Una traducción del Quijote: 35
UNA TRADUCCIÓN DEL QUIJOTE.
editarNOVELA ORIGINAL.
editarPARTE CUARTA.
editarI.
editar
Recobrado el juicio, merced á la violenta y súbita emoción que produjo en él la vista de la Princesa, volvió Miguel á la vida real, de la que, durante algún tiempo, habíale abstraído su desesperación amorosa. Una vez resuelto á cumplir los deseos de María, ó mejor dicho, no hallando en su voluntad fuerzas suficientes para resistir á los suyos propios, el enamorado jóven experimentó las prosáicas contrariedades de la pobreza y
- Como el amor y la gala
- Andan un mismo camino,
quedóse consternado al analizar su traje, que estaba ya en el último período de decadencia.
Afortunadamente la paternal previsión de Damian, y la bondad de Madlle. Guené, remediaron tamaño inconveniente. La modista, si bien no podemos asegurar que efectivamente descendía de la generosa raza de los Guemené, se hacía merecedora de esta honra por los nobles rasgos de su carácter.
Persuadida del amor de la Princesa hacia Miguel y de la tolerancia del Príncipe de Lucko, que presagiaba un desenlace feliz para ambos amantes, Madlle. Guené, linda y todo como era, y más ó menos Guemené, no pensó siquiera en rivalizar con la hermosa preferida por el jóven extranjero.
Al contrario, determinó favorecer estos amores en cuanto estuviese de su parte, resignándose, á falta de otra cosa, á desempeñar en aquel amoroso drama el papel de la Providencia.
Puesta de acuerdo con Damian, hallaron el medio de engañar á Miguel, proporcionándole una cantidad suficiente á reparar los desperfectos de su traje, haciendo mediar á un supuesto prestamista; de suerte que nuestro héroe pudo presentarse convenientemente en el palacio de Lucko.
Comenzaron las lecciones de ingles. Miguel, todos los dias, iba á las doce á la morada de su nueva discípula, y como ésta quizá era algo torpe, prolongaba su lección por lo menos un par de horas.
Durante este tiempo, el aya de la Princesa siempre estaba presente; pero como ya sabemos que era corta de vista, y además se sentaba á hacer labor á alguna distancia; su presencia no impedia que ambos jóvenes se miraran y cuchicheasen á su sabor.
La gramática inglesa estaba abierta sobre la mesa, y á veces sucedía que al inclinarse sobre el libro, Miguel sentia el contacto de los sedosos rizos de María y se turbaba hasta el punto de tener que interrumpir la lección. En otras ocasiones, al señalar un párrafo ó una palabra, el dedo del maestro tocaba por casualidad al de la discípula, y entónces se turbaban los dos.
Exceptuando estos ligeros incidentes, el pudoroso respeto del verdadero amor mediaba entre ellos, y se limitaban á encantarse mutuamente con la mirada y con la voz.
Alguna vez se presentaba el Príncipe de Lucko, mitad contrariado, mitad satisfecho del aspecto de felicidad de su hija.
Porque la Princesa habia vuelto á ser la alegre jóven de siempre. La languidez de sus movimientos, y el velo de tristeza que nublaba su lindo rostro anteriormente, no alarmaban ya á su padre; se vestía con más cuidado que nunca, iba á la ópera y en resolución renacía á la vida animada y elegante.
El Príncipe, que comprendía el secreto de esta trasformacion, y sobre el cual Miguel habia ejercido su acostumbrado influjo simpático, observaba la natural distinción del jóven extranjero, hallaba amena y elevada su conversación, y se decía en sus adentros: «¡Qué lástima! ¡Parece nacido para mi hija!»
Ocioso será decir al lector que ambos jóvenes eran ya amantes declarados, hasta el punto de que cuando la Princesa hizo algunos progresos, se tuteaban en ingles, lengua desconocida para el aya Katti. Miguel poseía el idioma ruso casi á la perfección, y María se empeñó en conocer muchas palabras españolas; de suerte que, cuando llegaba el momento de separarse, la discípula y el maestro tenían costumbre de despedirse en el idioma nativo de cada uno de ellos.
Miguel decia: «adios,» y se embelesaba al oír á la Princesa repetir:
«Bog.»
Con el melódico encanto que en boca de una mujer hermosa adquiere esta palabra moscovita, ruda en la pronunciación meridional.