Vacas al corte
Cundió la noticia de que don Filemón Urquiola, para aliviar el campo, quería vender quinientas vacas al corte, de las dos mil que tenía; y como las vacas para cría eran algo buscadas, porque iban poblándose muchos campos afuera, don Filemón no tardó en recibir la visita de varios interesados. Su rodeo, sin ser de lo mejor, era algo mestizo; tenía buena novillada, buena proporción de vaquillonas y vacas de vientre; los terneros nacidos en la primavera ya tenían sus seis meses; sólo, pues, quedaba saber el precio y las condiciones de pago.
A don Filemón, como a cualquiera, le gustaba conversar, y cuando veía acercarse al palenque algún jinete desconocido, se apresuraba en convidarlo a pasar para las casas. Y mientras iba y venía el mate, servido por un par de ojos negros que parecían tomar el más vivo interés en lo que se decía, se cambiaban preguntas y contestaciones sobre esto, aquello y lo otro, dando rodeos y vueltas el forastero, como para evitar de hablar de las vacas, lo único que le importaba, y dejándolo, por su parte, don Filemón, enredarse en charlas sin rumbo, cortadas de silencios molestos, hasta que cansado de tantas partidas, ya largaba el otro:
-¿Será cierto, don Filemón, que quiere vender vacas?
-Hombre, según. Hice la conversación; pero no tengo muchas ganas, sabe. Está subiendo mucho la hacienda.
-No crea, don Filemón. Muchos son los que quieren vender, y no es tan fácil encontrar comprador.
-Pues a mí, señor, me han venido a ver una punta, y supongo que con alguno ha de cuajar, a menos que hayan venido sólo a tomar mate.
-¿Pedirá mucho, don Filemón?
-No, señor. Diez y ocho pesos.
-... ¿A rebenque? -preguntó el forastero haciéndose el inocente.
-Pues no, y con cría -contestó, sonriéndose, don Filemón.
-¿Y cuántas son las que vende?
-Quinientas, a cortar de las dos mil del rodeo, con diez por ciento de novillos garantidos, libre de entecadas, y los terneros del mes, por muertos -y agregó como quien no quiere la cosa: -plata al contado -sabiendo que para muchos, ese era el escollo.
Tanteadas para conseguir plazos; ofrecimientos de cambiar ovejas por vacas; combinaciones ingeniosas para evitar de dar seña, de todo le habían metido por los ojos, pero el viejo no era lerdo, y mientras esperaba la contestación del forastero, el par de ojos negros reflejaba intensa ansiedad.
Con algún trabajo, todo se arregló, previa vista del rodeo, y a recibir a los diez días; y como, del precio, sólo había tenido que rebajar don Filemón, peso y medio, en vez de los dos que hubiera consentido en ceder, le pudo decir a su mujer, refregándose las manos:
-A éste le hice pagar la yerba.
El día siguiente, don Filemón hizo parar rodeo, aprovechando los vecinos para sacar las ajenas, y pudo ver el comprador, que si cortaba con tino, el negocio no le podía salir malo.
Firmó el boleto, pagó la seña, y notó que el par de ojos negros estaba muy risueño.
A los diez días, vino a recibir la hacienda, con bastantes peones, para evitar que, en la recogida, por uno de esos descuidos involuntarios que al más honrado le suceden, quedasen olvidados entre las pajas, justamente los mejores novillos y las vaquillonas más mestizas.
Y cuando, despertado por la bulla que metían en el campo, los perros con sus aullidos y los peones con sus gritos, se apresuró el sol a saltar de la cama, envuelto todavía en los violetos jirones de su colcha de nubes deshechas, y asomó la cara en el horizonte, por todos lados, vio surgir de los pajonales y de los huecos, trozos de hacienda que corrían a juntarse en el rodeo, trotando las vacas, galopando, mugiendo, balando, corneándose, dando de cabezazos a los perros, trepándose unas encima de otros, parándose a veces un toro, para hacer volar con fiereza la tierra por el aire; llegando por fin todas, en largas filas, al rodeo, donde se mezclan, remolinean un rato, y poco a poco se sosiegan, juntándose por familias, buscando cada cual su sitio acostumbrado, esperando, tranquilas, bajo la custodia de los jinetes, lo que disponga el patrón.
Al comprador le gusta mucho la novillada, medio amontonada en una orilla del rodeo; pero también le gustan las vaquillonas de aquellas otra, y vacila. ¿Dónde cortará? Por su parte, don Filemón está algo inquieto: ¿le sacará los novillos más grandes o las mejores vaquillonas? Y acaban por resolver, ambos de común acuerdo, de remover despacio el rodeo y de mezclar los animales, antes de cortar.
El comprador, de repente, levanta en silencio el rebenque, para que sus peones lo sigan, y abre con ellos en la hacienda, al tranco largo, un surco que corta del rodeo, más o menos, el trozo convenido de quinientas cabezas.
El surco se ensancha, las vacas caminan: las enderezan al viento, donde queda parado el señuelo, y al grito de: «¡Vaca! ¡Fuera buey!», cien veces repetido, las apuran de golpe para que no puedan tener ya tiempo de volverse al rodeo.
El comprador y el vendedor envuelven la hacienda cortada en la misma ojeada escudriñadora. Corte lindo para cría, piensa el primero: muchas vacas y vaquillonas lindas; y como ya son de él, cada minuto que pasa se las hace parecer mejores. Don Filemón también se serenó; cierto es que se le van algunas buenas vaquillonas y uno que otro novillo grande, pero se consuela pensando que va a recibir buenos pesos, que le quedan novillos para el matadero; y después de una vueltita al rodeo, que despacio, a paso lento, se va desgranando por el campo, queda del todo conforme.
En un momento, se desternera la punta cortada; se sacan dos animales ajenos, una lechera de la patrona, un buey, un novillito rengo, y ¡a contar! y se forma la gente, se corta y se aleja el señuelo, al viento siempre, y por un embudo de jinetes, pasan de a una, de a dos, de a cinco, deshilándose despacio a veces, y otras, a todo correr, las vacas y los toros, los novillos y los terneros, las rosillas y las coloradas, las blancas y las negras, las moras y las overas saludándose cada cincuenta con un grito y una tarja.
«¡Cincuenta en la negra!...» Se acabó. Queda la hacienda bajo el cuidado de los peones del comprador, que la van marchando despacio, atajando la punta delantera, hasta pasar la tranquera del alambrado.
El comprador se fue para las casas con don Filemón, a quien entregó los pesos; y cuando se retiró, notó en el par de ojos negros tanta alegría, al mirar a un buen mozo que parecía ser de la familia, y una sonrisita tan llena de inconsciente gratitud, al mirarlo a él, que comprendió que con la venta de las vacas, no sólo el viejo aliviaba el campo, sino que también adquiría los medios de apurar la felicidad de una simpática pareja; y sintió de veras no haber tenido que tratar el precio con la enamorada niña, pues ella, seguramente, le hubiera soltado las vacas, aun por doce pesos.
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Nota de WS
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