XXII

Como recuerdo espectral, de esos que pintan y entonan la figura y voz de personas ausentes, perseguía D. Eustaquio al caballero, quien no podía menos de admirar la travesura del astuto aragonés. Habríale gustado penetrar el secreto de sus artimañas, sorprender entre sus ágiles dedos los hilos que manejaba; observar la sutil hipocresía con que se infiltraba en la sociedad que quería corromper. La llegada al arrabal de Pinondo, en Durango, donde se albergaron, borró aquellas impresiones, que no revivieron hasta el día siguiente por la tarde, en ocasión de, hallarse el caballero rendido de cansancio y un poco febril. Grande había sido el ajetreo de entregar y recoger mercancía; como unas quince veces recorrió cada uno la distancia entre el parador y el centro de la villa, sin que nada de particular les ocurriese. En retirada iban hacia su vivienda Quilino9 y Muno, atravesando por frente a los arcos de la parroquial de Santa María, cuando vieron salir de esta una luenga procesión con estandartes y cruces, seguidas de imágenes, y un concurso inmenso de fieles de ambos sexos, sin que faltaran cantores y un lucido cleriguicio. Movidos de la curiosidad, aproximáronse los dos arrieros, y confundidos entre la multitud pudieron admirar la devoción que en los rostros y actitudes de todo el gentío se manifestaba, y aun hubieron de sentirse influidos por la masa, que les atraía y les arrastraba sin que de ello se dieran cabal cuenta. En dos filas larguísimas iban con lento paso, a un lado y otro del palio, personas de clases diferentes: señores y pueblo, paisanos y militares, todos con vela encendida, agregando su voz a la salmodia de los curas. Sin fin de mujeres se agolpaban fluctuando, onda de paño negro y caras compungidas, y metían también sus desentonadas voces chillonas en el coro litúrgico. El acto tenía por objeto impetrar del Altísimo el remedio del mal humano, pidiéndole expresamente que pusiese fin a las discordias que hacían de su elegido Reino un campo de Agramante. Cada cual agregaría quizás de su cuenta las peticiones que creyera más prácticas, como la extinción del marotismo, o la ruina de Muñagorri y su canalla.

Observaba el arriero las caras que iban pasando, graves, mirando al suelo con beata compostura, y de pronto le dejó suspenso la presencia de D. Eustaquio de la Pertusa, que marchaba en la devota fila con vela y escapulario, emulando con los más celosos en devoción y recogimiento. Mas no podía sostener su papel de clavar en tierra las miradas, y las esparcía de rato en rato por la muchedumbre, sin quitar de ellas la expresión santurrona. Viole D. Fernando pasar cerca de sí, y Quilino, cogiendo del brazo a Muno, apartose de la procesión, abriéndose paso a fuerza de codazos, pues ya todo lo había visto y no le quedaba nada que ver.

Antes de llegar a Pinondo, la fiebrecilla que se le había presentado tomó más fuerza. Intenso escalofrío le corría por todo el cuerpo, y apenas podía tenerse en pie. Arreglado el mejor lecho que fue posible, en la cuadra donde todos dormían, se acostó el hombre, perseguido por el espectro de Pertusa con escapulario y vela, andando al compás de la procesión con devoto paso y actitud, y echando de soslayo sobre el gentío el rayo de sus sagaces ojuelos. Y si por el órgano de la vista se hallaba el buen caballero bajo la sugestión del Epístola, por el oído se le entraban los campanudos discursos de Videchigorra. No podía su voluntad librarse de ambas visitas espectrales: a Pertusa le tuvo en su retina toda la noche, y no cesaba de oír el insufrible moscardón, repitiendo su oratorio zumbido: «¿Qué pretende el corifeo de los libres? La dictadura, tras de la cual vendrá el satánico reinado de la diosa Razón... Pueblos engañados por el masonismo, despertad, venid... Carlos os abre sus brazos amantes; Carlos pío, Carlos soberano, a todos perdona. Su Reino es la paz, el dogma, la obediencia».

Pasó la noche intranquilo, apeteciendo bebidas frescas y azucaradas. Urrea le arropó cuidadoso, dándole de beber a menudo, y se mantuvo a su lado vigilante. Sin descabezar un sueño hallose al siguiente día más despejado, y durmió algunos ratos, descansando así de la visión de Pertusa como de las retóricas de Videchigorra. Pero al caer de la tarde, hallándose solo en la cuadra, ya invadida por la penumbra, se creyó nuevamente víctima de su delirio... ¿Cómo podía ser esto si los sentidos del enfermo gozaban de suficiente despejo para no confundir las impresiones mentirosas con las reales? El individuo que vio acercarse a su lecho humilde no era una engañosa imagen, sino el propio Epístola, en su natural ser, todo vivacidad, agudeza y travesura.

«No se me esconda, Sr. D. Fernando -le dijo cauteloso, bien seguro de que nadie le veía-. Le conocí en la procesión, a pesar del bien dispuesto disfraz. Un poco difícil me ha sido después dar con usted; pero guiado por mi olfato finísimo, ya lo ve... he descubierto a mi hombre».

Creyó Fernando de malísimo augurio semejante encuentro, y habría dado cualquier cosa de valor por que el Epístola que veía fuese creación de la fiebre. Sintió impulsos de agarrar el palo que próximo al lecho tenía, y ahuyentar a garrotazo seco la importuna imagen, por desgracia muy real; pero luego estimó peligroso este procedimiento, por el escándalo que ocasionar podría. Dejó pasar un rato; y mientras el entrometido aragonés se despachaba a su gusto con demostraciones de cordial amistad y respeto, discurrió qué resortes emplearía para librarse de él, o por lo menos para alejarle sin comprometer el incógnito riguroso que quería guardar.

«Mire, D. Eustaquio -le dijo-, si cree usted que yo vengo en esta traza con algún fin de intriga política, se equivoca grandemente; y como me contraríe y me salga con alguna necedad que estorbe mis planes, sepa que no lo sufro, pues no soy hombre que se deja burlar por el primero que llega. Yo le aseguro que si no me guarda las consideraciones que debe a mi persona y al disfraz que he tomado, por motivos y razones que nada tienen que ver con el carlismo, yo le aseguro, repito, que si no se conduce usted, con respecto a mí, como si no me hubiera visto, le haré entender lo que es discreción y delicadeza, en caso de que me convenza de que no lo sabe».

-¡Pero, D. Fernando, si yo...! No se sulfure, óigame...

-No tengo que oír nada. Usted es quien tiene que andar con tiento, pues al menor descuido le meto una bala en el cráneo y me quedo tan fresco.

-¡Pero, señor, ilustre señor... si no me ha dejado explicarme! ¿Cómo puede suponer que yo me acerco a usted con intenciones que no sean leales, y con todo el respeto que usted se merece? Por Dios, devuélvame su estimación, que en un momento de desvarío parece negarme. Créame, señor: no me ha pasado por el magín que se haya usted puesto en esa facha para fines y enredos políticos; eso se deja para los desdichados que no tienen qué comer, como un servidor... En cuanto le vi a usted, mi finísimo olfato y mi penetración, que nunca fallan, me dijeron que el Sr. D. Fernando anda en estas comedias por cuestión de amores. Con esta idea, créalo, hallé fácil explicación a su presencia en Durango... ¡Como que esperaba verle a usted por acá, cambiado de rostro y vestimenta! He aquí la razón de haberle reconocido al primer golpe de vista.

-Pues ya que su penetración por esta vez ha dado en el clavo, pues de amores se trata y por amores vengo, suspendamos aquí la conversación, y váyase por donde ha venido, que yo en mis soledades vivo, y con ellas me basta para lo que me propongo. Sea usted discreto y déjeme.

-¿Está bien seguro, señor, de que no me necesita?

-Segurísimo.

-Piénselo, piénselo, y si en ello se confirma, me retiraré con la promesa y palabra que doy de respetar fielmente su secreto. Pero yo confío en que un poco de reflexión le convencerá de que puedo serle de grande utilidad en su empresa, por no decir aventura.

-Paréceme que no, Sr. D. Eustaquio. Nada puede usted hacer en obsequio mío.

-¿Ni aun allanarle algún camino... decirle lo que ignora, señalarle el punto donde encontrará el cazador la res en cuyo seguimiento viene?

Los ojuelos penetrantes del Epístola turbaron a D. Fernando, que no supo ya en qué actitud ponerse, ni si tomar o no en serio el orden de ideas a que el astuto aragonés quería llevarle. Picado de la curiosidad, y no queriendo ser menos agudo que su interlocutor, le dijo:

«Agradeciéndole sus buenos deseos de servirme, debo manifestarle que sus informaciones llegan tarde, pues ya sé todo lo que me conviene saber».

-En ese caso, señor mío, nada tengo que añadir, sino que me perdone lo que creerá oficiosidad. Si usted sabe dónde ha de encontrar a la dama, el cómo y cuándo de poder verla y hablarla, resulto, en efecto, inútil... No obstante...

-¿Qué?...

En el colmo de la confusión, y viéndose en un terreno desconocido, D. Fernando no sabía qué postura tomar. Pertusa, atravesándole con su mirar fino, prosiguió así:

«Permítame que le haga una pregunta: ¿la vio usted ayer tarde en la procesión?».

Afirmándose en el nuevo terreno, que aún no conocía, Calpena respondió con intención capciosa: «Sí, señor, la vi».

-Iba con Doña Prudencia. D. Sabino formaba en la fila, dos cuerpos delante de mí.

-Todo lo observé, sí señor -aseguró Don Fernando haciéndose cargo del nuevo terreno a que su destino le traía, por mediación de aquel diabólico sujeto-. ¿Para qué tengo yo los ojos en la cara, Sr. D. Eustaquio?

-Naturalmente: lo que no ven los ojos de un enamorado no lo ve el mismo sol. ¿Y sabe usted también la residencia de la hermosísima Doña Aura?

-Sí, hombre, sí... ¿Cree usted que yo he venido aquí a perder el tiempo?

-Pues si todo lo sabe, no soy un amigo útil, sino un visitante fastidioso, y con la venia del Sr. D. Fernando me retiro.


Mirándose un rato en silencio, rivalizando los ojos de uno y otro en penetración y picardía; y como Pertusa repitiese su ademán de retirarse, le agarró Calpena por el faldón, diciéndole: «Aguárdese usted un rato... Deje que me levante... Estoy un poco enfermo; pero no es nada... puedo salir... Hablaremos en la calle... aquí no conviene». Vistiose presuroso el caballero; dio algunas vueltas por la estancia y las cuadras próximas para cerciorarse de que no le observaban sus compañeros de arriería, y echose a la calle precedido del aragonés. Ya era de noche.

«Vámonos por estos callejones -dijo el caballero guiando-, que no nos conviene encontrar gente conocida, y hablaremos... Pues sí, Sr. de la Pertusa, si usted me descubre el nido de ese lindo pájaro, practicará una de las obras de misericordia: enseñar al que no sabe».

-¿No decía yo que podría serle de gran utilidad? Al fin me salí con la mía. Por lo que veo, usted supo que la familia reside en Durango.

-Eso sí... pero ignoraba...

-Su casa. Ahora mismo vamos allá; pero tomémoslo con calma, que es lejos, al otro lado de la población, en el barrio de Curuciaga.

-Aunque sea en el fin del mundo, vamos allá.

-Pues sí, D. Fernando: cuando le vi a usted, mi primera idea fue suponer que venía con algún intríngulis político. Hoy por hoy, conspiran aquí hasta las piedras... Después me acordé de haber visto a Doña Aura, y dije: «No, no: este viene a la querencia antigua... Es natural».

-Que desde lo de Peñacerrada no se tiene de él noticias buenas ni malas. Está loco. ¡Miren que meterse a guerrear en la partida o división de Zurbano!... No me sorprenderá que venga el mejor día el relato de su muerte.

-¿Se supo por Iturbide que Zoilo se batió en Peñacerrada?

-Sí, señor, por Pepe Iturbide, que se pasó a los alaveses, y con ellos estuvo hasta que su padre y los amigos le cogieron y se le llevaron a Bilbao.

-Muy bien. Dígame otra cosa: ¿trata usted a D. Sabino Arratia?

-¡Anda!... somos amigos. Y pues no debo escatimar a usted mi confianza para merecer la suya, le diré... Sé que hablo con un caballero, y que mis informaciones quedarán entre los dos.

-Hágase usted cuenta de que habla con esa pared.

-Pues D. Sabino es de los que ha logrado traer a la devoción de mi Causa...

-Paz y fueros...

-Bajito, que aquí cada pedrusco es una oreja. D. Sabino es mío, y no quiere más que el acabamiento de esta estúpida guerra, y que se vaya Isidro a que le mantenga el Rey de Francia.


-¿Entra usted en casa de D. Sabino?

-No, señor: nos hemos visto y hablado en casa de un amigo común, también de los de acá.

-¿Qué otras personas de la familia de Arratia, a más de Aura y Prudencia, están aquí?

-Ninguna más. El venirse a Durango es por averiguar el paradero de Zoilo, pues se dijo que había caído prisionero en una acción que se dio el mes pasado en la parte de Campezu o de Contrasta, no estoy seguro.

-¿Y trajeron acá los prisioneros?

-Algunos... Pero entre ellos no ha parecido Zoilo.

Interrogado acerca de Ildefonso Negretti, si era difunto o había sanado de sus trastornos de cabeza, nada pudo contestar D. Eustaquio. En esto, atravesaron todo el pueblo, y pasado un camino campestre entre paredes de piedra seca, franqueando después un llano pantanoso, en el cual vieron dos lóbregos edificios y una iglesia negra, cuya espadaña se recortaba sobre el cielo azul estrellado, llegaron a Curuciaga, barrio compuesto de dos docenas de casas esparcidas entre huertas, prados y arroyos. La noche era serena y fría, y sobre todos los objetos extendía el relente una humedad glacial. Embozado en su manta, D. Fernando sentía calor, y el corazón le palpitaba furiosamente. Parándose, Pertusa le dijo: «¿Ve usted esta tapia con portalón? ¿Ve usted más allá, dentro del espacio cerrado, el cuerpo alto de una casa grandona? Pues aquí viven, y ahora están cenando. Por esta otra parte se ve la luz del comedor... Allí, allí están... Pero que no se le pase a usted por las mientes llamar ahora, ni... En fin, como ignoro sus intenciones, no sé qué debo aconsejarle... No hemos venido, pienso yo, más que a explorar el terreno, a conocer las posiciones del enemigo, el grado de resistencia de la plaza... ¿No es eso?».

Completamente abstraído, cual si no viviera ya su espíritu en este mundo, D. Fernando no decía nada, y por los dos hablaba el otro. La viveza y locuacidad del aragonés se anticipaban a las ideas del que parecía privado del don de la palabra. Las miradas, el alma toda del caballero, se anegaban en aquel iluminado espacio cuadrangular, ventana de un aposento donde había personas vivientes, pues había luz. Y aquellas personas, que él a una sola redujo, la soberana persona fundamental, ¿qué haría, qué diría, qué pensaría?