III
Una noche de vela (1837)
de Ramón de Mesonero Romanos
IV

LA SUCESIÓN


Aquellas tres cortesías del escribano y del mayordomo a la hermana del conde, habían también hecho variar el espectáculo del retirado gabinete del jardín. Los amables interlocutores que en él se reunían, arrancados a sus ilusiones por la escena del último amago de la muerte, empezaban a creer de veras su posibilidad, y a calcular las consecuencias naturales en aquella casa. La próxima viuda, sin tanto aparato de desmayos, empezaba ya a manifestar una verdadera inquietud, en tanto que por un movimiento eléctrico los vaporosos ataques habíanse inoculado en la persona de la hermana, para quien las ya dichas cortesías del mayordomo y escribano acababan de darla a sospechar un magnífico porvenir.

Los cuidados de todos los circunstantes se convirtieron, como era de esperar, hacia el nuevo peligro, hacia la nuevamente acometida; y a pesar de que los visajes de su feo rostro, fuertemente contraído en todas direcciones, pusieran espanto al hombre más audaz y denodado, y por más que formase un admirable contraste la sentimental y ya verdadera tristeza de la hermosa faz de la condesita, veíase ésta sola, por una de las anomalías tan frecuentes en este pícaro mundo, al paso que todos se apresuraban a reunirse en grupo auxiliador en derredor de la presunta heredera... ¡Oh leyes! ¡oh costumbres!...

Al frente de todos aquellos celosos servidores distinguíase el mismo joven militar favorito de la condesa, que poco antes no parecía existir sino para ella, y ahora olvidando sus gracias, y cerrando los ojos sobre la triste figura de la cuñada, se apresuraba a sostener a ésta, a consolarla, y yacía arrodillado a sus pies, estrechando su mano y aparentando toda la desesperación de un romántico dolor... La convulsa heredera, sensible sin duda a esta súbita expresión de un género tan nuevo para ella, hizo un paréntesis a su terrible accidente; entreabrió sus cerrados párpados, dirigió sus hundidas pupilas al amable interpelante, y con un gesto inexplicable en que se retrataba la caricatura del dolor, correspondió con un suspiro a otro suspiro, y abandonó su mano a los labios del joven triunfador; éste entonces, alzando la osada frente en señal de su próxima apoteosis, paseó sus miradas por todos los circunstantes con una sonrisa de desdén; pero al llegar a fijarlas en los hermosos ojos de la futura viuda, no pudo menos de bajar los suyos entre dudoso y turbado.

En este momento la puerta del gabinete se abre. -El escribano, el mayordomo y el ayuda de cámara se presentan, siguiendo al amigo incógnito. Éste, procurando contener su conmoción, manifiesta a los circunstantes que su amigo el conde había dejado de existir... Todos se agrupan en torno de la nueva condesa... El escribano lee entonces el testamento, y la decoración vuelve a cambiar... El conde declara en él tener un heredero natural, habido en una de sus varias excursiones amorosas antes de contraer su matrimonio; pedía perdón a su esposa por este secreto, y la encargaba la tutela y dirección de su legítimo heredero; en cuanto a su hermana, la dejaba pasar tranquilamente a ocupar un vástago lateral en el tronco genealógico.

De esta manera nacieron, se manifestaron y desaparecieron como el humo tantas esperanzas y quiméricos proyectos; y la luz matinal, que ya empezaba a iluminar aquella estancia, vino a poner de manifiesto el desengaño de aquellos desengañados semblantes; amigos y dependientes rodearon a la condesa viuda, tutora y gobernadora; y cada cual se esforzaba en manifestarla su no interrumpida adhesión, y a proponerla varios planes halagüeños; pero el severo Velador, valiéndose de su persuasiva influencia, la aconsejó por entonces lo único que podía aconsejarla, y era que se retirase a descansar. Hízolo así, con lo cual todos los circunstantes fueron desapareciendo. Y luego que quedó solo el incógnito, se arrimó a un bufete, tomó una pluma, escribió largo rato, puso al principio de su discurso este título: «Una noche de vela», y al final de él estampó esta firma,

EL CURIOSO PARLANTE.