Veinte días en Génova: 06

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Veinte días en Génova de Juan Bautista Alberdi
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Prosperidad material de los Estados sardos. -Ilusiones y engaño de los proscriptos. -Mazzini, sus amigos; estado de los ánimos en punto a la revolución política. -Anarquía y división de los espíritus, sentimientos y costumbres en Italia. -Mejoras y trabajos materiales. -Código civil. -Cuestiones a él referentes. -Movimiento general de la Europa hacia la codificación. -Alusiones personales a los señores Badariotti y Mossoti.


He presentado los grandes rasgos o lineamentos que constituyen la fisonomía administrativa del reino de Cerdeña. Si en el cuadro que acabo de trazar resaltan los caracteres de un sistema regular de administración y gobierno, yo puedo asegurar, que en la realidad de los hechos lo he visto manifestarse con colores todavía más halagüeños y animados. Yo no he conocido país donde el orden público y los beneficios de un sistema estable y permanente de cosas se ofrezcan con colores más brillantes. Evidentemente allí no existe la libertad política, pero si algo hay en la tierra que sea capaz de consolar de la ausencia de este inestimable beneficio, yo creo que los Estados de Cerdeña lo poseen en el más alto grado. Sé ciertamente que no soy la persona más apropiada para pronunciar un fallo de esta naturaleza. Bastaría quizás para desnudarme de la competencia que quisiera atribuirme, el recordar que pertenezco a países donde la libertad y el orden apenas comienzan a ensayar sus instituciones. Pero he visto otras pertenecientes a lo más adelantado de la Europa, y creo poder ensalzar los establecimientos sardos, sin que mis opiniones parezcan parto de un espíritu mal preparado.

Tal vez no ha contribuido poco a que yo fuese impresionado de una manera tan agradable por las instituciones de Génova y Piamonte, la idea lúgubre que sobre el estado de estos países había recibido de las apasionadas pinturas, que los proscriptos italianos han hecho en los últimos tiempos. He visto, pues, que mis pobres amigos, los republicanos, estaban engañados. ¡Ay! ¡Y cuándo no está engañado el proscripto! Los que rodamos fuera de la patria caemos a menudo en el presuntuoso error de creer que el país nos llora ausentes, como nosotros vivimos suspirando por sus perdidos goces; sin reflexionar que a él, ingrato, nunca le falta un hombre para reemplazar a otro, en tanto que no hay sino una patria para el desterrado; y es la que marcha hacia delante, rejuvenecida, curada de sus dolores y hasta de sus desdichadas simpatías por los hijos que no recuerda ya.

Yo he encontrado a los amigos políticos de Mazzini, en Génova, curados completamente de su fiebre revolucionaria y absorbidos por ocupaciones materiales de interés privado. La memoria de Mazzini es cara a todos sus paisanos, pero no hay uno que fuese capaz de sacrificar una hora de reposo al logro de las miras del brillante demagogo. Sus ideas son estimadas como perteneciendo al dominio de la poesía política; se estudian por vía de pasatiempo o entretenimiento intelectual. A pesar de los rigores de la censura, los escritos de Mazzini circulan y se leen en Génova. Yo me hallaba en Italia, cuando su padre, respetable médico de Génova, fue noticiado de la quiebra de una casa de comercio, en que tenía colocado a interés el valor de 50 mil francos, destinados a la subsistencia de su ilustre y desgraciado hijo. Este tribuno, tan popular entre los genoveses, es apenas conocido de los más liberales jóvenes de Piamonte. Tal es la distancia moral que separa unas de otras estas poblaciones que no obstante forman un solo reino. Si la Italia es un país incoherente y mutilado, el reino de Cerdeña, en sí mismo, no lo es menos. En vano el Congreso de Viena se propuso hacer, con un decreto de cuatro pueblos, un pueblo único: Niza, Génova, Piamonte y Saboya, son como fueron y serán eternamente, cuatro familias distintas y antipáticas. He aquí un hecho muy significativo para demostrar el estado de desmembración que domina a los pueblos de la Península; si a un hombre del pueblo preguntáis, ¿dónde es Italia? -es más allá, aquí no es, os contestará inmediatamente. Los genoveses y piamonteses, en efecto, no se creen italianos; dicen que Italia es la Toscana; así, se les oye decir, cuando van a este país, que van a Italia.

Por lo demás, es menester viajar con los ojos cerrados para no conocer que en Italia se opera un movimiento de transformación y engrandecimiento material, que más o menos tarde deberá necesariamente acabar por otro en las ideas políticas y sociales. Al presente, no hay una sola de sus ciudades que no muestre al lado de la vieja edificación otra flamante y más numerosa que se acrecienta rápidamente. Un camino de fierro debe estar acabado a la fecha, destinado a poner en contacto a Trieste con Milán, partiendo desde Venecia. Este trabajo ha excitado la emulación del comercio de Génova, que emprendía a su vez otro entre esta ciudad y Milán. Hoy, como en la época en que M. Chateaubriand hacía su viaje a Oriente por Italia, sus caminos ordinarios superan en limpieza y consistencia a los de Francia. Dependiente su destino político, más que de sus privados esfuerzos, de la suerte general de la Europa, se puede decir que camina a la par con ella; y su aptitud no hará faltar ciertamente el día, un poco distante es verdad, en que haya sido dada la señal de la general emancipación.

Entre los trabajos que recomiendan al actual soberano y contribuyen al engrandecimiento de la monarquía sarda, se debe contar indudablemente el de su codificación civil, criminal y mercantil. Carlo Alberto posee ya la gloria de haber escrito su nombre al frente de un código civil sardo. Napoleón aprendió del emperadorJustiniano el secreto de inmortalizar un nombre sin el auxilio del bronce ni del mármol; y ciertamente que la soberbia fundición de la Plaza de Vendôme y el arco que se alza a una extremidad de los Campos Elíseos, no irán más lejos en la posteridad, que el monumento de sus cinco códigos, más firme que los monolitos egipcios. Esta verdad parece haber llegado a ser trivial entre los actuales monarcas de Europa, pues se ha visto que se daban códigos civiles los distintos Estados de Italia, la Austria, la Prusia, la Bélgica, los cantones de la liga Helvética.

Es verdad que no siempre se halla dispuesto un pueblo para emprender trabajos de esta naturaleza. Con ocasión de la codificación civil de los pueblos germánicos, se agitó esta cuestión, a principios de este siglo, entre los jurisconsultos más notables del Rhin, y el famoso Savigny hizo ver los peligros que había en acometer el trabajo de legislar civilmente a un país, en que la ciencia extensamente cultivada, no había generalizado vastamente sus verdades y hecho populares sus teoremas. Se citó el ejemplo de la Francia, habituada a las fuertes discusiones, por el movimiento intelectual ocurrido en dicha nación durante los tres últimos siglos; poseyendo la capacidad de redactar sus textos, con la preciosa claridad y concisión, que exige el estilo de la ley, a favor de una literatura nacional altamente cultivada; y teniendo los libros de un Cujacio, un Domant, un Pothier, sobre todo, para colocar en la mesa de los miembros del Consejo de estado del emperador. Todos estos motivos han sido, sin embargo, impotentes para contener la propensión generalizada entre los estados europeos a darse códigos. Hay, pues, algo de inevitable y fatal en esta marcha de la legislación civil, que quizás se explica por lo que sucede de análogo en la materia constitucional y política. Los pueblos, en efecto, que se han visto impelidos a tomar parte en el régimen moderno de organización política, no han esperado a tener siglos de cultura mental para escribir sus constituciones. En apoyo de este instinto de los nuevos Estados, pudiera citarse el ejemplo de la España misma, que se dio el código de las partidas, cuando todavía ni había acabado de formar su lengua.

Para salir del conflicto, los Estados que han querido darse códigos, han tomado por norma el que se presentaba como más completo, -el Código Civil francés. Bien o mal elegido el modelo, parece que no han podido menos que hacerlo así; y que así tendrán que proceder cuantos Estados aspiren a dar a su legislación civil una forma homogénea, clara y económica. La Italia, esta patria del derecho civil, ha sido la primera a entrar por esta senda, ¿qué otra cosa podrán hacer los países gobernados por copias del derecho civil romano? La Italia, pues, recibiendo de manos de la Francia el mismo derecho civil que esta Francia debe a la Italia, no ha cambiado el fondo de su antigua legislación; sino que consiente y se somete a un cambio de forma, que es una necesidad de la presente civilización, de la sociedad y de la justicia misma. Otro tanto, pues, habrá de sucedernos a nosotros el día que queramos entrar en el camino, por donde ha marchado la moderna codificación europea.

Sin embargo, como en él se encuentran pasos acertados que merecen el honor de la imitación, y escollos que se deben evitar, yo he creído que no perdía el tiempo que consagraba al examen de la situación y marcha que en los Estados de Cerdeña, ha seguido y tiene la cuestión de su codificación interior. He aquí, pues, el producto de mis pesquisas, según informes inmediatos con que he sido favorecido por abogados del más alto mérito, al frente de los cuales me haré un honor en mencionar al Sr. Badariotti, sujeto respetable en Turín, como jurisconsulto y como abogado. La acogida que me dispensó fue demasiado generosa, para que yo rehúse este homenaje de gratitud a su memoria, a pesar de la enorme distancia que nos separa. El Sr. Badariotti es autor de muchos artículos insertos en la Revista de Jurisprudencia de Turín; está al cabo del progreso de la ciencia en Francia y Alemania, donde se cita su nombre con respeto en una Revista de derecho publicada en Heidelberg. Es modesto como todos los italianos que he tratado, habla de las faltas de la legislación de su país con un desprendimiento que obliga al extranjero a respetarla por lo mismo. Reunía además para mí la preciosa circunstancia de ser íntimo amigo del señor Mossoti, mi maestro de física experimental en Buenos Aires, y hoy profesor de matemáticas sublimes en la Universidad de Pisa. En sus manos tuve el placer de ver cartas recientes de este sabio, que acaba de ilustrar su nombre por la invención de una fórmula algebraica, que le pone a la par de los más eminentes matemáticos de Europa. He visto respetuosas referencias a su nombre, en las actas de la Academia de las Ciencias París. Un cierto sentimiento de gratitud me hace entrar en estos detalles, que por otro lado serían agradables si llegasen a leerse por los jóvenes del Río de la Plata.