Una traducción del Quijote: 19

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


VI.

Aquella noche muchos de los habituales asistentes al teatro de la Opera notaron el aire distraído y preocupado á la vez de la Princesa María Lucko.

En efecto, la hermosa jóven prestaba escasa atención al espectáculo, y respondia por monosílabos á las preguntas que la hacía su padre y los que la visitaron en su palco. Ántes de acabar la representación abandonó el teatro, pretextando una gran jaqueca, y ya en su casa, despidió á su doncella y se encerró en su cuarto.

No se acostó, sino que acercando una silla al lado de su ventana, que daba al jardín, comenzó á mirar hacia afuera por entre los cristales.

Así permaneció algún tiempo sin sentir el frío de la noche, abrasada por sus pensamientos.

De repente rompió á llorar. El recuerdo de Miguel, pobre expatriado, herido por ella, la conmovió en lo más íntimo de su alma. Luego buscó en su pensamiento una idea de solución para aquellos amores casi imposibles; idea que se la ocultaba con la insistencia de un objeto material perdido. Habia en su mente un caos que ella trataba de aclarar, sin poder conseguirlo.

Como la loca de la casa es ilógicamente incompresible, anhiló en el pensamiento de la Princesa todos los recuerdos más recientes, y súbito trasportó á la jóven al Retiro de Madrid, en una de aquellas ardientes mañanas de Primavera en que jugueteaba con su perrita delante de Miguel.

En medio de la noche hallóse inundada de sol; su corazón palpitó de alegría, y en aquellos instantes olvidó los obstáculos que la separaban del jóven extranjero.

Asi es la juventud: rechaza el dolor como ilógico é incomprensible; parece como que se adelanta al pensamiento de Dios respecto á la creación, y en el naufragio humano se ase á una tabla en la que ve un medio de salvacion infalible.

El reló de la iglesia de San Isaac, que dio pausadamente las tres, la hizo volver de su éxtasis á la vida presente y real. Tuvo frio y pensó en acostarse.

Nosotros no la seguiremos en este momento. La mirada del hombre, ha dicho no sé quién, debe ser discreta y respetuosa en ciertos instantes; la pelusa del melocotón, el polvillo de la ciruela, el radiante cristal de la nieve, el ala de la mariposa polvoreada de oro, son objetos groseros si se comparan con esa castidad que ni aun sabe que es casta.

Contemplar en este caso es profanar.

Ignoramos si la Princesa María durmió aquella noche; pero lo que si podemos asegurar es que al entrar en su lecho y al dejarle á la mañana siguiente, tuvo el mismo pensamiento y el mismo deseo: leer la carta de Miguel.

Esperó con impaciencia durante las primeras horas de la mañana. Habia citado á Madlle. Guené á las diez, porque á esta hora su aya tenia costumbre de ir á Misa á la cercana iglesia de San Isaac, y la Princesa deseaba hallarse á solas con la modista.

No se la ocultaba que el proceder de ésta y el suyo propio, no eran completamente irreprensibles, porque al cabo, violaban un secreto, iban á leer una carta agena, por más que en esto no se siguiese perjuicio á nadie, y si por el contrario una esperanza vaga de remediar un infortunio de corazón. La Princesa se asió á esta última idea para disculpar su conducta, que á pesar suyo la escarabajeaba en la conciencia.

Momentos después de las diez, y de haber salido el aya para cumplir con su piadosa costumbre, la doncella de la Princesa anunció á Madlle. Guené.

María la recibió en su habitación.