I

Algunos días después de ser nombrado catedrático de una Universidad provincial, Hipólito Sergueievich Polkanov recibió un telegrama de su hermana, que residía en una finca de su propiedad en un distrito forestal apartado.

El telegrama decía lacónicamente:

"Mi marido, muerto. Ven, por Dios, en seguida Isabel."

Aquella llamada ansiosa impresionó a Hipólito Sergueievich de un modo desagradable, deshaciendo sus planes y turbando su tranquilidad. Había decidido pasar el verano en una aldea, con uno de sus compañeros, trabajando en la preparación del curso que había de explicar en la Universidad, y de pronto se veía obligado a renunciar a aquel proyecto y a marcharse a más de mil verstas de Petrogrado y de la ciudad adonde había sido destinado como profesor, para consolar a una mujer que había perdido a su marido, con el cual, según sus propias cartas, distaba mucho de ser feliz.

Hacía cuatro años que no había visto a su her- mana; se escribían muy de tarde en tarde; desdehacía tiempo sólo mantenían esas relaciones de pura fórmula, tan usuales entre dos parientes, separados por la distancia y por la diferencia de intereses.

El telegrama había evocado en su memoria la imagen del marido de su hermana. Era un hombre apacible, grueso, amigo de la buena mesa y que sabía beber; tenía la cara redonda, cubierta de una red de venillas rojas, y los ojos, pequeños y alegres; el izquierdo solía guiñarlo picarescamente, con una sonrisa de contento; se divertía cantando, con una pronunciación francesa deplorable:

"Regardez par ci, regardez par lá."[1]

Hipólito Sergueievich experimentaba un sentimiento extraño al pensar que aquel compadre había muerto; pues tenía la convicción de que las personas triviales suelen vivir largos años.

Su hermana manifestaba una condescendencia semidespectiva para las flaquezas de su marido. Como mujer inteligente, comprendía la mutilidad de lanzar flechas contra una piedra. Seguramente, la muerte de su marido no la habría entristecido mucho, y, sin embargo, no era posible negarse a ir a verla. Además, Hipólito Sergueievich se dijo que podría trabajar allí como en cualquier otra parte.

Decidió partir, y dos semanas después, una calurosa tarde de junio, fatigado por un viaje, a caballo, de cuarenta verstas, desde el puerto fluvial a la aldea donde vivía su hermana, sé hallaba sentado ante ella, en una terraza que daba al jardín, y saboreaba el té.

Junto a la balaustrada se alzaba un verde muro de lilas y acacias. Los rayos oblicuos del sol, atravesando su follaje, temblaban en el aire como finas cintas de oro. Sombras, semejantes a encajes, cubrían la mesa, sobre la que había servidos diversos fiambres. El aire estaba impregnado del olor de los tilos, de las lilas y de la tierra húmeda calentada por el sol. Resonaba en todo el jardín la algazara de los pájaros. De cuando en cuando, una abeja empezaba a girar, zumbando, por encima de la mesa, y, valiéndose de una servilleta, que agitaba en el aire, Isabel Sergueievna la echaba al jardín.

Hipólito Sergueievich había tenido tiempo de observar que su hermana no estaba muy dolorida por la muerte de su esposo.

Ella le miraba con ojos escrutadores, y, al hablarie, le ocultaba algo, sin poder disimular.

Acostumbrado a imaginársela entregada completamente al cuidado del hogar y quebrantada por las discordias conyugales, Hipólito Sergueievich esperaba encontrarla pálida, nerviosa. Y contemplando su rostro oval, ligeramente tostado por el sol, sereno, plácido, animado por el brillo inteligente de sus hermosos ojos claros, pensaba, con alegría, que se había engañado.

Escuchándola, se esforzaba en adivinar lo que le ocultaba.

—Yo estaba preparada—decía ella, con su voz tranquila, que en sus notas altas tenía una bella vibración. Desde el segundo ataque hemipléjico, se quejaba casi diariamente de punzadas en el corazón, y de insomnio. Estaba nervioso, grita—ba... La víspera fué de visita a casa de Olesov..un propietario de la vecindad... un coronel retirado, borracho y cínico, atormentado por la gota... A propósito, tiene una hija que es un tesoro... Ya la conocerás.

—Si no puede evitarse...—dijo Hipólito Sergueievich, mirando, sonriente, a su hermana.

¡No lo pienses! Viene con mucha frecuencia... y ahora es de esperar que venga con más frecuencia aún—respondió ella, sonriendo también.

—¿Busca novio? Yo no puedo encargarme de ese papel.

Isabel Sergueievna miró fijamente el rostro oval, delgado, con una perilla negra aguda y una ancha frente pálida, de su hermano.

—¿Por qué dices eso? Yo hablo a la buena de Dios, sin segunda intención y sin ningún propósito respecto a Olesova... Ya lo comprenderás tú mismo cuando la conozcas... ¿Pero tú no piensas casarte?

—Por ahora, no—respondió él brevemente, alzando los ojos, de un gris claro y un brillo acerado.

Sí—dijo Isabel Sergueievna, pensativa—. A los treinta años es demasiado tarde, y al mismo tiempo demasiado pronto, en un hombre, para casarse.

Hipólito Sergueievich veía con complacencia que su hermana no seguía hablando de la muerte de su marido. Pero ¿por qué le había suplicado tan ansiosamente que fuera?

—Hay que casarse a los veinte años o a los cuarenta continuó ella. De esta manera se corre menos peligro de engañarse o de engañar al prójimo...; y si se le engaña, se le compensa, en el primer caso, con la frescura del amor; en el segundo caso... con la posición, que, de ordinario, es bastante sólida en un hombre de cuarenta años.

Le parecía al catedrático que, al hablar así, su hermana pensaba más en sí misma que en él, y no la interrumpía. Sentado en el sillón, la escuchaba con la cabeza echada atrás y respirando el aire perfumado.

—Te decía que la víspera estuvo en casa de Olesov... Naturalmente, bebió... Y ya ves...

La viuda movió tristemente la cabeza.

Me he quedado sola... aunque ya hace tiempo..., desde el tercer año de nuestro matrimonio, me sentía sola junto a él. Ahora me encuentro en una situación extraña. Tengo veintiocho años, no he vivido aún...; he estado, por decirlo así, atada a la persona de mi marido y de mis hijos...

Mis hijos murieron, y yo... ¿qué soy actualmente? ¿Qué debo hacer? ¿Cómo he de vivir?.... Yo hubiera vendido esta finca y me hubiese ido al extranjero; pero el hermano de mi marido me disputa la herencia, y quizá tenga un pleito con él. No quiero renunciar a mis derechos sin razones legales, que no veo en las pretensiones de mi cuñado. ¿Tú qué opinas?

—Ya sabes que no soy abogado—dijo él sonriendo. Pero, sin embargo, cuéntamelo todo. Veremos... Ese señor... el hermano de tu marido..te ha escrito?

—Sí, en una forma bastante grosera. Es un zascandil, arruinado, nada interesante. Mi marido no le quería, aunque ambos tenían no poco de común.

— Bueno, veremos!—dijo Hipólito Sergueievich, frotándose las manos con satisfacción.

Le complacía saber el motivo de la llamada de su hermana. Lo que no era claro, bien determinado, le ponía de mal humor. Ante todo, quería conservar el equilibrio de su alma, y si algo vago lo turbaba, sentía una angustia y una irritación que le impulsaban a aclarar lo más pronto posible lo que no comprendía, a adaptarlo a su espíritu y a olvidarlo.

—Hablando francamente—dijo con lentitud, sin mirar a su hermano, Isabel Sergueievna—. Esta pretensión estúpida me ha asustado. ¡Estoy tan cansada, Hipólito! Quisiera un poco de reposo... y nuevas inquietudes...

Exhaló un profundo suspiro, y, cogiendo una .

taza de té, continuó, en un tono melancólico, que irritaba un poco a su hermano:

—Ocho años de vida con un hombre como mi difunto marido creo que dan derecho a la tranquilidad. Otra mujer en mi lugar—con un sentimiento del deber menos desarrollado y menos escrupuloso hubiera roto hace tiempo tan pesada cadena, mientras que yo la he arrastrado hasta el fin, encorvada bajo su peso. ¿Y la muerte de los niños?... ¡Ah, Hipólito, si tú supieras cuán dolorosa ha sido para mí su pérdida!

El la miraba con una expresión compasiva; pero sus quejas no le conmovían. Su lenguaje, más propio de los libros que de quien habla a impulsos de un sentimiento profundo, no le gustaba. La mirada de los ojos claros de su hermana erraba de un modo extraño, sin detenerse nunca en un punto.

Sus gestos eran muelles, prudentes, y toda su persona daba una sensación de frío interior.

Un alegre pajarillo se posó en la balaustrada de la terraza, dió unos cuantos saltitos y se fué volando. Los dos le siguieron con la mirada y callaron unos instantes.

—Recibes visitas? ¿Lees algo?—preguntó el hermano, encendiendo un cigarrillo y pensando que sería muy agradable, en aquella deliciosa tarde, permanecer en aquella terraza, en silencio, er un cómodo sillón, escuchando el suave murmullo de las frondas y esperando la noche, que apagaría todos los ruidos y encendería las estrellas.

—Varenka viene algunas veces... de cuando en cuando me visita la señora Banartzeva... ¿Te acuerdas de ella? Ludmila Vasilievna... tampoco se lleva bien con su marido; pero... sabe consolarse... Mi difunto marido recibía muchos hombres; pero ninguno de ellos me inspiraba interés.

A ninguno se le podía hablar de nada serio. Los asuntos domésticos, los escándalos en los clubs, los últimos chismes, eran los únicos temas de sus conversaciones... Sólo uno... un tal Benkovsky, candidato al puesto de juez... joven y muy instruído... No te acuerdas de la familia Benkovsky?...

Espera, me parece que viene alguien...

—¿Quién? ¿ Ese Benkovsky?

Esta pregunta, no se sabe por qué, hizo reír a la viuda, que se levantó y dijo:

—¡No, es Varenka!

—¡Ah!

—Veremos lo que te parece. Aquí todo han sido victorias para ella. Pero desde el punto de vista espiritual es un verdadero monstruo. En fin, ya juzgarás por ti mismo.

—No tengo ningún interés declaró él con tono indiferente, repantigándose en el sillón.

—En seguida vuelvo—dijo Isabel Sergueievna saliendo.

Y si llega no estando tú?—preguntó él, inquieto. Te suplico que no te vayas. Prefiero irme yo.

—¡Pero si vuelvo al instante!—le gritó su hermana, al otro lado de la puerta.

El catedrático hizo una mueca de disgusto y siguió en su sillón, con los ojos fijos en el parque. Se oían, a cada momento más cercanos, el trote de un caballo y el rodar de un coche.

Ante sus ojos se alzaban, en largas hileras, añosos tilos, robles y castaños envueltos en las sombras del anochecer. Sus ramas, retorcidas, se entrelazaban y formaban en lo alto una bóveda espesa de olorosa verdura. Viejos, agrietados, con numerosas ramas tronchadas, parecían miembros de una gran familia viviente, íntimamente unida en sus aspiraciones al cielo y a la luz. Pero sus troncos estaban cubiertos de una espesa capa de musgo, y junto a las raíces de muchos de ellos crecían compactos matorrales, que absorbían su fuerza vital y eran la causa de que no pocas de sus ramas estuvieran secas y semejasen esqueletos.

Hipólito Sergueievich los miraba y sentía el deseo de dormirse allí, en el sillón, bajo la respiración del viejo parque.

Por entre los troncos y por entre las ramas se veían pedazos rojizos de cielo, y sobre el fondoluminoso del magno incendio vesperal los árboles parecían aún más sombríos y más agostados. A lo largo de la avenida que, partiendo de la terraza, se hundía en la lejanía obscura, movíanse lentamente sombras espesas. El silencio, a cada momento, era más profundo y sugería ensueños vagos. La imaginación de Hipólito Sergueievich, bajo el encanto de la tarde, perfilaba en las sombras la silueta de cierta conocida suya y veía caminar a su lado su propia silueta. Ambos se paseaban silenciosos, a lo lejos. Ella se apretaba contra él, y él sentía el calor de su cuerpo.

¡Buenas tardes!—dijo de pronto una voz llena y sonora.

El catedrático se levantó presuroso y miró alrededor, un poco confuso.

Ante él se encontraba una muchacha de mediana estatura, vestida de gris y tocada con algo blanco y transparente, como el velo de una novia. Esto fué lo único que vió en el primer momento.

Ella le tendió la mano.

—Hipólito Sergueievich, ¿no?—preguntó. Yo soy Olesova.... Sabía que usted llegaba hoy, y he venido para ver cómo es usted. No he visto nunca sabios... y no me figuraba que pudieran ser así.

La mano de Hipólito Sergueievich era fuertemente apretada por una manecita sólida y caliente. Un tanto confuso ante aquel ataque brusco e inesperado, saludaba en silencio, curioso contra sí mismo por su confusión. Estaba seguro de que, al poner en ella los ojos, vería pintada en su semblante una coquetería vulgar. Pero la miró, y vió unos ojos grandes y obscuros que, sonriéndole con sencillez y con afecto, iluminaban su lindo rostro. Recordó haber visto un rostro parecido, noble, de una sana belleza, en un viejo cuadro italiano: la misma boquita, de apetitosos labios; la misma frente, comba y ancha; los mismos desmesurados ojos.

Con su permiso... voy a decir que nos traigan luz. Tenga usted la bondad de sentarse—dijo.

No se moleste usted! Estoy aquí como en mi casa—respondió ella, sentándose en el sillón que él ocupaba.

Hipólito Sergueievich, en pie junto a la mesa, frente a ella, la miraba en silencio y pensaba que aquello no era correcto y que debía decirle algo.

Pero ella hablaba por los dos, sin que su mirada la cohibiese poco ni mucho. Le preguntaba cómo había hecho el viaje, si le gustaba el campo, si permanecería mucho tiempo allí. El contestaba lacónicamente, y pensamientos vagos cruzaban por su cabeza. Se sentía aturdido como por un golpe, y en su espíritu, siempre sereno, ponían una repentina confusión sentimientos arrebatados y caóticos. La admiración que le inspiraba la muchacha luchaba en él con el enojo que experimentaba contra sí mismo, y a la curiosidad se oponía algo muy parecido al miedo.

Mientras tanto, la muchacha, bella y desbordante de salud, sentada frente a él, reclinada lánguidamente en el respaldo del sillón, muy ceñido el vestido a su cuerpo y dibujando las magníficas formas de sus hombros, le decía, con su voz sonora, de notas imperiosas, cosas baladíes, de las que suelen decirse en una primera conversación: Sus cabellos castaño obscuro, bellamente rizados, eran más claros que sus cejas y que sus pupilas. En su cuello moreno, cerca de la oreja rosada y transparente, se estremecía la piel, acusando el rápido curso de la sangre por las venas. Cuando su sonrisa mostraba la albura de sus dientecillos, se formaba un hoyuelo en el centro de su barbilla. En cada pliegue de su ropa había algo inquietante y tentador. Su nariz, un poquito corva, y sus dientecillos, que brillaban tras los labios carnosos, tenían un no sé qué de rapaces. Su actitud, de una encantadora sencillez, recordaba la gracia de los gatos mal educados.

Le parecía al catedrático que su ser se había dividido en dos partes: una, que se entregaba al influjo de aquella belleza carnal y la admiraba servilmente, y otra, que veía lo que pasaba a la primera y no tenía poder alguno sobre ella. Hipólito Sergueievich respondía a las preguntas de la muchacha, y le hacía él otras a su vez, sin fuerzas para apartar los ojos de aquel rostro lleno de atractivo. Había llegado a aplicarle, mentalmente, el calificativo de real hembra, y, mentalmente también, se burlaba de su entusiasmo; pero su ser permanecía dividido en dos mitades.

Al cabo, su hermana apareció en la terraza.

¡Qué pícara es!—exclamó—. ¡Yo buscándola por ahí, y ella aquí, tan tranquila!

—Le he dado la vuelta al parque.

—Bueno, os habéis conocido?

—¡Vaya! Yo creía que Hipólito Sergueievich sería, por lo menos, calvo.

—¿Quieres té?

—Sí, tomaré una taza.

Hipólito Sergueievich se apartó un poco, y, deteniéndose ante la escalera que conducía al parque, se pasó la mano por la cara y los dedos por los ojos, como si se limpiara el polvo. Le daba vergüenza haberse dejado llevar del entusiasmo, y no tardó en suceder a la vergüenza cierta irritación contra la muchacha. Se decía que toda aquella escena no había sido sino un asalto cosaco, para conquistar un novio, y quería demostrarle que le era del todo indiferente su belleza provocativa.

—Dormiré aquí, y me quedaré mañana todo el día le dijo la muchacha a Isabel Sergueievna.

—¿Y tu padre?—preguntó la otra con asombro.

—Ahora tenemos en casa a la tía Luchitsky y le cuida ella... Ya sabes que papá la quiere mucho...

—Perdóneme usted—dijo secamente Hipólito Sergueievich. Estoy muy cansado y voy a descansar un poco.

Saludó y salió.

Debía usted haberlo hecho hace rato!—oyó, al irse, aprobar a Varenka.

Aunque en tal exclamación sólo había buena voluntad, él la reputó hipócrita y falsa.

Le habían destinado la habitación que servía de despacho al difunto marido de su hermana. En medio, ante un sillón de roble, había un pesado y vulgar escritorio. Ocupaba casi por entero la longitud de una pared un ancho sofá turco, y se adosaban a la otra un harmonio y dos armarios librerías. Algunas butacas tapizadas, una mesita de fumar, junto al sofá, y otra, de ajedrez, completaban el mobiliario. El techo, de escasa elevación, estaba ennegrecido. En las paredes se veían algunos grabados y pinturas en vulgares marcos dorados. Todo era viejo y burdo y despedía un olor desagradable.

Sobre la mesa había una gran lámpara, con pantalla azul, cuya luz se proyectaba en el pavimento.

Hipólito Sergueievich se detuvo junto a aquel círculo luminoso y, sintiendo una vaga angustia, miró las dos ventanas de la habitación.

Tras ellas, en las sombras del anochecer, se destacaban las siluetas obscuras de los árboles.

Abrió ambas ventanas, y el perfume de los tilos en flor llenó el cuarto; luego, se oyó una risa franca y alegre.

Le habían hecho la cama en el sofá, del que sólo ocupaba un poco más de la mitad. La miró un momento y empezó a quitarse la corbata; pero instantes después empujó, con un movimiento brusco, el sillón hacia la ventana y se sentó, mal encarado.

La angustia vaga que sentía, turbaba su alma y le irritaba. Rara vez estaba descontento de sí mismo; pero, cuando lo estaba, su enojo no era muy intenso ni muy prolongado y sabía dominarlo. Tenía la convicción de que un hombre debe y puede comprender sus propias emociones y desarrollarlas o anularlas a su gusto. Cuando se hablaba en su presencia de la complejidad misteriosa de la vida psíquica del hombre, se sonreía, irónico, y calificaba tal complejidad de puramente imaginaria. Y a la sazón, no podía menos de confesarse contrariado; emociones extrañas agitaban su ccrazón.

Se preguntaba: "Es posible que el encuentro con una muchacha linda y fuerte, probablemente muy sensual y de no muchas luces, haya ejercicido sobre mí tal influencia?" Y tras un examen minucioso de sus impresiones de aquel día, se veía forzado a contestar afirmativamente. Sí; así era. Y todo se debía a que su espíritu no estaba preparado para aquel encuentro, a que estaba muy cansado, a causa del viaje, y en un estado insólito de propensión a las quimeras, cuando apareció la muchacha.

Estas reflexiones le calmaron un poco, y se representó a Varenka en toda su magnífica belleza impoluta. Con los ojos cerrados y aspirando nerviosamente el humo de su cigarrillo, la admiraba. Pero al mismo tiempo hacía mentalmente su crítica.

"Al fin y al cabo, es una mujer vulgar—pensaba. Hay demasiada sangre y demasiados músculos en ese cuerpo esbelto, y muy poquitos nervios. En su rostro cándido no ciega el fulgor de la inteligencia, y el orgullo que brilla en sus ojos audaces, obscuros y profundos, no es sino el de una joven convencida de su belleza y halagada por la admiración de los hombres. Mi hermana dice que consiguió triunfo sobre triunfo... Naturalmente, tratará de vencerme a mí también. Pero yo he venido a trabajar y no a hacer tonterías.

No tardará en comprenderlo"...

"Parece que pienso demasiado en ella... Por lo menos, pienso demasiado para no haberla visto más que una vez"—se dijo de pronto.

Tras la arboleda se elevaba el disco enorme, escarlata, de la luna. Sondeaba las tiniebla:

como el ojo de un monstruo, parido por la noche negra. Llegaban de la aldea ruidos vagos.

Bajo la ventana, en la hierba, se oía de vez en cuando un leve roce: probablemente un topo o un erizo salían a cazar. Cantaba un ruiseñor.

La luna caminaba lenta cielo arriba, como si tuviera conciencia de lo fatal de su carrera y estuviese atrozmente cansada.

Hipólito Sergueievich tiró por la ventana el cigarrillo apagado, se levantó, se desnudó y apagó la lámpara. Las tinieblas invadieron la estancia.

Los árboles parecieron aproximarse a las ventanas para curiosear. Dos cintas de luz lunar, pálide todavía, aparecieron en el suelo.

Los muelles del sofá lanzaron un gemido bajo el peso del catedrático, que estiró las piernas, al halago de la frescura de las sábanas, y se quedó inmóvil boca arriba. Pronto estuvo medio dormido, y, al través de su somnolencia, oyó unos leves pasos bajo la ventana y una voz muy queda que decía:

—María... estás ahí?

Y sonriendo, acabó de dormirse.

Por la mañana le despertó la viva luz del sol que invadía la estancia. En sus labios se dibujó una sonrisa provocada por los recuerdos de la tarde anterior y de la muchacha. Entró en el comedor a tomar el té, cuidadosamente vestido, serio, grave, como cuadra a un sabio. Pero al ver que sólo su hermana se hallaba sentada a la mesa, exclamó involuntariamente:

—¿Dónde está...?

La sonrisa maligna de su hermana cortó la pregunta en sus labios. Calló, y se sentó. Isabel Sergueievna examinó detenidamente su traje, y siguió sonriendo, sin hacer caso de sus cejas fruncidas. Aquella sonrisa significativa le enojó.

—Se levantó hace mucho rato—le dijo la viuda. Hemos estado ya en el río a bañarnos. Ahora estará en el jardín y no tardará en venir.

—No omites detalle—dijo él, sonriendo—. Te agradeceré mucho que mandes abrir mi equipaje.

—¿Y sacar las cosas?

—No; eso, no. Lo haré yo mismo; de lo contrario, me lo desarreglarán todo. Te he traído bombones y libros.

—Gracias. Eres muy amable. ¡Aquí está Varenka!

La muchacha apareció en el umbral de la puerta, vestida con una ligera bata blanca, cuyos pliegues le caían desde los hombros hasta los pies.

Aquella bata le daba un aspecto infantil.

Parada en la puerta, preguntó:

— Me han esperado ustedes?

Y sin ruido, como una nube blanca, se acercó a la mesa.

Hipólito Sergueievich la saludó en silencio. Al estrechar su mano, notó un suave olor a violetas.

—¡Qué perfumada estás !—exclamó Isabel Sergueievna.

—No más que de costumbre. Le gustan a usted los perfumes, Hipólito Sergueievich? A mí me vuelven loca. Cuando hay violetas, las cojo todas las mañanas, después de bañarme, y las estrujo entre mis manos. Aprendí a hacer eso en el colegio... Le gustan a usted las violetas?

El catedrático bebía té y no la miraba; pero sentía fija en él la mirada de la muchacha.

—Si he de serle a usted franco, no he pensado nunca si me gustan o no—dijo secamente, encogiéndose de hombros. Pero la miró y no pudo contener una sonrisa.

Sobre la blancura de nieve de la bata, resaltaba la sonrosada belleza de su rostro, en el que los ojos reflejaban una alegría serena. De todo su ser se desprendía un no sé qué de salud, de frescura, de inconsciente felicidad. Estaba hermosa, como un claro día de mayo en el Norte.

—¡No lo ha pensado usted?—exclamó— ¿Cómo es eso? ¿No se dedica usted a la botánica?

¡Sí; pero no cultivo las flores!—replicó él lacónicamente.

Luego, al pensar que quizá su respuesta hubiera sido algo brutal, bajó los ojos.

Y no es lo mismo la botánica que el cultivo de las flores?—preguntó ella, tras un corto silencio.

La viuda prorrumpió en sonoras carcajadas. Su hermano, enojado, se dijo mentalmente, pensando en la muchacha:

"Sí; es poco inteligente." Sin embargo, al explicarle la diferencia entre la botánica y la floricultura, suavizó el veredicto:

no era tonta, sino ignorante. Escuchando su explicación, grave y luminosa, le miraba con ojos de discípula atenta, y eso le halagaba.

—Sí—dijo Varenka—. ¡Ya lo comprendo! ¿Y dice usted que es interesante la botánica?

—¿Cómo explicárselo a usted? Hay que considerar las ciencias desde el punto de vista de su utilidad contestó el catedrático suspirando.

"Decididamente—pensó—, no tiene el espíritu cultivado, lo cual es lamentable en una muchacha tan linda." Ella, pensativa, dando golpecitos con la cucharilla en el borde de la taza, le preguntó:

—¿Y qué utilidad puede haber en saber, por ejemplo, cómo crece la hierba?

—La misma que hay en conocer los fenómenos de la vida humana.

—El hombre y... la hierba!—sonrió la mucha cha. Acaso todos los hombres viven del mismo modo?

El se asombraba de que no le cansase conversación tan baladí.

—¿Como y bebo yo como los "mujiks"?—continuó ella gravemente, juntando las cejas—. ¿Viven como yo muchos hombres?

—¿Y cómo vive usted?—preguntó Hipólito Sergueievich, esperando que la pregunta cambiaría el tema de la conversación.

—Que cómo vivo yo?—exclamó la muchacha. ¡Muy bien!

Y cerró voluptuosamente los ojos.

—Me levanto muy tempranito, y si hace buen día, me pongo contentísima. Como si me hubieran regalado algc muy lindo y muy valioso con que yo soñase hacía tiempo... Luego, corro a bañarme. El fondo de nuestro río está lleno de fuentes frías. El agua está casi helada y parece que pincha en todo el cuerpo. En los sitios muy hondos me tiro de cabeza desde la ribera. ¡Paf! Se siente en todo el cuerpo como una quemadura...

Parece que se tira una a un abismo, y la cabeza le da vueltas. Luego, sale una a la superficie y ve el sol, que la mira riendo. Después del baño vuelvo a casa, a través del bosque, cogiendo flores, respirando hasta la embriaguez el aire campestre. En casa me espera el té. ¡Lo tomo ante un gran haz de flores... y ante el sol, que me mira!

¡Si supiera usted cómo amo el sol! Después comienza el día de trabajo, de preocupaciones domésticas... En casa todos me quieren, me comprenden y me obedecen, y todo va como una seda hasta el anochecer. Puesto el sol, salen la luna y las estrellas... ¡Todo esto es tan hermoso y siempre tan nuevo!... ¿Comprende usted? No sé explicarle a usted lo bella que es la vida; pero quizá usted no necesite que yo se lo explique, ¿verdad?... Usted comprenderá lo hermoso, lo interesante que es vivir...

—¡Claro!—respondió el catedrático, que de buena gana hubiera borrado con la mano la sonrisa fina e irónica del rostro fraterno.

Miró a Varenka, y no pudo menos de admirarla, toda estremecida por el ansia de trasmitirle su desbordante alegría de vivir.

—¿Y el invierno? ¿Le gusta a usted el invierno? Es blanco, sano, excitante, acuciante...

Un campanillazo brusco la interrumpió. Isabel Sergueievna llamaba a la doncella. Cuando acudió, presurosa, una muchacha alta, guapota, de ojos picarescos, le ordenó con acento cansado:

—¡Quite usted la mesa, Macha!

Y empezó a ir y venir, con aire preocupado, a través de la estancia.

Esto enfrió algo a Varenka, que alzó los hombros, como si quisiera librarse de un peso, y, ligeramente confusa, preguntó a Hipólito Sergueievich:

—No le aburro a usted con mi charla?

—¡Vamos! ¿Cómo puede usted decir eso?—protestó él.

—¿De veras que no? ¿No le he parecido a usted tonta?—insistió la muchacha.

Pero por qué?—exclamó el catedrático, asombrado él mismo de su acento caluroso y sincero.

—Soy salvaje... poco instruída—se excusó ella. Pero me alegro mucho de hablar con usted... porque es usted un sabio... y no como yo me lo había imaginado.

—¿Y cómo me había imaginado usted?

—Yo creía que no hablaría usted sino de cosas... muy sabias: por qué y cómo, éste es tonto, aquél debe ser así, todos son estúpidos, yo sólo soy inteligente, etc. El otro día llegó a casa un ccmpañero de papá... coronel, como papá, y sabio, como usted... Pero era un sabio miiltar... ¿cómo se llama eso?... de Estado Mayor, vamos... ¡Era tan orgulloso!... Estoy segura de que no sabía palabra de nada y se las echaba de sabio...

—¿Me imaginaba usted así, pues?—preguntó Hipólito Sergueievich.

Ella se turbó, se ruborizó y, levantándose bruscamente, echó a correr como una niña por la estancia, diciendo con voz alterada:

—¡Dios mío! ¿Cómo puede usted pensar eso?... ¿Me cree usted capaz?...

—¡Oíd, niños!—dijo sonriéndoles Isabel Sergueievna. Voy a dar órdenes... y os dejo bajo la protección de Dios.

Y se alejó, riendo, acompañada del fru—fru de las sayas.

Su hermano la siguió con una mirada llena de reproche, y se propuso afearle su modo de tratar a aquella muchacha, acaso falta de instrucción, pero, al fin, muy simpática.

—¡Tengo una idea!—exclamó Varenka de pron11 to—.¿Quiere usted que demos un paseo en bote? Llegaremos hasta el bosque, nos pasearemos un rato a pie y volveremos a la hora de almorzar... ¿Le gusta? Estoy tan contenta de que haga buen día... y de no estar en casa... Papá tiene otro acceso de gota, y yo me vería obligada a cuidarle. ¡Y es muy caprichoso, cuando está enfermo!

Asombrado de aquel franco egoísmo, él no aceptó en seguida la proposición, y cuando, per fin, contestó, "sí", se acordó de su decisión de mantenerse a distancia de la muchacha.

"Hasta ahora—se dijo—, no da el menor motivo para sospechar que pretenda conseguir un triunfo sobre mi corazón. En sus palabras podrá haber todo lo que se quiera, menos coquetería. Además, ¿por qué no pasar un ratito en compañía de una muchacha a todas luces... original?

—¿Usted sabe remar? ¿Mal, eh? No importa, remaré yo: ¡yo soy fuerte! Y el bote es muy ligero. ¡Vamos!

Salieron a la terraza, y de allí bajaron al parque. Junto a él, alto y delgado, ella parecía aún más pequeña y más gordita.

El le ofreció el brazo; pero ella no aceptó.

—¿Para qué? Hay más libertad en los movimientos no yendo del brazo. Además, es bueno cansarse.

El joven sabio sonreía, mirándola al través de sus lentes, y procuraba que sus pasos coincidiesen con los de ella, lo que le placía. El andar de Varenka era ligero y grácil; su bata blanca flotaba en torno de su talle, sin que los pliegues se moviesen. Una de sus manos sostenía una sombrilla, la otra accionaba con gentil soltura, mientras la muchacha elogiaba los alrededores de la aldea. Seguía él atentamente con la mirada los movimientos de aquella mano y de aquel brazo, desnudo hasta el codo, fuertes y tostados, cubiertos de una leve pelusilla dorada. Y de nuevo se despertaba en las profundidades obscuras de su alma una inquietud vaga ante no sabía qué. Luchando contra aquel sentimiento, se preguntaba qué fuerza le impelía hacia la muchacha. Y a tal pregunta respondía: la curiosidad, el deseo puro y sereno de admirar su belleza.

—¡Ahí tiene usted el río! Vaya y siéntese en el bote; yo voy por los remos.

Y Varenka desapareció entre los árboles, antes de que él pudiera preguntarle dónde estaban.

En el agua fría e inmóvil se reflejaban, boca abajo, los árboles. El catedrático se sentó en el bote y se absorbió en su contemplación. Aquellos espectros eran más bellos que los árboles reales que tendían en la ribera sus ramas retorcidas por encima del agua. Al reflejarse se ennoblecían, se borraba de ellos toda fealdad, se creaba en el agua una armoniosa fantasía, sobre un fondo de realidad vieja, ruinosa.

Admirando aquel cuadro fantástico, en medio de la calma de la mañana y al resplandor del sol, que no quemaba aún, respirando, a la vez que el aire, el canto de las alondras, llenas de alegría de vivir, Hipólito Sergueievich experimentaba un sentimiento completamente nuevo para él, un sentimiento dulce y acariciador de reposo, que halagaba, lánguido, el alma con su tendencia turbadora a comprenderlo todo y a explicarlo todo.

Una paz profunda reinaba alrededor, ni una sola hoja se agitaba en los árboles, y en aquella quietud se efectuaba la silenciosa creación de la naturaleza, seguía su callado curso la vida, siempre combatida por la muerte, pero invencible, y trabajaba sin ruido la muerte, atacándolo todo, pero sin triunfar nunca. El cielo azul brillaba con una belleza divina.

Sobre aquel fondo de hermosura, apareció, en el agua, una linda muchacha blanca, que sonreía dulcemente. Estaba allí, con los remos en las manos, cual invitando a un viaje de ensueño, muda, resplandeciente, como reflejada por el cielo.

El sabía que era Varenka que salía del bosque y veía que le miraba; pero no se atrevía a turbar aquel encanto con una palabra o con un movimiento.

—¡Es usted soñador!—exclamó, asombrada, la muchacha.

Entonces él apartó, con dolor, los ojos del agua y miró a Varenka, que bajaba lentamente hacia la orilla por una senda accidentada del jardín.

El dolor que experimentaba, al volver a la realidad, desapareció al punto, pues la muchacha, en realidad, era bellísima.

—¡Nunca le hubiera creído a usted capaz de soñar! Es usted tan grave, tan severo..., Usted se encargará del timón, ¿verdad? Iremos contra la corriente. Río arriba el paisaje es más bonito...

Además, es siempre más interesante ir contra la corriente; se mueve uno más, hace esfuerzos, tiene una sensación más intensa de la vida.

El bote, en el agua, empezó a balancearse con suavidad; pero una enérgica remada lo puso en seguida paralelo a la orilla, y un segundo impulso lo hizo avanzar rápidamente.

—No nos apartaremos mucho de la orilla montañosa, y así estaremos a la sombra—dijo ella, remando con ímpetu—. Lo que ocurre aquí es que la corriente es flojita... No es como la del Dnietre... La tía Luchitsky tiene una finca a orillas del Dnietre, y yo me he paseado por allí mucho en bote. ¡Qué corriente, Dios mío! ¡Es terrible! Le arranca a usted los remos de las manos... ¿No ha visto usted nunca la parte del Dnietre en que interceptan el río montones de piedras enormes.

—No.

—Yo atravesé una vez en bote ese terrible sitio. ¡Ah, qué gracia tuvo! El bote estuvo a punto de estrellarse... y yo estuve a punto de aliogarme...

—¡No le veo la gracia!—dijo gravemente Hipólito Sergueievich.

—Yo no le temo a la muerte... aunque amo mucho la vida. Acaso el otro mundo sea tan interesante como éste.

Acaso allí no exista nada—dijo él, dirigiendo a la muchacha una mirada curiosa.

—¡Cómo!—exclamó ella con convicción—. Allf también hay algo.

Estaba sentada frente al joven sabio, con los piececitos apoyados en una barra de madera clavada en el fondo del bote. A cada remada se echaba un poco atrás y, bajo la ligera tela de la bata, se dibujaba distintamente su pecho alto, erguido, trémulo, después de cada esfuerzo.

"No lleva corsé"—se dijo, bajando los ojos. Hipólito Sergueievich. Pero al bajar los ojos se fijó en las piernas de Varenka, que—apoyados los pies en la barra del fondo del bote—dejaba ver sus contornos hasta las rodillas.

"¡Se diría que se ha puesto adrede esa bata estúpida!"—pensó, irritado, alzando la vista a la montuosa ribera.

El parque se había quedado atrás, y el bote se deslizaba junto a una pendiente muy pina, en la que se veían rizados tallos de guisantes, anchas hojas aterciopeladas de melón y grandes discos amarillos de girasol, que se miraban en el agua.

La otra orilla, baja, llana, se extendía hacia los muros verdes del bosque, tapizada de espesa hierba, entre la que crecían flores azules, semejantes a ojos de niño que mirasen al bote. No mucho más allá, el río penetraba en el bosque verde y umbrío, como una hoja de acero.

— No tiene usted calor?—preguntó Varenka.

El la miró confuso; en la frente de la muchacha, bajo la corona de cabellos rizosos, brillaban gotas de sudor, y su pecho subía y bajaba anhelosamentetrito Perdóneme usted!—exclamó con acento conAdmirando la naturaleza, no he pensado... Debe usted de estar atrozmente cansada...

Tenga la bondad de darme los remos.

No, no! ¿Cree usted que estoy cansada? Eso es hasta ofensivo para mí. Ni siquiera hemos hecho dos verstas... No, no, siga usted en su sitio... No tardaremos en amarrar y entrar en el bosque.

La expresión del rostro de Varenka le dió a entender bien a las claras al catedrático que era inútil discutir. Encogiéndose de hombros con enojo, calló y pensó, irritado:

"Sin duda, me cree demasiado débil." —Mire usted el camino de nuestra finca—le indicó ella, señalando con la cabeza.

—De aquí a casa hay catorce verstas. En casa se está muy bien, mejor que en vuestra Polkanovka.

—El invierno también lo pasa usted aquí?

—preguntó él.

—¡Claro! Yo lo dirijo todo... Papá no puede ni siquiera levantarse de su sillón... Le pasean por las habitaciones...

—Debe usted de aburrirse atrozmente.

Por qué? Tengo muchísimo que hacer, y no tengo para ayudarme más que al viejo Nikon..un antiguo soldado, el ordenanza de papá. Es de mucha edad, y bebe también; pero es muy fuerte y muy trabajador. Los "mujiks" tiemblan ante él. Les pega. Un día los "mujiks", a su vez, le pegaron a él... y de firme. Nikon es en extremo honrado y un verdadero perro para papá y para mí. Le quiero mucho. Usted quizás haya leído una novela cuyo héroe es un oficial, el conde Luis Grammont. Este oficial tiene un ordenanza que se llama Sadi—Koko.

—No he leído eso—contestó modestamente el joven sabio.

—Es lástima. Léala usted, es una bonita novela—recomendó Varenka, con tono de suficiencia—. Cuando estoy contenta de Nikon, le llamo Sadi—Koko. Al principio le daba mucha rabia; pero yo le leí la novela, y ahora sabe que es una cosa muy halagüeña parecerse a Sadi—Koko.

Hipólito Sergueievich la examinaba de igual modo que un europeo examina una estatuilla china, muy fina, pero absurda, con una mezcla de curiosidad, asombro y pena.

Ella seguía refiriéndole con ardor las hazañas de Sadi—Koko, lleno de abnegación heroica para con el conde Luis Grammont.

—Perdón, Varenka Olesova—le interrumpió él. Y las novelas de los autores rusos, las ha leído usted?

Oh, sí! Pero no me gustan. ¡Son tan aburridas! Hablan siempre de cosas que ya conozco yo. Los que las escriben no saben imaginar nada interesante. Casi todo lo que dicen es verdad.

Pero usted no ama la verdad?—preguntó el joven sabio con voz acariciante.

¡No he de amarla! Se la digo a todo el mundo, sin morderme la lengua....

La muchacha se interrumpió, y, tras una corta reflexión, dijo:

—No comprendo cómo puede gustarle a nadie eso. Como estoy tan acostumbrada...

Y sin esperar la respuesta, ordena con voz firme y breve:

¡A la derecha... pronto! ¡Hacia aquel roble!

¡Dios mío, qué torpe es usted!

El bote no obedecía a Hipólito Sergueievich, y se dirigía hacia la orilla no de proa, sino de lado, a pesar de todos sus esfuerzos.

—No importa—le tranquilizó ella.

Y, de pronto, se levantó y saltó a tierra.

Lanzó el catedrático un grito de espanto y, soltando el timón, tendió las manos como para contenerla; pero ella estaba ya en la orilla, sana y salva, con la amarra en la mano.

— Le he asustado a usted?—preguntó con tono contrito.

—He temido que se cayera usted al agua—contestó él dulcemente.

—No hay cuidado! Además, el agua es aquí poco profunda explicó Varenka, tirando del bote.

El seguía sin desembarcar, y pensaba que tal operación le correspondía a él ejecutarla.

¡Mire usted qué hermoso bosque!—le dijo ella cuando saltó a tierra por fin y estuvo a su lado. Es precioso, ¿verdad? ¿Allá en Petrogra do no hay bosques parecidos?

Ante ellos se abría un estrecho camino bordeado de árboles diversos. A sus pies se veían gruesas raíces aplastadas por las ruedas de los carros.

Sobre sus cabezas, las ramas de los árboles formaban una espesa bóveda, sobre la que azuleaban pedazos de cielo. Los rayos del sol, como cuerdas de un instrumento musical, vibraban en el aire, atravesando oblicuamente el verde corredor. La atmósfera olía a hojas podridas, a hongos y a abedul. Se oían en la solemne calma del bosque el vuelo y el canto de los pájaros. Una picaza picaba en la corteza de un árbol. Una abeja zumbaba. Precediéndolos, y como indicándoles el camino, volaban dos mariposas, persiguiéndose la una a la otra.

Marchaban lentamente, Hipólito Sergueievich, silencioso; Varenka, diciéndole con exaltación:

—No me gusta leer nada de los "mujiks". ¿Qué puede haber de interesante en su vida? Los conozco, vivo en su contacto y veo que cuanto se escribe acerca de ellos es falso. Se los describe como seres dignos de lástima, desgraciados, cuando, en realidad, son gente vil, que no merece compasión. Sólo piensan en engañarle a usted, en robarle. ¡Y siempre están mendigando, lloriqueando, los asquerosos. Son zorros, taimados... ¡Si supiera usted cómo me desesperan a veces!

Su exaltación subía de punto, y en su faz se pintaba la cólera. Se veía que los "mujiks" eran algo en estrecha relación con su vida, y que al hablar de ellos no podía ocultar su odio. Asombrado de aquella indignación, y sin gana de oír aquellas manifestaciones de odio señorial, el joven sabio la interrumpió:

—No había empezado usted hablando de los escritores franceses ?

¡Ah, sí! ¡Es decir, de los escritores rusos!

—rectificó ella, calmándose—. Usted pregunta por qué los novelistas rusos son inferiores, ¿no? Es muy sencillo: no saben imaginar cosas interesantes. Los héroes de las novelas francesas son verdaderos héroes, que hablan y obran de un modo distinto que los demás hombres. Son siempre bravos, mientras que los héroes de nuestras novelas son hombrecillos sin bravura, sin sentimientos heroicos, la mayoría sin belleza, grises, hombres, en fin, como se encuentran en todas partes. No acierto a comprender por qué los autores escogen esos héroes. El héroe ruso es estúpido, pesado, está siempre de mal humor y pensando cosas extrañas.

Se apiada de todos, cuando es él el digno de piedad. Medita, divaga, hace insípidas declaraciones de amor, y sigue meditando para decidirse a pedir la mano de su novia... y, después de casado, le dice una porción de tonterías a su mujer y la abandona. A mí rada de esto me parece interesante. A veces, me enfurezco con el autor, porque me engaña: en lugar de un héroe, ccloca en su novela un espantapájaros. Y nunca, al leer un libro ruso, se puede olvidar la vida real. ¡Es un aburrimiento! Con las novelas francesas sucede todo lo contrario: tiembla una por el héroe, se apiada de sus desventuras, se llena de emoción cuando se bate en duelo, llora cuando perece. Espera una con impaciencia apasionada el final de la novela y, cuando llega, se duele de que todo haya terminado. Leyendo las novelas francesas tiene una los nervios en tensión, y, en cambio, no se explica ni siquiera que exista la gente de que hablan las novelas rusas. Para qué escribir libros si no se es capaz de decir nada extraordinario? ¡Tiene mucha gracia!

¡Se podían hacer muchas objeciones a eso, Varvara Vasilievna! —dijo él, interrumpiendo aquel torrente de palabras.

Hágalas usted!—le autorizó Varenka, con una sonrisa. Estoy segura de que me vencerá usted en toda la línea.

—Al menos, lo procuraré. Por de pronto, ¿qué autores rusos ha leído usted?

—Varios... Además, se parecen todos. Salias, por ejemplo, imita a los franceses, pero sin éxito. Sus héroes son rusos, y es imposible escribir acerca de los rusos cosas interesantes. He leído también a Turguenef, a Markevich, a Pazujin.

¡Pazujin! No se puede escribir nada interesante llamándose así. ¿No lo ha leído usted? ¿Y ha leído usted a Ponson du Terrail, a Fortunato de Boigolay, a Arsenio Houssaye, a Pedro Zaconne, a Dumas, a Gaboriau, a Borne? ¡Dios mío, qué preciosidad! Y, sabe usted?, io que me gusta más en sus novelas son los criminales, que traman con tanto ingenio maquinaciones, que asesinan, que envenenan... Son inteligentes, son fuertes, y cuando, por fin, los detienen, yo me pongo furiosa, casi lloro. ¡Todo el mundo los odia, todos están contra ellos, y ellos solos se alzan contra todos!

¡Eso son héroes! Los otros personajes, los virtuosos, se hacen abominables cuando logran vencerlos. En general, los hombres me agradan mientras aspiran a algo, mientras luchan, mientras sufren; pero una vez que consiguen su objeto y se detienen, pierden para mí todo interés, se vuelven insípidos, triviales...

Animada y visiblemente orgullosa de lo que acababa de decir, la muchacha andaba lentamente junto al catedrático, con la cabeza graciosamente erguida y los ojos brillantes.

El la miraba fijamente y, tirándose de la perilla con mano nerviosa, buscaba argumentos capaces de arrancar de un golpe el velo grosero de polvo que cubría su espíritu. Pero, aunque se juzgaba en la obligación de contestarle, le dolía dejar de escuchar su parloteo ingenuo y un poco banal, dejar de ver el entusiasmo con que abría su alma ante él. Nunca había oído palabras semejantes, y las consideraba monstruosas, condenables; pero, al mismo tiempo, le parecían por completo acordes con aquella belleza un poco rapaz. Contemplaba ante sí un espíritu mal cultivado, que le chocaba por su violencia, una mujer encantadora que irritaba su sensualidad. Ura y otra fuerza ejercían sobre él una gran influencia, y quería oponer algo a ellas para evitar que le apartasen del curso habitual de sus ideas y alterasen el equilibrio mental que le había permitido hasta entonces vivir en calma.

Poseía una lógica muy clara, y discutía luminosamente con las personas de su nivel intelectual.

¿Pero cómo discutir con Varenka? ¿Qué decirle para poner su espíritu en el camino recto, para ennoblecer su alma deformada por lecturas estúpidas y por la convivencia con los campesinos, el soldado Nikon y el padre borracho?

¡Dios mío, qué habladora estoy hoy!—exclamó ella suspirando. Estoy aburriéndole a usted, ¿verdad?

—No, pero...

—Porque, mire usted, me alegro mucho de que haya usted venido; hasta ahora no tenía nadie con quien hablar un poco. Su hermana de usted sé que no me quiere y está incomodada conmigo... probablemente porque le doy "vodka" a papá y porque le pegué un día a Nikon...

—¿Usted? ¿Usted le pegó?

pegó? ¿Cómo es eso? exclamó con asombro Hipólito Sergueievich.

—Muy sencillo: le di una buena tunda con el "nagaika" de papá... ¡Figúrese usted que en pleno trabajo del campo, cuando los minutos son preciosos, se emborrachó! ¡Dios mío, que furiosa me puse! ¿Estaba bien que se emborrachase en las horas de más actividad, cuando era necesario que vigilase el trabajo? Porque esos "mujiks", si no se les vigila...

—Vamos, Varvara Vasilievna!—dijo él con acento persuasivo, esforzándose en hablar de un modo suave. ¿Está bien pegar a un criado?

¿Es eso generoso? Acaso los héroes de las novelas que usted admira les pegan a sus leales....

Sadi—Koko?

Claro que sí! ¡Y de firme! El conde Luis le administró una vez a Koko un bofetón tan formidable, que me dió lástima del pobre soldado... Además, no hay más remedio que pegarles; es la única manera de hacerse respetar de esa gente.

Por fortuna, yo no soy manca. ¡Mire usted mis músculos!

Varenka, doblando el brazo por el colo, se lo muy orgullosa, a Hipólito Sergueievich. El se lo oprimió fuertemente con la mano, un poco por encima de la articulación; pero aun no había acabado de hacerlo, cuando, lleno de confusión, ruborizado, miró alrededor, donde sólo vió árboles.

Por lo común, no era tímido en demasía con las mujeres; pero la sencillez y la confianza de aquélla le tornaban tímido en extremo, aunque la muchacha no dejaba de despertar en él cierta sensualidad.

—Sí, tiene usted una hermosa salud!—dijo, mirando fija y pensativamente su manecita tostada, Y creo que tiene usted también un hermoso corazón añadió de un modo inesperado hasta para él mismo.

—¡No sé!—replicó ella meneando la cabeza—.

Creo que lo que me ocurre es que carezco de energía. A veces tengo lástima aun de la gente a quien no quiero.

—¿A veces?—sonrió él—.¿No es siempre, por ventura, digna de compasión?

—¿Por qué?—dijo Varenka, también sonriendo.

—¿Acaso no se da usted cuenta de que es desgraciada? ¡Los "mujiks", por ejemplo, arrastran una vida tan triste, soportan tantas injusticias, tantos dolores!...

Había tal calor y tal sinceridad en el acento de Hipólito Sergueievich, que la muchacha le miró con fijeza y dijo:

—Debe usted de tener muy buen corazón, cuando habla así. Pero, seguramente, no conoce a los "mujiks", no ha vivido nunca en el campo. Son desgraciados, es verdad; pero ¿ quién tiene la culpa? Son unos zorros, nadie les impide ser felices...

—Sí; pero... ni siquiera tienen bastante pan para matar el hambre.

—No es extraño: ¡son tan numerosos!

—Sí; pero no debe faltarles tierra, habiendo tanta... Algunos señores poseen miles y miles de hectáreas. Usted, por ejemplo, ¿cuánta tierra tiene?

—Seiscientas hectáreas... Bueno, ¿qué? Creo que no querrá usted que las repartamos entre los cam_ pesinos.

Varenka miraba al catedrático como una persona mayor mira a un niño, y reía suavemente, turbándole, irritándole. El ardía en deseos de probarle que sus argumentos eran erróneos.

Lentamente, casi deletreando las palabras, empezó a hablarle de la repartición inicua de las riquezas, de la situación triste de la mayoría del pueblo, de la lucha terrible por la existencia y por un pedazo de pan, del poder de los ricos y de la impotencia de los pobres, de la inteligencia, conductora de la vida, convertida en esclava de la injusticia secular y de los prejuicios, sólo útiles a la minoría de los poderosos.

Avanzando a su lado, ella le miraba silenciosa, con curiosidad y extrañeza.

En torno de ambos reinaba el silencio umbroso del bosque, ese silencio sobre el que resbalan los sonidos sin turbar su armonía melancólica.

Las hojas de los árboles se agitaban nerviosamente, como en expectación ansiosa de algo deseado con pasión.

—El deber de todo hombre honrado—decía, con acento de convicción Hipólito Sergueievich — es consagrar toda su inteligencia y todo su corazón a la lucha por la emancipación de los oprimidos, a la defensa de su derecho a la vida, esforzándose en disminuir las asperezas de la lucha o en acelerar su progreso. ¡En eso debe consistir el heroísmo! En tal lucha debe usted buscarlo. Fuera de ella, el heroísmo no existe. Sólo sus héroes merecen que se les admire y que se les imite..., y usted, Varvara Vasilievna, debe fijar su atención precisamente en eso, consagrar sus fuerzas a tal lucha, buscar en ella héroes... Creo que podría usted llegar a ser un campeón femenino de la justicia hiperestoica. Pero ante todo es necesario que lea usted mucho, que aprenda a comprender la vida en su sentido natural, no deformada por fantasías estúpidas... Hay que echar al fuego todas esas necias novelas...

Calló, y, cansado por su largo discurso, se enjugó el sudor de la frente y esperó la respuesta.

Varenka miraba a los lejos, con las pupilas contraídas, y vagas sombras pasaban por su rostro. Tras un silencio que duró unos cuantos miautos, exclamó, con voz suave:

—¡Qué bien habla usted! ¿Saben todos hablar de esa manera en la Universidad?

El catedrático lanzó un suspiro de desesperación; mientras esperaba su respuesta, se había ido llenando de sorda irritación contra la muchacha y de lástima de sí mismo. ¿Cómo no podía aquella criatura comprender unas cosas tan ciaras para todo ser pensante? ¿Qué faltaba en las palabras que le había dirigido? ¿Por qué no habían penetrado en su entendimiento?

—Sí, habla usted admirablemente!—suspiró ella, sin esperar que contestase.

El leyó en sus ojos un sincero entusiasmo.

—¿Pero es justo lo que digo?

—No—dijo ella sin vacilar—. Aunque es usted un sabio, estoy dispuesta a discutir con usted.

Yo también tengo mis ideas. Figúrese usted que la gente construye una casa. Según usted. todos son iguales en el trabajo; no ya los hombres entre sí, sino los ladrillos y los carpinteros, los árboles y el propietario de la casa, tienen, si le bemos de creer, los mismos derechos. ¿Es eso posible? El "mujik" debe trabajar, usted debe enseñar, el gobernante debe velar por que cada cual cumpla su obligación. Ha dicho usted, además, que la vida es una lucha... ¿Usted ha visto que lo sea? Al contrario, la gente vive de un modo apacible. Y si hay lucha, ha de haber vencidos.

En cuanto al bien general de que usted habla, declaro que no lo comprendo. Usted pretende que consiste en la igualdad de todos los hombres; ¡pero eso no es cierto! Mi padre es coronel, ¿cómo quiere usted que sea igual a Nikon o a cualquier "mujik"? Usted, por ejemplo, es un sabio, y no se le puede comparar a nuestro profesor de lengua rusa, que bebe "vodka", que tiene la cara como un pimiento, que es tonto y que se suena haciendo un ruido de trombón...

Consideraba sus argumentos como irrefutables y triunfaba. El admiraba su rostro, animado y alegre, y se congratulaba de haberle proporcionado aquella alegría. Pero se esforzaba en comprender por qué el pensamiento de la muchacha, que él había despertado, tomaba una dirección opuesta a la que él había querido marcarle.

—Usted me gusta y otro no me gusta; ¿es posible que haya igualdad?

Le gusto a usted?—preguntó él de pronto.

—Si... mucho!—contestó ella, moviendo afirmativamente la cabeza.

Y en seguida añadió:

—Por qué me pregunta usted eso?

El estaba asustado ante aquella candidez sin límites, y le desconcertaba la mirada ingenua de aquellos ojos claros.

"Es posible que esto sea un género particular de coquetería?"—pensó.

—¿Por qué me pregunta usted eso?—insistía ella mirándolo con ojos llenos de curiosidad.

Su mirada le turbaba.

—¿Por qué? contestó él, encogiéndose de hombros. Yo creo que es muy natural. Usted es una mujer y yo soy un hombre...

Se esforzaba en parecer tranquilo.

—Bueno, qué? Eso no explica que usted tenga interés en saberlo; porque no tendrá usted la intención de casarse conmigo...

Lo dijo la muchacha de una manera tan sencilla que Hipólito Sergueievich no sintió la menor confusión. Le pareció tan sólo que una fuerza, contra la cual era absolutamente inútil luchar, trastornaba el trabajo de su cerebro.

Y con cierta frivolidad repuso:

—¿Quién sabe?... Además, el deseo de gustar y el de casarse no son la misma cosa... como no ignora usted...

Se echó ella a reir a carcajadas, lo que le hizo perder el aplomo a Hipólito Sergueievich, que la maldecía en silencio y se maldecía a sí propio. El pecho de Varenka se levantaba a impulsos de su franca risa desbordante, que estremecía el aire, mientras él permanecía silencioso, esperando una severa reprimenda por su frivolidad.

¡Ah, Dios mío!... ¡Yo su mujer de usted!...

¡Tendría mucha gracia!... ¡Qué risa!... Seríamos como el avestruz y la abeja... ¡Una pareja deliciosa, ja, ja, ja!

El también se echó a reir entonces, no a causa de la comparación extraña, sino porque se dió cuenta de que nunca conocería los resortes secretos que regulaban la mentalidad y las emociones de la muchacha.

—¡Es usted encantadora!—dijo, en un arrebato de sinceridad.

—Deme usted la mano... Anda usted muy despacio y voy a remolcarle... ya es tiempo de volver a casa. ¡Hace lo menos cuatro horas que estamos paseándonos! Isabel Sergueievna estará, sin duda, enfadada por nuestro retraso para el almuerzo.

Volvieron.

Hipólito Sergueievich se creía obligado a reanudar su argumentación contra los errores de Varenka; de no hacerlo así, no podría sentirse junto a ella del todo a su gusto. Pero necesitaba disipar la inquietud vaga que le agitaba y que le impedía escuchar con calma a la muchacha y refutar resueltamente sus argumentos. Hubiera podido muy fácilmente echar por tierra, con su lógica fría, los prejuicios de Varenka, de no haberse encontrado bajo el influjo de aquella sensación enervante, extraña, inefable. No quería turbar la paz espiritual de la muchacha con ideas nuevas para ella; pero al mismo tiempo se decía que su silencio sería vergonzoso en un hombre fiel a sus principios.

Hoy es martes ?—preguntó ella. Entonces, dentro de tres días vendrá el caballerito negro.

—Quién dice usted que vendrá?

—El caballerito negro, el señor Benkovsky, vendrá el sábado.

—¿A qué?

Ella rió, dirigiendo al joven sabio una mirada escrutadora.

—No lo sabe usted? Es un empleado público...

¡Ah, sí!; mi hermana me ha hablado de él.

—¿De veras?—dijo, animándose, Varenka—.

Bueno, diga usted, ¿se casan pronto?

—¿Cómo?¿Por qué quiere usted que se casen?—preguntó él, sin comprender una palabra.

—¿Por qué?—se extrañó Varenka, poniéndose de pronto encarnada—. No sé. No tendría nada de extraño. Pero, Dios mío, ¿no lo sabe usted?

—¡Yo no sé nada!—dijo él resueltamente.

¡Entonces le he revelado yo el secreto!—exclamó ella desesperada—. ¡Qué villanía! ¡Hipólito Sergueievich, sea usted amable, haga como si no supiera nada... como si yo no le hubiera dicho nada!

—Desde luego, con tanto más motivo cuanto que no sé nada, en efecto. Sólo he comprendido una cosa: que mi hermana se casa con el señor Benkovsky, ¿no es eso?

—Claro... Es decir, si ella no le ha dicho a usted nada, quizá no se case... Usted no le dirá nada, verdad?

—No; puede usted estar tranquila. ¡He venido a un entierro, y voy a asistir a una boda! Es una sorpresa agradable.

—Se lo suplico a usted, ni una sola palabra acerca de esa boda—siguió rogando la muchacha—.

¡Como si no supiera usted nada!

—¡Perfectamente!

Pero quién es ese señor Benkovsky? Si usted me permite hacerle esta pregunta...

—Respecto a él, le permito a usted... Mire, es un hombrecillo negro, remilgado, ejemplar. Tiene unos ojos pequeñitos, unos bigotes pequeñitos, una boca pequeñita, unas manos pequeñitas y un violín que también es una monada. Le gustan las cancioncitas sentimentales y la confitura.

Siempre que le veo me dan ganas de darle unos golpecitos en las mejillas.

—No puede usted disimular que no le quiere.

—Ni tampoco me quiere él a mí. Detesto con toda mi alma a los hombres pequeños, remilgados, modestos. Un hombre debe ser fuerte, alto; debe hablar en alta voz; debe tener unos grandes ojos ardientes; debe ser audaz, no detenerse ante ningún obstáculo, hacer lo que le dé la gana. ¡Eso es un verdadero hombre!

Me parece que hombres semejantes no existen ya! dijo, con una risita seca, Hipólito Sergueievich, sintiendo cierto desagrado ante el ideal masculino de Varenka.

—Deben existir!—dijo ella con acento de convicción.

—¡Pero es más bien una fiera lo que usted acaba de pintar! No comprendo los atractivos de ese monstruo.

— Nada de eso, no es un monstruo, es un hombre, un verdadero hombre! Su atractivo está en la fuerza. Los hombres de ahora nacen ya acatarrados y con reuma y otras mil enfermedades.

Usted encuentra eso interesante? Lo que es yo no me casaría con un señor con pústulas en la cara, como, por ejemplo, Kokovich, el jefe de nuestro distrito; ni con un hombrecillo remilgado, como Benkovsky; ni con un tipo largo y flaco, como el juez Mujin, o grueso, calvo, jadeante, de nariz encarnada, como el comerciante Gricha Chernonebov. ¡No, gracias! ¿Qué hijos pueden tenerse de maridos así? Es una cuestión muy grave y hay que pensar en ella. ¡Los niños son una cosa de suma gravedad!... No; semejantes hombres no valen absolutamente nada... ¡Yo a un marido así le pegaría!

Hipólito Sergueievich intentó demostrarle a Varenka que sus ideas en lo concerniente a los hombres eran erróneas, porque no conocía aún la vida.

Hacía mal en fijarse sólo en el exterior de los hombres, a quienes acababa de nombrar. Era injusta. Un hombre podía tener la nariz fea y un buen corazón, la cara deforme y un espíritu cultivado.

Le enojaba hablar de aquellas verdades banales.

Antes de conocer a Varenka, ni siquiera se acordaba de ellas, y a la sazón, al mismo tiempo que las aducía, le parecían anodinas y viejas. Y se daba cuenta de que eran inútiles, de que la muchacha las oía como quien oye llover.

—¡Ya hemos llegado al río!—le interrumpió ella alegremente.

"Quisiera—pensó él—que me callase." De nuevo en el bote se sentaron uno junto a otro. Varenka cogió los remos y empezó a remar con energía y rapidez. El agua gruñía bajo el bote, como enfadada. Las pequeñas olas se alejaban hacia la orilla.

Hipólito Sergueievich la miraba correr en sentido contrario al del bote y se sentía cansado de cuanto había dicho y oido durante el paseo.

¡Mire usted qué de prisa vamos!—le dijo Varenka.

—¡Sí!—contestó él sin mirarla.

Sin verla, adivinaba el encanto de su cuerpo inclinado.

No tardó en aparecer el parque. Minutos después avanzaban a lo largo de la avenida. Salía a su encuentro, gentilísima, con una sonrisa significativa, Isabel Sergueievna. Llevaba en la mano unos papeles.

— Han dado ustedes un largo paseo !—dijo.

—¡Sí!—respondió Varenka—. Y tengo un apetito enorme. Estoy dispuesta a devorarla a usted.

Abrazó a Isabel Sergueievna, y empezó a dar vueltas a su alrededor, riendo y gritando.

El almuerzo fué poco alegre; pues Varenka comía y guardaba silencio, mientras Isabel Sergueievna irritaba a su hermano con las miradas escrutadoras que sin cesar le dirigía. Después de almorzar, se retiraron ella y la muchacha.

Hipólito Sergueievich se fué a su cuarto, se acostó en el sofá y se puso a reflexionar, resumiendo las impresiones del día. Recordaba los más pequeños detalles del paseo, y sentía una pesantez, un malestar que turbaba su espíritu, que alteraba el equilibrio de su alma. Hasta físicamente sentía un malestar extraño que le oprimía el corazón, como si su sangre se hubiera tornado más espesa y corriera por sus venas más despacio que de costumbre. Era una especie de fatiga que predisponía al ensueño y servía como de preludio a un deseo inconcreto aún. Aquella extraña sensación era tanto más desagradable cuanto que no tenía nombre, y, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía definirla.

"Hay que aplazar el análisis de esta sensación hasta que yo esté más tranquilo"—se dijo.

Pero se hallaba muy descontento de sí mismo.

Se reprochaba la pérdida de su capacidad de gobernar, sus emociones y su conducta de aquella mañana, indigna de un hombre serio. En la soledad eran mayores siempre la firmeza de sus principios y la severidad consigo mismo, que ercompañía de otras personas. Y empezó a hacer examen de conciencia.

No podía negarse que la muchacha era bellisima. Pero la turbación que había producido su belleza en él, desde un principio, haciéndole experimentar al punto sensaciones obscuras, era demasiado honor para ella, y para él, demasiada vergüenza.

Aquello denotaba una flaqueza imperdonable, una falta absoluta de carácter. Varenka había removido fuertemente su sensualidad y era preciso defenderse.

"¿Es preciso, en efecto?"—se preguntó de pronto, como quien se propone una cuestión sacramental.

Se hubiera dicho, al ver la cara que puso, que no era él mismo, sino otro quien se la proponía.

En todo caso, lo que acontecía en su espíritu no era el principio de un amor; era más bien una protesta de su inteligencia, irritada por la lucha, de la que no había salido victoriosa, aunque el adversario era débil como un niño. No había hablado con la muchacha como debía: debía haberle hablado en imágenes, porque los argumentos lógicos no le eran inaccesibles. Estaba obligado a acabar con sus groseras y estúpidas fantasías, a destruir sus ideas salvajes; había que librar su espíritu de aquellos errores; había que purificar, que limpiar su alma, para abrir en ella camino a la verdad.

"Pero soy yo capaz de hacer eso?"—se dijo, proponiéndose una nueva cuestión.

Y de nuevo, sin pararse a dilucidarla, pasó adelante.

¿Cómo sería Varenka cuando se asimilara las nuevas ideas, por completo distintas de las que tenía a la sazón? Y se dijo que cuando su alma hubiera roto las cadenas que la sujetaban, y cuando se hubiera penetrado de una nueva concepción, clara y serena, de la vida, la muchacha sería doblemente bella.

Cuando le llamaron para tomar el té, había ya determinado rehacer la educación de Varenka, considerándolo un sagrado deber. Se mantendría con ella reservado, tranquilo, hasta frío, y ejercería una crítica severa de todo cuanto ella dijese o hiciese.

—Bueno, ¿qué te ha parecido Varenka?—le preguntó su hermana cuando le vió salir a la terraza.

Es muy simpática—respondió él.

— De veras? ¡Calla, calla! Yo creía que su espíritu poco cultivado te desagradaría.

—Algo hay de eso, en efecto. Pero la muchacha, en verdad, es, por muchos estilos, superior a otras instruídas y orgullosas de su talento.

—Sí, es muy guapa... Además, es una proporción... quinientas hectáreas de buena tierra y cien hectáreas de bosque. Aparte de eso, heredará una hermosa finca a la muerte de su tía.

Ambas fincas están libres de todo gravamen...

No se le ocultaba al joven sabio que su hermana fingía no comprenderle; pero ni siquiera trató de explicarse 'por qué.

—No es en ese sentido en el que me interesa.

—Haces mal; precisamente en ése debía interesarte.

—Gracias por el consejo.

—Parece que estás de mal humor.

—Al contrario. ¿Por qué lo dices?

—Como hermana cariñosa.

Isabel Sergueievna se sonreía de un modo amable, con una sonrisa de halago, que le hizo pensar a su hermano en Benkovsky, y sonreir a su vez.

—¿De qué te ríes?—preguntó ella.

—¿Y tú?

—¿Yo? Es que estoy contenta.

—Yo también estoy contento, aunque no he enterrado a mi mujer hace dos semanas—dijo, riendo, él.

La viuda se puso seria y, lanzando un suspiro, habló así:

—Veo que censuras mi falta de pena por la muerte de mi marido, y no se me oculta que me tildas de mujer egoísta. Pero bien sabes qué clase de hombre era: te he hablado en mis cartas de mi vida con él. Muchas veces me he dicho: "¿ Habré yo nacido, Dios mío, para satisfacer los deseos brutales de este hombre, que, cuando se emborracha, se conduce conmigo como con una campesina o como con una mujer pública?" —¿Es posible? — preguntó, incrédulo, Hipólito Sergueievich.

Recordaba las cartas de su hermana, en las que ésta le hablaba de la falta de carácter de su marido, de su pasión por el "vodka", de su pereza y de otros vicios; pero no le decía nada de su perversidad.

—No me crees?—le reprochó ella suspirando. Pues es verdad. Ocurría eso con frecuencia.

No afirmo que me fuera infiel; pero es muy protable. Cuando estaba borracho, todas las mujeres eran iguales para él... y hasta confundía las ventanas con las puertas... Sí, así he vivido años y años...

Le habló largo y tendido, de un modo prolijo y pesado, de su triste vida. El la escuchaba y esperaba que le dijese, al fin, lo que quería decirle. Involuntariamente pensó que Varenka no se quejaría nunca de su vida, aunque fuese muy desgraciada.

—Me parece que tengo derecho a cierta compensación por tantos años de sufrimiento... Y acaso la compensación no tarde mucho...

La viuda calló y, al mirar a su hermano, se ruborizó un poco.

—Qué quieres decir?—le preguntó él, con voz acariciante, acercándose a ella.

—Mira... puede ser que... me case de nuevo.

Y harás muy bien... Te felicito. Pero por qué estás tan confusa?

—No sé.

Y quién es él?

—Me parece que te he hablado ya de él... Benkovsky. Más adelante será juez...; por ahora, es poeta y soñador... Quizás .hayas leído sus poesías... las publica a veces.

—Yo no leo nunca versos. Será un hombre honrado, ¿verdad?

—No puedo asegurarlo de un modo categórico; pero me parece que tengo derecho a esperar..que será capaz de compensar mis dolores pasados... Me ama... Además, yo tengo mi filosofía, que te parecerá quizá un poco cruel...

—Bueno, expónmela; la filosofía está ahora de moda.

—Los hombres y las mujeres—comenzó la viuda, con voz dulce—son dos campos en lucha. La confianza, la amistad y los demás sentimientos de índole semejante no pueden existir entre un hombre y yo; pero... el amor sí puede existir. Y el amor es la victoria del que ama menos sobre el que ama más... He sido vencida una vez, y lo he pagado bastante caro; ahora soy yo quien ha vencido, y quiero aprovechar mi victoria...

¡Sí, es una filosofía bastante cruel!—le interrumpió su hermano, pensando, con placer. que Varenka no sería capaz de inventar nada semejante.

—Me la ha sugerido la vida... Mira, tiene cuatro años menos que yo... acaba de terminar sus estudios universitarios... Yo sé que esto es un poco peligroso para mí, y quisiera... ¿cómo te diré?..arreglármelas de manera que mis derechos de propiedad quedaran a salvo de todo riesgo.

—Sí, ¿y qué?—preguntó, atento, Hipólito Ser gueievich.

—Que yo quisiera que me aconsejases... cómo he de arreglármelas. No quiero que tenga derecho jurídico alguno sobre mis bienes... Quisiera que, de ser posible, no lo tuviera ni sobre mi persona.

Me parece posible, siendo civil el matrimonio.

—No, no soy partidaria del matrimonio civil.

El joven sabio miró a su hermana, y pensó con desdén:

"¡Qué taimada! Si Dios ha creado a los hombres, la vida los cambia de tal modo que, al cabo de los años, no mirará su obra con muy buenos ojos." Su hermana le expuso su concepto del matrimonio.

—El matrimonio debe ser un negocio razonable, del que se excluya todo riesgo. En ese terreno quiero colocarme con Benkovsky. Pero antes de dar ese paso decisivo, quisiera saber si tienen algo de legítimas las pretensiones del hermano de mi marido. ¿Quieres examinar los papeles?

—Si te da lo mismo, los examinaré mañana.

—Claro. Cuando quieras.

La viuda siguió exponiendo sus ideas con gran prolijidad, y después habló extensamente de Benkovsky. Lo hacía con una sonrisa de condescendencia, que no abandonaba de sus labios, y guiñando los ojos. Su hermano la escuchaba y se asombraba de que su destino no le inspirase compasión y de que no le despertase ningún interés lo que decía.

El sol se había puesto ya cuando se separaron.

El, cansado de la conversación, volvió a su cuarto; ella, animada, pintado el contento en el rostro, se entregó a los quehaceres domésticos.

Hipólito Sergueievich, una vez en su cuarto, encendió la lámpara, cogió un libro y se dispuso a leer. Pero desde la primera página comprendió que no estaba para lecturas. Dejó el libro, cerró los ojos, intentó instalarse cómodamente en el sillón y, como lo encontrase demasiado duro, se tendió en el sofá. En los primeros momentos no pensó en nada; mas no tardó en acordarse con enojo de que pronto se vería obligado a conocer al señor Benkovsky. Luego se sonrió, recordando la descripción que le había hecho de aquel caballero Varenka.

Desde entonces sólo pensó en ella.

"¿Y si yo me casase con ese monstruo encantador? se dijo—. Sería una esposa muy interesante... Al menos, no brotarían de sus labios sentencias morales sacadas de los libritos populares." Sin embargo, considerando detenidamente su situación probable, en caso de llegar a ser el marido de Varenka, se echó a reir y se dijo de la manera más categórica:

—¡Jamás!

Y le invadió una gran tristeza.


  1. Mirad por aquí, mirad por allá.