llamaba en Europa, salvos los frailes y sus contertulios… Y Rizal siguió predicando, no la separación de Filipinas, sino los principios fundamentales de lo justo; mientras que allá en su país, los padres, los hermanos, los parientes y amigos del predicador volvían á tocar las consecuencias: ¡les arrasaron sus propiedades y les deportaron á Joló! Y el buen Rizal, el sublime altruísta, no paró en filibustero porque era cien veces más prudente que los españoles que le impulsaban al filibusterismo. Hizo menos que el anarquista del símil; hizo menos que cualquier fraile asqueado de El Escorial llegó á hacer con sus hermanos mayores, los ignorantes tiranos. Resignóse, sí; pero el pueblo filipino no debía resignarse. Y volvió al Extremo Oriente; establecióse en Hong-Kong, y concibió el propósito de dar cohesión á sus compatriotas. Había sembrado dignidad; pero las mieses se hallaban dispersas, y se hacía preciso agavillarlas. «Cuando seamos muchos y estemos perfectamente unidos en un mismo pensamiento, España nos oirá: preferible será que ella nos redima, á que deje que nos redimamos por nosotros mismos.» Así pensaba. Y en ese pensamiento está el germen de la Liga Filipina.

Pero veía sufrir injustamente á los seres más queridos de su corazón. Y, como nadie más que él era el culpable, decidió volver á su país. Iba con el presentimiento de que moriría; en sus oídos seguía resonando, con más fuerza que antes, el siniestro eco: ¡Filibustero!, ¡filibustero!, ¡filibustero!… Prefería morir á que los inocentes continuasen sufriendo. Y hacia fines de Junio de 1892 se presentó en Manila. En el petate de un lío del equipaje de la hermana que le había acompañado desde Hong-Kong descubriéronse unos cuantos papeles rotulados: ¡Pobres frailes! Y esto bastó para que Rizal, cubierto de ignominia por un decreto que causará la eterna protesta de los pensadores (comenzando por el insigne Unamuno), fuera deportado á Mindanao.

Rizal, por sus obras, por la ejemplaridad de su conducta, por su amor insaciable al estudio, por la unción de sus predicaciones, por su idolatría á la Patria, á la que había consagrado todos los latidos de su corazón desde la infancia, era el ídolo de los filipinos; y á partir de ese momento perdimos para siempre el escaso afecto que aquel pueblo nos profesaba todavía. A Rizal no se le probó nada; fué castigado tan sólo por sospechas. Aun así, lógico parecía que con este castigo de su deportación hubiera contrastado una serie de concesiones liberales al país. Pero no; lejos de esto, que habría acallado la conciencia pública, al destierro de Rizal siguieron otros destierros, siguieron represiones y arbitrariedades que acrecentaron la indignación popular, sorda, pero intensa. Y cumplióse la ley infalible de la Fatalidad: cuando no se consiente á un pueblo que diga á la luz del día lo que piensa, ese pueblo conspira, y, si puede, se subleva. No se creía en ello, porque todo era silencio… «El que en el silencio que produce la tiranía (ha escrito Cañamaque) crea ver el silencio de las tumbas, se engaña; ese silencio engendra en su seno un castigo para los opresores, la tormenta revolucionaria.» — Allí no había temores, porque nada se oía: porque no se daba importancia á ninguno del país, considerados átomos aislados… Un microbio no ea nada; pero unos cuantos microbios pueden ser todo un cáncer, pueden ser la muerte. Los resquemores, los lamentos, las súplicas de los filipinos; los filipinos mismos, ¿qué eran para la crítica castizamente española? ¡Microbios aislados! Reuniéronse, y sobrevino la muerte…

¡Cuán falsa idea la que en Filipinas hubo de lo que era allí la pública opinión! Si por opinión se entiende la suma de ideas de los que las tienen originales, allí no existía, es muy cierto, más opinión que la eterna opinión de los conventos. ¿Cómo había de conocerse la del pueblo, si allí el libre pensar era un delito? Ni cómo exponer una opinión en contra de la opinión de los conventos, si la previa censura no consentía que nadie opinase en contra? El pueblo pensaba calladamente, aunque no tanto que, constituído el Katipunan (constituyóse el mismo día en que Rizal fué deportado), unos á otros no se díjesen sus miembros, al oído, que por cuanto no había redención dentro de la legalidad, la buscarían por otro lado. «Allí donde los derechos políticos (ha dicho el gran Azcárate, parafraseando á Passy) están reservados á un corto número, las clases á quienes faltan acaban siempre por hacerse enemigas del régimen que los niega»; y añade el ilustre Azcárate: «y de la enemistad á la guerra y á la revolución no hay más que un paso, y entonces la revolución no va contra el derecho, sino en pro de él». — Las iniquidades cometidas con Rizal fueron providenciales: ellas estimularon al pueblo filipino á la conquista del derecho; sin ellas, acaso aquel pueblo no se habría redimido de la opresión secular.

Rizal en el destierro es otro hombre. Invádele cierto pesimismo: la redención, si la había, veíala remotísima; había hecho sufrir demasiado á sus parientes: y opta por el sosiego del espíritu, y en medio de ésto conságrase á la agricultura, á la medicina, a las ciencias naturales y á las lenguas; improvíase pedagogo, etc.

Pero no en balde había estado, años enteros, arrojando la simiente en un terreno abonado con las lágrimas (el mejor abono para cosechar justicia) de los muchos compatriotas suyos que sufrían. Y por ley de Naturaleza llegó un día en que la semilla revolucionaria amagaba salir á la superficie. Rizal reflexionó. La Revolución, aun siendo santa, era prematura; no conduciría á nada práctico; tal vez serviría para que se retrocediera en el camino. Y sobre negarse rotundamente á asociar su nombre á la Revolución, trató de arrojar sobre el terreno algo que impidiera el desarrollo de la planta. Solicitó, y obtuvo, aunque tardíamente, pasar á Cuba como médico provisional del Ejército español. ¡El filibustero quería jugarse la vida por España!…

La planta crecía, crecía… y llegó á brotar el fruto. Y brotó cuando Rizal, estando en la bahía de Manila, enteramente aislado, hallábase en espera del buque que había de conducirle á Barcelona. Salió al fin de Manila; llegó el buque á Singapore, y Rizal, con otros filipinos pasaportados para España, bajó á tierra. Singapore no era España. ¡Qué ocasión, ante la probabilidad de ser complicado en los sucesos!… Algunos paisanos de Rizal aconsejáronle que se quedara en Singapore. Pero Rizal volvió al buque, y prosiguió su viaje á Barcelona. Tuvo ocasión de huir, de zafarse de la garra del castila. Pero ¿á qué conducía esto? ¿Por ventura llevaba manchada la conciencia? Esta vez no le molestaba el eco: ¡Filibustero!, ¡filibustero!, ¡filibustero!… Y siguió el viaje. Mas no pisó la tierra de la ciudad de Barcelona: ¡pisó la del siniestro Montjuich! De allí, vuelta otra vez á Manila, á la fuerza de Santiago, el Montjuich manileño; y de allí al gólgota filipino, al campo de Bagumbayan. ¡Y el que iba á España á dar su sangre por España, cayó fusilado por filibustero!

¡Qué error tan grande! A un Ídolo no se le fusila impunemente! Sobre todo cuando personifica la Verdad, ornamentada con grandes virtudes cívicas: Y así pudo decir un filipino:

«¡Rizal! Tu muerte es la vida de tu pueblo, y la vida de tu pueblo de la muerte de tus perseguidores.»

Y luego otro:

«No llores, de la tumba en el misterio,
del español el triunfo momentáneo;
que si una bala destrozó tu cráneo,
¡también tu Idea destrozó un imperio!»




Obra de justicia es — hoy que ningún lazo político nos liga á los filipinos — hacer un estudio circunstanciado y documentado del hombre que vivió con el estigma de filibustero sólo porque supo infundir entre los suyos alientos de dignidad y de confianza en la Providencia. No nos quedan ya colonias que perder (fuera de los territorios que poseemos en África); pero la Historia es una matrona que oye á todos, y antes de que llegue el día en que pueda acusársenos á los españoles de que ni aun después de muerto Rizal hubo uno que le juzgase rectamente, queremos que este libro salga á luz, más que por la enseñanza práctica que pueda proporcionar, como ejemplo de imparcialidad, como sincera, aunque tardía, satisfacción que nos debíamos á nosotros mismos. — De todas suertes, bueno será que conste que al escribir esta obra, su autor se ha desposeído de toda preocupación de escuela, y hasta, si se quiere, de la propia partida de nacimiento: por esta vez, no escribo como español; escribo como filósofo.

Por lo demás, con la conciencia tranquila y persuadido de que Rizal no mereció la pena cruenta y afrentosa que sufrió, bien puede decirse, parafraseando lo que él dijo de los sacerdotes agarrotados en Bagumbayan en Febrero de 1872; el que sin pruebas concluyentes profane su memoria, ¡que en su sangre se manche las manos! — El fusilamiento de Rizal fué un error, que es hora ya de que así se proclame en España, del propio modo que se ha proclamado en el resto del mundo civilizado.

Mientras viva en la memoria del pueblo filipino el recuerdo de Rizal, subsistirá en aquel país el ansia de una patria digna y culta. ¡Ay de Filipinas si ese recuerdo se desvanece! Gemirá bajo el yugo de otro país extranjero. Y para la vieja España, preferible es que la que fué su hija viva en honrosa emancipación, aunque sea pobremente, recordando con cariño los antiguos vínculos, á que soporte la tutela de una madrastra, á la cual, por opulenta que sea, faltarále siempre ese misterioso é indefinible afecto que es peculiar de la maternidad genuina.

No fuí jamás, ni aun en los días de mayor apasionamiento, partidario de la ejecución de Rizal: precisamente este hecho me impresionó de tal suerte, que de entonces arranca la desviación que mi criterio ha experimentado en lo concerniente á política colonial. La impresión que me produjo movióme á consagrarle un libro, y desde los primeros días de 1897 me dediqué á reunir los datos necesarios para poder escribirlo. Cuando ya creí tener bastantes, acordéme de la frase de Voltaire: una primera edición no es más que un ensayo; y pensando en ello, decidíme por el ensayo previo, que en forma de artículos ha ido saliendo á luz en Nuestro Tiempo. Á medida que los artículos aparecían, mi trabajo motivaba animadas controversias: unos (los más) lo aplaudían; otros (los menos) lo censuraban; pero casi nadie lo leía con indiferencia. Los artículos dieron en manos de personas que podían ampliarlos, rectificarlos y depurarlos, y gracias á ese procedimiento de anticipar el ensayo, he logrado perfeccionar la obra. Cualquiera que sea el fallo de la crítica, no creo que ésta eche de menos las pruebas. Hailas abundantes en la obra, fehacientes las más; y todas ellas, así que pase algún tiempo, serán por mí depositadas en nuestro Archivo Histórico. He procedido con la mayor prudencia, se me figura á mí: nada afirmo que no justifique con el testimonio correspondiente. Sólo así tiene eficacia un trabajo de la índole de este que hoy, en forma de libro, ofrezco al público.


Madrid, Febrero de 1907.