XXI

De su arrobamiento le sacó el amigo Echaide, y salieron arreando para Peñacerrada. Llevaban, en sentido contrario, el mismo camino que había recorrido con las niñas en el éxodo de Oñate. ¡Cómo recordaba su travesía en el carro, y las escenas de Salvatierra, el encuentro con Serrano, la batalla con el Jabalí, la herida, y por fin Aránzazu con sus habitaciones de mendigos y el humilde sepelio del pobre D. Alonso! La vieja historia se le presentaba página por pagina, como un libro repasado al revés.

En Aránzazu les cogió la Noche Buena, y allí la celebraron entre amigos, que de Echaide lo eran algunos de los leñadores en las ruinas aposentados. Pudo enterarse Calpena del bienestar que todos debían a las generosas niñas, y aunque algo habló de esto con sus huéspedes, no quiso darse a conocer ni repetir la triste historia. Cenaron y bebieron alegremente arrieros y leñadores, y Santo Barato, hombre sin semejante para toda fiesta y bullanga, cantó villancicos en castellano y en vascuence, y bailó la jota y el aurresku con mozos y mozas de Aránzazu, en medio de grande algazara. Aun en aquellas alturas apartadas del trajín social se oía el resoplido de la profunda revolución de la Causa, signo indudable del cansancio del País, y de las ganas que tenía de sacudirse tanto parásito militar, frailesco y político.

La primera parada después de Aránzazu fue en Mondragón, donde Echaide tenía parientes, una prima hermana casada con el sacristán de la parroquia, otro primo albéitar, y muchos y buenos conocimientos. Era el sacristán hombre muy leído, se sabía de memoria las Gacetas carlistas, y estaba al tanto de cuanto pasaba en las regias Cortes, empezando por la del legítimo. Apostólico furibundo, abominaba, como el Obispo de León, de los generales de anteojo y compás, y en ellos veía el trastorno y ruina del Reino. Hablaba campanudamente buen castellano, con ínfulas y tonillo de orador, y creía que la única imperfección del régimen absoluto era no tener Cámaras. Con buenas y sabias Cámaras, que debían ser presididas por un Obispo, y sujetas al rigor dogmático, podrían los hombres de estudios ilustrar las cuestiones; y el Rey desde su real tribuna lo oiría todo, conservando la libertad de hacer lo que le diere la real gana, que para eso era ungido de Dios.

Bueno: pues mientras cenaban Echaide y los suyos en casa de los primos con cierto aparato de limpieza y mejor comida que de costumbre, disfrutando de tenedores y hasta de mantel, se lanzó Videchigorra, que tal era el nombre del sacristán, a unas pomposas peroratas que, con ser enteramente hueras, no cuadraban a la rusticidad de su auditorio. Calpena le oía con afectada admiración, y el orador observaba en el rostro de él, como en un espejo, los efectos de su elocuencia. Entre tanta hojarasca, algo hubo de encontrar Quilino7 que no le estorbaba para su conocimiento total de las cosas públicas y de la guerra. Era en verdad peregrino que, habiendo estado en Logroño tan cerca del hombre que en aquel tiempo movía los hilos del retablo político, no se hubiese enterado de la representación dirigida por él a la Reina, documento que alborotó a España toda. Pero en la soledad de la Fombera, ¿quién había de informarle de cosas tan graves, como el mismo General no lo hiciese? Sofocado ya del derroche oratorio, mas sin perder su hinchada serenidad, Videchigorra decía: «Si hay revolución en nuestro Reino, no es floja zaragata la que han armado los corifeos de allá. Ahí tenéis al espadón de los libres echando a la titulada Gobernadora un memorial sedicioso, irreverente, que no es más que la voz de su enojo contra Narváez, por si le dan o le quitan el mando de cuarenta mil pistolos, los cuales no han cogido el titulado fusil con otro objeto que desbaratar la preponderancia del rotulado Conde de Luchana... ¿Qué es esto? Celos y envidias, señores; verdadero furor masónico por la dominación. ¿Qué vemos ahí? El nefando progreso, negación de Dios; el execrable culto de la Libertad, negación de la Virgen... ¿Qué quiere el apócrifo General y Conde de engañifa? Pues quiere la dictadura militar; quiere ser Atila, señores, el azote del género humano, y venirse luego acá con la guillotina, la Convención, el culto de los dioses paganos y la libertad de la imprenta. Espartero, bien lo veis, impone su autoridad a Doña Cristina, y le disputa el gobierno de las facciones de Madrid, las tituladas Cortes, Ministros, Oficinas y Arbitrios. El masonismo quiere tener en una mano las arcas reales, y en otra los soldados que con engaño y violencia defienden el falso Trono... Quiere por medios infernales derribar el Trono verdadero, que se apoya en el lábaro, y traernos el imperio del error y del materialismo... Pues si por el lado político no es floja la revoltura de los idólatras de la Constitución, por el lado militar van de capa caída, y no tardarán en recibir el golpe de gracia. No negaré que hemos tenido algún tropiezo, como el de Los Arcos, que debió ser gran victoria y no lo fue por la ineptitud de un Maroto; pero nosotros al gran triunfo de Morella podemos añadir orgullosos el que ha logrado, no lejos de Caspe, el invicto entre los invictos, el Macabeo de España, D. Ramón Cabrera, neto Conde del Maestrazgo. Supisteis, y si no, ahora lo sabéis, que en los campos de Maella protegió de tal modo el Señor las armas de nuestros leales, que, a este quiero, a este no quiero, hasta que se hartaron de matar no dieron paz a los sacros fusiles y a las cortantes bayonetas. En la refriega cayó muerto el corifeo que les mandaba, un titulado General Pardiñas, que gozaba fama de temerario, y los prisioneros fueron mil y cuatrocientos. Quedó el campo de Maella empapado en sangre de cristinos y cubierto de cadáveres, en lo que se vio clara la mano del Altísimo y su protección a la divina bandera de D. Carlos. Nuestra Generalísima merece mayores homenajes y devociones más pías que la que le tributamos. Adorémosla, reverenciémosla; no apartemos su imagen de nuestro pensamiento, ni su amor de nuestros corazones. Seamos macabeos, seamos valerosos y píos, hasta dar cuenta de la hidra, señores, de la bestia masónica y atea. Y pues hemos cenado en paz y gracia de Dios, juntándonos en esta honrada casa, vosotros humildes y sencillos, como los apóstoles, yo más ilustrado que vosotros, yo que os supero en conocimientos, mas no en fidelidad al Rey ni en entereza para defenderle; pues hemos cenado con bendición y hasta con cierto regalo, recemos ahora el rosario santísimo, para que Dios nos mantenga en su gracia y en la pureza de nuestra fe.

«Amén», dijo Echaide sacando el rosario, y amén repitieron Quilino y los demás, preparándose al acto religioso, tan favorable a una buena digestión.

No se vieron libres los pobres trajinantes, a la hora del descanso, de un nuevo chaparrón oratorio del Sr. Videchigorra, que furioso les siguió a la cuadra para contarles picardías mil descubiertas por los agentes de la Superintendencia de policía. Astutos emisarios del masonismo se habían introducido en el campo carlista, sembrando la discordia con escritos infames, con falsificadas epístolas, en que se suponían tratos y contubernios de los leales con la rebeldía de Madrid. El diablo andaba suelto y con más cara de paz, que le servía para engañar a muchos incautos. Enmascarados de fueristas venían también los prosélitos de Muñagorri, titulándose nuncios de paz. ¡Buena paz nos dé Dios! En su delirio habían concebido el diabólico plan de robar la persona augusta de D. Carlos en Azcoitia, sorprendiéndole con un centenar de hombres osados que de Fuenterrabía se embarcarían para Guetaria, y de este puerto se precipitarían sobre la residencia real en la obscuridad y silencio de la noche. ¿Pero qué había de hacer Dios más que desbaratar proyecto tan sacrílego? Bastole al Señor producir entre los infames regicidas una confusión semejante a la de Babel, de modo que cuando se congregaban en Fuenterrabía para poner en práctica la villana idea, viéronse de súbito imposibilitados de comunicarse sus pensamientos, porque querían decir una cosa y decían otra, y las palabras no salían nunca conforme a la voluntad, sino expresando lo contrario de lo que esta disponía. Y hombre hubo además que, creyendo hablar vascuence, resultaba expresándose en lengua tudesca o polaca, cosa en verdad inaudita, prodigio sublime con que el Señor justiciero anonadó a los enemigos de su causa.

«Amén», murmuró Echaide, casi dormido.

Roncaban ya estrepitosamente los demás, con excepción de Quilino, que le paró los golpes con una tirada de bostezos, sobre los cuales trazaba la señal de la cruz. Con esto, Videchigorra se retiró, según dijo, a escribir una carta urgente, y allá dentro se le sentía charlando con su mujer. Durmiose el fingido arriero hasta media noche, en que se levantó para dar aguas a las bestias y aparejarlas, pues querían salir de madrugada; y hallándose en este trajín, vio que por el patio adelante, bien iluminado por la luna, avanzaba como fantasma la flexible figura del parlero sacristán. Tembló el pobre mozo. «Pues eres tú -le dijo el fantasma- el único que está despierto, a ti confío mi encargo. Es una carta, hijo; una carta de grandísimo interés, que entregarás en Durango en la propia mano del señor a quien va dirigida. ¿Sabes leer? ¿Sí? Pues entérate bien del sobrescrito, y que se te grabe en la memoria el nombre de uno de los más entusiastas defensores de la Religión y del Rey, D. Eustaquio de la Pertusa. No será malo que añada para tu gobierno las señas del tal sujeto: talla mediana, color moreno, edad próximamente como la tuya, ojos pequeños y sagaces. Y para satisfacción tuya y mía, agrego que en ese señor verás a uno de los que con más ahínco se consagran a la persecución de intrigantes y al descubrimiento de las perfidias que nos consumen; hombre tan piadoso como valiente y leal, que daría su vida por el Rey, como la daríamos tú y yo si necesario fuese... porque... te diré... óyeme».

Por quitarse de encima la nube dio Quilino8 su palabra de entregar la carta en propia mano, y apartose todo lo que pudo, prefiriendo la sociedad de los burros a la de los oradores. Mas no le valió su esquivez, porque el otro se le fue encima, brincando por sobre dornajos y montones de escombros, y le acometió ferozmente con este metrallazo: «Los que no tengan fe, váyanse con Maroto; los que duden, pónganse faldas y dedíquense a las faenas mujeriles...».

En esto llegó Echaide, que fue pararrayos de Calpena, porque sobre él descargó la nube, sin que pudiera defenderse con el rosario, por no ser ocasión de ello. Partieron al fin de madrugada, y a la salida, por el camino de Elorrio, fue con ellos el hablador, arreándoles con el látigo de su palabra. Recomendoles que mirasen bien con quién hablaban, y que no se dejasen tentar de ningún intrigante; que no acogiesen papeles impresos, y que si a sus orejas llegaban las chinchirrimáncharras de algún pacífico fuerista neto, lo pusiesen en conocimiento de la autoridad. No tuvo Echaide más remedio que desenvainar el rosario, y Santo Barato, hombre poco sufrido y de malas pulgadas, empezó a recoger pedruscos con la idea de abrirle el camino del cielo, por un martirio semejante al de San Esteban.

Dejándole atrás, le vieron hablando con un árbol, hasta que pasaron dos mujeres, y de parola con ellas se volvió a Mondragón. Ya muy adelantados en el camino, Echaide, quedándose atrás con Quilino, le dijo: «Nos guardaremos de dar esa carta del primo Videchi, que, como has visto, tiene en la cabeza un molinillo, y no piensa ni dice más que disparates. Conozco a ese Pertusa, que es uno que anda en enredos de los fueristas netos pacíficos; otro más agudo y metidillo no lo hay acá. Ha engañado al pobre Videchi haciéndole creer que trabaja por lo impostólico. Todos esos tunantes hacen juego doble, y se fingen lo que no son para trabajar por lo suyo, que es hacer tabla rasa de estos pequeños reinos y mandar a D. Carlos a tomar aires. La carta de Videchi no es más que una lista de los netos de Mondragón, y otra de los ojalateros, que allí son pocos, y explicaciones de lo que tiene cada uno y de lo que vale. Debemos, pienso yo, no dar el papel, que nos pondría en el compromiso de hablar con ese Pertusa, mequetrefe muy entrometido que querrá entrar en confianzas para curiosear. Andémonos con tiento, hijo. Nosotros a nuestro trajín, a nuestros burros, a la buena con todos, sin que nadie pueda decir que quitamos o ponemos. Dame la carta, y yo me encargo de echarla en el buzón de la eternidad.

Pareciole muy juicioso a Calpena el acuerdo de su amigo y jefe; mas desprendiéndose del encargo, no pudo apartar de su mente en todo aquel día y la siguiente noche la imagen del condenado Epístola.