Algo en prosa y en verso/Viaje de los dos donceles

Nota: Se respeta la ortografía original de la época


VIAJE DE LOS DOS DONCELES

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(Fragmento.)


E

n el nombre sea de Dios: aquí comienza el libro de las Jornadas que fizieron juntos los dos donceles, naturales de sus tierras y visitadores de las ajenas, con sus largas peregrinaciones por mar é por tierra, contentamientos y congojas, acciones y discursos, todo según aquí se relata para desagravio propio y escarmiento ajeno, y en el mejor servicio de Dios Nuestro Señor, y de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica; y dice así: Domingo á dos días del mes de Abril, del año del Señor de mil y ochocientos y quarenta y tres años, salieron de la villa y Corte imperial de Madrid, los dos donceles, Francisco y Ramón, mancebos de quarenta años, dos más ó menos, jóvenes inexpertos en las malandanzas de este mundo pecador, poco adiestrados en sus malas artes y tropelias, los cuales ganosos que eran de ver tierras y visitar extrañas gentes, con la gracia de Dios, y la pía en el alma, partieron de esta tierra de Madrid á las doce del mediodía del ya dicho día dos de Abril, Domingo del Señor dedicado á su santa pasión, quinto de la Cuaresma, en que la Iglesia vela los santos altares, y porque comience y tenga principio esta sabrosa y deleitable narración, atajaremos aquí el introito, y empezaremos con el auxilio de Dios la relación de los viajes y aventuras de los dos donceles, que, compulsados de sus apuntamientos y memorias, dicen ni más ni menos de esta suerte:

Jornada primera.De cómo los dos donceles salieron de la villa y Corte de Madrid, para la imperial ciudad de Sevilla, y de las cosas notables que en ella vieron y celebraron, con lo demás que verá el curioso lector.

Mediodía era por filo, las doce daba el reloj cuando los dos supradichos donceles abandonaban las invictas tapias, que no muros, de la imperial Corte de las Españas, cómodamente asentados en el delantero de una carroza arrastrada por seis, si no eran siete, mulas de colleras, y helos aquí caminando mano á mano con su independencia, por las tranquilas orillas del Manzanares, luego las del Tajo y los sombríos bosques de Aranjuez, salvando las enojosas llanuras de la Mancha, ricas en delicados vinos, cuanto escasas de potables aguas, y dando, en fin, vista á las pintorescas colinas y erizadas cúspides de la fértil Sierra Morena. Deleitaba su vista y nutría su imaginación el alternado espectáculo de los campos sembrados, de los montes incultos, de los pueblos y caseríos, de los ríos y cascadas, y dábanse por contentos de haber abandonado el burdel de la Corte, donde sus almas inocentes yacían acongojadas, entregándose hora libremente á la contemplación del risueño espectáculo que naturaleza próvida brindaba á sus ojos. Salvaron, embebecidos en estos pensamientos, el escabroso tránsito de Despeñaperros, las poblaciones nuevas de la Carolina, Guarromán y los Carboneros, los famosos campos de batalla de las Navas de Tolosa, y los no menos célebres de Bailén, y se complacieron en el aspecto risueño de esta villa, la primera que se ofrecía á sus miradas de la hermosa Andalucía. Dieron más adelante vista á la antigua Astigis, ó sea Andújar, asentada en una fértil llanura; recorrieron sus tortuosas y animadas calles, visitaron sus plazas, célebres por los torneos y justas en ellas celebrados antiguamente; admiraron sus morunos monumentos y contemplaron con entusiasmo el curso apacible del caudaloso Betis, padre de la fertilidad y de la sacra poesía. Pasaron de allí al través de aquella tierra de promisión, hasta ver desplegarse ante sus ojos las ricas dehesas de Alcolea, célebres por sus ponderados corceles; el soberbio puente que los romanos envidiarían, y allá en el fondo las hermosas sierras de Constantina, y la gran ciudad de Córdoba, corte magnífica de Abderramán y de Almanzor. Visitaron en ella con religioso respeto la soberbia mezquita, hoy catedral, donde el hijo del Oriente desplegó toda la pompa y poética grandeza de su rica imaginación; y sentados al pie de las palmeras y naranjos del famoso patio, meditaron largo rato sobre las vicisitudes de los imperios y sobre la historia de las artes. Saliendo luego de Córdoba, no tardaron en dejar sobre la izquierda la gran fortaleza del Carpio, rica en leyendas caballerescas, y otros cien pueblos y campiñas, todos célebres en nuestra historia, y engalanados con las flores de la poesía. Écija les abrió luego sus puertas, y más allá la elevada Carmona, centinela avanzada de la gran Sevilla. Por último: después de atravesar los fértiles campos de Mairena y del Viso, y la risueña comarca de Alcalá de Guadaira, contemplaron absortos el magnífico espectáculo de la grande Hispalis, con sus cien torres, palacios y monumentos, y su gran Giralda, que domina y enseñorea toda aquella inmensa decoración.

Lo primero que sedujo las miradas codiciosas de ambos donceles en la capital de Andalucía, fué el aseado primor de las casas edificadas á la manera oriental, con su sencilla fachada, su zaguán enlosado de ricos mármoles, y acotado por una laboreada y primorosa cancela, ó sea reja de hierro, toda hecha con delicada labor, al través de la cual se desplega á la vista el cuadrado patio-jardín, circuído de rico mármol de Génova, y ostentando en el medio una elegante fuente, con su taza también de mármol, y perpetuamente corriendo en graciosos saltadores, que encantan la vista con sus juegos y templan con su frescura los ardores del estío. Añádase á todo esto la suntuosidad y regalo de los ricos muebles, estatuas, pinturas, tiestos y jarrones que decoran el patio, la gran vela ó toldo de colores que le cierra por arriba á los rigores del sol, los faroles de colores que le alumbran durante la noche, y la animación, en fin, que les présta la presencia de las bellas y engalanadas damas que en ellos reciben sus visitas, hacen sus labores ó se acompañan al clave, y se formará una idea aproximada del espectáculo que ofrece aquella ciudad oriental, aquella vida pública y transparente, aquel concierto unánime de goces y sensaciones. Por un contraste difícil de explicar, las calles de Sevilla son, en lo general, las más estrechas, tortuosas y mal empedradas de Europa, al paso que las casas podrían disputar á las más bellas y ricas del mundo. La policía urbana compite en descuido y abandono, con el aseo y elegancia de los ciudadanos en el interior de sus mansiones. Éstas, embaldosadas de ricos mármoles, decoradas con exquisito gusto, son realmente la antítesis más perfecta del maldito empedrado de las calles, sus agudos guijarros, su desnivel y repugnante aspecto. Las fachadas sencillas y hasta pobres de las casas, contrastan igualmente con su cómodo interior; la uniforme blancura de las tapias desnudas de adornos, la sencillez de las rejas y balcones sólo disimulada con los tiestos y flores que los adornan, no permitirían adivinar las exquisitas labores, los lujosos atavíos que estas mismas habitaciones ostentan en su interior. Sería por demás el relatar aquí el intrincado laberinto de las calles ó callejuelas de aquella antigua ciudad; sus complicados giros y correspondencias, círculos y rodeos; su estrechez é irregularidad, que, si bien sirve á templar los ardores del estío y hacer grata su frescura al cansado paseante, concluye por desesperarle con su complicada eternidad. El hilo misterioso que condujo á Teseo en el laberinto de Minos, se quebraría acaso y enredara en el caprichoso giro de aquellas quinientas ó más calles anónimas, en las cuales los propios ciudadanos conocen sus casas solamente por tradición, sin que á nadie le sea dado señalarla con señas fijas, pues números y rótulos y demás indicaciones que en los demás pueblos señalan la vía al infeliz forastero, todo allí desaparece y se confunde ante la despiadada escoba impregnada de cal de Morón, que, día y noche agitada por manos profanas, barre y jalbega casas y monumentos, y mármoles y mosaicos, y entallados y arabescos. ¡La cal de Morón!.... He aquí el presente que la civilización moderna ha hecho á Sevilla; he aquí el tirano despiadado á quien parece cometida la obra fatal de borrar sus recuerdos, su historia y su poesía. — El transcurso de los siglos que han pasado desde la época de su grandeza, no ha causado en ella tan gran detrimento como la escoba niveladora, que manos impías han paseado, no solamente por calles y casas, sino también por los regios alcázares y asombrosos templos, que fueran por su delicada labor la gloria de los pasados y el oprobio de los presentes. Aun después de esta inmunda profanación, ¿quién podrá mirar con ojos indiferentes aquella grandeza y señorío del suntuoso Alcázar, cuyos elegantes patios, jardines y aposentos recuerdan la historia sanguinosa de D. Pedro I, sus criminales amores, atentados y tiranía? Aquí, en este regio salón adornado con mil caprichosas labores en el gusto arabesco, sostenido por elegantes columnas, hermoseado con mil vistosos colores, daba solemne audiencia á los enviados de los otros soberanos, que reconocían la férrea dominación del terrible monarca de Castilla. Más allá, en aquella sala baja que da salida al patio llamado de las Muñecas, ejercía sus sangrientas venganzas, que alcanzaron hasta sus propios hermanos; en aquellos extensos y admirables jardines celebraba sus orgías con las Padillas y Guzmanes; desde aquella azotea dominaba la extendida ciudad que hacía temblar bajo sus pies. Hoy, de la magnífica pompa de aquel regio alcázar, sólo quedan algunos fragmentos mutilados y desfigurados.