XI

Agotada la preciosa colección de cartas que un Hado feliz puso en manos del narrador de estas historias (lo que no ha sido flojo alivio de tan rudo trabajo), su afán de proseguirlas, revistiendo de verdad la invención y engalanando lo verdadero, oblígale a lanzarse otra vez por valles y montes, ojeando los acontecimientos y las personas, que de unas y otros da pingüe cosecha la España de aquellos días. Favorecido de otro Hado benéfico, de los muchos que andan entre gente de pluma, tuvo la suerte de adquirir en su primera salida conocimientos muy útiles, y allá van del magín al papel, comenzando por la noticia bien comprobada de que hasta principios de Marzo no pudo abandonar Calpena la hospitalaria esclavitud de los señores de Socobio en Vitoria, por no permitir salida más temprana la convalecencia del capellán, que sólo en aquella fecha se presentó segura. En un buen coche, con escolta de los dos criados, bajaron a Miranda, donde sólo se detuvieron algunas horas. Después de celebrar breve plática con D. Leopoldo O'Donnell, que mandaba la fuerza; de repararse de alimentos y dejar en la cárcel un recado verbal, por mediación del presbítero Bonifacio Cebrián, primo de Sabas, partieron para Briviesca, donde estaba concertado el encuentro con la señora condesa de Arista, que venía de Madrid. No consta la fecha exacta de la extremada felicidad de la madre y el hijo al verse juntos de hecho, aunque ya por el pensamiento y el amor lo estaban muy estrechamente; pero ello fue algunos días antes de la festividad del glorioso Patriarca San José. Y como el más lerdo puede imaginar, cual si las viera, las ternuras, la hermosa efusión del encuentro de aquellas almas, se omite la descripción prolija del suceso. Fernando reconoció en su madre la dama ilustre, amorosa, inteligente, tal como su viva imaginación la construyera; Pilar le había visto como al escondite, en teatros y sitios públicos, el año de Mendizábal; mas viéndole ya sin miedo, y teniéndole tan seguro en sus brazos, por larguísimo rato le apretó en ellos con rígida fuerza, como si temiera que se le quitaran. En el agraciado rostro de Pilar de Loaysa, la huella de las penas y ansiedades largo tiempo sufridas concordaba las facciones con la edad; pero en el cuerpo y talle salían burlados los años, pues por mucho que se quisiera estirar, los cálculos no podían pasar de los treinta. De la dignidad, nobleza y elegancia de su porte, cuanto se diga sería pálido. Voz y modales declaraban la mujer de alto nacimiento. «¿Recuerdas haberme visto alguna vez?» -preguntó a Fernando.

-Sí: una vez, una noche, en el teatro del Príncipe.


-Es verdad. Hacían los Hijos de Eduardo. ¿Y tú...?

-No sospeché, no... Recuerdo haber dicho: «¡Qué elegante señora!...». Usted me miró un momento con los gemelos, nada más que un momento... Yo la miré con los míos largo rato. Entró en el palco mi entonces jefe, el gran D. Juan Álvarez...

-¿Por qué no me tuteas?

-Porque, con su permiso, el tutear a las personas mayores me parece irrespetuoso. No todas las modas novísimas me convencen.

Este breve diálogo y el decir D. Pedro, elevando al cielo las palmas de las manos, que aquel era el día más feliz de su vida, fue una suave transición desde la escena de ternura a la espléndida comida que se les sirvió en el parador de Briviesca. Traía la Condesa cuatro individuos de servidumbre, de los cuales tres pertenecían al sexo fuerte, y un mediano cargamento de baúles y cajas. En lo restante de aquel día y parte de la noche, no dieron D. Fernando y Pilar paz a las lenguas, ávidos de la comunicación verbal, que por primera vez gustaban, y que les resarcía de las reservas y discreciones que impone la escrita. El gesto, el signo, la sonrisa, la expresión de ojos y boca, eran para entrambos nuevo lenguaje que estrenaban con delicia. No se saciaban, no veían el fin de su charla seria, festiva, grave, infantil. Durmieron tranquilamente, y al siguiente día tempranito partieron, por Oña, a Medina de Pomar, con la buena compañía de un tiempo primaveral que estimulaba el regocijo de sus corazones. Entraron en la ilustre villa al caer de la tarde, ocupando una de las mejores casas del Condestable, Duque de Frías, arrendada por Pilar desde principio de año, y ya con todo esmero provista de cómodos muebles y de cuanto han menester las personas hechas a la vida regalada. Con los criados que desde Febrero estaban allí y los que acompañaron a la Condesa, el caserón tomó prontamente aspecto de señoril morada, sin que nada faltase en ella. Las primeras visitas fueron las de Maltrana y D. Beltrán, que no cabía en su pellejo de alborozado y vanaglorioso. Poco tardó en presentarse Valvanera con sus niñas, y no hay para qué decir que el besuqueo y las ternezas no tenían fin. Quince o más días duraron aquellas satisfacciones, y tan del gusto de Pilar era la compañía del viejo Urdaneta, que al despedirse los Maltranas, le retuvo en su palaciote, con mucho gusto de él y de D. Fernando. Forzoso era que este partiese al cumplimiento de obligaciones que se había impuesto, y en las cuales hubo de confirmarse, previo el asentimiento de su buena madre, que una y otra vez le repitió estas memorables expresiones: «Hijo mío, yo te privé de la voluntad en una época de revolución; pero te la he devuelto. En ti resigno toda autoridad; tu corazón grande a ti y a mí nos gobierna. Confío en Dios, que apartará de tu cabeza todo mal».


Convinieron en que D. Pedro no le acompañaría, por el quebranto, no bien reparado aún, de su salud endeble, y se agregó a la servidumbre de D. Fernando un criado antiguo de la casa de Cardeña, al cual Pilar trajo consigo; hombre muy para el caso, honrado y valiente como buen guipuzcoano, del propio Eibar, fuerte como un oso, leal como un perro, muy corriente en lengua éuskara, y conocedor de la topografía del país, así como de toda Navarra y alta Rioja. Llamábase Juan Urrea, que quiere decir el oro, y había servido en los estados aragoneses de Arista y Javierre antes de pasar a la guardería de la Encomienda, famoso coto de la casa ducal cerca de Madrid. Pilar fiaba en sus cualidades, que realmente eran oro puro, y en su poder muscular, semejante a la virtud del acero. Retirose a Villarcayo el criado de Maltrana, y D. Fernando salió con Urrea y Sabas, dejando en Medina el coche, que más bien les servía de estorbo en los caminos que habían de emprender. Triste se quedó la de Arista en su caserón; pero confiada en la buena estrella de su amado hijo, sobre cuya cabeza veía y sentía la bendición del cielo, juntándose para fortificar esta confianza el amor y la fe. D. Beltrán y D. Pedro extremaban los recursos sociales para distraerla, y a los pocos días le mandó Valvanera, en compañía del mayordomo de la casa y del cura de Medina, a su hija Nicolasita, para mejor asistencia en la soledad de la noble señora.


Llegado que hubo el caballero a Miranda, se personó en el alojamiento de O'Donnell y allí se estuvo dos largas horas; salieron juntos, regresaron con otro señor que parecía como anfibio, entre paisano y militar; la siguiente mañana se la pasó D. Fernando midiendo repetidas veces con sus pasos la distancia entre la cárcel y el Ayuntamiento, y entre este y la Comandancia militar, acompañado en estas correrías por el diligente padrito Cebrián, pariente de Sabas. Durillo estaba el empeño en que puso toda su energía el Sr. de Calpena; mas tanto pudo al fin su constancia, su abnegación, y en algunos puntos del via crucis su largueza, que al fin, a las seis de la tarde del 4 de Abril entró en la cárcel de Miranda, con la orden a raja tabla para que el alcaide pusiera en libertad a los presos Zoilo Arratia y José Iturbide. Era un caso, no nuevo, de las corruptelas de la justicia en tiempo y país de guerra; mas el caso suele acontecer aquí en tiempos y territorios de paz. Achaque es este del favor, forma del milagro administrativo, sustituto de la razón así para el mal como para el bien.

La entrada de D. Fernando en el calabozo donde materialmente se pudrían en mísera inanición dos seres humanos, fue por demás patética. «¡Eh!... Iturbide, Arratia -dijo al franquear la puerta, seguido del calabocero y del curita-, están ustedes libres. ¡Al fin!... Más vale tarde que nunca».

Iturbide saltó del suelo, en que yacía como un ovillo, y exclamó abriendo los brazos: «¡Jesús, Jesús mío!». Zoilo, tumbado como un tigre moribundo, rugió palabras ininteligibles. No se enteró de lo que oía: su actitud era de estupor soñoliento, casi de idiotismo. Por la reja entraba bastante luz solar para que Calpena pudiera ver la frente y mejillas del bilbaíno despellejadas por sus propias uñas, el desvarío de su mirada, la demacración de sus facciones. Hubo de atender a Iturbide, que atacado de loca alegría se hincó a sus pies besándole las manos.

«¿Es usted... ese D. Fernando? Le esperábamos... Nos dijo el padrico que usted nos sacaría... Zoilo juraba que no... Yo confiaba en Dios... y en usted, D. Fernando de mi alma».

-Fuerte bromazo, ¿verdad? ¡Cinco meses!

-¡Cinco siglos, señor!...

-¿Y qué ha dicho la ley?

-¡La ley...! Esa puerca indecente, ¿qué ha de decir? Aquí han entrado los ministriles a preguntarnos cosas que no sabíamos, y a enredarnos en mil trampantojos... Tan pronto éramos desertores como ladrones en cuadrilla. Y papeles van, papeles vienen. Preguntar a Bilbao, preguntar a Burgos... Ya ni sabíamos qué declarar; y si mentíamos, malo; si decíamos la verdad, peor. Hemos estado en el infierno antes de morirnos, y bendito sea el ángel de Dios que nos ha sacado, bendito mil veces.

-Díganme... ¿qué ángel sacó al compañero de ustedes, el Epístola?


-Un señor militar que no conocemos. Entró y dijo: «Pertusa, ven», y nada más. Nos quedamos solos Arratia y yo.

-¿Y nadie ha mirado por estos dos pobres mártires?

-Por estar padre baldadito, vino un amigo de casa; pero nada pudo conseguir. Llegó luego D. Sabino, el padre de Zoilo, con un rimero de cartas para generales, clerigones de acá y de allá, y después de andar de Herodes a Pilatos, como un loco, se fue en busca de Van-Halen, que está no sé dónde, y de D. Santos San Miguel, a quien se habrá tragado la tierra. Un mes hace que D. Sabino se despidió de nosotros, hecho un mar de lágrimas, diciendo: «volveré pronto», y esta es la hora que no le hemos visto. Si usted no nos salva, creo yo que aquí nos habríamos muerto de rabia y miseria.

Zoilo, en esto, se había puesto en pie con no poca dificultad, arrimándose a la pared y miraba con espantados ojos a los tres sujetos allí presentes. No creyó D. Fernando que era ocasión de mayores explicaciones dentro de aquel insalubre, odioso recinto, y cogiendo a Zoilo por un brazo, dijo: «Aquí no hacemos nada. Vámonos fuera». Dejose llevar el bilbaíno sin proferir palabra. La impresión del aire, la viva luz de la calle, abatiéronle de tal modo, que no pudo tenerse en pie y cayó como cuerpo muerto. Urrea y Sabas, que en la puerta aguardaban, cogiéronle en brazos y le llevaron al alojamiento de su señor, en una de las mejores casas de la calle principal. Iturbide, ansioso de vivir, animalizado por el hambre, devoró los primeros alimentos que se le presentaron. Zoilo fue colocado en el propio lecho de Calpena, donde no hacía más que dar vueltas, morderse los puños y proferir expresiones obscuras, que ya parecían rencorosas, ya de piedad o desconsuelo. Gran parte de la noche, su aspecto y actitud fueron de un animal herido. Cayó por fin en profundo sopor. Durmiose D. Fernando en la propia estancia, sobre un duro canapé, y a la madrugada, despertado súbitamente por la torcedura de cuello y los dolores que su angosto lecho le producía, sintió rebullir a Zoilo y creyó que lloraba.

Así era, en efecto. Le observó, acercando a su rostro el candil que había quedado encendido, y en tono campechano, de amistosa reprensión, le dijo: «Sr. Arratia, paréceme que las tres de la madrugada no es la hora más propia para llorar. Más cuenta le tendría comer algo, pues desde que salió de la cárcel no ha entrado en su cuerpo ni un buche de agua... Qué, ¿no me contesta...? Bueno: pues yo me voy a dormir a otro cuarto, y llore usted todo lo que quiera... Mire: sobre aquella mesa hay un buen trozo de cordero asado que, aunque frío, está muy sabroso, y pan y vino superior. Elija entre vaciar de lágrimas el cuerpo, o echarle el sustento que ha menester. Yo no he de ponerme más gordo ni más flaco por lo que usted coma... Qué, ¿no contesta y vuelve la cara?... Pues le aseguro que no tengo ningún interés en que usted viva... Cada uno hace de su vida lo que le place... Bueno: ahí se queda. Yo me voy...».

Ya salía, cuando Zoilo le cogió por el faldón, deteniéndole suavemente, sin mirarle. De pronto se incorporó, diciendo con voz opaca: «Señor, yo lloro de rabia... de rabia contra mí mismo... Sepa usted que soy hombre de un querer muy fuerte, y cuando quiero una cosa, la quiero tanto... que por la fuerza de mi querer, sucede. ¿Me entiende?».

-Explíquese mejor, amigo.

-Pues libre estoy rabioso, como rabioso estuve preso, porque no me ha salido la cuenta. Yo quería la libertad; pero quería que me la diese otro, no usted... Y quería que no hiciera caso de la carta que le escribí... Este era mi querer fuerte, fuerte, como todo querer mío... Y luego resultó lo contrario: que no me sacó otro, que me sacó usted, que hizo caso de mi carta, que se olvidó de nuestras ofensas... y por eso estoy furioso, señor, porque no me gusta equivocarme, porque no me he equivocado nunca... y porque ahora me encuentro que, siendo usted mi salvador, tengo que quererle, y no quiero, no quiero...

-¡Oh!, eso es mortificarse vanamente, pues a mí me importa poco que usted me quiera o no. Si le agrada el tenerme rencor, porque así lo siente, téngalo en buen hora; si piensa que busco el agradecimiento, se equivoca. A nada está usted obligado conmigo. Y libre queda el hombre para querer quererme, o para querer lo que más le acomode. Ea, que yo necesito descansar. Ahí se queda usted con sus quereres y sus rabias, y puede elegir, a su libérrimo querer, entre la comida que allí tiene y el comerse sus propios puños. Abur, amigo, y hasta mañana.

Sin añadir una palabra ni esperar respuesta, se retiró D. Fernando a otra estancia, donde pudo dar algún descanso a sus molidos huesos.