Una traducción del Quijote: 28

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


VI

Aquella misma noche Madlle. Guené subió á la habitación de Miguel, al cual halló junto á la chimenea, en el mismo sitio en donde le habia dejado.

Damian, el viejo criado, asustado aún á consecuencia del accidente acaecido á su amo, cuidaba de alimentar el fuego.

A una seña de la modista salió de la estancia.

Madlle. Guené se sentó frente á Miguel.

— ¿Os sentís bien? — le preguntó.

— Muy bien, Madlle.; gracias.

Hubo un momento de silencio.

— Vengo del palacio de Lucko, —dijo la modista.

— ¡Ah! — exclamó Miguel.

— La Princesa está algo indispuesta. — ¿Qué tiene? —preguntó Miguel con vehemencia, sin poder contenerse.

— Poca cosa, un resfriado: lo cual no obsta para que se halle en una situación grave.

— ¡Ohl ¿qué decís? —exclamó el jóven olvidando el disimulo.

— La Princesa tiene una de las peores enfermedades: la del amor contrariado.

—¿La Princesa ama?...

— Si, os ama á vos.

El jóven dió un salto en su asiento.

— Os ama, —prosiguió la modista,— y vos la amáis; mas yo no sé por qué capricho del uno, ó del otro, os empeñáis en haceros desgraciados.

— ¡Ah! Madlle. Guené... —exclamó Miguel; y la emoción le impidió continuar.

Entónces la modista le hizo una relación minuciosa de todos los pasados sucesos, desde el dia en que la Princesa supo, por casualidad, el estado de Miguel, herido á la sazón, hasta la conversación que aquella misma tarde habia mediado entre ella y el Príncipe de Lucko. Madlle. Guené esperaba una explosión de alegría, por parte de su jóven huésped, al saber que los obstáculos entre él y el objeto de su amor, iban desapareciendo poco á poco; mas cual fué su sorpresa al oirle suspirar, limitándose á decir con triste y desalentado acento, como si hablara consigo mismo:

—¡Imposible! ¡Oh! ¡imposible!

La modista le miró estupefacta, creyendo que se habia vuelto idiota.

Pretendió darle él golpe de gracia diciendo:

— A consecuencia de lo que os he contado, mañana recibiréis una visita.

— ¿De quién?

— Nada menos que del señor Príncipe de Lucko.

— ¡Del Príncipe!

— Si, vendrá en persona á rogaros que deis á su hija lecciones de... ingles.

— ¡Oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio! —exclamó el jóven con la mayor exaltación,— esto es más de lo que puedo soportar.

La modista comenzó á temer seriamente por la razón de su huésped.